Robinson Crusoe/6
6
1 de mayo. Por la mañana, miré hacia la playa y como la marea estaba baja, vi algo en la orilla, más grande de lo común, que parecía un tonel. Cuando me acerqué vi un pequeño barril y dos o tres pedazos del naufragio del barco, que fueron arrastrados hasta allí en el último huracán. Cuando miré hacia el barco, me pareció que sobresalía de la superficie del agua más que antes. Examiné el barril que había llegado y me di cuenta de que era un barril de pólvora pero se había mojado y la pólvora estaba apelmazada y dura como una piedra; no obstante, lo llevé rodando hasta la orilla y me acerqué al barco todo lo que pude por la arena para buscar más.
Cuando llegué al barco, encontré que su disposición había cambiado extrañamente. El castillo de proa, que antes estaba enterrado en la arena, se había elevado más de seis pies. La popa, que se había desbaratado y separado del barco por la fuerza del mar poco después de que yo terminara de explorarlo, había sido arrojada hacia un lado y todo el costado donde antes había un buen tramo de agua que no me permitía llegar hasta el barco si no era nadando un cuarto de milla, se había llenado de arena y ahora casi podía llegar andando hasta él cuando la marea estaba baja. Al principio, esto me sorprendió pero pronto llegué a la conclusión de que había sido a causa del terremoto, cuya fuerza había roto el barco más de lo que ya estaba; de modo que, a diario, sus restos llegaban hasta la orilla arrastrados por el viento y las olas.
Esto me distrajo completamente de mi proyecto de mudar mi vivienda y me mantuvo, especialmente ese día, buscando el modo de volver al barco pero comprendí que no podría hacerlo pues su interior estaba completamente lleno de arena. Sin embargo, como había aprendido a no desesperar por nada, decidí arrancar todos los trozos del barco que pudiera sabiendo que todo lo que consiguiera rescatar de él, me sería útil de un modo u otro.
3 de mayo. Comencé a cortar un pedazo de travesaño que sostenía, según creía, parte de la plataforma o cubierta. Cuando terminé, quité toda la arena que pude de la parte más elevada pero la marea comenzó a subir y tuve que abandonar la tarea.
4 de mayo. Salí a pescar pero no cogí ni un solo pescado que me hubiese atrevido a comer y cuando me aburrí de esta actividad, justo cuando me iba a marchar, pesqué un pequeño delfín. Me había hecho un sedal con un poco de cuerda pero no tenía anzuelos; no obstante, a menudo cogía suficientes peces, tantos como necesitaba, y los secaba al sol para comerlos secos.
5 de mayo. Trabajé en los restos del naufragio, corté en pedazos otro travesaño y rescaté tres planchas de abeto de la cubierta, que até e hice flotar hasta la orilla cuando subió la marea.
6 de mayo. Trabajé en los restos del naufragio, rescaté varios tornillos y otras piezas de hierro, puse mucho ahínco y regresé a casa muy cansado y con la idea de renunciar a la tarea.
7 de mayo. Volví al barco pero sin intenciones de trabajar y descubrí que el casco se había roto por su propio peso y por haberle quitado los soportes, de manera que había varios pedazos sueltos y la bodega estaba tan al descubierto que se podía ver a través de ella, aunque solo fuera agua y arena.
8 de mayo. Fui al barco con una barra de hierro para arrancar la cubierta que ya estaba bastante despejada del agua y la arena; arranqué dos planchas y las llevé hasta la orilla, nuevamente, con la ayuda de la marea. Dejé la barra de hierro en el barco para el día siguiente.
9 de mayo. Fui al barco y me abrí paso en el casco con la barra de hierro. Palpé varios toneles y los aflojé pero no pude romperlos. También palpé el rollo de plomo de Inglaterra y logré moverlo pero pesaba demasiado para sacarlo.
10, 11, 12, 13 y 14 de mayo. Fui todos los días al barco y rescaté muchas piezas de madera y planchas o tablas y doscientas o trescientas libras de hierro.
15 de mayo. Me llevé dos hachas pequeñas para tratar de cortar un pedazo del rollo de plomo, aplicándole el filo de una de ellas y golpeando con la otra pero como estaba a casi un pie y medio de profundidad, no pude atinar a darle ni un solo golpe.
16 de mayo. El viento sopló con fuerza durante la noche y el barco se desbarató aún más con la fuerza del agua, pero me quedé tanto tiempo en el bosque cazando palomas para comer, que la marea me impidió llegar hasta él ese día. 17 de mayo. Vi algunos restos del barco que fueron arrastrados hasta la orilla, a gran distancia, a unas dos millas de donde me hallaba. Resolví ir a investigar de qué se trataba y descubrí que era una parte de la proa, demasiado pesada para llevármela.
24 de mayo. Hasta esta fecha, trabajé diariamente en el barco y, con gran esfuerzo, logré aflojar tantas cosas con la barra de hierro que cuando subió la marea por primera vez, vinieron flotando hasta la orilla varios toneles y dos de los arcones de marino; pero el viento soplaba de la costa y no llegó nada más ese día, excepto unos pedazos de madera y un barril que contenía un poco de cerdo del Brasil, pero el agua y la arena lo habían estropeado.
Proseguí sin tregua con esta tarea hasta el día 15 de junio, con la excepción del tiempo que dedicaba a buscar alimento, que era, como he dicho, cuando subía la marea, a fin de haber terminado para cuando bajara. Para esta fecha había reunido suficientes maderas, tablones y hierros para construir un buen bote, si hubiera sabido cómo. También logré reunir, por partes y en varios viajes, hasta cien libras en láminas de plomo.
