Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres/Tomo II/Apuntes arqueológicos


III—APUNTES ARQUEOLÓGICOS

Con la multiplicacion de los museos arqueológicos en todas las naciones civilizadas del mundo, se ha realizado, para los artefactos de toda especie, lo que tenía necesariamente que suceder, una vez que ellos adquirieron un valor comercial: las armonías económicas de la oferta y la demanda.

Aumentándose la demanda, los precios han subido; pero como las tribus salvajes, ó semisalvajes, en cuyos territorios debían encontrarse los objetos codiciados (y sólo hablo de América) tenían el pudor de cierta honradez nativa, ó mas bien primitiva, el precio no ha alcanzado todavía las proporciones á que habría llegado si las transacciones hubieran sido hechas por el comercio civilizado.

El Indio, sin embargo, como todo ser pensante, tiene el instinto de aquellas armonías: «te ofrezco mi cántaro en cambio de tu sal ó de tu paño»—dice; más luego piensa: «necesito de tal manera tu sal, que, por ella, te daré todos los cántaros que quieras.»

Desenvueltas las primeras facilidades del blanco para obtener los objetos que le interesaban del Indio, la codicia se ha apoderado de éste. Primero ha buscado los cacharros legítimos, que ha trocado por valores á su satisfaccion; mas luego, escaseando la mercancía, la ha fabricado, la ha falsificado, y mas de una vez la mistificacion ha tenido éxito. Descubierta ésta, el Indio ha perdido su crédito, y el blanco, entónces, sólo ha confiado en los entierros, en la legitimidad de las piezas arqueológicas halladas in situ, lo que tampoco ha escapado á la segacidad del Indio, el cual ha aprendido á enterrar fábricas nuevas, utensilios de su propia manipulacion, en terrenos apropiados.

Los buscadores no siempre están en todos los golpes de la habilidad del salvaje, y como han llegado, á fuerza de chascos, á elevar á la categoría de criterio superior el hecho de hallar los objetos in situ, como garantía de autenticidad, se ha visto más de una coleccion en la que figuraban, como utensilios de la cerámica prehistórica, botijuelas de barro, de aquellas que, no hace treinta años, usaban los españoles de España para enviar á América su aceite de oliva.

Debe ser tino de los entretenimientos mas grandes para un americano instruido, que conozca bien las piezas arqueológicas auténticas de las civilizaciones antiguas de su propio Continente, el estudio de muchas colecciones desparramadas por el vasto mundo; como debe ser un motivo de perpétuo jolgorio para innumerables europeos el contemplar la cara de estupefaccion de muchos americanos imbéciles en presencia de los dos cráneos de Galileo, uno de jóven y otro de viejo, que existen en algun museo de Italia.

Hace bastantes años, regresó de Europa un conocido compatriota, jóven entónces. Entre otras curiosidades, traía una coleccion muy rica de antiguas monedas romanas de cobre. Un amigo mio las compró, pagando por ellas veinte veces el valor del metal bruto—y, pasado algun tiempo, me las regaló, garantiéndome su autenticidad. Como el regalo se hiciera en presencia de testigos, la cortesía mas elemental traía á la memoria aquel verso de Bartrina: «no analices, muchacho; no analices.» Las más interesantes eran del tiempo de Numa Pompilio. En el anverso estaba la efigie del sábio rey con cara de sapo ahogado y la inscripcion «Numa Pompilius» y en el reverso: «Questo fu il primo re d'Italia

Las demás eran por el estilo. Solamente estando ciego se podía dudar de su valor.

Conservaré siempre, como uno de los recuerdos mas gratos de mi vida, la satisfaccion que experimenté al recibir, de manos de un excelente amigo, otro regalo arqueológico. Teníamos ambos de diez y nueve á veinte años. Era una figurita de barro cocido, esmaltada de verde, y con una cantidad asombrosa y excesiva de cartuchos reales negros. Representaba una momia, ó, mas bien, un sarcófago egipcio. Había «sido hallada en una cripta de Memfis» y hacía muchos años que la conservaba la familia de mi amigo. «No analices, muchacho; no analices.» Descifré varios cartuchos: Ramses, Tutmes, Amasis, &. No había la menor duda: era egipcia. Pero había dos cartuchos indescifrables:—S. k. p. r.—y—M. l. r.—¿A cuál dinastía era posible referir esto? Andando el tiempo, un niño travieso rompió de un golpe la estatuita, y, en su interior, encontré un fragmento de plato de loza en el que decía «Manchester

En el andar de los años, he descubierto los nombres indescifrados de los dos Faraones: ShaKesPeaRe y MoLiéRe, de la dinastía del humbug.

E. L. Holmberg.