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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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Habían llegado en dos canoas que estaban varadas en la orilla y, como la marea estaba baja, me pareció que aguardaban a que subiera para marcharse. No es fácil imaginar la inquietud que me provocó este espectáculo y, muy especialmente, que estuvieran en mi lado de la isla y tan próximos a mí. Mas cuando pensé que siempre debían venir cuando bajara la marea, comencé a tranquilizarme y contentarme pensando que podría salir sin peligro cuando la marea estuviese alta, a no ser que hubiesen llegado antes a la orilla. Con esta idea, salí a realizar las tareas propias de la cosecha con cierta tranquilidad. Sucedió tal y como lo había previsto, pues, apenas la corriente se puso hacia el oeste, los vi meterse en sus canoas y alejarse con la ayuda de sus remos. Debo observar que, antes de partir, estuvieron cerca de una hora bailando, pues podía discernir claramente sus gestos y movimientos con mi catalejo. Pude apreciar, mediante una minuciosa observación, que estaban completamente desnudos, sin el menor vestigio de vestimenta sobre sus cuerpos pero no pude distinguir si eran hombres o mujeres.

Tan pronto como se embarcaron y partieron, salí con mis dos escopetas al hombro, dos pistolas en la cintura y mi gran sable sin vaina, colgado a un costado. Subí a la colina, donde los había visto por primera vez, tan velozmente como pude. Tardé aproximadamente dos horas en llegar (pues el peso de las armas me impedía correr más rápidamente). Allí me di cuenta de que había otras tres canoas de los salvajes y, al mirar a lo lejos, los vi a todos juntos en el mar navegando rumbo al continente.

Cuando descendí a la playa, pude observar el terrible espectáculo de su sangriento festín: la sangre, los huesos y los trozos de carne humana, felizmente comida y devorada por aquellos miserables. Estaba tan indignado ante lo que veían mis ojos, que comencé a premeditar la forma de destruir a los próximos que volviera a ver por allí, sin importarme quiénes ni cuántos fueran.


Me pareció evidente que sus visitas a la isla no eran muy frecuentes, pues transcurrieron más de quince meses antes de que regresaran; es decir, que durante todo ese tiempo, no volví a encontrar huellas ni señales de ellos, ya que, en la época de lluvias, no podían salir de sus moradas, o, al menos, alejarse tanto. Sin embargo, durante todo este tiempo viví inquieto a causa del constante miedo a ser tomado por sorpresa, por lo que puedo decir que temer al mal es mucho peor que padecerlo, en especial, cuando es imposible liberarse de ese temor.

Durante todo este tiempo, me sentía invadido por un sentimiento criminal y pasaba muchas horas, que pude haber empleado en mejores asuntos, imaginando cómo cercarlos y atacarlos la próxima vez que los viera, en especial, si venían en dos grupos como la vez anterior. No se me ocurrió en aquel momento, que si mataba a uno de los grupos, formado por diez o doce salvajes, según mis cálculos, al día siguiente, o a la semana o el mes siguiente, debía matar otro y así, ad infinitum, hasta convertirme en un asesino de la misma calaña que estos caníbales, si no peor.


Pasaba los días en medio de una gran perplejidad e inquietud, esperando caer, de un momento a otro, en manos de estas despiadadas criaturas. Si alguna vez me aventuraba a salir, lo hacía mirando con el mayor cuidado a mí alrededor y tomando todas las precauciones imaginables. Ahora me daba cuenta, para mi consuelo, de cuán acertada había sido mi decisión de tener un rebaño o manada de cabras domésticas, pues no me atrevía a disparar mi escopeta, sobre todo, en el lado de la isla donde solían venir los salvajes, por miedo a alertarlos. Si bien es posible que hubiesen huido la primera vez, con seguridad, habrían vuelto al cabo de algunos días con dos o tres centenares de canoas y yo sabría muy bien qué esperar. Sin embargo, transcurrieron un año y tres meses antes de que volvieran los salvajes, como contaré más adelante. Es muy probable que hubiesen venido dos o tres veces pero no se quedaron, o, al menos, yo no los escuché. Más, en el mes de mayo de mi vigesimocuarto año, según mis cálculos, tuve un encuentro con ellos.