16 de junio. Al bajar a la playa, encontré una gran tortuga. Era la primera que veía, lo cual se debía a mi mala suerte y no a un defecto del lugar ni a la escasez de estos animales, ya que si me hubiera encontrado en la otra parte de la isla, habría visto cientos de ellas todos los días, como descubrí posteriormente; pero, tal vez, me habrían salido demasiado caras.
17 de junio. Me dediqué a cocinar la tortuga y encontré dentro de ella tres veintenas de huevos y, en aquel momento, su carne me parecía la más sabrosa y gustosa que había probado en mi vida, pues no había comido más que cabras y aves desde mi llegada a este horrible lugar.
18 de junio. Llovió todo el día y no salí. Me dio la impresión de que la lluvia estaba fría y me sentía un poco resfriado, cosa muy rara en aquellas latitudes.
19 de junio. Estuve muy enfermo y tiritando como si hiciese mucho frío.
20 de junio. No pude descansar en toda la noche, fuertes dolores de cabeza y fiebre.
21 de junio. Estuve muy enfermo y asustado de muerte ante mi triste condición de estar enfermo y sin ayuda. Recé a Dios, por primera vez desde la tormenta de Hull, pero no sabía lo que decía ni por qué. Mis pensamientos eran confusos.
22 de junio. Un poco mejor pero con un gran temor a la enfermedad.
23 de junio. Muy mal otra vez, escalofríos y luego un terrible dolor de cabeza.
24 de junio. Mucho mejor.
25 de junio. Fiebre muy alta; el acceso duró siete horas, ataques de frío y calor seguidos de sudores y mareos. 26 de junio. Mejor. Como no tenía nada que comer, tomé mi escopeta pero me hallé demasiado débil. No obstante, maté una cabra hembra y con mucha dificultad la traje a casa. Asé un poco y comí. Me habría encantado hervirla y hacer un poco de caldo pero no tenía olla.
27 de junio. Me dio tanta fiebre que me quedé todo el día en cama y no pude comer ni beber nada. Estaba a punto de morir de sed pero me sentía tan débil, que no podía tenerme en pie o buscar agua para beber. Recé a Dios nuevamente pero deliraba y cuando no lo hacía, era tan ignorante que no sabía qué decirle. Tan solo lloraba diciendo: «Señor, mírame, ten piedad de mí, ten misericordia de mí.» Creo que no hice más por dos o tres horas hasta que comenzó a bajar la fiebre. Me quedé dormido y no desperté hasta altas horas de la noche. Cuando lo hice me sentía mejor pero débil y extremadamente sediento. No obstante, como no tenía agua en toda mi habitación, me vi obligado a esperar hasta la mañana y volví a dormirme. En esta segunda ocasión tuve una terrible pesadilla.
Soñé que estaba sentado en el suelo en la parte exterior de mi muro, en el mismo sitio en el que me había sentado cuando se desató la tormenta después del terremoto, y vi a un hombre que descendía a la tierra desde una gran nube negra envuelto en una brillante llama de fuego y luz. Todo él brillaba tanto como una llama por lo que no podía mirar hacia donde estaba; su aspecto era tan inexpresablemente espantoso que resulta imposible describirlo con palabras. Cuando puso los pies sobre la tierra, me pareció que esta temblaba, como lo había hecho en el terremoto y que el aire se llenaba de rayos de fuego.
No bien tocó la tierra, comenzó a caminar hacia mí con una gran lanza o arma en la mano y la intención de matarme. Cuando llegó a un promontorio de tierra, que estaba a cierta distancia de mí me habló o escuché una voz tan terrible que es imposible describir el terror que me causó. Lo único que puedo decir que entendí fue esto: «En vista de que ninguna de estas cosas ha suscitado tu arrepentimiento, ahora morirás». Al decir esto, me pareció que levantaba la lanza para matarme.
Nadie que lea este relato puede esperar que yo sea capaz de describir el espanto de mi alma ante esta terrible visión; quiero decir que, aunque solo era un sueño, era un sueño horroroso. Tampoco es posible describir mejor la impresión que quedó en mi espíritu al despertar y comprender que se trataba de un sueño.
No tenía, ¡ay de mí!, ningún conocimiento religioso; lo que había aprendido gracias a las buenas enseñanzas de mi padre, se había desvanecido en ocho años de ininterrumpidos desarreglos propios de la gente de mar y de haberme relacionado solo con gente tan incrédula y profana como yo. No recuerdo haber tenido, en todo ese tiempo, ni un solo pensamiento que me elevara a Dios o que me hiciera mirar hacia adentro y reflexionar sobre mi conducta; solo una cierta estupidez espiritual, que no deseaba el bien ni tenía conciencia del mal, se había apoderado totalmente de mí y me había convertido en la criatura más dura, insensible y perversa entre todos los marinos, que no sentía temor de Dios en el peligro, ni le estaba agradecido en la salvación.
Esto se entenderá mejor cuando cuente la parte pasada de mi historia y agregue que, a pesar de todas las desgracias que me habían ocurrido hasta ese día, no se me había ocurrido pensar que eran a consecuencia de la intervención divina, o que se trataba de un castigo por mis pecados, por la rebeldía contra mi padre, por mis pecados actuales que eran muy grandes o, bien, un castigo por el curso general de mi depravada vida. Cuando me hallaba en aquella desesperada expedición en las desiertas costas de África, no pensé ni por un instante en lo que podía ser de mí, ni deseé que Dios me indicara a dónde dirigirme, ni me protegiera del peligro que me rodeaba y de las criaturas voraces y salvajes crueles. Simplemente, no pensaba en Dios ni en la Providencia y me comportaba como una mera bestia enajenada de los principios de la naturaleza y los dictados del sentido común; a veces, ni siquiera como eso.
