Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres/Tomo I/Manifestaciones de vida intelectual en los animales

MANIFESTACIONES DE VIDA INTELECTUAL
EN LOS ANIMALES.

Observaciones hechas por ENRIQUE KERMES.

En la vida civilizada, dos corrientes se manifiestan de un modo constante: la primera es la afluencia de la poblacion campestre, gentes vigorosas y sanas, á los grandes centros metropolitanos, afluencia ocasionada por el deseo de participar de una vida mas civilizada, mientras que, por el contrario, aquellas que más se sienten ligadas al servicio de la diosa del progreso, á la vida intelectual, se inclinan á apartarse de los focos de cultura, de aquel ambiente artificial inherente á toda vida en las grandes ciudades, porque un sentimiento casi instintivo de conservacion individual las arrastra á huir de esa vida y á entregarse á otra más primitiva, más natural.

En los países septentrionales de Europa, dotados de un clima áspero, de un cielo muy á menudo nublado, el hombre sueña con una vida idílica entre palmeras, al abrigo de un cielo benigno; fantasías en que, por supuesto, no se tiene cuenta de lo inseparable de todo clima tropical: el calor sofocante, las fiebres y enfermedades climatéricas, la gran cantidad de animales dañinos y venenosos, y los innumerables insectos molestos, que, en conjunto, pronto desencantarán al admirador más ferviente de los maravillosos paisajes tropicales.

Sentimientos análogos á los antes expuestos me condujeron á la República Argentina, y los deseos de tener terreno para fundar un hogar propio, me hicieron detener al fin en las márgenes del Rio Negro (Patagonia). Vivía allí en la más completa soledad, pues no era raro que, por espacio de ocho dias, no viera ser humano alguno.

Todo ser animado, privado de la sociedad de sus iguales, trata en lo posible de suplir esta falta, asociándose á otros seres; así lo hice tambien: al anochecer me divertía con mis caballos, cuando, despues de encerrarlos en el corral, los observaba para formarme un juicio sobre sus facultades mentales y sobre los medios de comunicarse sus impresiones é intenciones, de lo cual pronto me convencí.

Sin embargo, debo prevenir que no soy de aquellos que pretenden levantar el animal á la altura intelectual del hombre.

Mucho se ha escrito ya sobre la inteligencia del caballo; pero dudo que se hayan hecho observaciones en animales que, á la vez de ser domésticos, se encontraran casi tan libres como en estado salvaje.

El caballo que en primera línea me dió material para este trabajo, fué un zaino, bagual, que, ya en estado adulto, había caído en manos de los pampas, los que lo hicieron caballo, y conservó los recuerdos y costumbres de su anterior estado de padrillo. En la campaña militar contra los Indios, bajo las órdenes del general Roca, formaba parte del botín, y despues de diferentes dueños pasó á ser de propiedad mía: era de un tamaño poco comun, en algo parecido al tipo del caballo normando, y conocido en la vecindad como animal de poca confianza y peleador entre sus iguales; por este motivo, el último dueño había tenido la precaucion de mantenerlo en estado de flacura y de recargarlo con trabajo.

Por nombre le dí el de 'Hémú (palabra pampa), porque al hacerlo entrar una noche en el corral, me encontró un muchachito indio, mandado por sus padres para pedirme alguna cosa, y como el caballo no tenía prisa alguna para entrar en el corral, pero sí en aprovisionarse en lo posible de pasto para la noche, y confiado en la bondad de su dueño, tenía que tirarle mucho del cabestro, y el niño acostumbrado á ver los caballos mas sumisos, exclamó:

«Hémú quiere almorzar ahora» (entrada del sol). En lo sucesivo, cuando Hémú no me obedecía, lo que muy á menudo era el caso, tambien le llamaba Hémú, hasta que al fin me acostumbré á darle tal nombre. En el andar del tiempo, nos hicimos amigos, y el señor Hémú se acostumbró en cierto modo á tratarme como á sus iguales. Cuando en ratos de ocio le rascaba el cuello, sus ojos, ojos de un moreno claro, con gris, parecidos á los humanos, de una expresion por lo comun ya suave, vagaban de amor, en el olvido, y, por reciprocidad, como es costumbre entre los caballos, agarraba con sus incisivos mi chaleco, queriendo rascarme tambien.