Durante los quince o dieciséis meses que he mencionado, me sentí muy perturbado. Dormía inquieto, tenía sueños horribles y, a menudo, despertaba sobresaltado. Durante el día, me oprimían las preocupaciones y, por la noche, soñaba que mataba a los salvajes y buscaba justificaciones para ello. Pero dejemos esto por un momento. Fue a mediados de mayo, me parece que el día 16 según lo indicaba mi pobre calendario de madera, pues seguía registrando los días en el poste; digo que sería el 16 de mayo, cuando se desató una violenta tormenta con muchos truenos y relámpagos. La noche siguiente fue espantosa y no sé por qué, pero estaba leyendo la Biblia y haciendo graves reflexiones sobre mi situación, cuando me sorprendió lo que me pareció un cañonazo en el mar.

Esta era una sorpresa muy distinta de todas las que había experimentado hasta entonces, pues me hizo pensar en otras cosas. Me levanté tan rápidamente como pudiera imaginarse y, en un momento, apoyé la escalera contra la roca y subí a la plataforma. Retiré la escalera nuevamente y subí hasta la cima de la colina, en el momento en que un resplandor de fuego me anunció un segundo cañonazo, que en efecto, llegó hasta mis oídos casi medio minuto después. Por el sonido, supe que provenía de aquella parte del mar donde la corriente había arrojado mi bote.

Inmediatamente pensé que debía tratarse de un barco en peligro y que alguna otra embarcación le acompañaba, pues disparaba los cañones en señal de alarma para pedir socorro. En ese momento, presentí que si podía auxiliarlos, tal vez, ellos también me auxiliarían a mí, de modo que junté toda la madera seca que encontré a mano, hice una gran pila con ella y le prendí fuego en la cima de la colina. Como la madera estaba seca, prendió rápidamente y, aunque el viento soplaba con mucha intensidad, ardió lo suficiente como para que, si aquello era un barco, con toda certeza pudiera verla. En efecto, así ocurrió, pues, apenas ardió la llama, escuché otro cañonazo y, después, varios más, todos procedentes del mismo punto. Alimenté el fuego toda la noche hasta el amanecer y, cuando se hizo de día, y el aire se despejó, divisé algo en el mar, a gran distancia, al este de la isla, mas no podía precisar, ni siquiera con la ayuda del catalejo, si se traba de una vela o del casco de un navío.

Durante todo el día miré con frecuencia en aquella dirección y pronto advertí que el objeto estaba inmóvil, así que deduje que era un barco anclado, pero como me hallaba ansioso por saberlo con certeza, como puede suponerse, cogí la escopeta y corrí hacia el extremo sur de la isla, hasta las rocas a las que había sido arrastrado por la corriente. Cuando llegué hasta allí, puesto que el día estaba completamente despejado, pude ver claramente y para mi mayor desconsuelo, el naufragio de un barco, arrojado durante la noche contra las rocas sumergidas que había hallado en mi excursión con la piragua. Estas rocas, resistiendo a la violencia de la corriente, formaban una especie de contracorriente o remolino, que me había librado de la situación más desesperada de toda mi vida.

Lo que constituye la salvación de un hombre, es la ruina de otro, pues, al parecer, estos hombres, quienes quiera que fueran, al no tener conocimiento de aquellas rocas, total mente ocultas por el agua, habían sido empujados contra ellas durante toda la noche por un fuerte viento del este y del este-noreste. Si la tripulación hubiese visto la isla, lo cual dudo mucho, habría intentado usar un bote para llegar a tierra. Mas los cañonazos que dispararon en señal de auxilio, en especial, cuando vieron mi fogata, tal como imagino, me llenaron la cabeza de pensamientos. Primero pensaba que, al ver mi fuego, se habían lanzado en el bote para llegar a la orilla pero, tal vez, la fuerte marea los había hecho zozobrar. En otras ocasiones imaginaba que habían perdido el bote desde el principio, como suele pasar cuando las olas azotan la nave, lo que obliga a los hombres a destrozarlo y arrojarlo al mar. Otras veces, imaginaba que los acompañaba otro navío, o navíos, que, alertados por las señales de auxilio, los habían socorrido y rescatado. Por momentos, pensaba que todos habían embarcado en el bote y habían sido arrastrados por la misma corriente que me había arrastrado a mí, hacia el vasto océano, donde no encontrarían más que agonía y muerte; o, tal vez, agobiados por el hambre, a estas alturas se estarían comiendo unos a otros.