Cuando fui liberado y rescatado por el capitán portugués, y bien tratado, con justicia, honradez y caridad, no tuve ni un solo pensamiento de gratitud. Cuando, nuevamente, naufragué y me vi perdido y en peligro de morir ahogado en esta isla, no sentí el menor remordimiento ni lo vi como un castigo justo; tan solo me repetía una y otra vez que era un perro desgraciado, nacido para ser siempre miserable.
Es cierto que cuando llegué a esta orilla por primera vez y me di cuenta de que toda la tripulación había perecido ahogada mientras que yo me había salvado, me sobrecogió una especie de éxtasis o conmoción del alma que, si la gracia de Dios me hubiese asistido, se habría convertido en sincero agradecimiento. Mas esto terminó donde comenzó, en un mero ramalazo de felicidad, o, podría decir, una mera sensación de alegría por estar vivo, sin reflexionar en lo más mínimo acerca de la bondad de la mano que me había salvado y me había escogido cuando el resto había sido aniquilado; sin preguntarme por qué la Providencia había sido tan misericordiosa conmigo. Más bien, experimenté el mismo tipo de júbilo que sienten los marineros cuando llegan a salvo a la orilla después de un naufragio, júbilo que ahogan por completo en un jarro de ponche y olvidan apenas ha concluido; y todo el resto de mi vida transcurría así.
Incluso, después, cuando me hice consciente de mi situación, de cómo había llegado a este horrible lugar, lejos de cualquier contacto humano, sin esperanza de alivio ni perspectiva de redención, tan pronto como vi que tenía posibilidad de sobrevivir y que no me moriría de hambre, olvidé todas mis aflicciones y comencé a sentirme tranquilo, me dediqué a las tareas propias de mi supervivencia y abastecimiento y me hallé muy lejos de considerar mi condición como un juicio del cielo o como obra de la mano de Dios.
La germinación del maíz, a la que hice referencia en mi diario, al principio me afectó un poco y luego comenzó a afectarme seriamente por tanto tiempo, que creí ver algo milagroso en ello. Pero tan pronto como desapareció esa idea, se desvaneció la impresión que me había causado, como lo he señalado anteriormente.
Ocurrió lo mismo con el terremoto, aunque nada podía ser más terrible en la naturaleza ni revelar más claramente el poder invisible que gobierna sobre este tipo de cosas. Apenas pasó el temor inicial, también cesó la impresión que me había causado. No tenía más conciencia de Dios o de su juicio, ni de que mis desgracias fueran obra de su mano, que si hubiera estado en la situación más próspera del mundo.
Pero ahora que estaba enfermo y las miserias de la muerte desfilaban lentamente ante mis ojos, cuando mis fuerzas sucumbían bajo el peso de una fuerte debilidad y es taba extenuado por la fiebre, mi conciencia, durante tanto tiempo dormida, comenzó a despertar y yo empecé a reprocharme mi vida pasada, pues, evidentemente, mi perversidad había provocado que la justicia de Dios cayera tan violentamente sobre mí y me castigara tan vengativamente.
Estos pensamientos me atormentaron durante el segundo y el tercer día de mi enfermedad, y en el furor de la fiebre y las terribles recriminaciones de mi conciencia, musité unas palabras que parecían una plegaria a Dios, aunque no sé si el origen de la oración era la necesidad o la esperanza. Más bien era el llamado del miedo y la angustia pues mis pensamientos confusos, mis convicciones fuertes y el horror de morir en tan miserable situación me abrumaron la cabeza. En este desasosiego, no sé lo que pude haber dicho pero era una suerte de exclamación, algo así como: «¡Señor!, ¿qué clase de miserable criatura soy? Si me enfermo, moriré de seguro por falta de ayuda. ¡Señor!, ¿qué será de mí?» Entonces comencé a llorar y no pude decir más.
En este intervalo, recordé los buenos consejos de mi padre y su predicción, que mencioné al principio de esta historia: que si daba ese paso insensato, Dios me negaría su bendición y luego tendría tiempo para pensar en las consecuencias de haber desatendido sus consejos, cuando nadie pudiese ayudarme. «Ahora -decía en voz alta-, se han cumplido las palabras de mi querido padre: la justicia de Dios ha caído sobre mí y no tengo a nadie que pueda ayudarme o escucharme. Hice caso omiso a la voz de la Providencia, que tuvo la misericordia de ponerme en una situación en la vida en la que hubiera vivido feliz y tranquilamente; mas no fui capaz de verlo, ni de aprender de mis padres, la dicha que esto suponía. Los dejé lamentándose por mi insensatez y ahora era yo el que se lamentaba de las consecuencias; rechacé su apoyo y sus consejos, que me habrían ayudado a abrirme camino en el mundo y me habrían facilitado las cosas y ahora tenía que luchar contra una adversidad demasiado grande, hasta para la misma naturaleza, sin compañía, sin ayuda, sin consuelo y sin consejos.» Entonces grité: «Señor, ayúdame porque estoy desesperado.»
Esta fue la primera oración, si puede llamarse de ese modo, que había hecho en muchos años. Más vuelvo a mi diario.
