Relación de un viaje al Río de la Plata/Capítulo 1
Relación de un viaje al Río de la Plata y de allí por tierra al Perú con observaciones sobre los habitantes, sean indios o españoles, las ciudades, el comercio, la fertilidad y las riquezas de esta parte de América
Relación del viaje
La inclinación que siempre tuve a viajar, me hizo abandonar siendo muy joven la casa de mi padre, y puedo asegurar que no me impulsaba tanto a ello la mera curiosidad de ver países extraños, cuanto la esperanza que abrigaba de adquirir conocimientos y desarrollar mi inteligencia, cosa que en el futuro podría serme provechoso no sólo en mis negocios particulares, sino también haciéndome más útil a mi Rey y a mi patria, el cual declaro fue el principal móvil de mi viaje. Fui primero a España, donde permanecí el tiempo suficiente para aprender el idioma, particularmente en Cádiz.
Dominábame el deseo de ir a las Indias Occidentales, posesión de los españoles; con frecuencia había oído hablar de la belleza y fertilidad del país y de las grandes riquezas que se extraían de él; pero ocurrió que tuve muchas dificultades para poner en práctica mi proyecto, porque es muy difícil para un extranjero trasladarse a aquellas regiones. Pero se presentó una oportunidad que favoreció mis designios y me dio ocasión de llevarlos adelante, de la siguiente manera.
En el año 1654, Oliverio Cromwell, a la sazón Protector de la Comunidad de Inglaterra, envió al Almirante Blake con una flota de buques de guerra hacia las costas de Algarve y Andalucía, a esperar los galeones españoles que vienen anualmente de las Indias. Habiendo sido advertidos de ello los españoles, resolvieron equipar una flota con toda rapidez para oponerse a los ingleses y frustrar sus designios. Con ese fin enviaron veintiocho buques de guerra y seis brulotes, bajo el mando de Don Pablo de Contreras, cuyo Vice-Almirante era el Almirante Castana a bordo de cuyo buque me hallaba.
Las dos escuadras se avistaron mutuamente cerca del Cabo San Vicente, donde permanecieron muchos días; mas los ingleses, dándose cuenta de que no obtendrían nada con ello, se retiraron hacia Lisboa y los españoles pusieron la proa hacia Cádiz, adonde todos los galeones llegaron felizmente a comienzos del año 1655, excepto el Vice-Almirante, quien se perdió en el Canal de Bahama, sobre las costas de la Florida.
Algún tiempo después de esto, por haber declarado los ingleses más abiertamente la guerra a los españoles con la toma de Jamaica, la navegación a las Indias Occidentales estuvo largo tiempo interrumpida por los cruceros de aquellos, que rondaban entre Cádiz y Sanlúcar, donde interceptaron varios buques que volvían de las Indias ricamente cargados, se apoderaron de uno de los mayores, quemaron otros dos y pusieron en fuga a los restantes; después fueron a las Canarias, donde quemaron la mayor parte de la flota que había llegado de Nueva España y esperaba órdenes de Madrid acerca de la ruta a tomar para escapar de las manos de los ingleses.
Mientras sucedían estas cosas, los holandeses, que trataron de sacar provecho de las dificultades en que se hallaba envuelta España, enviaron varios buques al Río de la Plata, cargados con mercaderías y negros, los cuales habían embarcado en Angola y el Congo. Habiendo llegado estos buques a dicho río y remontándolo hasta Buenos Aires, los habitantes de la plaza, que durante largo tiempo se habían visto desprovistos de las mercancías que estaban acostumbrados a recibir por los galeones españoles (a quienes los ingleses impedían hacer sus constantes viajes) y que por otra parte carecían de negros y otras cosas, trabajaron tanto al Gobernador, que, a cambio de un presente que obligaron a los holandeses a hacerle y satisfaciendo el pago de los derechos debidos al Rey de España, se les permitió desembarcar y comerciar allí.
Entretanto los ministros españoles, temiendo que la interrupción del comercio y la escasez de mercaderías europeas en aquellas regiones indujera a los habitantes a negociar con extranjeros, cosa que en interés de ellos está impedir cuanto pudiesen, creyeron conveniente otorgar licencia a varios de sus súbditos particulares para comerciar con las Indias por su propia cuenta y riesgo. Cierto caballero tomó una de dichas licencias y aparejó un buque en Cádiz, donde yo residía a la sazón; resolví embarcarme en él, y eso con la mejor buena voluntad, porque tiempo atrás tuve algunos negocios con dicho caballero. Muy amistosamente consintió en dejarme ir bajo su apellido, como sobrino suyo, para que pudiera yo ocultar mi calidad de extranjero, que, de saberse, hubiera impedido mi viaje, porque en España no permiten sino que los españoles nativos vayan en sus buques a las Indias.
