Recuerdos de provincia/La historia de mi madre


Siento una opresión de corazón al estampar los hechos de que voy a ocuparme. La madre es para el hombre la personificación de la providencia, es la tierra viviente a que se adhiere el corazón, como las raíces al suelo. Todos los que escriben de su familia hablan de su madre con ternura. San Agustín elogió tanto a la suya, que la Iglesia la puso a su lado en los altares; Lamartine ha dicho tanto de su madre en sus Confidencias , que la naturaleza humana se ha enriquecido con uno de los más bellos tipos de mujer que ha conocido la historia; mujer adorable por su fisonomía y dotada de un corazón que parece insondable abismo de bondad, de amor y de entusiasmo, sin dañar a las dotes de su inteligencia suprema que han engendrado el alma de Lamartine, aquel último vástago de la vieja sociedad aristocrática que se transforma bajo el ala materna para ser bien luego el ángel de paz que debía anunciar a la Europa inquieta el advenimiento de la república. Para los efectos del corazón no hay madre igual a aquella que nos ha cabido en suerte; pero cuando se han leído páginas como las de Lamartine, no todas las madres se prestan a dejar en un libro esculpida su imagen. La mía, empero, Dios lo sabe, es digna de los honores de la apoteosis, y no hubiera escrito estas páginas si no me diese para ello aliento el deseo de hacer en los últimos años de su trabajada vida, esta vinculación contra las injusticias de la suerte. ¡Pobre mi madre! En Nápoles, la noche que descendí del Vesubio, la fiebre de las emociones del día me daba pesadillas horribles, en lugar del sueño que mis agitados miembros reclamaban. Las llamaradas del volcán, la obscuridad del abismo que no debe ser obscuro, se mezclaban qué sé yo a qué absurdo de la imaginación aterrada, y al despertar de entre aquellos sueños que querían despedazarme, una idea sola quedaba tenaz, persistente como un hecho real: ¡mi madre había muerto! Escribí esa noche a mi familia, compré quince días después una misa de requiem en Roma, para que le cantasen en su honor las pensionistas de Santa Rosa, mis discípulas; e hice el voto y perseveré en él mientras estuve bajo la influencia de aquellas tristes ideas, de presentarme en mi patria un día, y decirle a Benavides, a Rosas, a todos mis verdugos: Vosotros también habéis tenido madre: vengo a honrar la memoria de la mía; haced, pues, un paréntesis a las brutalidades de vuestra política, no manchéis un acto de piedad filial. ¡Dejadme decir a todos quién era esta pobre mujer que ya no existe! ¡Y, vive Dios, que lo hubiera cumplido, como he cumplido tantos otros buenos propósitos, y he de cumplir aún mucho más que me tengo hechos!


Por fortuna, téngola aquí a mi lado, y ella me instruye de cosas de otros tiempos, ignoradas por mí, olvidadas de todos. ¡A los setenta y seis años de edad, mi madre ha atravesado la cordillera de los Andes para despedirse de su hijo, antes de descender a la tumba! Esto sólo bastaría a dar una idea de la energía moral de su carácter. Cada familia es un poema, ha dicho Lamartine, y el de la mía es triste, luminoso y útil, como aquellos lejanos faroles de papel de las aldeas que con su apagada luz enseñan, sin embargo, el camino a los que vagan por los campos. Mi madre en su avanzada edad conserva apenas rastros de una beldad severa y modesta. Su estatura elevada, sus formas acentuadas y huesosas, apareciendo muy marcados en su fisonomía los juanetes, señal de decisión y de energía, he aquí todo lo que de su exterior merece citarse, si no es su frente llena de desigualdades protuberantes, como es raro en su sexo. Sabía leer y escribir en su juventud, habiendo perdido por el desuso esta última facultad cuando era anciana. Su inteligencia es poco cultivada, o más bien destituida de todo ornato, si bien tan clara, que en una clase de gramática que yo hacía a mis hermanas, ella de sólo escuchar, mientras por la noche encarmenaba su vellón de lana, resolvía todas las dificultades que a sus hijas dejaban paradas, dando las definiciones de nombres y verbos, los tiempos, y más tarde los accidentes de la oración, con una sagacidad y exactitud raras. Aparte de esto, su alma, su conciencia, estaban educadas con una elevación que la más alta ciencia no podría por sí sola producir jamás. Yo he podido estudiar esta rara beldad moral viéndola obrar en circunstancias tan difíciles, tan reiteradas y diversas, sin desmentirse nunca, sin flaquear ni contemporizar, en circunstancias que para otros habrían santificado las concesiones hechas a la vida. Y aquí debo rastrear la genealogía de aquellas sublimes ideas morales que fueron la saludable atmósfera que respiró mi alma mientras se desenvolvía en el hogar doméstico. Yo creo firmemente en la transmisión de la aptitud moral por los órganos, creo en la inyección del espíritu de un hombre en el espíritu de otro por la palabra y el ejemplo. Jóvenes hay que no conocieron a sus padres, y ríen, accionan y gesticulan como ellos; los hombres perversos que dominan a los pueblos infestan la atmósfera con los hálitos de su alma; sus vicios y sus defectos se reproducen; pueblos hay que revelan en todos sus actos quiénes los gobiernan; y la moral de los pueblos cultos que, por los libros, los monumentos y la enseñanza, conservan las máximas de los grandes maestros, no habría llegado a ser tan perfecta si una partícula del espíritu de Jesucristo, por ejemplo, no se introdujera por la enseñanza y la predicación en cada uno de nosotros para mejorar la naturaleza moral.