28 de junio. Un poco más aliviado por el sueño y ya sin fiebre, me levanté. Como el miedo y el terror de mis sueños había sido muy grande y pensaba que la fiebre volvería al día siguiente, tenía que buscarme algo que me refrescara y me fortaleciera cuando volviera a sentirme enfermo. Lo primero que hice fue llenar una gran botella cuadrada de agua y colocarla encima de mi mesa, junto a la cama y, para templarla, le eché como la cuarta parte de una pinta de ron y lo mezclé bien. Entonces asé un trozo de carne de cabra sobre los carbones pero apenas comí. Caminé un poco pero me sentía muy débil, triste y acongojado por mi desgraciada condición y temía que el malestar volviese al día siguiente. Por la noche me hice la cena con tres huevos de tortuga que asé en las ascuas y me los comí, como quien dice, en el cascarón. Esta fue la primera vez en mi vida, según recuerdo, que le pedí a Dios la bendición por mis alimentos.
Después de comer, traté de caminar pero estaba tan débil que apenas podía cargar la escopeta (porque nunca salía sin ella) así que solo anduve un poco y me senté en la tierra, mirando hacia el mar que tenía delante de mí y que estaba tranquilo y en calma. Mientras estaba allí, pensé en cosas como éstas:
¿Qué son esta tierra y este mar que tanto he contemplado? ¿De dónde vienen? ¿Y qué soy yo y todas las demás criaturas, salvajes y domésticas, humanas y bestiales? ¿Dónde estamos?
De seguro todos hemos sido creados por una fuerza secreta, que también hizo la tierra, el mar, el aire y el cielo; ¿quién es?
Luego inferí, naturalmente, que era Dios quien lo había hecho todo. Pues bien, pensé, si Dios ha hecho todas estas cosas, es Él quien las guía y quien gobierna sobre ellas y sobre todo lo que les sucede; ya que la fuerza que pudo crear todas las cosas ha de tener, ciertamente, el poder de guiarlas y dirigirlas.
Si esto es así, nada puede ocurrir en el gran circuito de su obra sin su conocimiento o consentimiento.
Y si nada puede ocurrir sin que Él lo sepa, entonces Él ha de saber que estoy aquí y que me hallo en esta terrible situación; y si nada ocurre sin que Él lo ordene, entonces Él debe haber ordenado que esto me ocurriera.
No imaginé nada que contradijera estas conclusiones y, por lo tanto, tuve la certeza de que Dios había mandado que me pasara todo esto y que había caído en este miserable estado por orden suya, ya que Él tenía todo el poder, no solo sobre mí sino sobre todo lo que sucedía en el mundo. Entonces pensé:
¿Por qué Dios me ha hecho esto? ¿Qué he hecho para ser tratado de esta forma?
Mi conciencia me refrenó ante esta pregunta como si fuese una blasfemia y me pareció que me hablaba de la siguiente manera: «¡Infeliz!, ¿preguntas qué has hecho? Mira hacia atrás, hacia el terrible despilfarro que has hecho con tu vida y pregúntate qué no has hecho; pregúntate ¿por qué no has sido destruido mucho antes? ¿Por qué no te ahogaste en las radas de Yarmouth? ¿Por qué no te mataron en la pelea cuando el barco fue capturado por el corsario de Salé? ¿Por qué no fuiste devorado por las bestias salvajes en la costa de África? ¿Por qué no te ahogaste aquí cuando toda la tripulación pereció, excepto tú? ¿Y aún preguntas “¿qué he hecho?”.»
Estas reflexiones me dejaron estupefacto, como atónito, y no sabía qué decir para responderme. Me levanté pensativo y triste y regresé a mi refugio y subí por mi muralla, como si fuera a irme a la cama pero mi espíritu estaba tristemente perturbado y no tenía sueño, así que me senté en mi silla y encendí mi lámpara, porque empezaba a oscurecer. Como temía que volviera el malestar, se me ocurrió que los brasileños no toman otra medicina que su tabaco para casi todas sus dolencias y que, en uno de mis arcones, tenía un trozo de un rollo de tabaco que estaba bastante curado y otro poco que aún estaba verde y menos curado.
Fui como guiado por el cielo, porque en ese arcón encontré la cura para mi alma y mi cuerpo. Abrí el arcón y encontré lo que estaba buscando, es decir, el tabaco y, como los libros que había rescatado estaban también allí, saqué una de las Biblias, que mencioné anteriormente y que, hasta entonces, no había tenido ni el tiempo ni la inclinación de mirar y la llevé a la mesa junto con el tabaco.
No sabía qué hacer con el tabaco para curarme ni si servía o no para ello pero hice varios experimentos con él, convencido de que funcionaría de un modo u otro. Primero me metí un pedazo de una hoja en la boca y la mastiqué, lo cual me provocó una especie de aturdimiento pues el tabaco estaba verde y fuerte y no estaba habituado a utilizarlo. Luego tomé otro poco y lo maceré en un poco de ron durante una o dos horas para tomarme una dosis cuando me acostara. Por último, quemé un poco en un brasero e inhalé el humo tanto tiempo como este y el calor me lo permitieron, hasta que me sentí sofocado.
Mientras realizaba estas operaciones, tomé la Biblia y comencé a leer pero el tabaco me tenía tan mareado que no pude proseguir, al menos por esta vez. Había abierto el libro al azar y las primeras palabras que hallé fueron estas: Invócame en el día de tu aflicción y yo te salvaré y tú me glorificarás.