Salíamos juntos, es decir, yo encima de él, y si le daba un rebencazo, Hémú á su vez daba patadas.

Lo mismo hacía cuando, al cruzar un zanjon, con un carrito al que se ataba, éste le chocaba las patas.

Las sementeras me obligaron á tenerlo atado. Cuando Hémú tenía sed y me acercaba á él, entónces me comunicaba, con gestos fácilmente comprensibles, su deseo: levantaba la cabeza, mostrando con ella el río, como lo haría un hombre con la mano, tirando de la soga é imitando con los labios aquellos sonidos que los caballos dejan oir cuando acaban de tomar agua y con lo que revelan estar satisfechos. En las orillas del río, entre los sauzales, crecía aquí y allí una que otra mata de pasto tierno; para que gozase de éstos, que le gustaban mucho, le daba, comunmente despues de haber tomado agua, un poco de libertad.

Sucedía entonces, á veces, que Hémú, que sentía la necesidad de hacer movimiento, me invitaba á correr un poco, como para ver quién sería mas lijero; él corría algunos pasos, volvía, me hacía señas para animarme, relinchaba y al fin demostraba disgusto por mi pereza, y se iba á buscar sus compañeras, dos yeguas, madre é hija, las que, con mas facilidad correspondían á su iniciativa.

Estas correrías con las yeguas alcanzaban cada día mas léjos, y más trabajo me costaba cada vez el aprisionar de nuevo á Hémú; para cortar ésto no le dí más libertad, pero él protestó enérgicamente, como los niños mal criados, cuando no salen con su voluntad, saltan de rabia con los piés juntos y gritan; asimismo hizo Hémú con los cuatro suyos, gritando como un chancho; pero ciertas consideraciones por mis callos me obligaron entonces á largarlo.

El trayecto para ir al agua, conducía por encima de un médano; yendo adelante, me encontraba ya abajo, cuando Hémú todavía estaba en la cima. El se paró y ningún tirar del cabestro le podía hacer caminar; me miraba de arriba, como si quisiera decirme déjame; despues miró un rato en torno suyo y siguió sin más su camino; al fin comprendí su proceder: cuando se busca hacienda extraviada, se sube á los médanos mas altos, que permitan ver á lo léjos. Como Hémú había subido muchas veces en tales arreos, comprendí el objeto, y ahora, gordo y de buen humor, fingía por broma ver en torno suyo, encima de un médano, oculto entre sauces altos, dándose un aire, medio grave, medio cómico, eso, no una sinó muchas veces. Por supuesto que como ninguna otra ocurrencia le distraía, ésto le hizo olvidar su propósito.

Como antes he dicho, poseía dos yeguas, la una ya vieja, que nombraba simplemente Yegua, era de pelo oscuro, casi negro, de formas muy perfectas, pero de un carácter que parecía estar en relacion con el color de su pelo; sério y repulsivo contra cualquier contacto amigable, hasta contra los cariños y juguetes de su propia hija. Con el señor Hémú mantenía relaciones mucho menos amigables; este pícaro, acostumbraba arrimarse pacíficamente á la yegua, nariz con nariz, olfateando despues por otra parte, y por fin trataba de morder las rollizas ancas de su antagonista, á lo que ella respondía con patadas que él devolvía con intereses. No comprendo por qué Yegua permitía siempre que de nuevo se le acercase aquel majadero de Hémú.

La otra yegua (potranca), hija de Yegua, cuyo nombre era Lise (Lisette), alazana, muy dócil y poco dotada intelectualmente (si de animales es permitido hablar en estos términos), era amiga íntima de Hémú.