Izamos velas a fines de diciembre de 1657, en un buque de cuatrocientas cincuenta toneladas, y en ciento cinco días llegamos a la desembocadura del Río de la Plata, donde nos encontramos con una fragata francesa, cuyo comandante era el Capitán Foran, y luchamos con ella durante algún tiempo. Nos libramos de la fragata y continuamos nuestra ruta hasta que llegamos frente a Buenos Aires, donde encontramos veinte buques holandeses y dos ingleses, cargados de regreso con cueros de toro, plata en láminas y lana de vicuña, que habían recibido en cambio de sus mercaderías. Pocos días después, tres de los buques holandeses, saliendo de la rada, se encontraron con el Capitán Foran y otra fragata denominada La Mareschale, comandada por el Caballero De Fontenay. Después de dura lucha, los holandeses abordaron y se apoderaron de La Mareschale, pasaron al filo de la espada a todos sus hombres y al caballero junto con los demás.
Este accidente alarmó a los de Buenos Aires e hizo que se pusieran en guardia, imaginándose que había una escuadra francesa que venía al río para realizar una intentona contra su país. Por lo tanto resolvieron mandar pedir auxilio al Conde Alba de Liste, Virrey de todas las posesiones españolas en la América del Sur y residente en Lima, en el Perú, quien hizo reclutar con mucha dificultad y alguna violencia un centenar de hombres, los cuales no fueron enviados hasta ocho o nueve meses después, bajo las órdenes de Don Sebastián Comacho.
Pero antes de seguir más adelante, es conveniente que anote mis observaciones acerca del Río de la Plata y los países a través de los cuales corre. En aquellas regiones es llamado el Paraguay, aunque más vulgarmente el Gran Paraná, probablemente porque el río Paraná desemboca en él arriba de la Villa de las Corrientes. Su boca (que se encuentra a los treinta y cinco grados de latitud sur de aquel lado de la línea ecuatorial) está entre el Cabo de Castillos y el Cabo de San Antonio, alrededor de ochenta leguas del uno y del otro. Aunque sea lo bastante profundo en todas partes, la ruta más común en él, y la más utilizada por los marinos, está del lado norte, desde Castillos hasta Montevideo, el cual está a medio camino de Buenos Aires, y a pesar de que hay un canal en el mismo lado norte desde Montevideo a Buenos Aires, cuya menor profundidad es de tres brazas, sin embargo, para mayor seguridad, cruzan frente a Montevideo hacia el Canal Sur, porque es más ancho y tiene tres brazas y media de agua en el lugar menos profundo. Todo el fondo es fangoso, hasta dos leguas de Buenos Aires, donde se halla un banco de arena; allí toman prácticos para que los conduzcan hasta un lugar llamado El Pozo, justamente frente a la ciudad, distante un cañonazo de la playa, adonde no pueden llegar más buques que los que tengan licencia del Rey de España; aquellos que no tengan semejante permiso, están obligados a anclar una legua más abajo. El río está lleno de peces, pero de todos ellos apenas hay siete u ocho clases que sean comestibles. Hay abundancia de esas ballenas llamadas Gibars y lobos marinos, que comúnmente paren sus cachorros en la playa, y cuya piel es adecuada para varios usos. Me contaron que cinco o seis años antes de que yo llegara allí, el río se quedó casi en seco durante algunos días, no conservando más agua que una poca en el canal central, y en realidad tan poca que la podían atravesar a caballo, como uno puede hacerlo en cualquiera de los ríos que desembocan en el de La Plata, en los cuales hay también muchísimas nutrias, con cuyas pieles se visten los salvajes.
La región del norte del Río de la Plata es de gran extensión, habitada tan sólo por salvajes, llamados charrúas. La mayor parte de las islitas diseminadas a lo largo del río y las playas, están cubiertas de bosques infestados de cerdos salvajes. Desde el cabo de Castillos arriba hasta el Río Negro, lo mismo que desde dicho cabo hasta San Pablo, limítrofe con el Brasil, las costas están deshabitadas, aunque el país, especialmente a lo largo del río, parece ser muy bueno, atravesado por arroyuelos que bajan de los cerros hasta las llanuras. Los españoles se establecieron allí al principio, pero después se trasladaron a Buenos Aires, a causa de las dificultades que presentaba el cruce del Gran Paraná para ir al Perú.