Estas palabras me parecieron muy adecuadas para mi caso y me causaron cierta impresión cuando las leí, mas no tanto como lo hicieron posteriormente, porque la palabra salvado no me decía nada; me parecía algo tan remoto, tan imposible según mi forma de ver las cosas que comencé a decir, como los hijos de Israel cuando les ofrecieron carne para comer: ¿Puede Dios servir una mesa en el desierto?. Y así comencé a decir: «¿Puede Dios sacarme de este lugar?» Y como no habría de tener ninguna esperanza en muchos años, varias veces me hice esta pregunta. No obstante, estas palabras causaron una gran impresión en mí y las medité con frecuencia. Se hacía tarde y el tabaco, como he dicho, me había aturdido tanto que sentí deseos de dormir, de modo que dejé mi lámpara encendida en la cueva, por si necesitaba algo durante la noche, y me metí en la cama. Pero, antes de acostarme, hice algo que no había hecho en toda mi vida: me arrodillé y le rogué a Dios que cumpliera su promesa y me salvara si yo acudía a él en el día de mi aflicción. Una vez concluida mi torpe e imperfecta plegaria, bebí el ron en el que había macerado el tabaco, que estaba tan fuerte y tan cargado, que casi no podía tragarlo y acto seguido, me metí en la cama. Sentí que se me subía a la cabeza violentamente pero me quedé profundamente dormido y me desperté, a juzgar por el sol, a eso de las tres de la tarde del día siguiente. Sin embargo, aún creo que dormí todo ese día y toda esa noche, hasta casi las tres de la tarde del otro día pues, de lo contrario, no entiendo cómo pude perder un día en el cómputo de los días de la semana, cosa que comprendí unos años más tarde; pues si había cometido el error de trazar la misma línea dos veces, entonces debí perder más de un día. Lo cierto es que, según mis cálculos, perdí un día y nunca supe cómo.
En cualquier caso, al despertar me encontré mucho mejor y con el ánimo dispuesto y alegre. Al levantarme, me sentía más fuerte que el día anterior y tenía mejor el estómago pues estaba hambriento; en pocas palabras, no tuve fiebre al día siguiente y fui mejorando paulatinamente. Esto ocurrió el día 29.
El 30 fue un buen día y salí con la escopeta aunque no me alejé demasiado. Maté un par de aves marinas, que parecían gansos, y las traje a casa pero no tenía muchas ganas de comerlas así que solo comí unos cuantos huevos de tortuga, que estaban muy buenos. Esa noche, renové el tratamiento al que le atribuí mi mejoría del día anterior, es decir, el tabaco macerado en ron, solo que no tomé tanta cantidad como la primera vez, ni mastiqué ninguna hoja, ni inhalé el humo. No obstante, al día siguiente, que era el primero de julio, no me sentí tan bien como esperaba y tuve algunos amagos de escalofríos, aunque no demasiado graves.
2 de julio. Repetí el tratamiento de las tres formas y me las administré como la primera vez. Tomé el doble del brebaje.
3. La fiebre pasó definitivamente aunque no recuperé todas mis fuerzas en varias semanas. Mientras reunía energías, pensé mucho en la frase te salvaré y la imposibilidad de mi salvación me impedía cultivar esperanza alguna. Pero, mientras me desanimaba con estos pensamientos, se me ocurrió que pensaba tanto en la liberación de mi mayor aflicción que no estaba viendo el favor que había recibido y comencé a hacerme las siguientes preguntas: ¿No he sido liberado, además, milagrosamente, de la enfermedad y de la situación más desesperada que puede haber y que tanto me asustaba? ¿Me he dado cuenta de esto? ¿He pagado mi parte? Dios me ha salvado pero yo no lo he glorificado, es decir, no me siento en deuda ni agradecido por esta salvación. ¿Cómo puedo esperar una salvación mayor?
Esto me conmovió el corazón e inmediatamente me arrodillé y le di gracias a Dios en voz alta por haberme salvado de la enfermedad.
4 de julio. Por la mañana cogí la Biblia y, comenzando por el Nuevo Testamento, me apliqué seriamente a su lectura. Me impuse leerla un rato todas las mañanas y todas las noches, sin obligarme a cubrir un número de capítulos específico sino obedeciendo al interés que me despertara la lectura. Al poco tiempo de observar esta práctica, sentí que mi corazón estaba más profunda y sinceramente contrito por la perversidad de mi vida pasada. Reviví la impresión que me había causado el sueño y las palabras ninguna de estas cosas ha suscitado tu arrepentimiento resonaban fuertemente en mis pensamientos. Estaba rogándole fervorosamente a Dios que me concediera el arrepentimiento cuando, providencialmente, ese mismo día, mientras leía las escrituras me topé con las siguientes palabras: Él es exaltado como Príncipe y Salvador para dar el arrepentimiento y el perdón. Solté el libro y elevando mi corazón y mis manos, en una especie de éxtasis, exclamando: «¡Jesús, hijo de David, Jesús, tú que eres glorificado como Príncipe y Salvador, concédeme el arrepentimiento y el perdón!»
Podría decir que era la primera vez en mi vida que rezaba en el verdadero sentido de la palabra, pues lo hacía con plena conciencia de mi situación y con una esperanza, como la que se describe en las escrituras, fundada en el aliento de la palabra de Dios. Desde este momento, puedo decir que comencé a confiar en que Dios me escucharía.
Ahora empezaba a comprender las palabras mencionadas anteriormente, Invócame y te liberaré, en un sentido diferente al que lo había hecho antes, porque entonces no tenía la menor idea de nada que pudiese llamarse salvación, si no era de la condición de cautiverio en la que me encontraba; pues, si bien estaba libre en este lugar, la isla era una verdadera prisión para mí, en el peor sentido. Mas ahora había aprendido a ver las cosas de otro modo. Ahora miraba hacia mi pasado con tanto horror y mis pecados me parecían tan terribles, que mi alma no le pedía a Dios otra cosa que no fuera la liberación del peso de la culpa que me quitaba el sosiego. En cuanto a mi vida solitaria, ya no me parecía nada; ya no rogaba a Dios que me liberara de ella, ni siquiera pensaba en ello, pues no era tan importante como esto. Y añado lo siguiente para sugerir a quien lo lea que cuando se llega a entender el verdadero sentido de las cosas, el perdón por los pecados es una bendición mayor que la liberación de las aflicciones.
