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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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Mientras realizaba estas tareas, no abandonaba mis otros asuntos. Me ocupaba, sobre todo, de mi pequeño rebaño de cabras, que no solo era mi reserva de alimentos para lo que pudiese ocurrir, sino que me servían para abastecerme sin necesidad de gastar pólvora y municiones y me ahorraban la fatiga de salir a cazar. Por lo tanto, no quería perder estas ventajas y verme obligado a tener que criarlas nuevamente.

Después de considerarlo durante mucho tiempo, encontré dos formas de protegerlas. La primera era hallar un lugar apropiado para cavar una cueva subterránea y llevar las allí todas las noches. La otra era cercar dos o tres predios tan distantes unos de otros y tan ocultos como fuese posible, en los cuales pudiese encerrar una media docena de cabras jóvenes. Si algún desastre le ocurría al rebaño, podría criarlas nuevamente en poco tiempo y sin demasiado esfuerzo. Esta última opción, aunque requeriría mucho tiempo y trabajo, me parecía la más razonable.

Consecuentemente con mi plan, pasé un tiempo buscando los parajes más retirados de la isla hasta que hallé uno que lo estaba tanto como hubiese podido desear. Era un pequeño predio húmedo, en medio del espeso monte donde, como ya he dicho, estuve a punto de perderme cuando intentaba regresar a casa desde la parte oriental de la isla. Allí encontré una extensión de tierra de casi tres acres, tan rodeada de bosques que casi era un corral natural o, al menos, no parecía exigir tanto trabajo hacer uno, si lo comparaba con otros terrenos que me habría costado un gran esfuerzo cercar.

Inmediatamente me puse a trabajar y, en menos de un mes, lo había cercado totalmente. Aseguré allí mi ganado o rebaño, como queráis, que ya no era tan salvaje como se podría suponer al principio. Sin demora alguna, llevé diez cabras jóvenes y dos machos cabríos. Mientras tanto, seguía perfeccionando el cerco hasta que resultó tan seguro como el otro y, si bien me tomó bastante más tiempo, fue porque me permití trabajar con mucha más calma.

La causa de todo este trabajo era, únicamente, la huella que había visto y que me provocó grandes aprensiones. Hasta entonces, no había visto acercarse a la isla a ningún ser humano pero desde hacía dos años vivía con esa preocupación que le había quitado tranquilidad a mi existencia, como bien puede imaginar cualquiera que sepa lo que significa vivir acechado constantemente por el temor a los hombres. Además, debo confesar con dolor, la turbación de mi espíritu había afectado notablemente mis pensamientos religiosos y el terror de caer en manos de salvajes y caníbales me oprimía de tal modo, que rara vez me encontraba en disposición de dirigirme a mi Creador. No tenía la calma ni la resignación que solía tener sino que rezaba bajo los efectos de un gran abatimiento y de una dolorosa opresión, temiendo y esperando, cada noche, ser asesinado y devorado antes del amanecer. Debo decir, por mi experiencia, que la paz interior, el agradecimiento, el amor y el afecto son estados de ánimo mucho más adecuados para rezar que el temor y la confusión. Un hombre que está bajo la amenaza de una desgracia inminente, no es más capaz de cumplir sus deberes hacia Dios que uno que yace enfermo en su lecho, ya que esas aflicciones afectan al espíritu como otras afectan al cuerpo y la falta de serenidad debe constituir una incapacidad tan grave como la del cuerpo, y hasta mayor. Rezar es un acto espiritual y no corporal.


Pero prosigamos. Una vez aseguré parte de mi pequeño rebaño, recorrí casi toda la isla en busca de otro sitio apartado que sirviera para hacer un nuevo refugio. Un día, avanzando hacia la costa occidental de la isla, a la que nunca había ido todavía, mientras miraba el mar, me pareció ver un barco a gran distancia. Había rescatado uno o dos catalejos de los arcones de los marineros pero no los traía conmigo y el barco estaba tan distante que apenas podía distinguirlo, a pesar de que lo miré fijamente hasta que mis ojos no pudieron resistirlo. No sabría decir si era o no un barco. Solo sé que resolví no volver a salir sin mi catalejo en el bolsillo.

Cuando bajé la colina hasta el extremo de la isla en el que no había estado nunca, tenía la certeza de que haber visto la huella de una pisada de hombre no era tan extraño como me lo había imaginado. Lo providencial era que hubiese ido a parar al lado de la isla que no frecuentaban los salvajes. Hubiese sido fácil imaginar que, frecuentemente, cuando las canoas que provenían de tierra firme se internaban demasiado en el mar, venían a esa parte de la isla para descansar. Igualmente, como a menudo luchaban en las canoas, los vencedores traían a sus prisioneros a esta orilla donde, conforme a sus pavorosas costumbres, los mataban y se los comían, como veremos más adelante.

