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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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Y ahora que voy a entrar en el melancólico relato de una vida silenciosa, como jamás se ha escuchado en el mundo, comenzaré desde el principio y continuaré en orden. Según mis cálculos, estábamos a 30 de septiembre cuando llegué a esta horrible isla por primera vez; el sol, que para nosotros se hallaba en el equinoccio otoñal, estaba casi justo sobre mi cabeza pues, según mis observaciones, me encontraba a nueve grados veintidós minutos de latitud norte respecto al ecuador.

Al cabo de diez o doce días en la isla, me di cuenta de que perdería la noción del tiempo por falta de libros, pluma y tinta y que entonces, se me olvidarían incluso los días que había que trabajar y los que había que guardar descanso. Para evitar esto, clavé en la playa un poste en forma de cruz en el que grabé con letras mayúsculas la siguiente inscripción: «Aquí llegué a tierra el 30 de septiembre de 1659». Cada día, hacía una incisión con el cuchillo en el costado del poste; cada siete incisiones hacía una que medía el doble que el resto; y el primer día de cada mes, hacía una marca dos veces más larga que las anteriores. De este modo, llevaba mi calendario, o sea, el cómputo de las semanas, los meses y los años.

Hay que observar que, entre las muchas cosas que rescaté del barco, en los muchos viajes que hice, como he mencionado anteriormente, traje varias de poco valor pero no por eso menos útiles, que he omitido en mi narración; a saber: plumas, tinta y papel de los que había varios paquetes que pertenecían al capitán, el primer oficial y el carpintero; tres o cuatro compases, algunos instrumentos matemáticos, cuadrantes, catalejos, cartas marinas y libros de navegación; todo lo cual había amontonado, por si alguna vez me hacían falta. También encontré tres Biblias muy buenas, que me habían llegado de Inglaterra y había empaquetado con mis cosas, algunos libros en portugués, entre ellos dos o tres libros de oraciones papistas, y otros muchos libros que conservé con gran cuidado. Tampoco debo olvidar que en el barco llevábamos un perro y dos gatos, de cuya eminente historia diré algo en su momento, pues me traje los dos gatos y el perro saltó del barco por su cuenta y nadó hasta la orilla, al día siguiente de mi desembarco con el primer cargamento. A partir de entonces, fue mi fiel servidor durante muchos años. Me traía todo lo que yo quería y me hacía compañía; lo único que faltaba era que me hablara pero eso no lo podía hacer. Como dije, había encontrado plumas, tinta y papel, que administré con suma prudencia y puedo demostrar que mientras duró la tinta, apunté las cosas con exactitud. Mas cuando se me acabó, no pude seguir haciéndolo, pues no conseguí producirla de ningún modo.

Esto me hizo advertir que, a pesar de todo lo que había logrado reunir, necesitaba más cosas, entre ellas tinta y también un pico y una pala para excavar y remover la tierra, agujas, alfileres, hilo y ropa blanca, de la cual aprendí muy pronto a prescindir sin mucha dificultad.

Esta falta de herramientas, hacía más difíciles los trabajos que tenía que realizar, por lo que tardé casi un año en terminar mi pequeña empalizada o habitación protegida. Los postes o estacas, que tenían un peso proporcional a mis fuerzas, me obligaron a pasar mucho tiempo en el bosque cortando y preparando troncos y, sobre todo, transportándolos hasta mi morada. A veces tardaba dos días enteros en cortar y transportar uno solo de esos postes y otro día más en clavarlo en la tierra. Para hacer esto, utilizaba un leño pesado pero después pensé que sería mejor utilizar unas barras puntiagudas de hierro que, después de todo, tampoco me aliviaron el tedio y la fatiga de enterrar los postes.

Pero, ¿qué necesidad tenía de preocuparme por la monotonía que me imponía cualquier obligación si tenía todo el tiempo del mundo para realizarla? Tampoco tenía más que hacer cuando terminara, al menos nada que pudiera prever, si no era recorrer la isla en busca de alimento, lo cual hacía casi todos los días.

Comencé a considerar seriamente mi condición y las circunstancias a las que me veía reducido y decidí poner mis asuntos por escrito, no tanto para dejarlos a los que acaso vinieran después de mí, pues era muy poco probable que tuviera descendencia, sino para liberar los pensamientos que a diario me afligían. A medida que mi razón iba dominando mi abatimiento, empecé a consolarme como pude y a anotar lo bueno y lo malo, para poder distinguir mi situación de una peor; y apunté con imparcialidad, como lo harían un deudor y un acreedor, los placeres de que disfrutaba, así como las miserias que padecía, de la siguiente manera:

Malo

He sido arrojado a una horrible isla desierta, sin esperanza alguna de salvación.

Al parecer, he sido aislado y separado de todo el mundo para llevar una vida miserable.