Pero dejo esto y regreso a mi diario.
Ahora mi vida, si bien no menos miserable que antes, comenzaba a ser más llevadera y puesto que mis pensamientos estaban orientados, por la oración y la constante lectura de las escrituras, hacia cosas más elevadas, tenía una gran paz interior que no había conocido. Además, a medida que iba recuperando la salud y las fuerzas, me propuse procurarme todo lo que necesitaba y darle a mi vida la mayor regularidad posible.
Desde el 4 al 14 de julio, me dediqué, principalmente, a caminar con mi escopeta en mano, poco a poco, como un hombre que está juntando fuerzas después de la enferme dad, pues es difícil imaginar lo débil que me encontraba. El tratamiento que había utilizado era totalmente nuevo y, tal vez nunca haya servido para curar a nadie de la calentura, ni puedo recomendarlo para que sea puesto en práctica, pero, aunque sirvió para quitarme la fiebre, también me debilitó, pues durante un tiempo seguí padeciendo de frecuentes convulsiones en los nervios y las extremidades.
También aprendí que salir durante la estación de lluvias era de lo más pernicioso para mi salud, en especial, cuando las lluvias venían acompañadas de tempestades y huracanes. Como las lluvias de la estación seca siempre venían acompañadas de esas tormentas, eran más peligrosas que las que caían en septiembre y octubre.
Hacía más de diez meses que habitaba en esta desdichada isla y parecía que cualquier posibilidad de salvación de esta condición me hubiera sido totalmente negada. Además, estaba convencido de que ningún ser humano había puesto un pie en este lugar. Ya me había asegurado perfectamente la habitación y ahora tenía grandes deseos de explorar la isla más a fondo para ver qué cosas podía encontrar que aún no conocía.
El 15 de julio comencé la inspección minuciosa de la isla. Primero me dirigí hacia el río al que, como he dicho, llegué con mis balsas. Descubrí, después de andar río arriba casi dos millas, que la corriente no aumentaba y que no se trataba más que de una pequeña quebrada, muy fresca y muy buena; mas, por estar en la estación seca, apenas tenía agua en algunas partes, al menos, no la suficiente como para que se formara una corriente perceptible.
A orillas de esta quebrada encontré muchas sabanas o praderas placenteras, llanas, lisas y cubiertas de hierba. En la parte más elevada, próxima a las tierras altas, que el agua, al parecer, nunca inundaba, encontré gran cantidad de tabaco verde que crecía en tallos fuertes y robustos. Había muchas otras plantas que no conocía y que, tal vez, tenían propiedades que no era capaz de descubrir.
Busqué raíz de yuca, con la que los indios de esta región hacen su pan, pero no encontré ninguna. Vi enormes plantas de áloe pero no sabía lo que eran y varias cañas de azúcar que crecían silvestres e imperfectas a falta de cultivo. Me contenté con estos descubrimientos por esta vez y regresé pensando cómo hacer para conocer las virtudes y bondades de los frutos o plantas que fuera descubriendo pero no llegué a ninguna conclusión, pues, fue tan poco lo que observé cuando estaba en Brasil, que era escaso lo que sabía de las plantas silvestres, al menos muy poco que me sirviera en este momento.
Al día siguiente, el 16, subí por el mismo camino y, después de haber avanzado un poco más que el día anterior, descubrí que el río y la pradera terminaban y comenzaba un bosque. Aquí encontré diferentes frutas, en especial una gran cantidad de melones en el suelo y de uvas en los árboles. Las viñas se habían extendido sobre los árboles y los racimos de uvas estaban en su punto de maduración y sabor. Este sorprendente descubrimiento me llenó de alegría pero la experiencia me advirtió que las comiera con moderación pues, según recordaba, cuando estuve en Berbería, muchos de los ingleses que estaban allí como esclavos, murieron a causa de las uvas, que les provocaron fiebre y disentería. No obstante, descubrí que si las curaba y secaba al sol y las conservaba como se suelen conservar las uvas secas o pasas, serían, como en efecto ocurrió, un alimento agradable y sano cuando no hubiera uvas.
Pasé allí toda la tarde y no regresé a mi habitación. Esta fue, dicho sea de paso, la primera noche que pasé fuera de casa. Al anochecer tomé mi antigua precaución y me subí a un árbol donde dormí bien y, a la mañana siguiente, proseguí mi exploración. Caminé casi cuatro millas hacia el norte, según pude juzgar por la longitud del valle, con una cadena de montañas por el sur y otra por el norte.
Al final de esta caminata, llegué a un claro donde el terreno parecía descender hacia el oeste y donde había un pequeño manantial de agua dulce que brotaba de la ladera de una colina cercana hacia el este. La tierra parecía tan fresca, verde y floreciente y todo tenía un aspecto tan primaveral que semejaba un jardín cultivado.
Descendí un trecho por el costado de ese delicioso valle, observándolo con una especie de secreto placer, aunque mezclado con otras reflexiones dolorosas, al pensar que todo aquello era mío, que era el rey y señor irrevocable de todo este lugar, sobre el que tenía pleno derecho de posesión; y que si hubiera podido transmitirlo, sería un bien hereditario tan sólido como el de cualquier señor de Inglaterra. Vi muchos árboles de cacao, naranjos, limoneros y cidros, todos silvestres y con poca o ninguna fruta, al menos en ese momento. Sin embargo, recogí unas limas que, no sólo estaban sabrosas sino que eran muy saludables. Más tarde mezclé su zumo con agua y obtuve una bebida muy sana y refrescante.