Cuando descendí de la colina a la playa y estaba, como he dicho, en el extremo sudoeste de la isla, me llevé una sorpresa que me dejó absolutamente confundido y perplejo. Me resulta imposible explicar el horror que sentí cuando vi, sobre la orilla, un despliegue de calaveras, manos, pies y demás huesos de cuerpos humanos y, en particular, los restos de un lugar donde habían hecho una fogata, en una especie de ruedo, donde acaso aquellos innobles salvajes se sentaron a consumir su festín humano, con los cuerpos de sus semejantes.

Estaba tan estupefacto ante este descubrimiento que, durante mucho tiempo no pensé en el peligro que me acechaba. Todos mis temores quedaron sepultados bajo la impresión que me causó el horror de ver semejante grado de infernal e inhumana brutalidad y tal degeneración de la naturaleza humana. A menudo había oído hablar de ello pero hasta entonces no lo había visto nunca tan de cerca. En pocas palabras, aparté la mirada de ese horrible espectáculo y comencé a sentir un malestar en el estómago. Estaba a punto de desmayarme cuando la naturaleza se ocupó de descargar el malestar de mi estómago y vomité con inusitada violencia, lo cual me alivió un poco. Más no pude permanecer en ese lugar ni un momento más, así que volví a subir la colina a toda velocidad y regresé a casa.


Cuando me había alejado un poco de aquella parte de la isla, me detuve un rato, como sorprendido. Luego me repuse y, con todo el dolor de mi alma, con los ojos llenos de lágrimas y la vista elevada al cielo, le di gracias a Dios por haberme hecho nacer en una parte del mundo ajena a seres abominables como aquellos y por haberme otorgado tantos privilegios, aun en una situación que yo había considerado miserable. En efecto, tenía más motivos de agradecimiento que de queja y, sobre todo, debía darle gracias a Dios porque aun en esta desventurada situación me había reconfortado con su conocimiento y con la esperanza de su bendición, que era una felicidad que compensaba con creces, toda la miseria que había sufrido o podía sufrir.

Con este agradecimiento regresé a mi castillo y, a partir de ese momento, comencé a sentirme mucho más tranquilo respecto a mi seguridad, pues comprendí que aquellas miserables criaturas no venían a la isla en busca de algo y, tal vez, tampoco deseaban ni esperaban encontrar nada. Seguramente, habían estado en la parte tupida del bosque y no habían encontrado nada que satisficiera sus necesidades. Llevaba dieciocho años viviendo allí sin tropezarme ni una vez con rastros de seres humanos y, por lo tanto, podía pasar dieciocho años más, tan oculto como lo había estado hasta ahora, si no me exponía a ellos. Era poco probable que algo así sucediese, puesto que lo único que tenía que hacer era mantenerme totalmente escondido como siempre lo había hecho y, a menos que encontrase otras criaturas mejores que los caníbales, no me dejaría ver.

Sin embargo, sentía tal aborrecimiento por esos malditos salvajes que he mencionado y de su despreciable e inhumana costumbre de devorar a sus semejantes, que me quedé pensativo y triste y no me alejé de los predios de mi circuito en dos años. Cuando digo mi circuito, me refiero a mis tres fincas, es decir, mi castillo, mi casa de campo, a la que llamaba mi emparrado, y mi corral en el bosque. No seguí buscando otro recinto para las cabras, pues la aversión que sentía hacia aquellas diabólicas criaturas era tal, que me daba tanto miedo verlas a ellas como al demonio en persona. Tampoco volví a visitar mi piragua en todo ese tiempo, sino que preferí hacerme otra, ya que no podía ni pensar en hacer un nuevo intento de traerla a este lado de la isla, pues si me topaba con aquellos seres en el mar y caía en sus manos, sabría muy bien a qué atenerme.


Pero el tiempo y la satisfacción de saber que no corría ningún riesgo de ser descubierto por esa gente, comenzó a disipar mi inquietud y seguí viviendo con la misma calma que hasta entonces, solo que ahora era más precavido y estaba más alerta a lo que ocurría a mi alrededor, no fuera que pudiesen verme. También era más prudente al disparar mi escopeta por si había alguno en la isla que pudiese oírme. Era una gran suerte disponer de un rebaño de cabras domésticas, pues no tenía que cazarlas ni dispararles en el bosque. Si alguna vez capturé una cabra después de aquel día, fue con trampas y lazos, como lo había hecho anteriormente y, en dos años, no disparé el arma ni una sola vez, aunque nunca salía sin ella. Más aún, como tenía tres pistolas que había rescatado del barco, siempre llevaba, por lo menos, dos de ellas, aseguradas a mi cinturón de cuero de cabra. También limpié uno de los machetes que tenía y me hice otro cinturón para llevarlo. De este modo, cuando salía, tenía el aspecto más extraño que se pueda imaginar, si se añade a la descripción que hice anteriormente de mi indumentaria, las dos pistolas y el machete de hoja ancha que llevaba colgando, sin vaina, de un costado de mi cinturón.