Pero como todo aquello no eran más que conjeturas, en la situación que me hallaba no podía hacer otra cosa que lamentar la desgracia de aquellos pobres hombres y apiadarme de ellos, lo cual, me hacía sentir cada vez más agradecido a Dios, por la felicidad y la abundancia que me había prodigado en mi desolada situación y por haber permitido que, de dos tripulaciones que habían naufragado en aquellas costas, yo fuese el único superviviente. Comprendí, nuevamente, que es muy raro que la Providencia divina nos arroje en una situación tan deplorable o en una miseria tan grande como para que no encontremos algún motivo de gratitud o reconozcamos que hay otros en peores circunstancias que las nuestras.

Aquella había sido, sin duda, la suerte de estos hombres y no tenía razones para suponer que alguno de ellos se hubiese salvado. No podía esperar ni desear que no hubiesen muerto todos, a no ser que hubiesen sido rescatados por otra embarcación, lo cual era muy poco probable, pues no veía ninguna señal o rastro de que algo así hubiese sucedido.

No puedo hallar las palabras precisas para expresar la extraña melancolía y los ardientes deseos que este naufragio suscitó en mi espíritu y que me hacían exclamar: « ¡Oh, sí al menos uno o dos, es más, solo un ser se hubiese salvado de este naufragio, o hubiese podido llegar hasta aquí, para que yo pudiese tener un compañero, un semejante con quien poder hablar y conversar!» En todo el transcurso de mi vida solitaria, nunca había deseado tanto la compañía humana, ni había sentido una pena tan profunda por no tenerla.

Tenemos unos resortes secretos en el corazón que, movidos por algún objeto, presente o ausente, que se muestra ante nuestra imaginación, impulsan nuestra alma con tanta fuerza hacia ese objeto que su ausencia se vuelve insoportable.

Tal era mi ferviente deseo de que tan solo un hombre se hubiese salvado: « ¡Oh, si tan solo uno se hubiese salvado!», repetía una y mil veces: « ¡Oh, si tan solo uno se hubiese sal vado!» Estaba tan trastornado por este deseo, que cuando decía esas palabras, entrelazaba las manos y apretaba tanto los dedos, que si hubiese tenido algo frágil entre ellas, lo habría roto involuntariamente; y apretaba los dientes con tanta fuerza, que a veces no podía separarlos.

Dejemos que los naturalistas expliquen estas cosas, su razón y su forma de ser. Lo único que puedo hacer yo, es describir un hecho que me sorprendió cuando tuvo lugar, y cuya procedencia ignoro del todo. Seguramente, se debió al efecto de mis ardientes deseos y la fuerza de mis pensamientos, de imaginar el consuelo que me habría proporcionado conversar con un cristiano como yo.

Pero no estaba previsto de ese modo. Su destino, el mío o el de todos, lo impedía, pues hasta mi último año de permanencia en esta isla, ignoré si alguien se había salva do de aquel naufragio. Solo alcancé a ver, para mi desdicha, el cuerpo de un joven marinero que llegó al extremo de la isla más próximo al lugar del naufragio. Solo llevaba puestos una casaca marinera, un par de calzones de paño abiertos en las rodillas y una camisa de lienzo azul, pero nada que me permitiese adivinar de qué nación provenía. En sus bolsillos no había más que dos piezas de a ocho y una pipa. Esta última, para mí, valía diez veces más que el dinero.

El mar se había calmado y estaba empeñado en aventurarme a llegar al barco en la piragua. Tenía la certeza de que encontraría cosas de utilidad a bordo pero no era eso lo que me impulsaba, sino la esperanza de encontrar algún ser a quien pudiese salvarle la vida, y con ello, reconfortar la mía en sumo grado. Me aferré de tal modo a esta idea, que no encontraba reposo ni de día ni de noche y solo pensaba en llegar hasta la nave en mi bote. Me encomendé a la Providencia de Dios, sabiendo que el impulso era tan fuerte que no podía resistirme a él, que debía provenir de algún invisible designio y que me arrepentiría si no lo hacía.