Estoy separado de la humanidad, completamente aislado, desterrado de la sociedad humana.

No tengo ropa para cubrirme.

No tengo defensa alguna ni medios para resistir un ataque de hombre o bestia.

No tengo a nadie con quien hablar o que pueda consolarme.


Bueno

Pero estoy vivo y no me he ahogado como el resto de mis compañeros de viaje.

Pero también he sido eximido, entre todos los tripulantes del barco, de la muerte; y Él, que tan milagrosamente me salvó de la muerte, me puede liberar de esta condición.

Pero no estoy muriéndome de hambre ni pereciendo en una tierra estéril, sin sustento.

Pero estoy en un clima cálido donde, si tuviera ropa, apenas podría utilizarla.

Pero he sido arrojado a una isla en la que no veo animales feroces que puedan hacerme daño, como los que vi en la costa de África; ¿y si hubiese naufragado allí?

Pero Dios, envió milagrosamente el barco cerca de la costa para que pudiese rescatar las cosas necesarias para suplir mis carencias y abastecerme con lo que me haga falta por el resto de mi vida.

En conjunto, este era un testimonio indudable de que no podía haber en el mundo una situación más miserable que la mía. Sin embargo, para cada cosa negativa había algo positivo por lo que dar gracias. Y que esta experiencia, obtenida en la condición más desgraciada del mundo, sirva para demostrar que, aun en la desgracia, siempre encontraremos algún consuelo, que colocar en el cómputo del acreedor, cuando hagamos el balance de lo bueno y lo malo.

Habiendo recuperado un poco el ánimo respecto a mi condición y renunciando a mirar hacia el mar en busca de algún barco; digo que, dejando esto a un lado, comencé a ocuparme de mejorar mi forma de vida, tratando de facilitarme las cosas lo mejor que pudiera.

Ya he descrito mi vivienda, que era una tienda bajo la ladera de una colina, rodeada de una robusta empalizada hecha de postes y cables. En verdad, debería llamarla un muro porque, desde fuera, levanté una suerte de pared contra el césped, de unos dos pies de espesor y, al cabo de un tiempo, creo que como un año y medio, coloqué unas vigas que se apoyaban en la roca y la cubrí con ramas de árboles y cosas por el estilo para protegerme de la lluvia, que en algunas épocas del año era muy violenta.

Ya he relatado cómo llevé todos mis bienes al interior de la empalizada y de la cueva que excavé en la parte posterior. Pero debo añadir que, al principio, todo esto era un confuso amontonamiento de cosas desordenadas, que ocupaban casi todo el espacio y no me dejaban sitio para moverme. Así, pues, me di a la tarea de agrandar mi cueva, excavando más profundamente en la tierra, que era de roca arenosa y cedía fácilmente a mi trabajo. Cuando me sentí a salvo de las bestias de presa, comencé a excavar caminos laterales en la roca; primero hacia la derecha y, luego, nuevamente hacia la derecha, lo cual me permitió contar con un angosto acceso por el que entrar y salir de mi empalizada o fortificación.

Esto no solo me proporcionó una entrada y salida, como una suerte de paso por el fondo a la tienda y la bodega, sino un espacio para almacenar mis bienes.

Entonces, comencé a dedicarme a fabricar las cosas que consideraba más necesarias, particularmente una silla y una mesa, pues sin estas no podía disfrutar de las pocas comodidades que tenía en el mundo; no podía escribir, comer, ni hacer muchas cosas a gusto sin una mesa.

Así, pues, me puse a trabajar y aquí debo señalar que, puesto que la razón es la sustancia y origen de las matemáticas, todos los hombres pueden hacerse expertos en las artes manuales si utilizan la razón para formular y encuadrar todo y juzgar las cosas racionalmente. Nunca en mi vida había utilizado una herramienta, mas con el tiempo, con trabajo, empeño e ingenio descubrí que no había nada que no pudiera construir, en especial, si tenía herramientas; y hasta llegué a hacer un montón de cosas sin herramientas, algunas de ellas, tan solo con una azuela y un hacha, como, seguramente, nunca se habrían hecho antes; y todo ello con infinito esfuerzo. Por ejemplo, si quería un tablón, no tenía más remedio que cortar un árbol, colocarlo de canto y aplanarlo a golpes con mi hacha por ambos lados, hasta convertirlo en una plancha y, después, pulirlo con mi azuela. Es cierto que con este procedimiento solo podía obtener una tabla de un árbol completo pero no me quedaba otra alternativa que ser paciente. Tampoco tenía solución para el esfuerzo y el tiempo que me costaba hacer cada plancha o tablón; mas como mi tiempo y mi trabajo valían muy poco, estaban bien empleados de cualquier forma.


