La calumnia mata
La calumnia mata
editar(Tradición del año 1750)
de la calumnia algo queda.
Cuando se reunía a campana tañida en la capilla de San Miguel el lunes 21 de Septiembre de 1755 la Hermandad de Caridad, con paso lento y majestuoso entró el señor de Campana y expuso:
«Que en vista de la precaria existencia que arrastraba la Cofradía después de treinta años, comprometíase a fundar el Colegio de Huérfanas, costeando de su propio peculio edificio y cercados, reservándose el patronato y título de fundador.»
El discursito no podía ser más sabroso. Aplaudiéndole todos, se levantaron para congratularle por su piedad y cristiano propósito. Algunos se admiraban que ofreciendo tanto, pidiese tan poco.
— Ni siquiera un par de huérfanas para alcanzarle el mate de leche matinal —murmuró la mulatilla que por ahí andaba sacudiendo santos y flores de trapo viejo en el altar del arcángel.
No sólo sus cofrades le aplaudieron, sino los filántropos de entonces que sin lista impresa, ni bombo periodístico, hacían más caridad sin tanto ruido, y los señores González, Goyeneche, Ochoa, de Almarita, el obispo Agramonte, el gobernador Andonaegui, y hasta el mismísimo Rey, desde España, mandó agradecer por su desprendimiento a tan magnífico señor.
Seis años después, todavía en el Capítulo celebrado el 25 de Noviembre de 1761, volvía a exponer Alvarez Campana, «que habíase visto en el empeño de pagar la obra, los gastos de alimentos, vestuario y muchas otras etcéteras, cual consta, no sólo á los hermanos, sino á toda la ciudad, llevando miras de fundar el Hospital de Mujeres y una Casa de Expósitos». Contestaron los presentes, testigos de cuanto refería y era notorio, como lo atestiguaron, y no habría quien lo niegue, declarando, que el patrono y fundador de dicho Colegio era y debía ser el señor Campana, pues que lo inició, lo ejecutó, recibía las limosnas, administraba sus cortos productos, corría con la fábrica del Colegio, y también con las colegialas por los vericuetos del jardín a falta de otra gimnasia o ejercicios para el mayor desarrollo. Esto último no lo decían, pero lo hacían.
Los mismos señores González, fundador el padre, de la predicha Hermandad y posteriormente el hijo, del Hospital anexo, firmaron el acta, y por segunda vez su ilustrísima aplaudió el santo celo con que empleaba su caudal. Llegaron a querer tanto al señor de Campana toda la gente de sacristía que hubieron de elevarlo a la altura de sus tocayas, y si no lo realizaron fué por que la torre no se había concluído.
No transcurrieron muchos años, cuando en el de 1766 era arrestado por orden de su Majestad, confiscándosele sus propiedades durante la prisión.
¿Qué había sucedido para caer de alto pedestal, que cuanto más elevado mayor porrazo produce? ¿Qué causa cambiaría la opinión pública, tan variable, que ni permite proyectar buenas obras sin levantar emulaciones?
«¿Que me importa?» suele decirse. «¡Me río del que dirán!» «Tenga uno la conciencia tranquila sin hacer caso de lo que se diga». Y adagios semejantes, más o menos estoicos, se repiten con frecuencia. Pero la verdad verdadera es otra, cuando la procesión anda por dentro de esos honrados a medias, no enchapados a la antigua, como los que adoctrinan que preciso es no sólo ser honrado, sino también parecerlo. ¿En qué cascarita de naranja o mal paso habría resbalado este promotor de tantas obras buenas, para ser conducido entre rejas, él, que muchas y muy pesadas, hiciera venir de Vizcaya, en precaución de escalamientos, gatuperios ó tentaciones del mundo, y también de la carne, a escuálidas huerfanitas por tantos abandonadas y que sólo él guardaba?
Mientras lo descifra el lector, seguiremos éste que es mucho cuento.