Dominado por esta impresión, corrí hacia mi castillo a prepararme para el viaje. Cogí una buena porción de pan, una gran vasija de agua fresca, una brújula para orientar me, una botella de ron, pues aún tenía bastante en la reserva, y un cesto lleno de pasas. Cargado con todo lo necesario para el viaje, me dirigí hacia la piragua, le vacié el agua, deposité en ella el cargamento y la eché al mar. Luego regresé a casa para recoger el segundo cargamento, que consistía en un gran saco de arroz, la sombrilla, que me colocaría sobre la cabeza para que me protegiera del sol, otra vasija llena de agua, casi dos docenas de panes o tortas de cebada, una botella de leche de cabra y un queso. Llevé todo esto a la piragua, no sin mucho esfuerzo y sudor, y, rogándole a Dios que guiara mi viaje, me puse a remar en dirección noreste a lo largo de la costa hasta llegar al extremo de la isla. Ahora tenía que decidir si me aventuraba a lanzarme al océano. Observé las rápidas corrientes que pasaban a ambos lados de la isla y me parecieron tan terribles, por el recuerdo del peligro en que me había encontrado, que comencé a perder valor, pues me daba cuenta de que si caía en una de ellas, sería arrastrado mar adentro y perdería de vista la isla. Si esto ocurría, como mi piragua era muy pequeña, la menor ráfaga de viento me perdería irremediablemente.

Esta idea me angustió tanto que comencé a darme por vencido. Conduje mi bote a una pequeña ensenada en la orilla, salí y me senté en un pequeño promontorio de tierra, muy pensativo y ansioso, debatiéndome entre el miedo y el deseo de realizar la expedición. Mientras pensaba, observé que la marea comenzaba a subir, lo que, por unas cuantas horas, me impediría volver a salir al mar. Entonces, pensé que debía subir a la parte más elevada que pudiese encontrar para observar los movimientos de las corrientes cuando subiera la marea y, de este modo, poder juzgar si había alguna que me trajese rápidamente de vuelta a la isla, en caso de que otra me alejara de ella. No bien hube pensado esto, me fijé en una pequeña colina que dominaba ambos lados, desde donde podía ver claramente la dirección de las corrientes y el rumbo que debía seguir para regresar. Allí pude observar que la corriente de bajamar partía del extremo sur de la isla mientras que la de pleamar regresaba por el norte, de modo que, no tenía más que dirigirme hacia la punta septentrional de la isla para regresar sin dificultad.

Animado con esta observación, decidí partir a la mañana siguiente con la primera marea. Pasé toda la noche en la canoa, cubierto con el gran capote que mencioné anteriormente y me lancé al mar. Primero navegué un corto trecho rumbo al norte, hasta que me sentí arrastrado por la corriente que iba hacia el este. Esta me impulsó con bastante fuerza, pero no tanta como lo había hecho anteriormente la corriente del sur, lo que me permitió seguir gobernando el bote. Remando enérgicamente, me acerqué a toda velocidad al barco y, en menos de dos horas, llegué hasta él.


Era un espectáculo desolador; el barco, de construcción española, estaba encallado entre dos rocas. La popa y uno de sus costados habían sido destrozados por el mar y, como el castillo de proa se había estrellado contra las rocas, el palo mayor y el trinquete se habían quebrado, aunque el bauprés seguía intacto, así como la proa. Cuando me acerqué, apareció un perro, que, al verme, comenzó a aullar y a gemir. Apenas lo llamé, saltó al mar para venir hasta mí y lo llevé al bote. Estaba muerto de hambre y sed. Le di un pedazo de pan y se lo comió como si fuese un lobo famélico que hubiese pasado quince días sin alimento en la nieve. Después le di un poco de agua y, si lo hubiese dejado, el pobre animal habría bebido hasta reventar.

Luego subí a bordo y lo primero que divisé fueron dos hombres ahogados en la cocina, sobre el castillo de proa, que estaban abrazados. Deduje que, posiblemente, al desatarse la tormenta, el barco se había encallado y los embates del mar debieron ser tan fuertes y tan constantes, que aquellos pobres hombres, no pudieron resistir y se habían ahogado como si estuviesen bajo el agua. Aparte del perro, no había otro ser viviente en el barco y todo su cargamento, según pude comprobar, se estropeó con el agua. Había algunos toneles de licor en el fondo de la bodega, que pude ver cuando el agua se retiró, mas no sabía si contenían vino o brandy; amén de que eran demasiado grandes para transportarlos. Vi varios cofres, que, sin duda, pertenecían a los marineros y los llevé al bote sin examinar su contenido.