Con todo, según expliqué anteriormente, primero me hice una mesa y una silla con las tablas pequeñas que traje del barco en mi balsa. Más tarde, después de fabricar algunas tablas, del modo que he dicho, hice unos estantes largos, de un pie y medio de ancho, que puse, uno encima de otro, a lo largo de toda mi cueva para colocar todas mis herramientas, clavos y hierros; en pocas palabras, para tener cada cosa en su lugar de manera que pudiese acceder a todo fácilmente. Clavé, además, unos ganchos en la pared de la roca para colgar mis armas y todas las cosas que pudiese.

Si alguien hubiese visto mi cueva, le habría parecido un almacén general de todas las cosas necesarias en el mundo. Tenía todas mis pertenencias tan a la mano que era un placer ver un surtido tan amplio y ordenado de existencias.

Fue entonces cuando comencé a llevar un diario de lo que hacía cada día porque, al principio, tenía mucha prisa no solo por el trabajo, sino porque estaba bastante confuso, por lo que mi diario habría estado lleno de cosas lúgubres. Por ejemplo, habría dicho: «30 de septiembre. Después de haber llegado a la orilla y haberme librado de morir ahogado, en vez de darle gracias a Dios por salvarme, tras vomitar toda el agua salada que había tragado, hallándome un poco más repuesto, corrí de un lado a otro de la playa, retorciéndome las manos y golpeándome la cabeza y la cara, maldiciendo mi suerte y gritando que estaba perdido hasta que, extenuado y desmayado, tuve que tumbarme en la tierra a descansar y aún no pude dormir por temor a ser devorado.»

Días más tarde, después de haber regresado al barco y rescatado todo lo posible, todavía no podía evitar subir a la cima de la colina, con la esperanza de ver si pasaba algún barco. Imaginaba que, a lo lejos, veía una vela y me contentaba con esa ilusión. Luego, después de mirar fijamente hasta quedarme casi ciego, la perdía de vista y me sentaba a llorar como un niño, aumentando mi desgracia por mi insensatez.

Mas, habiendo superado esto en cierta medida y habiendo instalado mis cosas y mi vivienda; habiendo hecho una silla y una mesa y dispuesto todo tan agradablemente como pude, comencé a llevar mi diario, que transcribiré a continuación (aunque en él se vuelvan a contar todos los detalles que ya he contado), en el cual escribí mientras pude, pues cuando se me acabó la tinta, tuve que abandonarlo.


EL DIARIO

30 de septiembre de 1659. Yo, pobre y miserable Robinson Crusoe, habiendo naufragado durante una terrible tempestad, llegué más muerto que vivo a esta desdicha da isla a la que llamé la Isla de la Desesperación, mientras que el resto de la tripulación del barco murió ahogada.

Pasé el resto del día lamentándome de la triste condición en la que me hallaba, pues no tenía comida, ni casa, ni ropa, ni armas, ni un lugar a donde huir, ni la más mínima esperanza de alivio y no veía otra cosa que la muerte, ya fuera devorado por las bestias, asesinado por los salvajes o asediado por el hambre. Al llegar la noche, dormí sobre un árbol, al que subí por miedo a las criaturas salvajes, y logré dormir profundamente a pesar de que llovió toda la noche.

1 de octubre. Por la mañana vi, para mi sorpresa, que el barco se había desencallado al subir la marea y había sido arrastrado hasta muy cerca de la orilla. Por un lado, esto supuso un consuelo, porque, estando erguido y no desbaratado en mil pedazos, tenía la esperanza de subir a bordo cuando el viento amainara y rescatar los alimentos y las cosas que me hicieran falta; por otro lado, renovó mi pena por la pérdida de mis compañeros, ya que, de habernos quedado a bordo, habríamos salvado el barco o, al menos, no todos habrían perecido ahogados; si los hombres se hubiesen salvado, tal vez habríamos construido, con los restos del barco, un bote que nos pudiese llevar a alguna otra parte del mundo. Pasé gran parte del día perplejo por todo esto, mas, viendo que el barco estaba casi sobre seco, me acerqué todo lo que pude por la arena y luego nadé hasta él. Ese día también llovía aunque no soplaba viento.

Del 1 al 24 de octubre. Pasé todos estos días haciendo viajes para rescatar todo lo que pudiese del barco y llevarlo hasta la orilla en una balsa cuando subiera la marea. Llovió también en estos días aunque con intervalos de buen tiempo; al parecer, era la estación de lluvia.

20 de octubre. Mi balsa volcó con toda la carga porque las cosas que llevaba eran mayormente pesadas, pero como el agua no era demasiado profunda, pude recuperarlas cuando bajó la marea.

25 de octubre. Llovió toda la noche y todo el día, con algunas ráfagas de viento. Durante ese lapso de tiempo, el viento sopló con fuerza y destrozó el barco hasta que no quedó más rastro de él, que algunos restos que aparecieron cuando bajó la marea. Me pasé todo el día cubriendo y protegiendo los bienes que había rescatado para que la lluvia no los estropeara.