Desembarqué con frecuencia más allá del Río Negro, pero nunca me interné más de tres cuartos de legua hacia el interior. Se ven pocos salvajes, ya que tienen sus viviendas bastante lejos, hacia el interior. Aquellos con quienes me encontré eran bien formados, gastaban largos cabellos y muy escasa barba; no vestían más que una gran piel, formada de pequeños trozos unidos, que les colgaba desde el cuello hasta los talones, y un pedazo de cuero bajo los pies, atado con tiras a los tobillos. Como adorno usan en la cabeza una vincha de género, la cual les cubre la frente y les mantiene los cabellos hacia atrás. Las mujeres no tienen otro vestido que esas pieles, que se atan a la cintura, y se cubren la cabeza con una especie de sombrerito hecho de juncos de diversos colores.
Desde el Río Negro hasta Las Corrientes y el río Paraná, el país está bien poblado de toros y vacas; hay también muchísimos ciervos, cuyas pieles se venden por legítima piel de ante. Los salvajes de la región del Río Negro son los únicos, desde el mar hasta allí, que mantienen correspondencia con los de Buenos Aires, y los Caciques y Curacas, sus jefes, rinden homenaje al gobernador de la plaza, de la cual están sólo a veinte leguas. Una de las principales poblaciones españolas de esa banda es Las Siete Corrientes, situada cerca del punto donde se encuentran el Paraguay y el Paraná. Sobre el Paraná se hallan tres o cuatro aldeas, bastante alejadas unas de las otras y escasamente pobladas, aunque la región es muy apropiada para los viñedos y ya tiene plantados bastantes como para abastecer de vino a los pueblos vecinos. Los habitantes están bajo la jurisdicción de un gobernador residente en Asunción, que es la plaza más importante que tienen los españoles en aquel lugar, y se encuentra aguas arriba del río Paraguay, sobre la banda del norte. Es la ciudad metropolitana, sede de un Obispo; tiene varias iglesias y conventos muy limpios, y está bien poblada de habitantes, porque muchas gentes ociosas, tales como las que han dilapidado sus fortunas y ya no pueden vivir en España o en el Perú, se reúnen allí como en su último refugio. La tierra abunda en maíz, mijo, azúcar, tabaco, miel, ganados, madera de roble apropiada para construcciones navales, pinos para mástiles y particularmente en esa yerba llamada yerba del Paraguay, con la cual realizan un gran negocio en todas las Indias Occidentales. Esto obliga a los comerciantes de Chile y del Perú a mantener correspondencia con los del Paraguay, porque sin esa yerba (con la cual preparan una bebida refrescante, con agua y azúcar, que debe beberse tibia) los habitantes del Perú, salvajes y otros, especialmente los que trabajan en las minas, no podrían subsistir, porque el suelo está lleno de vetas minerales y los vapores que se desprenden los sofocarían y nada sino ese brebaje puede staurarlos, ya que los hace revivir y los devuelve a su antiguo vigor.
En esta ciudad de Asunción los indios nativos, lo mismo que los españoles, son muy corteses y obsequiosos con los extranjeros. Se entregan a los goces con muchísima libertad, aun con respecto a las mujeres, de suerte que, siéndoles necesario con frecuencia dormir al aire libre (a causa del excesivo calor) tienden sus mantas en las calles y pasan la noche allí acostados, hombres y mujeres juntos, sin que nadie se escandalice por ello. Teniendo abundancia de toda clase de cosas buenas para comer y beber, se entregan a los placeres y a la holganza, sin preocuparse de comerciar con el exterior, ni juntar dinero, el cual, por esta causa, es muy escaso entre ellos, contentándose con cambiar sus propios productos por otros que les son más necesarios o más útiles.
Más hacia el interior del país, es decir hacia el nacimiento del río Uruguay, existen muchos establecimientos de colonias, transplantadas allí por los misioneros jesuitas, quienes influyeron sobre los salvajes de aquellas regiones, que son naturalmente tratables, para que abandonaran sus bosques y montañas y se fueran a vivir juntos, en aldeas, en una comunidad civil, donde los instruyeron en la religión cristiana, enseñándoles mecánica, a tocar instrumentos musicales y otras artes convenientes a la vida humana. De suerte que los misioneros, que vinieron por un motivo religioso, se ven ampliamente recompensados por las ventajas temporales que pueden cosechar aquí. La noticia de que existían minas de oro en esta región no se pudo tener tan secreta que los españoles no tuvieran conocimiento de ella, y entre otros, Don Jacinto de Lariz, Gobernador de Buenos Aires, quien hacia el año 1653 recibió órdenes del Rey de España de ir a visitar esos establecimientos y examinar su riqueza. Al principio fue bien recibido, pero advirtiendo que empezaba a inspeccionar sus riquezas y buscar oro, tomaron las armas, obligándolo, a él y sus acompañantes, en número de cincuenta, a abandonar el país.