Si en lugar de la popa tan solo se hubiese destrozado la proa, estoy seguro de que mi viaje habría sido más fructífero, pues por el contenido de esos dos cofres, podía imaginar con razón, que el barco llevaba muchas riquezas a bordo. Supongo, por el rumbo que llevaba, que partió de Buenos Aires o del Río de la Plata en la América meridional, más allá de Brasil, en dirección a La Habana, en el golfo de México y, de allí, seguramente a España. Sin duda, transportaba un gran tesoro, si bien bastante inútil para todos en este momento. Qué pudo haber sido del resto de la tripulación, tampoco lo sabía.

Aparte de los cofres, encontré un pequeño barril lleno de licor, de unos veinte galones, que llevé hasta mi bote con gran dificultad. Había numerosos mosquetes en una cabina y un gran cuerno que contenía unas cuatro libras de pólvora. Como los mosquetes no me servían, los dejé, pero me llevé el cuerno de pólvora, así como una pala y unas tenazas que me hacían mucha falta, dos pequeñas vasijas de bronce, una chocolatera de cobre y una parrilla. Con este cargamento y el perro, me puse en marcha cuando la corriente comenzó a fluir hacia la isla. Esa misma tarde, casi una hora antes del anochecer, llegué a tierra extenuado.


Aquella noche dormí en el bote y, al amanecer, decidí llevar lo que había rescatado a mi nueva cueva y no al castillo. Después de refrescarme, llevé todo mi cargamento a la playa y comencé a examinarlo. El tonel de licor contenía una especie de ron, distinto al que teníamos en Brasil, es decir, bastante malo. Más cuando abrí los cofres, hallé muchas cosas de gran utilidad, como, por ejemplo, una caja de botellas extraordinarias, llenas de cordiales exquisitos. Las botellas eran de tres pintas y tenían la tapa recubierta de plata. Encontré dos botes de dulces deliciosos, tan bien cerrados, que el agua salada no los había estropeado, pero había otros dos, que sí se habían estropeado. Encontré algunas camisas muy buenas, casi media docena de pañuelos de lino blanco y corbatas de colores; los primeros me venían muy bien para secarme el sudor de la cara en los días de calor. Aparte de esto, al llegar al fondo del cofre, encontré tres grandes sacos llenos de piezas de a ocho, que sumaban unas mil cien piezas en total. En uno de ellos, envueltos en papel, había seis doblones de oro y algunos lingotes de oro que, en total, podían pesar cerca de una libra.

En el otro cofre encontré algunas cosas de poco valor. Por su contenido, el cofre debía pertenecer al artillero, aunque no encontré pólvora, con la excepción de unas dos libras de pólvora escarchada, guardada en tres pequeños frascos y, seguramente, destinada a usarse para la caza. En resumidas cuentas, conseguí muy pocas cosas de utilidad en el viaje, pues, el dinero no me servía de nada; era como el polvo bajo mis pies, y lo habría cambiado todo por tres o cuatro pares de zapatos ingleses y calcetines, que desde hacía mucho tiempo necesitaba. Tenía dos pares de zapatos, que les había quitado a los dos hombres ahogados que hallé en el barco, y luego encontré otros dos pares en uno de los cofres, los cuales me venían muy bien, aunque no eran como nuestros zapatos ingleses, ni por su comodidad ni su resistencia; más bien, eran lo que solemos llamar escarpines. En este cofre también encontré cincuenta piezas de a ocho en reales, pero no encontré oro, por lo cual, supuse que debía pertenecer a un hombre más pobre que el dueño del primero, que, seguramente, sería un oficial.

No obstante, llevé el dinero a mi casa en la cueva y lo guardé, como lo había hecho con el que había rescatado de nuestro barco. Era una lástima, ya lo he dicho, que no pudiese encontrar el resto del cargamento que venía en el barco, pues estoy seguro de que habría podido cargar mi canoa varias veces con dinero y, si algún día lograba escapar a Inglaterra, lo habría dejado a salvo en la cueva hasta que pudiese regresar a buscarlo.