26 de octubre. Durante casi todo el día recorrí la costa en busca de un lugar para construir mi vivienda y estaba muy preocupado por ponerme a salvo de un ataque nocturno, ya fuera de animales u hombres. Hacia la noche, encontré un lugar adecuado bajo una roca y tracé un semicírculo para mi campamento, que decidí fortificar con una pared o muro hecho de postes atados con cables por dentro y con matojos por fuera.

Del 26 al 30. Trabajé con gran empeño para transportar todos mis bienes a mi nueva vivienda aunque llovió buena parte del tiempo.

El 31. Por la mañana, salí con mi escopeta a explorar la isla y a buscar alimento. Maté a una cabra y su pequeño me siguió hasta casa y después tuve que matarlo porque no quería comer.

1 de noviembre. Instalé mi tienda al pie de una roca y permanecí en ella por primera vez toda la noche. La hice tan espaciosa como pude con las estacas que había traído para poder colgar mi hamaca.

2 de noviembre. Coloqué mis arcones, las tablas y los pedazos de leña con los que había hecho las balsas a modo de empalizada dentro del lugar que había marcado para mi fortaleza.

3 de noviembre. Salí con mi escopeta y maté dos aves semejantes a patos, que estaban muy buenas. Por la tarde me puse a construir una mesa.

4 de noviembre. Esta mañana organicé mi horario de trabajo, caza, descanso y distracción; es decir, que todas las mañanas salía a cazar durante dos o tres horas, si no llovía, entonces trabajaba hasta las once en punto, luego comía lo que tuviese y desde las doce hasta las dos me echaba una siesta pues a esa hora hacía mucho calor; por la tarde trabajaba otra vez. Dediqué las horas de trabajo de ese día y del siguiente a construir mi mesa, pues aún era un pésimo trabajador, aunque el tiempo y la necesidad hicieron de mí un excelente artesano en poco tiempo, como, pienso, le hubiese ocurrido a cualquiera.

5 de noviembre. Este día salí con mi escopeta y mi perro y cacé un gato salvaje que tenía la piel muy suave aunque su carne era incomestible: siempre desollaba todos los animales que cazaba y conservaba su piel. A la vuelta, por la orilla, vi muchos tipos de aves marinas que no conocía y fui sorprendido y casi asustado por dos o tres focas que, mientras las observaba sin saber qué eran, se echaron al mar y escaparon, por esa vez.


6 de noviembre. Después de mi paseo matutino, volví a trabajar en mi mesa y la terminé aunque no a mi gusto; más no pasó mucho tiempo antes de que aprendiera a arreglarla.

7 de noviembre. El tiempo comenzó a mejorar. Los días 7, 8, 9, 10 y parte del 12 (porque el 11 era domingo), me dediqué exclusivamente a construir una silla y, con mucho esfuerzo, logre darle una forma aceptable aunque no llegó a gustarme nunca y eso que en el proceso, la deshice varias veces. Nota: pronto descuidé la observancia del domingo porque al no hacer una marca en el poste para indicarlos, olvidé cuándo caía ese día.

13 de noviembre. Este día llovió, lo cual refrescó mucho y enfrió la tierra pero la lluvia vino acompañada de rayos y truenos; esto me hizo temer por mi pólvora. Tan pronto como escampó decidí separar mi provisión de pólvora en tantos pequeños paquetes como fuese posible, a fin de que no corriesen peligro.

14, 15 y 16 de noviembre. Pasé estos tres días haciendo pequeñas cajas y cofres que pudieran contener una o dos libras de pólvora, a lo sumo y, guardando en ellos la pólvora, la almacené en lugares seguros y tan distantes entre sí como pude. Uno de estos tres días maté un gran pájaro que no era comestible y no sabía qué era.

17 de noviembre. Este día comencé a excavar la roca detrás de mi tienda con el fin de ampliar el espacio. Nota: necesitaba tres cosas para realizar esta tarea, a saber, un pico, una pala y una carretilla o cesto. Detuve el trabajo para pensar en la forma de suplir esta necesidad y hacerme unas herramientas; utilicé las barras de hierro como pico y funcionaron bastante bien aunque eran pesadas; lo siguiente era una pala u horca, que era tan absolutamente imprescindible, que no podía hacer nada sin ella; mas no sabía cómo hacerme una.

18 de noviembre. Al día siguiente, buscando en el bosque, encontré un árbol, o al menos uno muy parecido, de los que en Brasil se conocen como árbol de hierro por la du reza de su madera. De esta madera, con mucho trabajo y casi a costa de romper mi hacha, corté un pedazo y lo traje a casa con igual dificultad pues pesaba muchísimo.