Como he dicho, durante un tiempo, recuperé la calma y la tranquilidad aunque no dejé de tomar precauciones. Todo esto me demostraba, cada vez con más claridad, que no me encontraba en una situación tan deplorable como otros; más bien, estaba mucho mejor de lo que podía estar si Dios así lo hubiese decidido. Esto me hizo pensar que si los hombres compararan su situación con la de otros que están en peores circunstancias y no con los que están mejor, se sentirían agradecidos y no se quejarían de sus desgracias. Como en la situación en la que me hallaba, en realidad no había demasiadas cosas que echara de menos, pensé que los temores que había padecido a causa de aquellos salvajes y mi preocupación por salvar mi vida, habían disminuido mi ingenio y me habían hecho abandonar el proyecto de hacer malta con la cebada para, luego, tratar de hacer cerveza. Esto era, en verdad, un capricho y, a menudo, me reprochaba mi ingenuidad, pues me daba cuenta de que para hacer cerveza necesitaba muchas cosas que no podía procurarme. No disponía de barriles para conservarla, que, como ya he dicho, nunca logré fabricar, a pesar de que pasé muchos días, más bien, semanas y meses intentándolo sin ningún éxito. Tampoco tenía lúpulo ni levadura para que fermentase, ni una marmita u otro recipiente para hervirla. No obstante, creo sinceramente que de no haber sido porque el miedo y el terror hacia los salvajes me interrumpieron, me habría empeñado en hacerla y, tal vez, lo habría logrado, pues raras veces renunciaba a una idea una vez que había reflexionado lo suficiente como para ejecutarla.

Pero ahora ocupaba mi ingenio en otros asuntos. No podía dejar de pensar cómo exterminar algunos de esos monstruos en uno de sus crueles y sanguinarios festines, y de ser posible, salvar a la víctima que se dispusieran a matar. Haría falta un libro mucho más voluminoso que este para ilustrar todos los métodos que ideé para destruir a esas criaturas, o, por lo menos, para asustarlas y evitar que volviesen otra vez. Más todos eran inservibles porque requerían de mi presencia y ¿qué podía hacer un solo hombre contra ellos, que quizás serían veinte o treinta, armados de lanzas, arcos y flechas con las que tenían tan buena puntería como yo con mi escopeta?


A veces, pensaba en cavar un pozo en el lugar donde encendían su fuego y colocar cinco o seis libras de pólvora que arderían apenas lo prendieran, haciendo volar todo lo que estuviese en los alrededores. Pero, en primer lugar, no estaba dispuesto a gastar tanta pólvora en esto, más aún, cuando mis suministros se reducían a un solo barril. En segundo lugar, no podía estar seguro de que la explosión se produjera en el momento preciso y, por último, tal vez lo único que conseguiría sería chamuscarlos un poco y asustarlos, lo cual no habría sido suficiente para que abandonaran la isla definitivamente. Por lo tanto, descarté esta idea y decidí emboscarme en un lugar adecuado con tres escopetas de doble carga y, cuando estuviesen en medio de su sangrienta ceremonia, abrir fuego contra ellos, asegurándome de matar o herir, al menos, a dos o tres con cada disparo y, luego, caer sobre ellos con mis tres pistolas y mi machete. No dudaba que así los exterminaría a todos aunque fuesen veinte. Me sentí complacido con esta fantasía durante unas semanas y estaba tan obsesionado con ella que, a menudo, soñaba que la llevaba a cabo y estaba a punto de hacerlos volar por los aires.

Llegué tan lejos en mi ficción, que pasé varios días buscando lugares convenientes para emboscarme, con el propósito de observarlos. Volví tantas veces al lugar del festín que llegó a volverse familiar. Allí me invadía un fuerte deseo de venganza y me imaginaba que derrotaba a veinte o treinta de ellos con mi espada en un sangriento combate. Más, el horror que me inspiraba el lugar y los rastros de esos miserables bárbaros, me aplacaban el rencor.

Por fin, encontré un lugar conveniente en la ladera de la colina donde podía esperar a salvo la llegada de sus piraguas y ocultarme en la espesura de los árboles antes de que se acercaran a la playa. En uno de los árboles había un hueco lo suficientemente grande para esconderme por completo. Allí, podría sentarme a observar sus sanguinarios actos y dispararles a la cabeza cuando estuvieran más próximos unos de otros y fuese casi imposible que errara el tiro o que no pudiese herir a tres o cuatro del primer disparo.