Engorroso sería reseñar las diversas peripecias de traspasos y divisiones en los campos de Campana, desde que en noche de trueno y sobre la verde carpeta los ganara el capitán Lomes, obtenidos por donación del rey, ni de cómo de esa sucesión, los adquiriera la sociedad Escalada y Armstrong. Escenas hubo y algunas de melodrama al cederlos después el padre Escola al coronel Ibarrola y Martínez, á quienes compraran los señores Costa en 1853.
Misteriosas leyendas recuerdan aquellos pagos, como la de El Pirata Correntino, La Salamanca de Juan Sin Ropa, y otras; pero ni en la celebrada carrera, (parejeros de don Ladislao Martínez y el padre Escola), hasta el cañón de la Recoleta frente á la antigua quinta del doctor Cayetano Campana, podemos detenernos en esta tradición, también á la carrera, destinada á recordar cómo la calumnia dió muerte al que dió vida á esos campos y nombre al Rincón de Campana.
En el transcurso del largo pleito no faltó, ni aún de los mismos beneficiados por el señor Campana, quien se prestara á declarar: que en la estancia «Los Remedios» (en Las Vacas) éstas sólo daban leche para el patrono, siendo propiedad del Colegio, y de pichuleos en huevos y quesos, frutas de corral y traspapelamiento de otras menudencias.
Otro de sus émulos declaró que el rinconcito consabido servía para arrinconar muchas cosas, y que si detrás de cada rancho del camino quedar solía alguna campanita, resultado de frecuentes idas y venidas del enamoriscado estanciero, ninguna de sus tocayas sonaban a tiempo, para despertar al guardacosta, cuando por esas desiertas barrancas del Paraná se introducían mer- caderías del Buque del Asiento, fondeado frente la Recoleta, donde nunca acababa su carga y descarga, olvidando pagar alcabalas, ocupado en sus huérfanas y tanta obra pía, piadosa ó de pillería.
Y de cuantos declararon, apenas resultaba con algún viso de apariencia, que si del contrabando provocado por tantas prohibiciones y gabelas, almojarifazgos y altos impuestos, alguno había desembarcado allí, no fué para provecho del rico hacendado, y si en un mismo libro llevaba cuentas de propios y extraños, y asentado á su nombre propiedad para otros adquirida, exigencia era del vendedor, á quien inspiraban más confianza los fondos del señor Campana, que todas las huérfanas sin fondos, que si de todas ellas, apenas la más talludita apartaba, no para su uso particular lo era, sino para servir el chocolate de la señora, quien muy piadosa, bien la adoctrinaba así de día como de noche.
A rumorcillo de contrabando agregáronse añejos rencores suscitados, pues que á petición de Campana vino la Real Cédula prohibiendo á los curas cobrar derecho de muerto que habían inventado, pues ni morir de balde era permitido. En caso de fallecer alguno, muerto quedaría pero enterrado no, mientras no apareciera alma piadosa que pagara por quien tuvo ese mal gusto. Entonces, como al presente, tan irresistible persuasión tenía el mal, que al referir el embustero vicios inventados, mayor crédito alcanzaba, que narrando el veraz virtudes ciertas. Su reconocida virtud no impidió largos y fríos días de prisión al doctor Campana.
Mayor que el de muchas cuchilladas es el daño que una calumnia produce. Aquellas heridas cicatrizan; abierta siempre ésta, su cura es dolorosísima é ineficaz. ¿Llegará la rectificación al que la oyó? Una hiere; la otra, asesina moralmente y sin prevenir por la espalda. Como toda traición la calumnia es cobarde.
Campana, rico de nacimiento y hasta después de sus días, poseía desde antes que las huerfanitas del Colegio nacieran, mayor caudal que la limosna para ellas recolectada. Cuando al fin la verdad se abrió paso, uno tras otro y antes de dirigirse a su casa los dirigió detrás de San Miguel, que la experiencia le había enseñado ya a cuidar más de su buen nombre que de sus peluconas.