La excesiva dureza de la madera y la falta de medios me obligaron a pasar mucho tiempo en esta labor, pues tuve que trabajar poco a poco hasta darle la forma de pala o azada; el mango era exactamente igual a los de Inglaterra, con la diferencia de que al no estar cubierta de hierro la parte más ancha al final, no habría de durar mucho tiempo; no obstante, servía para el uso que le di; y creo que jamás se había construido una pala de este modo ni había tomado tanto tiempo hacerla.

Aún tenía carencias, pues me hacía falta una canasta o carretilla. No tenía forma de hacer una canasta porque no disponía de ramas que tuvieran la flexibilidad necesaria para hacer mimbre, o al menos no las había encontrado aún. En cuanto a la carretilla, imaginé que podría fabricar todo menos la rueda; no tenía la menor idea de cómo hacerla, ni siquiera empezarla; además, no tenía forma de hacer la barra que atraviesa el eje de la rueda, así que me di por vencido y, para sacar la tierra que extraía de la cueva, hice algo parecido a las bateas que utilizan los albañiles para transportar la argamasa.

Esto no me resultó tan difícil como hacer la pala y, con todo, construir la batea y la pala, aparte del esfuerzo que hice en vano para fabricar una carretilla, me tomó casi cuatro días; digo, sin contar el tiempo invertido en mis paseos matutinos con mi escopeta, cosa que casi nunca dejaba de hacer y casi nunca volvía a casa sin algo para comer.

23 de noviembre. Había suspendido mis demás tareas para fabricar estas herramientas y, cuando las hube terminado, seguí trabajando todos los días, en la medida en que me lo permitían mis fuerzas y el tiempo. Pasé dieciocho días enteros en ampliar y profundizar mi cueva a fin de que pudiese alojar mis pertenencias cómodamente.

Nota: durante todo este tiempo, trabajé para ampliar esta habitación o cueva lo suficiente como para que me sirviera de depósito o almacén, de cocina, comedor y bodega; en cuanto a mi dormitorio, seguí utilizando la tienda salvo cuando, en la temporada de lluvias, llovía tan fuertemente que no podía mantenerme seco, lo que me obligaba a cubrir todo el recinto que estaba dentro de la empalizada con palos largos, a modo de travesaños, inclinados contra la roca, que luego cubría con matojos y anchas hojas de árboles, formando una especie de tejado.

10 de diciembre. Creía terminada mi cueva o cámara cuando, de pronto (parece que la había hecho demasiado grande), comenzó a caer un montón de tierra por uno de los lados; tanta que me asusté, y no sin razón, pues de haber estado debajo no me habría hecho falta un sepulturero. Tuve que trabajar muchísimo para enmendar este desastre porque tenía que sacar toda la tierra que se había desprendido y, lo más importante, apuntalar el techo para asegurarme de que no hubiese más derrumbamientos.

11 de diciembre. Este día me puse a trabajar en consonancia con lo ocurrido y puse dos puntales o estacas contra el techo de la cueva y dos tablas cruzadas sobre cada uno de ellos. Terminé esta tarea al día siguiente y después seguí colocando más puntales y tablas, de manera que en una semana, había asegurado el techo; los pilares, que estaban colocados en hileras, servían para dividir las estancias de mi casa.

17 de diciembre. Desde este día hasta el 20, coloqué estantes y clavos en los pilares para colgar todo lo que se pudiese colgar y entonces empecé a sentir que la casa estaba un poco más organizada.

20 de diciembre. Llevé todas las cosas dentro de la cueva y comencé a amueblar mi casa y a colocar algunas tablas a modo de aparador donde poner mis alimentos pero no tenía demasiadas tablas; también me hice otra mesa.

24 de diciembre. Mucha lluvia todo el día y toda la noche; no salí.

25 de diciembre. Llovió todo el día.

26 de diciembre. No llovió y la tierra estaba mucho más fresca que antes y más agradable.

27 de diciembre. Maté una cabra joven y herí a otra que pude capturar y llevarme a casa atada a una cuerda; una vez en casa, le amarré y entablillé la pata, que estaba rota. Nota: la cuidé tanto que sobrevivió; se le curó la pata y estaba más fuerte que nunca y de cuidarla tanto tiempo se domesticó y se alimentaba del césped que crecía junto a la entrada y no se escapó. Esta fue la primera vez que contemplé la idea de criar y domesticar algunos animales para tener con qué alimentarme cuando se me acabaran la pólvora y las municiones.

28, 29 y 30 de diciembre. Mucho calor y nada de brisa de manera que no se podía salir, excepto por la noche, a buscar alimento; pasé estos días poniendo en orden mi casa.

1 de enero. Mucho calor aún pero salí con mi escopeta temprano en la mañana y luego por la tarde; el resto del día me quedé tranquilo. Esa noche me adentré en los valles que se encuentran en el centro de la isla y descubrí muchas cabras, pero muy ariscas y huidizas; decidí que iba a tratar de llevarme al perro para cazarlas.