Después de haber desembarcado todas mis pertenencias y guardarlas en un lugar seguro, regresé al bote, remé a lo largo de la costa hasta la vieja rada y allí lo dejé. Luego regresé tan rápidamente como pude a mi hogar, donde hallé todo seguro y en orden. Entonces comencé a sentirme más tranquilo y reanudé mis antiguas costumbres y mis labores domésticas. Por un tiempo, logré vivir tranquilamente, si bien estaba más atento que antes y salía mucho menos. Si alguna vez salía libremente, era siempre por la parte oriental de la isla, donde estaba casi seguro de que no llegaban los salvajes y, por tanto, no tenía que tomar demasiadas precauciones, ni andar cargado de tantas armas y municiones, como cuando iba en la otra dirección.


Viví casi dos años más en estas condiciones pero mi desdichada cabeza, que parecía haber sido creada para la desgracia de mi cuerpo, se llenaba de planes y proyectos para escapar de la isla. A veces, pensaba hacer otra expedición al barco naufragado, aunque la razón me decía que no hallaría nada en él que compensara el riesgo del viaje. Otras veces, contemplaba la idea de ir a una u otra parte y creo firmemente que si hubiese contado con la chalupa en la que huí de Salé, me habría aventurado a navegar, sin saber a dónde iba.

He sido, en todas las circunstancias de mi vida, un vivo ejemplo de aquellos que padecen de esta plaga general que ataca a la humanidad, de donde proceden, a mi entender, la mitad de las desgracias que ocurren en el mundo; me refiero a la inconformidad con los designios de Dios y la naturaleza. No quiero hablar de mi estado inicial ni de mi resistencia a los excelentes consejos de mi padre, lo cual considero como mi pecado original; ni de los errores similares que cometí y que me llevaron a esta miserable situación. Si la misma Providencia que me había destinado a establecerme felizmente en Brasil como hacendado, hubiese puesto límites a mis deseos; si me hubiese conformado con avanzar poco a poco, a estas alturas (me refiero al tiempo que llevo viviendo en esta isla) sería uno de los hacendados más prósperos de Brasil, pues, a juzgar por los progresos que hice en el poco tiempo que viví allí, y los que habría hecho de no haberme marchado, seguramente tendría unos cien mil moidores. ¿Por qué tenía que abandonar una fortuna establecida y una buena plantación, en pleno crecimiento y desarrollo, para embarcarme rumbo a Guinea en busca de negros, cuando con paciencia y tiempo hubiese acrecentado mi fortuna, de tal modo que hubiese podido comprarlos a los que se ocupan del tráfico de negros desde mi propia casa? Incluso, si hubiese tenido que pagar algo más por ellos, la diferencia en el precio, no valía el riesgo tan desmedido.

Pero estas cosas suelen pasarles a los jóvenes y la reflexión sobre ellas, es, normalmente, ejercicio de la edad avanzada o de una experiencia que se paga demasiado cara. Yo me hallaba en esta etapa y, sin embargo, el error se había arraigado tan profundamente en mi naturaleza, que no era capaz de contentarme con mi situación, sino que me dedicaba continuamente a pensar en los medios y posibilidades de huir de este lugar. Para poder relatar el resto de mi historia, con mayor placer del lector, no sería inadecuado hacer un recuento de los primeros planes de mi alocada huida y las directrices que seguí para ejecutarlo.

Me hallaba en mi castillo, y después del último viaje al barco naufragado, había dejado mi embarcación a salvo bajo el agua, como de costumbre, y mi situación había vuelto a ser la de antes. Mi fortuna había crecido pero no era más rico por ello, pues me valía lo que a los indios del Perú antes de la llegada de los españoles.

Una de esas noches lluviosas de marzo, en el vigesimocuarto año de vida solitaria, me encontraba despierto en mi lecho o hamaca. Disfrutaba de buena salud, pues no me do lía nada, ni me hallaba indispuesto o febril, ni más intranquilo que de costumbre. No obstante, no podía conciliar el sueño y no pegué ojo en toda la noche por lo que voy a narrar a continuación.


Sería tan imposible como inútil relatar la cantidad de pensamientos que giraban en mi cabeza esa noche. Repasé toda la historia de mi vida en miniatura o en resumen, como podría decirse, antes y después de mi llegada a la isla.