Por diferentes razones encerré mis caballos de noche en el corral. Una vez acostumbrados, entraban en él de buena gana. Aunque así por la noche no podían comer, aprovechaban este tiempo en rascarse y hacerse cariños, así es que no me oponían resistencia cuando los llevaba á él á pié, pero á veces se ponían de acuerdo para burlarse de mí un poco; caminaban tranquilamente, pero de pronto se paraban, vacilaban como indecisos, de un lado á otro, para disparar despues en diferentes direcciones; luego se unían á poca distancia, me esperaban apaciblemente, con miradas un poco risueñas, dulces, se dejaban llevar como ovejas, para luego escapar de nuevo, pero nunca por tercera vez, sino que entraban dócilmente al corral. Supuse que se comunicaban sus intenciones y, en verdad, pude comprobar que la señal para estas escapadas consistía en sonidos poco perceptibles.

En el corral, Hémú y Lise se rascaban y se hacían cariños; pero cuando Lise hacía á veces igual cosa á su madre Hemú se impacientaba y demostraba sus celos por ataques groseros.

Cierta mañana lanzó Yegua un grito desesperado; salí de casa, ví que ella acababa de saltar fuera del corral. No dí mayor importancia á esto, hasta que mas tarde ví que un palo del corral estaba roto, ensangrentado, y tenía pegados pedacitos de carne y pelo; busqué á Yegua y vi que presentaba una herida grande en el vientre, le colgaba un triángulo de cuero de unos 15 centímetros, cerca de las mamas. Con ayuda de un vecino la curé; felizmente no estaban interesados los intestinos (se encontraba en estado de preñez muy avanzada). Este animal, que nunca se dejaba tocar, ahora me permitía, en campo abierto, pasar por entre sus piernas para examinar el estado de la herida que mostraba con la cabeza que le aproximaba, y con quejidos me comunicaba que sentía gran dolor; pero á medida que sanaba, volvía á su anterior repulsion contra toda tentativa de aproximacion.

Llamó mi curiosidad el hecho de que, alrededor de la herida, cayeron, á ambos lados, los pelos, en un ancho de un dedo, evitando así la entrada de los mismos en la herida y la ulceracion consiguiente.

Como Hemú era el culpable del accidente narrado, y en prevencion de otros, coloqué en un lado del corral un palo, en el cual lo ataba de noche, con suficiente libertad para que se pudiera mover y echarse á gusto; así es que estaba condenado á ver que Yegua y Lise se rascaban, por lo que su cara demostraba ira y envidia. Sucedía entonces, á veces, que ellas, olvidando la presencia de él, se le arrimaban poco á poco. Hémú no se movía; midiendo entónces con ojos furibundos la distancia que separaba las yeguas de sus patas, así que estaban á su alcance, les lanzaba una descarga formidable de sus nerviosos piés.

Llegó el tiempo del parto de Yegua, y me ví obligado á tenerla atada, por la aficion extraña que tenía de invadir los trigales ya espigados, al sólo objeto de sentir el choque de las espigas en las piernas y en el vientre, moviendo aquellas como acostumbran cuando se bañan, mirando, como pensativa, los movimientos de las espigas, sin que jamás la viera comer del trigo. Una tarde, cuando la llevaba al corral, me asustó, al verla que tenía aspecto de pegarme una coz, con la mirada furiosa,—así me parecía al menos. A la tarde siguiente, se repitió esto otra vez, y me convencí de que era una pantomima, que quería decir: «lárgame ¿no ves que estoy para parir? (mostró su vientre con la cabeza), ó te pego una patada».

Ignorante de los signos que anuncian el parto, no accedí, en la creencia de que todavía pasarían semanas: ésto dió lugar á que Yegua, á la tarde siguiente, renovase su pedido con más energía aún, y con tal claridad, que no me quedó duda alguna: pedía su libertad para irse á elegir un lugar á propósito para el parto, pero no la solté, y en la noche me despertó un grito parecido al que había lanzado Yegua cuando se clavó el palo al saltar el corral. Sospechando que Hémú estaba suelto y atacaba tal vez á Yegua, me levanté, pero encontré todo tranquilo; apenas entré otra vez á casa, oí otro grito igual; al volver al corral, vi un bulto cerca del porton y al lado de éste á Yegua echada: era el potro nacido. Para tranquilizar á Yegua y evitar que Hémú cometiese alguna torpeza, lo saqué del corral para atarlo en alguna de las estacas que había allí cerca. Mientras lo buscaba en la oscuridad, Yegua se había ido, llevándose el potrillito, nacido apenas hacía un cuarto de hora.