2 de enero. En efecto, al otro día me llevé al perro y le mostré las cabras, pero me equivoqué porque todas se le enfrentaron y él, sabiendo que podía correr peligro, no se quería acercar a ellas.

3 de enero. Comencé a construir mi verja o pared y como aún temía que alguien me atacara, decidí hacerla gruesa y fuerte.

Nota: como ya he descrito esta pared anteriormente, omito deliberadamente en el diario lo que ya he dicho; baste señalar que estuve casi desde el 3 de enero hasta el 14 de abril, trabajando, terminando y perfeccionando esta pared aunque no medía más de veinticuatro yardas de largo. Era un semicírculo que iba desde un punto a otro de la roca y medía unas ocho yardas; la puerta de la cueva estaba en el centro.

Durante todo este tiempo trabajé arduamente a pesar de que muchos días, a veces durante semanas enteras, las lluvias eran un obstáculo; pero creía que no estaría total mente a salvo mientras no terminara la pared. Resulta casi increíble el indescriptible esfuerzo que suponía hacerlo todo, especialmente traer las vigas del bosque y clavarlas en la tierra puesto que las hice más grandes de lo que debía.

Cuando terminé el muro y lo rematé con la doble muralla de matojos, me convencí de que si alguien se acercaba no se daría cuenta de que allí había una vivienda; e hice muy bien, como se verá más adelante, en una ocasión muy señalada.

Durante este tiempo y cuando las lluvias me lo permitían, iba a cazar todos los días al bosque. Hice varios descubrimientos que me fueron de utilidad, particularmente, descubrí una especie de paloma salvaje que no anidaba en los árboles como las palomas torcaces sino en las cavidades de las rocas como las domésticas y, llevándome algunas crías me dediqué a domesticarlas, mas cuando crecieron, se escaparon todas, seguramente por hambre pues no tenía mucho que darles de comer. No obstante, a menudo encontraba sus nidos y me llevaba algunas crías que tenían una carne muy sabrosa.

Mientras me hacía cargo de mis asuntos domésticos, me di cuenta de que necesitaba muchas cosas que al principio me parecían imposibles de fabricar como, en efecto, ocurrió con algunas. Por ejemplo, nunca logré hacer un tonel con argollas. Como ya he dicho, tenía uno o dos barriles pero nunca llegué a fabricar uno, aunque pasé muchas semanas intentándolo. No conseguía colocarle los fondos ni unir las duelas lo suficiente como para que pudiera contener agua; así que me di por vencido.


Lo otro que necesitaba eran velas pues tan pronto oscurecía, generalmente a eso de las siete, me veía obligado a acostarme. Recordaba aquel trozo de cera con el que había hecho unas velas en mi aventura africana pero ahora no tenía nada. Lo único que podía hacer cuando mataba alguna cabra, era conservar el sebo y en un pequeño plato de arcilla que cocí al sol, poner una mecha de estopa y hacerme una lámpara; esta me proporcionaba luz pero no tan clara y constante como la de las velas. En medio de todas mis labores, una vez, registrando mis cosas, encontré una bolsita que contenía grano para alimentar los pollos, no de este viaje sino del anterior, supongo que del barco que vino de Lisboa. De este viaje, el poco grano que quedaba había sido devorado por las ratas y no encontré más que cáscaras y polvo. Como quería utilizar la bolsa para otra cosa, sacudí las cáscaras a un lado de mi fortificación, bajo la roca.

Fue poco antes de las grandes lluvias que acabo de mencionar, cuando me deshice de esto, sin advertir nada y sin recordar que había echado nada allí. À1 cabo de un mes o algo así, me percaté de que unos tallos verdes brotaban de la tierra y me imaginé que se trataba de alguna planta que no había visto hasta entonces; mas cuál no sería mi sorpresa y mi asombro cuando, al cabo de un tiempo, vi diez o doce espigas de un perfecto grano verde, del mismo tipo que el europeo, más bien, del inglés.

Resulta imposible describir el asombro y la confusión que sentí en este momento. Hasta entonces, no tenía convicciones religiosas; de hecho, tenía muy pocos conocimientos de religión y pensaba que todo lo que me había sucedido respondía al azar o, como decimos por ahí, a la voluntad de Dios, sin indagar en las intenciones de la Providencia en estas cosas o en su poder para gobernar los asuntos del mundo. Mas cuando vi crecer aquel grano, en un clima que sabía inadecuado para los cereales y, sobre todo, sin saber cómo había llegado hasta allí, me sentí extrañamente sobrecogido y comencé a creer que Dios había hecho que este grano creciera milagrosamente, sin que nadie lo hubiese sembrado, únicamente para mi sustento en ese miserable lugar.