El Gobernador que le sucedió se informó más particularmente del asunto y para hacer mejor uso de sus conocimientos, entró en una estricta alianza con los jesuitas de su jurisdicción, quienes mantenían correspondencia con el resto de la fraternidad. Y habiendo recibido una considerable suma de los holandeses, para que los dejaran comerciar en Buenos Aires, convino con los jesuitas en que le proporcionaran cien mil coronas en oro en cambio de plata, por la mayor facilidad del transporte. Pero este mismo Gobernador fue arrestado por orden del Rey de España, por permitir el comercio de los holandeses con Buenos Aires, y se apoderaron de su oro, que le fue confiscado, oro que, una vez probado, resultó ser mucho más fino que el del Perú, y por estas y por otras circunstancias, descubrieron que procedía de las minas halladas por los jesuitas en estas regiones.
En la banda sur del Río de la Plata, desde el Cabo San Antonio hasta treinta leguas de Buenos Aires, la navegación es peligrosa, a causa de los bancos que hay en el camino; por lo tanto van siempre por la banda norte, como lo dije antes, hasta llegar a cierta altura; entonces cruzan a la banda sur, la cual es muy segura, especialmente cuando el viento sopla contra la corriente del río y lo hincha; porque cuando sopla el viento del oeste, del lado de tierra, bajan las aguas; sin embargo, cuando el agua está en su más bajo nivel, alcanza a tres brazadas y media de profundidad, tanto en el caudal del norte como en el del sur. Cuando entramos en el canal del sur, avistamos esas extensas llanuras que llegan hasta Buenos Aires y desde allí hasta el río Saladillo, a sesenta leguas antes de Córdoba, las cuales están tan pobladas de toda clase de ganados que a pesar de que multitud de animales se matan diariamente para aprovechar los cueros, no hay señal de su disminución.
Tan pronto como llegamos al Cabo de Buenos Aires dimos noticia de ello al Gobernador, quien entendiendo que teníamos la licencia del Rey de España para ir allí (sin la cual no nos hubiera podido permitir la entrada en la plaza, salvo que hubiera quebrantado sus órdenes) envió los oficiales del Rey a bordo para que visitaran nuestro buque, de acuerdo con la práctica; hecho lo cual, desembarcamos las mercaderías y las guardamos en un depósito alquilado por el tiempo de nuestra permanencia. Consistían principalmente en tela de hilo, particularmente de la fabricada en Rouen, que se vende muy bien en aquellos países; así también sedas, cintas, hilo, agujas, espadas, herraduras y otros artículos de hierro, herramientas de trabajo de todas clases, drogas, especias, medias de seda y lana, paños, sargas y otras mercaderías de lana y generalmente todo artículo destinado al vestido, lo cual, según estábamos informados, eran las mercaderías más propias para esas regiones.
Ahora bien, es costumbre que cada vez que un buque con licencia llega a Buenos Aires (es decir, que tiene comisión para ello del Rey de España), el Gobernador de la plaza o el Capitán del buque despache un mensajero al Perú, con las cartas de España, si es que hay alguna, y también para advertir a los comerciantes de su llegada, con lo cual algunos de ellos salen inmediatamente para Buenos Aires o bien envían órdenes a sus corresponsales para que compren las mercaderías que creen convenientes. Me tocó en suerte ser enviado para cumplir ambos encargos, porque junto con una gran cantidad de cartas que habíamos traído con nosotros había un paquete grande de su Católica Majestad para el Perú, guardado en un cajón de plomo, como suelen ir todos los despachos de la Corte Española para las Indias, con el objeto de que si el buque que los lleva estuviera en inminente peligro de caer en manos de los enemigos, puedan arrojarlo por encima de la borda y que se hunda. Este paquete fue confiado a mis cuidados: contenía muchas cartas para el Virrey del Perú y otros funcionarios principales de aquellas regiones, anunciándoles el nacimiento del Príncipe de España; llevaba también un inventario, certificado por los oficiales del Rey en Buenos Aires, de la mayor parte de nuestra carga, para hacerlo conocer a los comerciantes de Potosí. Estos daban crédito a las condiciones de las mercaderías, tales como estaban especificadas en el inventario, y así podían comprar lo que más les gustaba; pero los efectos no llegaban a su poder hasta siete u ocho meses después.