Al día siguiente procuré observar cómo se portaría Hémú con el recien nacido. Miraba al chiquitín desde alguna distancia, y me parece que tanto con miedo como con curiosidad. Seguramente la madre habría frustrado toda tentativa de aproximacion por parte de su adversario. Algunos dias mas tarde vi que Hémú se ocupaba en reconocer el potrillito, es decir, le olfateaba de arriba abajo con la mayor prolijidad. Empleó horas en esto. Al fin, cuando llegó á las patas, el chiquilin se impacientó á causa de este exámen tan prolongado, y ensayó cocear con sus patitas aún tiesas. Tan pronto como Hémú vió este desafío, dió vuelta como un rayo y estaba á punto de lanzar una coz terrible, cuando, felizmente reflexionó y se contuvo.

En otra ocasion ví, por el contrario, cómo el potrillo, con sus labios, acariciaba á Hémú, y que éste, para que aquel le pudiera llegar hasta las orejas, agachaba la cabeza siempre más. Imposible me es describir la expresion de la cara de Hémú, que, sin duda, se sentía en el colmo de la felicidad. Desde entónces profesó un amor especial al potrillito y no se cansaba de jugar con él, hasta que éste buscaba solamente á la madre para mamar. Cuando el chico ya fué potro (Potro le dí por nombre), y empezó á revelar la inclinacion de su sexo, Hémú, el celoso Hémú, no demostró contrariedad alguna.

La vigilancia de mis caballos me costaba mucho tiempo. Cierto día se me ocurrió la idea de atar al Potro, en la suposicion de que los demás quedarían cerca de él. Así lo hice; pero el éxito no correspondió á mis esperanzas: ni la madre, ni Hémú, su inseparable, hacían caso de los llamativos del pobre Potro; todos se alejaban; la madre se conformó con responder á sus gritos, pero nada más. Esto me extrañó mucho. Al cabo de algunas horas, Potro había logrado arrancar la estaca en que estaba atado, y se fué, como era natural, de carrera, para encontrar á los demás. Lo primero que hizo fué pedir de mamar á su madre, pero Yegua no estaba dispuesta á ceder en este punto y se fué al trote. Curioso por ver cuál sería el vencedor, los seguí tambien. Yegua se fué al río para tomar agua, y me parece que indicó á su hijo que el agua era una bebida muy saludable. Potro bajó la cabeza hácia el agua, la miró con aire triste, pero no pudo decidirse á probarla, y el final habrá sido que mamá tuvo que ceder á las instancias de su hijo. Así son las madres. Yegua había aprovechado la ocasion, cuando él estaba atado, para destetarlo, alejándose de él.

