Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres/Tomo I/La facultad de comparación en los Monos
A principios de 1889, existía, adosado á la pared del Sur, de la Casa de Fieras del Jardin Zoológico primitivo, un pabellon de fierro, con tejido de alambre y techo de tabla cubierta de zinc, que mandé construir en 1888. Allí coloqué una numerosa familia de Monitos comunes, ó Caí, de la especie Cebus fatuellus, Erxl.
En otro pabellon, correspondiente á la pared del Norte estaban los Loros. Como de ésto hace apénas cinco años, la historia no es tan antigua, y medio Buenos Ayres puede recordar cómo se reunía la concurrencia en torno de aquel pabellon para observar los gestos, luchas y morisquetas de los Monitos, y las suertes de su agilidad prodigiosa en las argollas, trapecios y molinetes suspendidos de los barrotes de fierro superiores, que servían de llaves á la construccion.
Uno de ellos, macho adulto y muy inteligente, era, el patriarca de aquel manicomio. Jamás estaba quieto cuando alguien le observaba á sus sabiendas; pero nunca le ví hacer un movimiento que no fuera estudiado, ya sea para satisfacer alguna curiosidad, ya para castigar á algun congénere travieso, ó adquirir nueva fama como acróbata consumado. Era afecto á darse corte, á lucirse, y á mostrarse agradecido al público, que le estimulaba con aplausos, con carcajadas, y quizá con golosinas.
Alguna que otra vez, al pasar por su departamento, me detenía un instante á observarlo, y áun á recoger los comentarios que el público hacía á su respecto.—«Parece gente!» decían muchos al verlo.
En cierta ocasion, fué necesario dar una batida á las ratas que habían hecho cuevas en el suelo del departamento. Mientras un peon, con una manga de goma, las llenaba de agua, otros, con palos, las mataban al salir, y la variedad de movimientos produjo tal susto en la gente cebina, que todos los Monitos treparon á los barrotes de arriba. Ninguna rata quedó viva, y los peones, á medida que las mataban, hacían con ellas un monton. Cuando todo se calmó, el Mono que me ocupa se acercó á las ratas muertas, y agazapándose, y con mucha cautela, se apoderó de una jóven que miró, olió, palpó y rascó. Como aún conservaba restos de vida, Simon II llevó á un rincon, la colocó en el suelo, y despues le mordió el cráneo, sin duda para despenarla. Luego se sentó de tal modo que la ocultaba á la vista de los otros. En eso entró un peon con una pala, á fin de tapar las cuevas, y Simon, apoderándose de la ratita, la metió en una, y le echó tierra encima. Como esta cueva quedara así tapada, el peon no se ocupó de ella.
Observando que los otros Monitos estaban asustados, busqué algunas golosinas para distraerlos. Simon se acercó á recibir la suya y se la comió ántes que sus parientes, á los que quiso arrebatar lo que les quedaba; pero ellos huyeron, y él nada pudo conseguir. De pronto se detuvo, bajó, hizo unas morisquetas, y acercándose al sitio donde estaba la ratita escondida, empezó á gritar de un modo extraño. Los otros, como solicitados por esa voz de atencion, bajaron tambien, llevando sus golosinas en la boca ó en una mano. Simon entónces escarbó la tierra, extrajo la rata, la botó repetidas veces al aire, y luego echó á correr y á saltar llevándola de una parte á otra. Sus compañeros empezaron á perseguirlo para quitársela, y en las idas y venidas, alguno dejaba caer los restos de su golosina, que Simon se apresuraba á devorar, para seguir su carrera, pero observando siempre. Cuando ya nada quedaba, se detuvo, se sentó sobre una caja, los otros vinieron á rodearlo, y él les entregó la rata con indiferencia.
En aquel momento hubiera deseado saber cómo se ríen los Monos.
Naturalmente, los demás dieron una batalla por la interesante presa, hasta que al fin uno de ellos le comió los sesos y desdeñó el resto, que ninguno quiso.
Llamé á Simon y le di una nuez. La miró, le dió vueltas, la olió y empezó á golpearla sobre el suelo blando. Como ésto no diera resultado, trató de morderla; pero sin éxito. La golpeó entónces contra la pared y debió reconocer que eso era mas duro, porque al dar un golpe y apretarse un dedo, volvió á dar en el suelo. Siendo infructuoso su empeño, la empezó á sacudir contra un barrote de hierro, y probablemente observó algo en el sonido, porque pasaba alternativamente del hierro á la pared y vice versa. Despues de muchas vueltas, se acercó al sitio en que me hallaba y con voz lastimera, con su habitual súplica de uí, uí, uí, parecía pedirme consejo para llegará la codiciada carne de la nuez. Tomé entónces otra y la coloqué en el zócalo del jaulon, por fuera, de modo que él no la alcanzara. Con una piedra, empecé á golpearla de modo que no se rompiera de pronto, pero que él pudiese observar. Cuando la abrí, le regalé el contenido, muy de su agrado. Dejé la piedra en el zócalo y me retiré fuera de la baranda. Simon se desesperaba por hacerla pasar por debajo de la barra inferior; seguramente quería romper su nuez con ella. Despues de muchas vueltas, y revolviendo por todos lados, encontró un pedazo de ladrillo de máquina oculto entre la arena, y, desde ese momento, no paró hasta conseguir su objeto. Nunca he vuelto á oír la voz con que saludó su triunfo—un Eureka! de mono, pero Eureka!
Poco despues encontró una moneda de cobre de 2 centavos. Hizo lo mismo que con la nuez al principio.
Y aquí empiezan las comparaciones.
Que las diferencias de sonido, al golpear la moneda contra el zócalo y contra el hierro, llamaron su atencion, me parece seguro, porque, despues de mirarla un momento, recogió un pedazo de cáscara de aquella y golpeó alternativamente hierro y zócalo con la moneda y con la cáscara. Satisfecho de sus observaciones, bajo este punto de vista, se dedicó á estudiar y comparar la dureza. Mordió la cáscara y la rompió. Mordió la moneda y no consiguió nada. Se trepó por el tejido y mordió una tabla del techo hasta sacarle astillas, mordió los barrotes, volvió á morder la moneda, el ladrillo, la pared, mordió todo cuanto encontró á su alcance; pero la moneda era el objeto principal de sus mordiscos. De pronto se detuvo, la miró bien, y dando un salto recogió el ladrillo y empezó á golpearla, operacion á la que dedicó cerca de un cuarto de hora. En uno de esos movimientos parece que pudo distinguir en la moneda la cabeza de la República, porque empezó á hacer girar la suya en todas direcciones, como buscando una linda cara semejante, y luego se empeñó en arrancarla de su pequeño fondo plano con las uñas. Siendo estériles todos sus esfuerzos, volvió á sentarse como ántes en la caja, y cuando vinieron los otros monitos á rodearlo, él no se opuso á que se llevaran la moneda.
—«Vayan y muerdan!»—parecía decirles con sus ojitos vivarachos, mientras se rascaba la cola—«rómpanse los dientes, y cuando saquen de esa cabeza una cosa tan buena como la que yo saqué de la nuez, no se olviden de convidarme!»