Me di cuenta de que tenía mucho que transportar a casa, así que decidí separar una provisión de uvas, limas y limones para disponer de ellos durante la estación húmeda, que como sabía, se aproximaba.
Con este propósito, hice un gran montón de uvas en un sitio y luego uno más pequeño en otro y, finalmente, uno mayor de limas y limones en otra parte. Entonces cogí un poco de cada montón y me encaminé a casa con la resolución de volver de nuevo pero con una bolsa, saco o algo similar para llevarme el resto.
Al cabo de tres días de viaje regresé a casa, que así debo llamar a mi tienda y a mi cueva. Pero antes de llegar, las uvas se habían echado a perder, pues, como estaban tan maduras y jugosas, se magullaron por su propio peso y no servían para nada. Las limas estaban en buen estado pero solo pude transportar unas pocas.
Al día siguiente, el 19, regresé con dos sacos pequeños que me había hecho para traer a casa mi cosecha pero al llegar al montón de uvas, que estaban tan apetitosas y maduras cuando las recogí, me quedé sorprendido de encontrarlas desparramadas, deshechas y tiradas por aquí y por allá, muchas de ellas mordidas o devoradas. Deduje que algún animal salvaje había hecho esto pero no sabía cuál.
Sin embargo, cuando descubrí que no podía amontonarlas ni llevarlas en un saco porque de una forma se destruirían y de la otra se aplastarían por su propio peso, tomé otra decisión: colgué de las ramas de los árboles una gran cantidad de racimos de uvas para que se curaran y secaran al sol y me llevé tantas limas y limones como pude.
Cuando regresé a casa de este viaje, pensé con gran placer en la fecundidad de aquel valle y su placentera situación, protegido de las tormentas, cercano al río y al bosque y llegué a la conclusión de que había establecido mi morada en la peor parte de la isla. En consecuencia, empecé a considerar la idea de mudar mi habitación y buscar un lugar, tan seguro como el que tenía, situado, preferiblemente, en aquella parte fértil y placentera de la isla.
Esta idea me rondó la cabeza por mucho tiempo pues sentía una gran atracción por ese lugar, cuyo encanto me tentaba. Pero cuando lo pensé más detenidamente, me di cuenta de que ahora estaba cerca del mar, donde al menos había una posibilidad de que me ocurriera algo favorable y que el mismo destino cruel que me había llevado hasta aquí, trajera a otros náufragos desgraciados. Aunque era poco probable que algo así ocurriera, recluirme entre las montañas o en los bosques del centro de la isla, era asegurarme el cautiverio y hacer que un hecho poco probable se volviera imposible. Por lo tanto, decidí que no me mudaría bajo ningún concepto.
No obstante, estaba tan enamorado de ese lugar que pasé allí gran parte del resto del mes de julio y, a pesar de haber decidido que no me mudaría, me construí una especie de emparrado que rodeé, a cierta distancia, con una fuerte verja de dos filas de estacas, tan altas como me fue posible, bien enterradas y rellenas de maleza. Allí dormía seguro dos o tres noches seguidas, pasando por encima de la valla con una escalera, como antes, y ahora me figuraba que tenía una casa en el campo y otra en la costa. En estas labores estuve hasta principios del mes de agosto.
Acababa de terminar mi valla y comenzaba a disfrutar de la labor realizada, cuando vinieron las lluvias y me forzaron a quedarme en mi primera vivienda, pues aunque me había hecho una tienda como la otra, con un pedazo de vela bien extendido, no tenía la protección de la montaña en caso de tormenta, ni una cueva, donde podía refugiarme si llovía excesivamente.
A principios de agosto, como he mencionado, había terminado mi emparrado y comenzaba a sentirme a gusto. El tercer día de agosto, vi que las uvas que había colgado estaban perfectamente secas y, de hecho, eran excelentes pasas, así que empecé a descolgarlas. Esto fue una verdadera fortuna pues las lluvias que cayeron las habrían estropeado y, de ese modo, habría perdido lo mejor de mi alimento invernal, ya que tenía más de doscientos racimos. Apenas las hube descolgado y transportado a casa, comenzó a llover y desde ese día, que era el 14 de agosto, hasta mediados de octubre, llovió casi todos los días, a veces, con tanta fuerza que no podía salir de mi cueva durante varios días.
En este tiempo tuve la sorpresa de ver aumentada mi familia. Estaba preocupado por la desaparición de una de mis gatas que, supuse, se había escapado o había muerto, pues no volví a saber de ella, cuando, para mi asombro, regresó a casa a finales de agosto con tres gatitos. Esto me pareció muy extraño pues, aunque había matado un gato salvaje con mi escopeta, creía que eran de una especie muy distinta a nuestros gatos europeos. Sin embargo, los gatitos eran iguales a los gatos domésticos, mas como los dos que yo tenía eran hembras, todo el asunto me pareció muy raro. Más tarde, de estos tres gatos salió una auténtica plaga de gatos, por lo que me vi forzado a matarlos como si fueran sabandijas o alimañas y a llevarlos tan lejos de casa como me fuera posible.