Lise era muy aficionada á estar en sociedad de yeguas que andaban con cria. Siempre se iba á pastorear con los caballos de mi vecino, quien tenía algunas yeguas con chicos. No la he visto jugar con éstos, ni hacer cariño á las madres; pero cada vez que se me escapaba la encontraba entre ellas y tuve que hacer muchos esfuerzos para apartarla, lo que siempre tenía que hacer á pié, porque á Hémú no podía gobernarlo para este fin; él hacía causa común con Lise. Un petizo viejo, perteneciente á la tropilla del vecino, y muy amigo de Lise, salía al encuentro mío, cuando iba á apartarla, hablando en pró de ella: «que estaba bien allí, que todos la querían, que no se perdería», así á lo menos interpretaba las voces guturales que dejaba oir. No sé si éstas eran tomadas del lenguaje de los caballos, ó si eran reproducciones de las impresiones que al petizo había causado el habla humana; pero lo cierto es que él dejaba oir una série de sonidos articulados, y que el tono de éstos era rogativo. Bien hubiera merecido el petizo que accediese á su pedido, en recompensa de esta exteriorizacion tan rara, aunque solamente hubiera sido para instigarle así á producir otras de la misma índole; pero las conveniencias con el vecino me obligaban á no hacerlo. No todos los caballos del vecino pensaban como el petizo, y dos de entre ellos se acostumbraron á ayudarme á apartar á Lise, lo que así no me era difícil. Sea que el móvil para ésto haya sido evitar que la tranquilidad de la tropilla se interrumpiera por mis operaciones, ó tal vez que yo les hubiese sido señalado como hombre de bien por mis propios caballos (como de la iniciativa del petizo se podría suponer), me ayudaban por favor y acabaron por traerme á Lise sin que yo tuviera necesidad de incomodarme. Una vez observé que el mejor de los caballos del vecino corría tras de Lise por más de una hora; se encontraban á bastante distancia entre médanos, en contínua carrera, hasta que al fin Lise quedó vencida y entró completamente estenuada al terreno mio para juntarse con Yegua y Hémú, mientras que el vencedor volvía tranquilamente y pasaba por delante de mí para ir á su querencia. De buena gana le habría dado una propina, si hubiera tenido qué darle.

Cierta hermosísima mañana de Primavera, en que todo invitaba á la alegría, la luz del sol que brillaba en el azul de la bóveda celeste y el verde claro de los campos y de los sauces, me ocupaba en observar el juego de los Chimangos que, en gran cantidad, se habían juntado, ejercitándose en el aire á alto vuelo en curvas entrelazadas, haciendo al mismo tiempo oir sus voces poco armoniosas, pero que sin embargo en parte aumentaban la alegría que respiraba toda la Naturaleza, ví aproximarse un caballo colorado del vecino, á los mios, y al señor Hémú salir al encuentro de él, como quien hace los honores de la casa. Ambos tomaron parte de la alegría comun. Hémú parecía alabar al otro la bondad de sus pastos; comieron juntos, risueños. Mi atencion se dirigió á otra parte, cuando de repente oí gritos de rábia del lado de Hémú y ví que éste atacaba á patadas á su huésped, quien sin duda se había demostrado demasiado caballero con mis yeguas y por consiguiente despertado los celos de Hémú. El colorado tuvo que ceder, entregándose á la fuga, seguido de su adversario, el que, á pesar de ser muy gordo y casi del tamaño de un frison, no cedía en nada al colorado (el mejor caballo del vecino). Noté que Hémú no permitía que el colorado saliese campo afuera, sino que le dirigía contra el rancho del vecino, lo que al fin consiguió, haciéndole parar cerca de la casa de su dueño, sin duda porque Hémú consideraba el trabajo como el mejor medio de quitarle los pensamientos en esposas ajenas.

Lise estaba ya adulta y me pareció bien que se casara. Como en la vecindad inmediata no había padrillo, pedí uno prestado á un Indio que vivía algo distante, un tordillo flaco y de poca fuerza, porque servía constantemente de caballo de silla. Curioso por ver cómo se portaría Lise con el padrillo, encerré ambas yeguas con él en el corral. Noté que Yegua comunicaba algo á su hija, lo que se revelaba en los cambios de la expresion de la cara y de los ojos, así como por sonidos poco perceptibles; al fin Lise se dirigió resueltamente al tordillo, que no demostró ningun interés, y le asestó una manotada en el lomo. Jamás había visto que un caballo hiciera tal uso de la mano, ni mucho menos levantarla á una altura tan grande. Como Lise era siempre como una oveja, sin duda este golpe no era agresivo, sino que tendía á excitar al padrillo; pero éste tenía miedo y no se movía. Despues quise ver lo que diría Hémú y lo busqué, bien asegurado, con bozal y cabestro.

Tan pronto como vió al tordillo encerrado con las yeguas, su cara se desfiguró por una ira tremenda; casi no pude retenerlo; hubiera querido pasar por entre los palos de las tranqueras del corral.