Opté por ese lugar y preparé dos mosquetes y la escopeta de caza para ejecutar mi plan. Cargué los dos mosquetes con dos lingotes de cinco balas de calibre de pistola y la escopeta con un puñado de las municiones de mayor calibre. También cargué cada una de mis pistolas con cuatro balas y, de este modo, bien provisto de municiones para una segunda y tercera descarga, me preparé para la expedición.

Una vez hecho el esquema de mi proyecto y habiéndolo ejecutado mentalmente, todas las mañanas subía la colina que estaba a unas tres millas o más de mi castillo, como so lía llamarlo, a fin de ver si descubría sus piraguas en el mar o aproximándose a la isla. Pero, al cabo de dos o tres meses de vigilancia constante y, no habiendo descubierto nada en la costa ni en toda la extensión de mar que podían abarcar mis ojos y mi catalejo, me cansé de esta ardua labor.


Durante el tiempo que realizaba mi paseo diario hasta la colina, mi proyecto mantuvo todo su vigor y me encontraba siempre dispuesto a ejecutar la monstruosa matanza de los veinte o treinta salvajes indefensos, por un delito sobre el que no había reflexionado más allá del horror inicial que me causó esa perversa costumbre de la gente de aquella región, a quienes, al parecer, la Providencia había desprovisto de mejor consejo que sus vicios y sus abominables pasiones. Tal vez, desde hacía siglos, esta gente gozaba de la libertad de practicar sus horribles actos y perpetuar sus terribles costumbres como seres completamente abandonados por Dios y movidos por una infernal depravación. Sin embargo, como he dicho, cuando me empezaba a cansar de las infructuosas expediciones matutinas, que realizaba en vano desde hacía tanto tiempo, comencé a cambiar de opinión y a considerar más fría y serenamente la empresa que había decidido llevar a cabo. Me preguntaba qué autoridad o vocación tenía yo para pretender ser juez o verdugo de estos hombres como si fuesen criminales, cuando el cielo había considerado dejarlos impunes durante tanto tiempo para que fuesen ellos mismos los que ejecutaran su juicio. A menudo me debatía de este modo: ¿cómo podía saber el juicio de Dios en este caso particular? Ciertamente, esta gente no comete ningún delito al hacer esto porque no les remuerde la conciencia. No lo consideran una ofensa ni lo hacen en desafío de la justicia divina, como nosotros cuando cometemos algún pecado. Para ellos, matar a un prisionero de guerra no es un crimen como para nosotros tampoco lo es matar un buey; y para ellos, comer carne humana les es tan lícito como para nosotros comer cordero.

Luego de reflexionar un poco sobre esto, llegué a la conclusión de que me había equivocado y que estas personas no eran criminales en el sentido en que los había conde nado en mis pensamientos; no más asesinos que los cristianos que, a menudo, dan muerte a los prisioneros que toman en las batallas, o que, con mucha frecuencia, matan a tropas enteras de hombres, sin darles cuartel, aunque hubieran depuesto sus armas y se hubieran rendido.

Después pensé que, aunque el trato que se dieran entre sí fuese brutal e inhumano, a mí no me habían hecho ningún daño. Si me atacaban o si me parecía necesario para mi propia defensa, lucharía contra ellos pero como no estaba bajo su poder y ellos, en realidad, no sabían de mi existencia y, por lo tanto, no tenían planes respecto a mí, no era justo que los atacara. Algo así justificaría la conducta de los españoles y todas las atrocidades que hicieron en América, donde destruyeron a millones de personas inocentes, a pesar de que fueran bárbaros e idólatras y tuvieran la costumbre de realizar rituales salvajes y sangrientos, como el sacrificio de seres humanos a sus dioses. Por esta razón, todas las naciones cristianas de Europa, incluso los españoles, se refieren a este exterminio como una verdadera masacre, una sangrienta y depravada crueldad, injustificable ante los ojos de Dios y de los hombres. De este modo, el nombre español se ha vuelto odioso y terrible para todas las personas que tienen un poco de humanidad o compasión cristiana, como si el reino español se hubiese destacado por haber producido una raza de hombres sin piedad, que es el sentimiento que refleja un espíritu generoso.


Estas consideraciones me detuvieron en seco y comencé, poco a poco, a abandonar mi proyecto y a pensar que me había equivocado en mi resolución de atacar a los salvajes pues no debía entrometerme en sus asuntos a menos que me atacaran, lo cual, debía evitar si era posible. Mas, si me descubrían y atacaban, sabía lo que tenía que hacer.

