Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
XVII


Ya piafaba en ella la jaquita negra llena de cascábeles y atalajada de correajes blancos. Elia apareció de jockey, como un muchacho, con la ancha blusa y la gorra de raso verde, encaracolada de tirabuzones la melena. Enviaba besos, saludaba a Rodrigo. Inmediatamente, sin haber cesado de hacer piruetas y reverencias, se acercó a Káiser, montó y, al son de la música, se emprendió un galope. Festejaba al público, a Rodrigo también, al pasar con la gorra en la mano, tan linda la muchacha, tan graciosa, que cautivaba a todo el mundo con su sonrisa dulce. En mitad del ruedo estallaba la larga fusta del director.

No tardó Rodrigo en observar que la jaca, sin embargo, se paraba después de cada trabajo, o galopaba más aprisa o más despacio, antes obedeciendo a la orquesta que al látigo. De rodillas vió repentinamente a Elia sobre el ancho lomo de Káiser a la carrera, mientras se sujetaba con las manos a las correas con asa que le servían para variar de posición. Menos mal; así era difícil una caída, con tal de que se cogiese bien... Pero como de repente vió que en uno de los vaivenes del cuerpo de Elia, que seguía los violentos impulsos del caballo, ella se arrojaba hasta tocar tierra con la punta de los pies, botando en seguida encima y repitiendo esto en dos vueltas a la pista, empezó a juzgar menos sencillo el ejercicio. Parado Káiser, Elia se volvía siempre a saludar a Rodrigo, hasta que arrancaba a un nuevo ritmo de la música. Rodrigo recordó el potro negro que mató a la madre de su amiguita en Lisboa.

Faltábale recorrer la escala entera de la admiración. Por algo se anunciaba a Elia como «asombrosa artista» en tan grandes letras como a la Barton. Aquella niña de once años ejecutaba todo lo que en esta clase de trabajos se había hecho hasta entonces por jockeys de veinte. Por eso, prescindiendo de nimiedades, viósela de pie sobre la jaca, azuzándola con ¡haps! ¡haps! de fingido espanto, mientras retenía la brida y parecía, encorvada, vacilar siguiendo los impulsos del galope; viósela erguirse después, los brazos hacia arriba, triunfante y flameando la gorra al recoger los aplausos.

Luego se dedicó a una tarea incomprensible para Rodrigo: agachábase, desabrochaba una correa y la lanzaba atrás en la carrera: se inclinaba y volvía a quitar otro arnés; y, en fin, abrazada al ancho cuello del animal, cuyos ojos combos llameaban, le despojó de los cascabeles y de la brida, dejándolo en pelo — para seguir ella encima en un pie, como amazona de los aires, mientras Káiser, alargando la cabeza, corría veloz con la nariz abierta y la crin tendida, al modo de un fugitivo salvaje de las pampas. Un salto mortal... otro... Y el público palmeteaba y enronquecía de vítores... hasta que al tercer salto quedó Elia, desde el caballo, en el centro de la pista, graciosa, sonriente...

La ovación era enorme. Rodrigo se ahogaba, mirando casi con ira de dolor a Elia, que le sonreía. Su alma protestaba de estos ejercicios vertiginosamente bárbaros, que parecían reservarle exclusivamente a ella.

¿Y no había terminado aún? ¿A qué nueva y mayor atrocidad iban a obligarla, puesto que aquélla había ido en una gradación hacia lo horrible?

Se trataba de un salto que desde la arena la quedara de pie sobre el caballo a escape. Siendo la artista tan pequeña, se necesitaba que Káiser corriera cuanto podía, a fin de que al tenderse e inclinarse en el círculo de la pista, se hiciese más accesible. Ya el aire loco de la orquesta y los latigazos del director le había lanzado, velocísimo, como una centella, en la lluvia de tierra que despedían los cascos. Elia, que comprendió sin duda la congoja de su amigo, procuró tranquilizarle con una sonrisa más dulce, ebria y segura de sí, con el halago incesante de los aplausos. Se perfiló con Káiser, corrió y se lanzó sobre él, dando un penetrante grito... Y el grito encontró inmediatamente un eco formidable y espantoso en el circo entero, que se levantó de horror: se había visto a Elia resbalar sobre la jaca... entre sus patas después, allí sacudida y pisoteada y lanzada al centro de la pista, exánime.

Fué un segundo. Káiser se paró dando botes, y el director y unos cuantos artistas se precipitaron hacia la niña...

Lloraba y pateaba Rodrigo, desesperado, en el tumulto del público. Lloraba mucha gente. Lloraban las señoras en las plateas... A través de las lágrimas, cuando, iniciada por la compasión una dispersión general. Petra, doña Luz y Josefina, recogida al paso, salían, vió todavía Rodrigo la gorrita verde de la niña a un lado, mientras que a ella la transportaba un grupo de gente — entre cuyos cuerpos descubríase, colgando, llena de sangre, la rubia cabecita.

— «¡Como su madre!» — pensó Rodrigo refregándose los ojos con el pañuelo después que hubo el grupo desaparecido en el interior... Sentíase cobarde para escapar a verla, a besar a la pobre amiguita suya.

— «¡Como su madre!»

Una noticia le llegó en la puerta. Una noticia que aumentó su aflicción y que le hizo llorar más por el miedo a que muriese:

— «¡Vivía miss Elia!»