El padrillo quedó encerrado con las yeguas durante la noche. En una esquina del corral existía un chiquero de dos y medio metros en los costados. A la mañana siguiente encontré al padrillo en el chiquero, y las yeguas por delante, de guardia, una en cada costado, teniendo prisionero al tordillo, que se mostraba muy abatido. En seguida lo mandé á su dueño, y por otro lado á Lise tambien, para que anduviera con la tropilla de un amigo que tenía padrillo. Cuando ella volvió, Yegua, la madre, al olfatear á su hija, prorrumpió en demostraciones de gran alegría.

El caballo sirve al hombre como medio de locomocion para acortar las distancias. Y aun cuando reconocía la verdad de este aforismo, en realidad Hémú poco servicio me prestaba en tal sentido, porque aunque siempre salíamos á galope, él, que me conocía, no tardaba mucho en andar al paso. Distraído, no lo notaba tan pronto; cuando me daba cuenta de ello, otro galopito, pero como el ritmo de los pasos del caballo excitaba mi mente y me abismaba en un mar de pensamientos, Hémú podía caer del galope otra vez sin que lo notase y así siempre. Los vecinos se reían de mi andar á caballo. Para remediar esto, presté á Hémú á un amigo, quien me prometió corregirlo. Cuando despues de un mes volví á buscar á Hémú, éste había enflaquecido, y, de tan cansado, ni siquiera daba señales de conocerme. Quise ver cómo se reconocería con las yeguas. Lo llevé del cabestro. Hémú no miraba en rededor suyo; estaba muy triste, no buscaba sus yeguas. Cabizbajo, se dejó llevar devorando con los ojos los pastos primaverales, pero sin atreverse á comer. Muy cerca ya de las yeguas, Hémú levantó la cabeza, vió á sus amigas y lanzó un grito muy prolongado, parecido al silbido de una locomotora. Le dí su libertad, y él bajó en seguida la cabeza al suelo para comer. Las yeguas, para saludarlo, dieron dos vueltas alrededor de él; eso es costumbre entre los caballos. El así festejado, á la segunda vuelta y en el momento en que los cuerpos de los otros están paralelos al suyo, suele unirse á ellos, corren todavía una ó dos vueltas en círculo para alejarse despues como llevados por la fuerza centrífuga en línea recta; pero Hémú no estaba dispuesto á responder pa eso.

El comía, y en vano se aproximó Lise; él no hizo caso ella le acariciaba con los labios; él comía y no se dejó distraer ni por un momento: tenía hambre el pobre.

Hémú ya galopaba bien; pero no pasó ni una semana sin que anduviéramos como antes. La culpa no era de él.

Para ir al pueblito mas cercano tomaba siempre el mismo camino, que era bastante derecho. Al volver de noche, en la oscuridad, largaba las riendas, dejando en libertad á Hémú para elegir el camino. Así comprobé que él no seguía el camino por el cual yo iba, sino que tomaba en línea recta, sin hacer caso de los obstáculos que se le presentasen en el camino. Llegado á mi terreno, no pensaba en llevarme á la casa y ser desensillado; el pícaro se iba á buscar sus yeguas, lo que, en noches oscuras, me hacía perder mucho tiempo antes de encontrar mi casa.

Hablando de la inteligencia de los caballos, un amigo refirió lo siguiente: «Tengo un padrillo jóven y fuerte; aunque tiene veinte yeguas, él se va para pelear con otros padrillos y conquistar mas yeguas. Así, últimamente, venció al padrillo de mi vecino; lo corrió algunas leguas campo afuera, volviendo luego para apoderarse de las yeguas del vencido. Lo primero que hizo fué enseñar á éstas el lugar donde toman agua, es decir, en las tinas que están delante de mi casa; pero á mí no me convenía esto, porque habría tenido que tirar doble cantidad de agua, así es que lancé entre las yeguas una caja de lata llena de pedazos de fierro; asustadas aquellas, dispararon en todas direcciones. En vano el padrillo quiso juntarlas otra vez, pero al fin se convenció de lo infructuoso de su afan y volvió solo al rancho. Cansado, quedó allí parado, cabizbajo, triste; de repente levantó las orejas, relinchó y salió á la carrera: recordaba su propio harem, y olvidando despecho y cansancio, fué á buscarlo.»