Esto me llegó al corazón y me hizo llorar y regocijarme porque semejante prodigio de la naturaleza se hubiera obrado en mi beneficio; y más asombroso aún fue ver que cerca de la cebada, a todo lo largo de la roca, brotaban desordenadamente otros tallos, que eran de arroz pues lo reconocí por haberlos visto en las costas de África.


No solo pensé que todo esto era obra de la Providencia, que me estaba ayudando, sino que no dudé que encontraría más en otro sitio y recorrí toda la parte de la isla en la que había estado antes, escudriñando todos los rincones y debajo de todas las rocas, en busca de más, pero no pude encontrarlo. Al final, recordé que había sacudido la bolsa de comida para los pollos en ese lugar y el asombro comenzó a disiparse. Debo confesar también que mi piadoso agradecimiento a la Providencia divina disminuyó cuando comprendí que todo aquello no era más que un acontecimiento natural. No obstante, debía estar agradecido por tan extraña e imprevista providencia, como si de un milagro se tratase, pues, en efecto, fue obra de la Providencia que esos diez o doce granos no se hubiesen estropeado (cuando las ratas habían destruido el resto) como si hubiesen caído del cielo. Además, los había tirado precisamente en ese lugar donde, bajo la sombra de una gran roca, pudieron brotar inmediatamente, mientras que si los hubiese tirado en cualquier otro lugar, en esa época del año se habrían quemado o destruido.

Con mucho cuidado recogí las espigas en la estación adecuada, a finales de junio, conservé todo el grano y decidí cosecharlo otra vez con la esperanza de tener, con el tiempo, suficiente grano para hacer pan. Pero pasaron cuatro años antes de que pudiera comer algún grano y, aun así, escasamente, como relataré más tarde, pues perdí la primera cosecha por no esperar el tiempo adecuado y sembrar antes de la estación seca, de manera que el grano no llegó a crecer, al menos no como lo habría hecho si lo hubiese sembrado en el momento propicio.

Además de la cebada, había unos veinte o treinta tallos de arroz, que conservé con igual cuidado para los mismos fines, es decir, para hacer pan o, más bien, comida ya que encontré la forma de cocinarlo sin hornearlo aunque esto también lo hice más adelante. Más volvamos a mi diario. Trabajé arduamente durante estos tres o cuatro meses para levantar mi muro y el 14 de abril lo cerré, no con una puerta sino con una escalera que pasaba por encima del muro para que no se vieran rastros de mi vivienda desde el exterior.

16 de abril. Terminé la escalera de manera que podía subir por ella hasta arriba y bajarla tras de mí hasta el interior. Esto me proveía una protección completa, pues por dentro tenía suficiente espacio pero nada podía entrar desde fuera, a no ser que escalara el muro.

Al día siguiente, después de terminar todo esto, estuve a punto de perder el fruto de todo mi trabajo y mi propia vida de la siguiente manera: el caso fue el siguiente, mientras trabajaba en el interior, detrás de mi tienda y justo en la entrada de mi cueva, algo verdaderamente aterrador me dejó espantado y fue que, de repente, comenzó a desprenderse sobre mi cabeza la tierra del techo de mi cueva y del borde de la roca y dos de los postes que había colocado crujieron tremebundamente. Sentí verdadero pánico porque no tenía idea de qué podía estar ocurriendo, tan solo pensaba que el techo de mi cueva se caía, como lo había hecho antes.


Temiendo quedar sepultado dentro, corrí hacia mi escalera pero como tampoco me sentía seguro haciendo esto, escalé el muro por miedo a que los trozos que se desprendían de la roca me cayeran encima. No bien había pisado tierra firme cuando vi claramente que se trataba de un terrible terremoto porque el suelo sobre el que pisaba se movió tres veces en menos de ocho minutos, con tres sacudidas que habrían derribado el edificio más resistente que se hubiese construido sobre la faz de la tierra. Un gran trozo de la roca más próxima al mar, que se encontraba como a una milla de donde yo estaba, cayó con un estrépito como nunca había escuchado en mi vida. Me di cuenta también de que el mar se agitó violentamente y creo que las sacudidas eran más fuertes debajo del agua que en la tierra.

Como nunca había experimentado algo así, ni había hablado con nadie que lo hubiese hecho, estaba como muerto o pasmado y el movimiento de la tierra me afectaba el estómago como a quien han arrojado al mar. Mas el ruido de la roca al caer, me despertó, por así decirlo, y, sacándome del estupor en el que me encontraba me infundió terror y ya no podía pensar en otra cosa que en la colina que caía sobre mi tienda y sobre todas mis provisiones domésticas, cubriéndolas totalmente, lo cual me sumió en una profunda tristeza.

Después de la tercera sacudida no volví a sentir más y comencé a armarme de valor aunque aún no tenía las fuerzas para trepar por mi muro, pues temía ser sepultado vivo. Así pues, me quedé sentado en el suelo, abatido y desconsolado, sin saber qué hacer. En todo este tiempo, no tuve el menor pensamiento religioso, nada que no fuese la habitual súplica: Señor, ten piedad de mí. Más cuando todo terminó, lo olvidé también.