Por otra parte, me decía a mí mismo que este proyecto sería un obstáculo para mi salvación y me llevaría a la ruina y la perdición si no tenía la absoluta certeza de matar, no solo a los que se encontrasen en la playa, sino a todos los que pudiesen aparecer después, ya que, si alguno de ellos escapaba para contar lo ocurrido a su gente, miles de ellos vendrían a vengar la muerte de sus compañeros y yo no habría hecho más que provocar mi propia destrucción, lo cual era un riesgo que no corría en este momento.

En resumen, llegué a la conclusión de que, ni por principios ni por sistema, debía meterme en este asunto. Mi única preocupación debía ser mantenerme fuera de su vista a toda costa y no dejar el menor rastro que les hiciese sospechar que había otros seres vivientes, es decir, humanos, en la isla. La religión me dio la prudencia y quedé convencido de que hacer planes sangrientos para destruir criaturas inocentes, respecto a mí, por supuesto, era faltar a todos mis deberes. En cuanto a sus crímenes, ellos eran culpables entre sí y yo nada tenía que ver con eso. Eran delitos nacionales y yo debía dejar que Dios los juzgara, ya que es Él quien gobierna todas las naciones y sabe qué castigos imponerles a estas para subsanar sus ofensas. Es Él quien debe decidir, como mejor le parezca, llevar a juicio público a quienes le han ofendido públicamente.

De pronto, todo esto me parecía tan claro que me sentí muy satisfecho de no haber cometido una acción que habría sido tan pecaminosa como un crimen premeditado. Me arrodillé y di gracias a Dios, humildemente, por haberme librado del pecado de sangre y le imploré que me concediera la protección de su Providencia para no caer en manos de los bárbaros, ni tener que poner las mías sobre ellos, a menos que el cielo me lo indicara claramente, en defensa de mi propia vida.

Después de esto, pasé casi un año sintiéndome de ese modo. Deseaba tan poco encontrarme con aquellos miserables, que, en todo ese tiempo no subí ni una sola vez la colina para ver si había alguno de ellos a la vista, o si habían venido a la playa, a fin de no verme tentado a reanudar mis proyectos contra ellos, ni tener la ocasión de asaltarlos. Me limité a buscar la piragua que estaba al otro lado de la isla para llevarla a la costa oriental. Allí la dejé, en una pequeña ensenada que encontré bajo unas rocas muy altas, donde sabía que los salvajes no se atreverían a ir, al menos, no en sus piraguas, a causa de la corriente.


Junto con mi piragua, llevé todas las cosas que había dejado allí, aunque no me hacían falta para hacer el viaje: un mástil, una vela y aquella cosa que parecía un ancla pero que, en verdad, no podía llamarse ni ancla ni arpón, si bien fue lo mejor que pude hacer. Lo transporté todo con el propósito de que nada pudiese provocar la más mínima sospecha de que podía haber alguna embarcación o morada humana en la isla.

Aparte de esto, como he dicho, me mantuve más recluido que nunca, sin salir de mi celda, salvo para realizar mis tareas habituales, es decir, ordeñar las cabras y cuidar el pequeño rebaño del bosque, que, como estaba al otro lado de la isla, se hallaba fuera de peligro. Ciertamente, los salvajes que a veces merodeaban por esta isla, jamás venían con el propósito de encontrar nada en ella y, por lo tanto, nunca se alejaban de la costa. No dudo que estuvieran varias veces en ella, tanto antes como después de mis temores y precauciones, por lo que no podía dejar de pensar con horror en cuál habría sido mi suerte si me hubiese encontrado con ellos cuando andaba desnudo, desarmado y sin otra protección que una escopeta, casi siempre cargada con pocas municiones, mientras exploraba todos los rincones de la isla. Menuda sorpresa me habría llevado si, en lugar de la huella de una pisada, me hubiese topado con quince o veinte salvajes, dispuestos a perseguirme, sin posibilidad de escapar de ellos a causa de la velocidad de su carrera.

A menudo, estos pensamientos me oprimían el alma y me afligían tanto que tardaba mucho en recuperarme. Me preguntaba qué habría hecho, pues no me consideraba capaz de haber puesto resistencia, ni siquiera de haber tenido la lucidez de hacer lo que tenía que hacer; mucho menos lo que ahora, después de mucha preparación y meditación, podía hacer. Cuando pensaba seriamente en esto, me sumía en un profundo estado de melancolía que, a veces, duraba mucho tiempo. No obstante, terminaba dando gracias a la Providencia por haberme salvado de tantos peligros invisibles y por haberme protegido de tantas desgracias, de las que no habría podido escapar porque no tenía la menor sospecha de su existencia o de la posibilidad de que ocurriesen.