Vendí mi terreno con los animales, y después de haber pasado algunos meses en la vecindad, me dispuse á abandonar el territorio. Los dueños actuales de Hémú me lo prestaron para ir algunas leguas mas abajo; pero el pobre no daba señal de reconocerme, estaba muy cansado, tenía maseta en una pata. Aquellos bárbaros habían arrastrado con él troncos de sauces verdes, de un peso tal, que, dos yuntas de bueyes habrían tenido trabajo en llevarlos. Despues de algunas horas de camino me despedí de él para no verlo más. ¡Pobre Hémú!

En resúmen de todo lo que antecede, réstame decir que mi opinion es que los caballos se entienden tambien entre ellos, como los hombres entre sí, y que ellos se pueden hacer comunicaciones bastante complicadas y hasta cierto grado abstractas; pero no me atrevo á afirmar que conozco todos los medios de que se sirven.

Parte, esto es seguro, se comunican por pantomimas ó gestos, como he relatado en diferentes casos. Uno de los gestos mas comunes es aquel con que un caballo dice al otro: no te quiero, véte, en un movimiento muy pronunciado con la cabeza, igual al que los hombres hacen en el mismo caso con la mano; caballos ajenos que se quieren unir á otros, son desde el principio por este medio excluídos de la sociedad de éstos, hasta que al fin uno de ellos se aproxima al nuevo compañero, hace amistad con él y le sirve de intermediario para con los otros, hasta que es considerado como miembro de la sociedad; pero no hay regla fija en esto, porque un animal, al primer dia, ya entra en amistad, mientras que otros, despues de meses enteros, todavía son rechazados. Cuando á una yegua no agrada el padrillo de su propia tropilla, entónces va á buscar en la vecindad otro que sea más de su gusto.

Fuera de las pantomimas y gestos, los caballos se comunican por aquellos sonidos ó articulaciones que les son naturales, como los de dolor, de rabia, de agrado, de cariño y de amor, de alegría, de miedo ó de susto y otros más. Reproducen todos estos sonidos, como creo, á voluntad, y con el fin expreso de dar á saber alguna cosa definida á otro caballo, por ejemplo, para decirse: «esto ó aquello es malo», indican con la cabeza el objeto y dejan oir aquellos sonidos ó voces que les son propios en momentos de ira, con la expresion correspondiente de la cara, ó para decir lo contrario, dejan oir voces de agrado, de cariño. El mejor ejemplo de esta clase y que mas arriba he señalado, es cómo Hémú me hacía saber cuando tenía sed.

Siendo los caballos muy nerviosos, no es improbable que se comuniquen entre sí tambien transmitiéndose el uno al otro ciertas sensaciones.

Verdad es que todas estas observaciones se pueden hacer en animales bien nutridos y sanos, que no estén estenuados por exceso de trabajo; y aquellos que tratan mal ó con dureza á un caballo no deben esperar que éste les comunique sus deseos.

La cara del caballo refleja con extremada claridad las sensaciones y emociones que experimenta; no sabe disimular bajo la máscara de la indiferencia ó de la hipocresía como el hombre.

El burro, al que comunmente se toma como tipo de pobreza de espíritu, no está menos dotado que el caballo. Cerca de Trieste ví una mujer montada en un burro; llevaba diferentes bolsas; una de éstas se abrió, y el contenido, porotos, se desparramó por el camino. La mujer prorrumpió en imprecaciones y lamentos, mientras juntaba los porotos, y el burro con las cuatro patas extendidas muy á sus anchas la miraba con regocijo maligno.

En una excursion á pié por la costa de Dalmacia, me encontré con un hombre montado en un burro, y que llevaba otro sin carga. Seguíamos el mismo camino y el ginete llamó al burro que iba por delante y le dijo: «mira, ese señor vá á pié, y tú no tienes carga, ofrécele tus servicios». Y el burro vino á mi lado, como si hubiera querido invitarme á que lo montase.