Al pensar en lo que me había ocurrido desde mi llegada a las costas de esta isla, comparaba la tranquilidad con la que transcurrían mis asuntos durante los primeros años con el estado de ansiedad, miedo y cuidado en el que vivía desde que descubrí la huella de una pisada en la arena. No se trataba de creer que los salvajes no hubiesen frecuentado la isla antes de este descubrimiento; incluso, que no hubiesen venido cientos de ellos hasta la costa, pero como en aquel momento no lo sabía, no sentía ningún temor. Mi satisfacción era total, aunque estuviese expuesto al mismo peligro y me sentía tan feliz de ignorarlo como si, en realidad, no estuviera amenazado por él. En esta situación, mis reflexiones eran fructíferas, en particular, la siguiente: que la Providencia había sido infinitamente buena al imponerles límites a la visión y la inteligencia de los hombres, que aunque caminen en medio de tantos miles de peligros, cuyo conocimiento turbaría su espíritu y abatiría su alma, conservan la calma y la serenidad por el desconocimiento de las cosas que ocurren a su alrededor y los peligros que les acechan.

Después de reflexionar un poco sobre estos asuntos, comencé a considerar seriamente los peligros a los que había estado expuesto durante tantos años en esta isla, la cual había recorrido con toda la seguridad y la tranquilidad del mundo, sin saber que, tal vez, la cumbre de una colina, un árbol gigantesco o la simple caída de la noche, se habían interpuesto entre mí y la peor de las muertes, es decir, caer en manos de los caníbales y salvajes, que me habrían perseguido como a una cabrá o una tortuga, pensando que, al matarme y devorarme, no cometían un crimen mayor que el que yo realizaba al comerme una paloma o un chorlito. Estaría calumniándome a mí mismo si no digo que me sentía sinceramente agradecido a mi divino Salvador, a cuya singular protección, confieso humildemente, debía mi salvación, pues sin ella, habría caído inevitablemente en las despiadadas manos de los salvajes.

Luego de estas consideraciones, comencé a reflexionar sobre la naturaleza de aquellas miserables criaturas, me refiero a los salvajes, y a preguntarme cómo era posible que el sabio Gobernador de todas las cosas, hubiese abandonado a algunas de sus criaturas a semejante inhumanidad, más aún, a algo peor que la brutalidad misma, como es devorar a los de su propia especie. No obstante, como esto no eran más que especulaciones (y, en aquel momento, completamente vanas) me puse a pensar en qué parte del mundo vivían estos miserables, a qué distancia se hallaba la tierra de la que provenían, por qué se aventuraban tan lejos de sus moradas, qué clase de embarcaciones utilizaban y por qué no podía ir hacia donde estaban ellos del mismo modo que ellos venían hasta donde estaba yo.


Nunca me detuve a pensar qué sería de mí cuando llegara allí, cuál sería mi suerte si caía en manos de los salvajes, ni cómo podría escapar si me capturaban. Tampoco pensaba en cómo podría alcanzar la costa sin que me vieran, lo que habría sido mi perdición, ni qué hacer, si lograba no caer en sus manos, para procurarme el sustento, ni mucho menos, el rumbo que debía tomar. Ni uno solo de estos pensamientos cruzó por mi mente, dominada por la idea de llegar al continente en mi piragua. Mi situación me parecía la más miserable del mundo y no podía imaginarme nada peor que la muerte. Pensaba que podría llegar al continente, donde, tal vez, hallaría consuelo, o navegar a lo largo de la costa, como lo había hecho en África, hasta llegar a algún lugar habitado, donde pudiese ser rescatado. Después de todo, tal vez encontraría un barco cristiano que me recogiese y, en el peor de los casos, moriría, lo cual pondría punto final a todas mis desgracias. Es preciso advertir que todos estos pensamientos provenían de mi turbación y mi impaciencia, exacerbadas por el recuerdo de los trabajos y las decepciones que padecí a bordo del barco naufragado, donde estuve tan cerca de hallar lo que tanto deseaba: alguien con quien hablar, que me explicara dónde estaba y los medios posibles de liberarme. Por eso digo que todos estos pensamientos me tenían completamente trastornado. Mi calma y mi resignación a los designios de la Providencia, así como mi sumisión a la voluntad del cielo, parecían haberse interrumpido y no hallaba forma de distraer mis pensamientos del proyecto del viaje al continente, que me obsesionaba de tal modo que me resultaba imposible resistirlo.