Esto me hizo considerar algo que, con frecuencia, había pensado antes, cuando empezaba a ver las generosas disposiciones del cielo frente a los peligros a los que nos exponemos en la vida: cuántas veces somos salvados sin darnos cuenta; cuántas veces dudamos o, por así decirlo, titubeamos acerca del camino que debemos seguir y una voz interna nos muestra un camino cuando nosotros pensábamos tomar otro; cuántas veces nuestro sentido común, nuestra tendencia natural o nuestros intereses personales nos invitan a escoger un camino y, sin embargo, un impulso interior, cuyo origen ignoramos, nos empuja a elegir otro y luego advertimos que si hubiésemos seguido el que pensábamos o imaginábamos, nos habríamos visto perdidos y arruinados. Estas y muchas otras reflexiones similares me llevaron a regirme por una norma: obedecer la llamada interior o la inspiración secreta de hacer algo o de seguir algún camino cada vez que la sintiera, aunque no tuviera razón alguna para hacerlo, salvo la sensación o la presión de ese presentimiento sobre mi espíritu. Podría dar muchos ejemplos del buen resultado de esta conducta a lo largo de mi vida, en especial, al final de mi permanencia en esta desgraciada isla; aparte de las muchas ocasiones en las que me habría dado cuenta de la situación si la hubiese visto con los mismos ojos con los que veo ahora. Mas nunca es tarde para aprender y no puedo sino aconsejar a todos los hombres prudentes, que hayan vivido experiencias tan extraordinarias como la mía, incluso menos extraordinarias, que no subestimen las insinuaciones secretas de la Providencia y hagan caso a esa inteligencia invisible, que no debo ni puedo tratar de explicar, pero que, sin duda, constituye una prueba irrefutable de la existencia del espíritu y de la comunicación secreta entre los espíritus encarnados y los inmateriales. Durante el resto de mi solitaria residencia en este sombrío lugar, tuve ocasión de presenciar asombrosas pruebas de esto.


Pienso que al lector no le parecerá extraño que confiese que todas estas ansiedades, los peligros constantes y las preocupaciones que me acechaban en este momento, pusieron fin a mi ingenio y a todos los esfuerzos destinados a mi futuro bienestar. Ahora debía velar por mi seguridad más que por mi sustento. No me atrevía a clavar un clavo ni a cortar un trozo de leña por temor a hacer ruido; mucho menos, disparar un arma, por el mismo motivo y, sobre todo, me inquietaba hacer fuego, temiendo que el humo, visible a gran distancia, me traicionase. Por esta razón, trasladé la parte de mis actividades que requerían fuego, como la fabricación de cacharros, pipas y otros objetos, a mi nueva morada del bosque, donde, al cabo de un tiempo, encontré, para mi indecible consuelo, una gran caverna natural en la que ningún salvaje habría osado entrar, aunque se encontrara en su entrada, ni nadie que no se encontrara como yo, buscando un refugio seguro.

La entrada de la cueva estaba al pie de una gran roca, donde, por mera casualidad (diría esto si no tuviese abundantes razones para atribuir todas estas cosas a la Providencia), me encontraba cortando unas gruesas ramas de árboles para hacer carbón. Pero antes de proseguir, debo explicar la razón por la que hacía este carbón y que era la siguiente:

Como ya he dicho, tenía mucho miedo de hacer fuego cerca de mi casa. Sin embargo, no podía vivir sin hornear mi pan y sin cocinar mi carne y otros alimentos. Así, pues, quemaba la madera en el bosque, como había visto que se hacía en Inglaterra, la cubría con tierra hasta que se carbonizaba. Luego apagaba el fuego y llevaba a casa el carbón, que utilizaba para todos los menesteres que requerían fuego, sin el riesgo del humo.

Pero esto es solo incidental. Mientras estaba cortando madera, advertí una especie de cavidad detrás de una rama muy gruesa de un arbusto y sentí curiosidad por mirar en el interior. Cuando llegué a la entrada, no sin mucha dificultad, vi que era muy amplia, es decir, que cabía de pie y, tal vez, con otra persona. Pero debo confesar que salí con más prisa de la que había entrado, pues al mirar al fondo, que estaba totalmente oscuro, divisé dos grandes ojos brillantes. No sabía si eran de diablo o de hombre pero parpadeaban como dos estrellas con la tenue luz que se filtraba por la entrada de la cueva.


No obstante, después de una breve pausa, me repuse y comencé a decirme que era un tonto, que si había vivido veinte años solo en una isla no podía tener miedo del diablo y que en esa cueva no había nada más aterrador que yo mismo. En seguida recobré el valor, hice una gran tea y volví a entrar con ella en la mano. No había dado tres pasos cuando volví a asustarme como antes, pues oí un fuerte suspiro, como el lamento de un hombre, seguido por un ruido entrecortado que parecía un balbuceo y, luego, por otro suspiro fuerte. Retrocedí y estaba tan sorprendido que un sudor frío me recorrió todo el cuerpo y si hubiese tenido un sombrero, no habría podido responder por él, pues mis cabellos erizados lo hubieran elevado por el aire. Pero saqué valor de donde pude y me reanimé un poco con la idea de que el poder y la presencia de Dios estaban en todas partes y me protegerían. Volví a dar unos pasos y, gracias a la luz de la tea, que sostenía un poco más arriba de mi cabeza, descubrí, tumbado en la tierra, un monstruoso y viejo macho cabrío, que parecía a punto de morir de pura vejez.