A la puerta del Colegio de Huérfanas nuevos inconvenientes se opusieron para franquearle entrada, que obstruían los últimos restos de la calumnia. No obstante salir absuelto de culpa y cargo, desconocíanse sus prerrogativas de Patrono y fundador. Abatido, pero no vencido, cuando se le cerraba la institución á que consagrara tanto tiempo, dinero y paciencia, nuevo pleito siguió, aunque á la larga llegó el día de su triunfo!
Cierta mañana, pasando por esa misma iglesia de San Miguel, desfigurado por los sufrimientos, á oir alcanzó la murmuración de dos beatas, saliendo de comulgar, al no serles contestado el saludo por el buen mozo que pasaba.
— Pero has visto, mujer¡ — chismografiaba una á la otra, — ¿qué tieso se ha puesto el sobrino del encarcelado, desde que salió el tío de chirona, purgados sus gatuperios?
Quebrantado por la pesadumbre, desde ese día cayó en cama el benefactor, pues hasta en el umbral de la iglesia tropezaba con la calumnia. ¡Cuán cierto que de la calumnia algo queda! Siempre hay oídos más abiertos para el mal del prójimo que para la justificación del inocente.
Hay quien exclama: «Ande yo caliente, aunque se reía la gente». El abuelo setentón, á quien oí cuando niño muchas de las consejas que hoy transmito á mis nietos, enseñaba lo contrario. Notando al cruzar la Plaza de la Victoria la desaparición de la torre del Cabildo, al pie de la pirámide de Mayo exclamó apesadumbrado: «Si alguno de esos cronistas atolondrados, que por anticipar noticias narran sucedidos antes de suceder, publicara que te has robado esa alta torre, apresura á vindicarte. Posible es no falte testigo que confirme: Es cierto; yo lo ví.
Otros tres años transcurrieron en trámites y apelaciones, engrosando, subiendo y creciendo el expediente, como una montaña.
Llegó la hora de reparación, y saliendo Campana de nuevo más limpio que patena, al tapar con ésta el cáliz, dió vuelta el Cura en la solemne misa del desagravio, dirigiéndose á la puerta de San Miguel, donde la ofensa se le infiriera y en cuyo propio sitio establecía la ley tuviera lugar la reparación.
Parado frente al párroco á la entrada de la iglesia, le rodeaba numeroso grupo de vecinos y curiosas, de entre las que, viendo á Campana tan demudado, se escapó más de una exclamación compasiva:
— ¡Cómo lo han dejado! pobre hombre! ¡La calumnia mata!
Ya el cartulario bajaba las antiparras, leída la sentencia en que, entre otras penas imponía al ofensor que tomando al calumniado de la mano presentara al público como inocente y le pidiera perdón por la ofensa, declarando tres veces en alta voz que no había tenido razón en su dicho.
A cumplir esta primera parte de la reparación dirigíase, cuando Campana, todo trémulo y emocionado, retrocedía á la vez que se le aproximaba el calumniador. Los sufrimientos y amarguras de largos años habían de tal modo consumido su físico, que agotada toda energía en la prolongada comprobación de su inocencia, desfalleciente el ánimo y quebrantada su naturaleza toda, al extenderse la mano para satisfacerle, se desplomó como fulminado por invisible conmoción, cayendo para siempre el anciano en el mismo sitio que se le había afrentado.
No fué que el honrado señor de Campana llegara á ser convicto de malversación de fondos, sino que la última justificación, marchando como suele la justicia, con pies de plomo, tardó tanto, tanto, que llegó al fin de sus días!
La calumnia mata, y ni es el único ejemplo que recuerda la crónica del siglo pasado. Esta tocó de rechazo á todos los que de más ó menos cerca tuvieron participación en tan escabroso berenjenal.
Hasta el prelado que amenazara al capellán de San Miguel con la excomunión en voga, si no prohibía la entrada del Colegio á su fundador, murió en el destierro. A su vez le mató la calumnia el día antes de fondear el galeón de Indias en Montevideo, cuyo cajón de España traía la real comprobación de su inocencia.
Lectora amiga: ¡no calumnies, no calumnies jamás! ¡Cuántas veces, sino de pronto, lenta y sorda, va interiormente minando!
¡Cuántas ocasiones la calumnia mata!