Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
III

Cuando allá por los años de 1742, llegó nombrado Gobernador y Capitán General, don Domingo Ortiz de Rozas, trajo un segundo Domingo, en calidad de sobrino y ayudante; y cuando don Domingo Iº. pasó á desempeñar la Presidencia de Chile, donde por las poblaciones que fundó, fué agraciado con el título de «Conde de poblaciones» el sobrino de su tío, vencido ya en otras lides, próximo á caer en las de Himeneo, quedó en esta ciudad de la Santísima Trinidad, pasando á servir en el batallón real de infantería como Capitán y en los brazos de su esposa como esposo.

Este alto y erguido señor Rozas, que poco se daba con la mayor parte de los Oficiales, encontró entre ellos un otro más alto y no menos Capitán, que le caía en sayo, así en humos, pergaminos y estiramientos.

De Castilla la Vieja ambas familias casi á un tiempo llegaron á ésta; y si las preferencias de sobrino del tío Gobernador, realzaban propios méritos en el flamante Oficial últimamente incorporado, los del más antiguo en el batallón, sirviéronle de intermedio para la aproximación con los demás. Alto, delgado y de morena faz el uno; rubio, sonrosado y grueso el otro; si aparecía entre ambos contraste físico, así se armonizaban en lo moral, como en lo noble se igualaban.

Si el rubio descendía de los duques de Normandía, el moreno provenía de los antiguos Condes de Gómez, abuelos de doña Ximena, esposa del Cid Campeador, don Rodrigo Díaz de Vivar, castellano á las derechas.

Y larga lista de Condes, Duques y Marqueses, en líneas paralelas de ambas prosapias ascendían á las alturas, como que los dos tenían santo en el cielo.

Los Capitanes don José Gómez del Canto y don Domingo Ortiz de Rozas, con mayor predilección por el estrado que la carpeta y otras distracciones de cuartel, galantearon en la flor del coloniaje descollantes pimpollos de belleza, por lo que, si no al mismo tiempo colgaron la espada, en la misma hora misteriosa del corazón, levantaron el velo nupcial de la frente virginal de sus prometidas.

Gómez desposó á una de las más hermosas doncellas del Virreinato, doña Juana Rospillosi, (cuya estirpe contaba tres Pontífices en la Corte Romana y un Santo en la Corte celestial) y el señor de Rozas á doña Catalina de la Cuadra.

Lo que poco acontece en estos tiempos del telégrafo y el vapor, que todo pasa rápido, y ni caudal ni amistades duran tres generaciones, los hijos de ambos siguieron hasta la tumba, la amistad que de sus padres heredaran.

Venidos á la vida en corta diferencia sus primogénitos, como á hijos de Capitanes del Rey, á un tiempo les llegaron de la Metrópoli los cordones de cadete; juntos entraron á la escuela del Rey, don Lázaro Gómez y don León Ortiz, menos porque vivieran en un barrio, que por ser la única en muchos años. Más tarde, ingresaron al batallón en que sus padres habían seguido carrera. En un mismo buque se embarcaron para su primera campaña; una era la fecha de sus despachos; juntos arrollaron con sus valientes soldados del Fijo á los veteranos ingleses de la Plaza de Toros, en la tarde del II de Agosto de 1806. Cuando el Capitán Rozas supo que Gómez había caído muerto en la brecha de Montevideo, el 3 de Febrero del año siguiente, tan gran sentimiento le apesadumbró, que antes de concluir ese año, colgó la espada.

Tales antecedentes explican la clase de íntima y sincera amistad que estrechaba á los dos alféreces del Fijo.

¡Cuál sería, pues, la sorpresa de Gómez al tener la primera noticia de su amigo! No sólo vivía Rozas, sino bueno y sano se encontraba á poca distancia de su campamento.

Como la desgracia le había hecho desconfiado poco creía en promesa de indios; pedía mayores pruebas, algo como una muestrita que le dejaran ver, de lejos siquiera, la punta de la nariz de tan deseado cautivo.

En estos parlamentos, chasques y mensajes se estaban, cuando un buen día se le presentó de cuerpo entero y tan entero de alma como de cuerpo, el mismo Rozas; tan llorado compañero...