Le agité un poco para ver si lograba sacarlo de ahí y el animal intentó, en vano, ponerse en pie. Entonces pensé que podía quedarse donde estaba pues, del mismo modo que me había asustado a mí, podía asustar a los salvajes que se atrevieran a entrar en la cueva mientras le quedara algo de vida.

Repuesto de mi sorpresa, comencé a mirar a mi alrededor y me di cuenta de que la cueva era bastante pequeña, es decir, que medía unos doce pies pero no tenía una forma regular, ni redonda ni cuadrada, ya que las únicas manos que habían trabajado en ella eran las de la naturaleza. También observé que en uno de los costados había una apertura que se prolongaba hacia adentro pero era tan baja que me obligaba a entrar arrastrándome. Tampoco sabía a dónde llevaba y como no tenía velas, no seguí explorando. Decidí que, al día siguiente, regresaría con velas y una yesca que había hecho en la empuñadura de un mosquete con un poco de pólvora.

Al otro día, volví con seis grandes velas hechas por mí, pues ahora hacía muy buenas velas con el sebo de las cabras, y, andando a gatas, avancé por la cavidad unas diez yardas, lo cual, dicho sea de paso, era una aventura bastante arriesgada, si se considera que no sabía hasta dónde llegaba aquel pasadizo ni lo que podría encontrar más adelante. Cuando llegué al final de este, advertí que el techo se elevaba casi veinte pies, y puedo asegurar que en toda la isla se podía presenciar un espectáculo más maravilloso que la bóveda y los costados de esta cueva o caverna. En las paredes se reflejaba la luz de mis dos velas multiplicada por cien mil. Me imaginaba que en la roca había diamantes u otras piedras preciosas, pero no lo sabía con certeza.


Aunque estaba totalmente a oscuras, la gruta era el lugar más delicioso que podría imaginarse. El suelo estaba seco y bien nivelado; lo cubría una fina capa de gravilla suelta y fina. No había animales venenosos o nauseabundos ni humedad en las paredes o el techo. La única dificultad estaba en la entrada, la cual, me parecía ventajosa, ya que me proporcionaba el refugio que necesitaba. Este descubrimiento me llenó de júbilo y decidí transportar allí, sin demora, algunas de las cosas que más me preocupaban, en especial, la pólvora y todas las armas que tenía de reserva, a saber: dos de las tres escopetas de caza y tres de los ocho mosquetes que tenía. Dejé los otros cinco en mi castillo, montados como si fueran cañones en el muro exterior, y podía disponer de ellas, igualmente, si hacía alguna expedición.

Para transportar las municiones, tuve que abrir el barril de pólvora húmeda que había rescatado del mar. Me di cuenta de que el agua había penetrado por todos los costa dos unas tres o cuatro pulgadas y que la pólvora, al secarse y endurecerse, había formado una corteza que protegía el interior como la cáscara de una fruta. De este modo, tenía unas sesenta libras de pólvora buena en el centro del barril, lo que me sorprendió muy gratamente. La llevé toda a la gruta, salvo dos o tres libras que conservé en el castillo por temor a cualquier contingencia. Llevé, además, todo el plomo que tenía reservado para hacer balas.

Me sentía como uno de esos antiguos gigantes que, según se dice, vivían en cavernas y cuevas en las rocas, a las que nadie podía llegar, pues, mientras me hallaba en ese refugio, me convencí de que ningún salvaje podría encontrarme y, si lo hacía, jamás se atrevería a atacarme en ese lugar. El viejo macho cabrío, que estaba moribundo cuando lo encontré, murió al día siguiente en la entrada de la cueva y me pareció más fácil cavar un hoyo para echarlo en él y cubrirlo con tierra, que arrastrarlo hasta afuera; así que lo enterré para evitar el mal olor.