Mientras estaba sentado de este modo, me percaté de que el cielo se oscurecía y nublaba como si fuera a llover. Al poco tiempo, el viento se fue levantando hasta que, en me nos de media hora, comenzó a soplar un huracán espantoso. De repente, el mar se cubrió de espuma, las olas anegaron la playa y algunos árboles cayeron de raíz; tan terrible fue la tormenta; y esto duró casi tres horas hasta que empezó a amainar y, al cabo de dos horas, todo se quedó en calma y comenzó a llover copiosamente.

Todo este tiempo permanecí sentado sobre la tierra, aterrorizado y afligido, hasta que se me ocurrió pensar que los vientos y la lluvia eran las consecuencias del terremoto y, por lo tanto, el terremoto había pasado y podía intentar regresar a mi cueva. Esta idea me reanimó el espíritu y la lluvia terminó de persuadirme; así, pues, fui y me senté en mi tienda pero la lluvia era tan fuerte que mi tienda estaba a punto de desplomarse por lo que tuve que meterme en mi cueva, no sin el temor y la angustia de que me cayera encima.


Esta violenta lluvia me forzó a realizar un nuevo trabajo: abrir un agujero a través de mi nueva fortificación, a modo de sumidero para que las aguas pudieran correr, pues, de lo contrario, habrían inundado la cueva. Después de un rato, y viendo que no había más temblores de tierra, empecé a sentirme más tranquilo y para reanimarme, que mucha falta me hacía, me llegué hasta mi pequeña bodega y me tomé un trago de ron, cosa que hice en ese momento y siempre con mucha prudencia porque sabía que, cuando se terminara, ya no habría más.

Siguió lloviendo toda esa noche y buena parte del día siguiente, por lo que no pude salir; pero como estaba más sosegado, comencé a pensar en lo mejor que podía hacer y llegué a la conclusión de que si la isla estaba sujeta a estos terremotos, no podría vivir en una cueva sino que debía considerar hacerme una pequeña choza en un espacio abierto que pudiera rodear con un muro como el que había construido para protegerme de las bestias salvajes y los hombres. Deduje que si me quedaba donde estaba, con toda seguridad, sería sepultado vivo tarde o temprano.

Con estos pensamientos, decidí sacar mi tienda de donde la había puesto, que era justo debajo del peñasco colgante de la colina, el cual le caería encima si la tierra volvía a temblar. Pasé los dos días siguientes, que eran el 19 y el 20 de abril, calculando dónde y cómo trasladar mi vivienda.

El miedo a quedar enterrado vivo no me dejó volver a dormir tranquilo pero el miedo a dormir fuera, sin ninguna protección, era casi igual. Cuando miraba a mi alrededor y lo veía todo tan ordenado, tan cómodo y tan seguro de cualquier peligro, sentía muy pocas ganas de mudarme. Mientras tanto, pensé que me tomaría mucho tiempo hacer esto y que debía correr el riesgo de quedarme donde estaba hasta que hubiese hecho un campamento seguro para trasladarme. Con esta resolución me tranquilicé por un tiempo y resolví ponerme a trabajar a toda prisa en la construcción de un muro con pilotes y cables, como el que había hecho antes, formando un círculo, dentro del cual montaría mi tienda cuando estuviese terminado; pero por el momento, me quedaría donde estaba hasta que terminase y pudiese mudarme. Esto ocurrió el 21.

22 de abril. A la mañana siguiente comencé a pensar en los medios de ejecutar esta resolución pero tenía pocas herramientas; tenía tres hachas grandes y muchas pequeñas (que eran las que utilizábamos en el tráfico con los indios) pero, de tanto cortar y tallar maderas duras y nudosas, se habían mellado y desafilado y, aunque tenía una piedra de afilar, no podía hacerla girar al mismo tiempo que sujetaba mis herramientas. Esto fue motivo de tanta reflexión como la que un hombre de estado le habría dedicado a un asunto político muy importante o un juez a deliberar una sentencia de muerte. Finalmente, ideé una rueda con una cuerda, que podía girar con el pie y me dejaría ambas manos libres. Nota: nunca había visto nada semejante en Inglaterra, al menos, no como para saber cómo se hacía aunque, después, he podido constatar que es algo muy común. Aparte de esto, mi piedra de afilar era muy grande y pesada, por lo que me tomó una semana entera perfeccionar este mecanismo.

28, 29 de abril. Empleé estos dos días completos en afilar mis herramientas y mi mecanismo para girar la piedra funcionó muy bien.

30 de abril. Cuando revisé mi provisión de pan, me di cuenta de que había disminuido considerablemente, por lo que me limité a comer solo una galleta al día, cosa que me provocó mucho pesar.