Desde el 14 de agosto hasta el 26 llovió incesantemente, de modo que no pude salir pero, esta vez, me cuidé muy bien de la humedad. Durante este encierro, mis víveres comenzaron a mermar por lo que tuve que salir dos veces. La primera vez, maté una cabra y la segunda, que fue el 26, encontré una gran tortuga, lo cual fue una auténtica fiesta. De este modo regularicé mis comidas: comía un racimo de uvas en el desayuno, un trozo de carne de cabra o tortuga asada en el almuerzo, pues, para mi desgracia no tenía vasijas para hervirla o guisarla, y dos o tres huevos de tortuga para la cena.
Durante esta reclusión a causa de la lluvia, trabajaba dos o tres horas diarias en la ampliación de mi cueva. Gradualmente, la fui profundizando en una dirección hasta llegar al exterior, donde hice una puerta por la que pudiera entrar y salir. Sin embargo, no me sentía cómodo estando tan al descubierto ya que antes estaba perfectamente encerrado, mientras que ahora me hallaba expuesto a cualquier ataque; aunque, en realidad, no había visto ninguna criatura viviente que pudiese atemorizarme puesto que los animales más grandes que había en la isla eran las cabras.
30 de septiembre. Este día se celebraba el desgraciado aniversario de mi llegada. Conté las marcas de mi poste y constaté que llevaba trescientos sesenta y cinco días en la isla. Guardé una solemne abstinencia todo el día, que dediqué a hacer ejercicios religiosos. Me postré humildemente y confesé a Dios todos mis pecados, reconociendo su justicia y rogándole que tuviera misericordia de mí en el nombre de Jesucristo. No probé ningún alimento durante doce horas, hasta que se puso el sol. Entonces comí una galleta y un racimo de uvas y me acosté, terminando el día como lo había comenzado.
Hasta ese momento no había celebrado los domingos ya que, al principio, carecía de sentimientos religiosos. Al cabo de un tiempo, había dejado de hacer una marca más larga los domingos para diferenciar las semanas, de manera que no sabía en qué día vivía. Pero ahora, después de haber contado los días, como he dicho, y de haber comprobado que había pasado un año, lo dividí en semanas, señalando cada siete días el domingo. Al final, me di cuenta de que había perdido uno o dos días en mis cómputos.
Poco tiempo después, mi tinta comenzó a escasear, así que me limité a usarla con mucho cuidado y no escribía sino los acontecimientos más importantes de mi vida, abandonando el recuento diario de otras menudencias.
Comencé a observar los cambios de estación y aprendí a prever el paso de la estación seca a la húmeda, a fin de abastecerme adecuadamente. Más tuve que pagar muy cara mi experiencia pues lo que voy a relatar, fue uno de los acontecimientos más desalentadores que me ocurrieron en toda la vida. Anteriormente, he dicho que guardé algunas de las espigas de cebada y de arroz, que tan milagrosamente habían brotado. Tenía como treinta espigas de arroz y veinte de cebada y pensé que, pasadas las lluvias, era el mejor momento para sembrarlas pues el sol estaba más hacia el sur respecto de mí.
Preparé un trozo de tierra lo mejor que pude con mi pala de madera, lo dividí en dos partes y sembré las semillas pero, mientras lo hacía, se me ocurrió que no debía sembrarlas todas la primera vez ya que no sabía cuál era el mejor momento para hacerlo. De este modo, sembré dos terceras partes de las semillas y guardé un puñado de cada una. Más tarde, me alegré de haberlo hecho así pues ni uno solo de los granos que sembré produjo nada, puesto que se aproximaba la estación seca, y no volvió a llover después de la siembra. Por tanto la tierra no tenía humedad para que las semillas germinaran y, no lo hicieron hasta que volvieron las lluvias; entonces germinaron como si estuviesen recién sembradas.
Cuando me di cuenta de que las semillas no germinaban, pude intuir fácilmente que era a causa de la sequía, de modo que busqué un terreno más húmedo para hacer otro experimento. Aré un trozo de tierra cerca de mi emparrado y sembré el resto de las semillas en febrero, un poco antes del equinoccio de primavera. Las lluvias de marzo y abril las hicieron brotar perfectamente y dieron una buena cosecha, mas, como no me atreví a sembrar toda la que había guardado, tan solo obtuve una pequeña cosecha, que no ascendía a más de un celemín de cada grano.
Este experimento me hizo experto en la materia y ahora sabía, exactamente, cuál era la estación propicia para sembrar y, además, que podía sembrar y cosechar dos veces al año.
Mientras crecía el grano hice un pequeño descubrimiento que luego me rindió gran provecho. Tan pronto como cesaron las lluvias y el tiempo mejoró, lo cual ocurrió hacia el mes de noviembre, fui a mi emparrado del campo, al cual no iba desde hacía varios meses, y encontré todo tal y como lo había dejado. El cerco o doble empalizada que había construido estaba completo y fuerte y de algunos troncos habían brotado ramas largas, como las de un sauce llorón, al año siguiente de la poda, pero no sabía de qué árbol había cortado las estacas. Sorprendido y complacido de ver aquellos retoños, los podé para que crecieran tan uniformemente como fuese posible y resulta casi increíble que en tres años crecieran tan maravillosamente, de forma que, si la empalizada formaba un círculo de casi veinticinco yardas de diámetro, los árboles -que así podía llamarlos- la cubrieron completamente, dando suficiente sombra como para refugiarme durante toda la estación seca.
Decidí entonces cortar otras estacas para hacer una empalizada como esta alrededor de mi muro, me refiero al de mi primera vivienda, y así lo hice. Coloqué los árboles o troncos en doble fila, a unas ocho yardas de mi primer muro y crecieron en poco tiempo, formando, al principio, un buen techado para mi morada y, luego, una buena defensa, como se verá en su momento.