Llevaba veintitrés años en la isla y estaba tan familiarizado con ella y con mi estilo de vida que, si hubiese tenido la certeza de que los salvajes no vendrían a perturbarme, me habría resignado a capitular y pasar allí el resto de mi vida, hasta el día en que me echara a morir, como el viejo macho cabrío, en la gruta. También había encontrado algunos pequeños entretenimientos y diversiones que hacían transcurrir el tiempo más rápida y plácidamente que antes. En primer lugar, como ya he dicho, le había enseñado a hablar a mi Poll y lo hacía con tanta familiaridad, tan clara y articuladamente, que me proporcionaba una gran satisfacción. Convivió cerca de veintiséis años conmigo y no sé cuántos más vivió, pues, según se creía en el Brasil, vivían casi cien años. Acaso el pobre Poll aún siga vivo y llamando al pobre Robinson Crusoe. Espero que ningún inglés tenga la mala suerte de ir allí y de escucharlo porque, con seguridad, creerá que se trata del demonio. Mi perro me brindó una agradable y cariñosa compañía durante casi dieciséis años y murió de puro viejo. En cuanto a los gatos, se multiplicaron, como he dicho, hasta el punto que tuve que matar a muchos de ellos para evitar que me devorasen a mí junto con todas mis provisiones. Finalmente, después que murieron los dos que me había traído, los demás, a fuerza de perseguirlos constantemente y privarlos de alimento, huyeron a los bosques y se volvieron salvajes. Solo dos o tres favoritos, cuyas crías ahogaba apenas nacían, formaron parte de mi familia. También conservaba siempre dos o tres cabras domésticas, que aprendieron a comer de mi mano, y dos loros más que hablaban bastante bien y me llamaban Robinson Crusoe. Mas ninguno como el primero, aunque, a decir verdad, nunca me preocupé por ellos como por aquel. Tenía, además, algunas aves marítimas, cuyo nombre desconozco, a las que capturé en la playa y les corté las alas. Como las pequeñas estacas que había plantado delante del castillo crecieron hasta formar un espeso follaje, estas aves vivían y se reproducían en las copas de los árboles bajos, lo cual me resultaba muy agradable. De este modo, como he dicho, empecé a sentirme muy complacido con mi vida, con la única excepción del temor por los salvajes.

Pero estaba previsto que las cosas fuesen de otro modo y, tal vez, no sea inútil para todos los que lean mi historia, hacer esta justa observación: Cuántas veces, en el curso de nuestras vidas, ocurre que el mal que procuramos evitar, y que nos parece terrible cuando nos enfrentamos a él, resulta el verdadero camino de nuestra salvación, el único a través del cual podemos librarnos de nuestras desgracias. Podría dar muchos ejemplos de esta situación, a lo largo de mi inenarrable existencia, pero ninguno tan notable como lo que me ocurrió en los últimos años de mi solitaria residencia en esta isla.


Corría el mes de diciembre de mi vigesimotercer año en este lugar y, como ya he dicho estábamos en pleno solsticio austral, pues no podría llamarlo invierno. Esta época era muy importante para mi cosecha, que requería de mi constante presencia en el campo. Una mañana, muy temprano, casi antes de la salida del sol, advertí con sorpresa el resplandor de un fuego en la playa, a unas dos millas de donde me hallaba, y en dirección al extremo de la isla donde, como ya he observado, habían estado los salvajes; mas no en el lado opuesto de la isla, sino en el mío.

El espectáculo me aterrorizó y me quedé cerca de mi arboleda, por temor a ser sorprendido. Aun así, no me sentía tranquilo, pues, si en sus incursiones por la isla, los salvajes descubrían mi cereal, sembrado o segado, o cualquiera de mis obras y mejoras deducirían inmediatamente que la isla estaba habitada y no descansarían hasta encontrarme. Terriblemente angustiado, regresé directamente a mi castillo, recogí la escalera e intenté darle un aspecto tan natural y agreste como pude.

Entonces, me atrincheré y me preparé para la defensa. Cargué toda mi artillería, como solía llamarla, es decir, los mosquetes colocados en la nueva fortificación y todas las pistolas, y decidí defenderme hasta el último suspiro, no sin antes encomendarme fervorosamente a la divina protección y rogarle a Dios que me librase de caer en manos de los bárbaros. Permanecí en esa posición más de dos horas pero, más tarde, comencé a sentirme impaciente por saber lo que ocurría fuera, ya que no tenía espías que me lo informaran.

Aguardé un poco más, pensando qué debía hacer en esta situación, mas no pude resistir por más tiempo en la ignorancia; así que apoyé la escalera en el costado de la roca para subir hasta donde se formaba una suerte de plataforma. Luego la retiré y volví a colocarla hasta que llegué a la cima de la colina. Allí me acosté boca abajo sobre la tierra y cogí el catalejo que había llevado con toda intención para observar el sitio. Descubrí a unos cinco salvajes desnudos, sentados alrededor de una pequeña fogata, no para calentarse, pues no tenían necesidad de ello, ya que el clima era extremadamente caluroso, sino, como supuse, para preparar alguno de sus horribles festines de carne humana, que habían traído consigo, no sé si viva o muerta.