Durante más de dos horas este deseo me invadió con tanta fuerza que me bullía la sangre y me alteraba el pulso como si el mero fervor de mis pensamientos me hubiese provocado fiebre. Entonces la naturaleza, como agotada y extenuada por mi obsesión, me arrojó en un profundo sueño. Podría pensarse que soñé con todo esto, mas no fue así. Soñé que salía de mi castillo una mañana, como de costumbre, y veía dos canoas en la costa, de las cuales desembarcaban once salvajes que llevaban consigo a otro de ellos, a quien iban a matar para, después, comérselo. De pronto, el salvaje al que iban a sacrificar, daba un salto y huía para salvarse. Me pareció ver en mi sueño que corría hacia la espesa arboleda frente a mi fortificación para ocultarse y, advirtiendo que estaba solo y que los otros no lo buscarían en esa dirección, me presentaba ante él y le sonreía. Entonces se arrodillaba ante mis pies, como pidiendo ayuda y yo le mostraba la escalera y le hacía subir, le llevaba a la cueva y se convertía en mi servidor. Tan pronto tuve a este hombre conmigo, me dije: «Ahora sí puedo aventurarme hacia el continente, pues este compañero me servirá de piloto, me dirá qué debo hacer, dónde buscar provisiones, dónde no debo ir si no quiero ser devorado, hacia qué lugares debo aventurarme y cuáles debo evitar.» En esto desperté y me sentí invadido por la indescriptible sensación de felicidad que me había causado la perspectiva de mi libertad pero al volver en mí y descubrir que no era más que un sueño, me sentí igualmente invadido por la tristeza y el desencanto.

No obstante, llegué a la conclusión de que la única forma de llevar a cabo un intento de huida era con la ayuda de, algún salvaje y, de ser posible, alguno de los prisioneros que los salvajes traían para darles muerte y devorarlos. Más aún quedaba otra dificultad que superar: era imposible ejecutar mi plan sin tener que atacar antes a toda una caravana de salvajes, lo cual suponía un acto desesperado, que podía fracasar. Por otra parte, dudaba mucho de la legitimidad de semejante acto y mi corazón se agitaba ante la idea de derramar tanta sangre, aunque fuera para salvarme. No tengo que repetir los argumentos contra este plan que se me ocurrían, pues son los mismos que he mencionado anteriormente; solo que ahora tenía otros motivos, a saber, que aquellos hombres constituían una amenaza para mi vida y me comerían si tuviesen la oportunidad; que lo único que hacía era protegerme de semejante muerte; que actuaba en defensa propia como si en verdad estuviesen atacándome; y cosas por el estilo. Pero, a pesar de que, como he dicho, tenía todos estos argumentos a mi favor, la idea de derramar sangre humana para salvarme me resultaba tan terrible que no lograba reconciliarme con ella en modo alguno.

Finalmente, después de una prolongada incertidumbre, pues todos estos argumentos se agitaron durante mucho tiempo en mi cabeza, mi vehemente deseo de liberación prevaleció sobre todo lo demás y decidí que, si era posible, echaría mano de alguno de aquellos salvajes a, toda costa. Ahora tenía que pensar en la forma de hacerlo y esto era lo más difícil. Mas, como no se me ocurrió nada, decidí ponerme en guardia y acecharlos cuando desembarcasen, dejando el resto a lo que aconteciese y haciendo lo que las circunstancias requirieran.

Con esta resolución, me dediqué a observar la costa tantas veces como pude, lo cual llegó a causarme una profunda fatiga. Casi todos los días, durante un año y medio, me dirigía a la costa occidental de la isla para observar la llegada de sus canoas pero no aparecieron. Esto me desalentó mucho y comencé a sentir una gran inquietud, aunque en este caso no podía decir, como en ocasiones anteriores, que mi deseo hubiese disminuido en lo más mínimo. Más aún, cuanto más tardaban en llegar, más crecía mi ansiedad. En pocas palabras, mi preocupación inicial de no ser visto por estos salvajes y de evitar que me descubrieran era menor que mi actual deseo de caer sobre ellos.