Yo he querido saber, pues, quién había educado a mi madre, y de sus pláticas, sus citas y sus recuerdos, he sacado casi íntegra la historia de un hombre de Dios, cuya memoria vive en San Juan, cuya doctrina se perpetúa más o menos pura en el corazón de nuestras madres.


A fines del siglo XVIII ordenóse un clérigo sanjuanino, don José Castro, y desde sus primeros pasos en la carrera del sacerdocio mostró una consagración a su ministerio edificante, las virtudes de un santo ascético, las ideas de un filósofo, y la piedad de un cristiano de los más bellos tiempos. Era, además de sacerdote, médico, quizá para combinar los auxilios espirituales con los corporales, que a veces son más urgentes. Padecía de insomnios o los fingía en la edad más florida de la vida, y pasaba sus noches en el campanario de la Matriz sonando las horas para auxilio de los enfermos; y tan seguro debía estar de sus conocimientos en el arte de curar, que una vez, llamado a hacer los honores del entierro de un magnate, descubrió, como tenía de costumbre, el rostro del cadáver, y levantando la mano hizo señal de callar a los cantores, mandando en seguida deponer el cadáver en tierra al aire libre, y rezando en su breviario, hasta que, viendo señales de reaparecer la vida, nombrándole en alta y solemne voz por su nombre, "levántate —le dijo— que aún te quedan luengos años de vida", con grande estupefacción de los circunstantes y mayor confusión de los médicos que lo habían asistido, al ver incorporarse el supuesto cadáver, paseando miradas aterradas sobre el lúgubre aparato que lo rodeaba. Vestía don José Castro con desaliño, y tal era su abandono, que sus amigos cuidaban de introducirle ropa nueva, fingiendo que era el fruto de una restitución hecha por un penitente en el confesionario, u otras razones igualmente aceptables. Sus limosnas disipaban todas sus entradas; diezmos, primicias y derechos parroquiales eran distribuidos entre las personas menesterosas. Don José Castro predicaba los seis días de la semana; en Santa Ana los lunes, en los Desamparados los miércoles, en la Trinidad los jueves, en Santa Lucía los viernes, en San Juan de Dios los sábados, y en la Matriz los domingos.


Pero estas pláticas doctrinales, en que sucesivamente tenía por auditorio la población entera de la ciudad, tienen un carácter tal de filosofía, que me hacen sospechar que aquel santo varón conocía su siglo XVIII, su Rousseau, su Feijóo, y sus filósofos, tanto como el Evangelio.


En los pueblos españoles, más que en ningunos otros de los cristianos, han resistido a los consejos de la sana razón prácticas absurdas, cruentas y supersticiosas. Existían procesiones de santos y mojigangas que hacían sus muecas delante del Santísimo Sacramento; y penitentes aspados en Semana Santa, disciplinantes que se enrojecían los lomos con azotes despiadados; otros enfrenados que se pisaban las riendas al marchar en cuatro pies, y otras prácticas horribles que presentaban el último grado de degradación a que puede el hombre llegar. Don José Castro, apenas fue nombrado cura, descargó el látigo de la censura y de la prohibición sobre estas prácticas brutales, y depuró el culto de aquellas indignidades. Existían entonces en la creencia popular duendes, aparecidos, fantasmas, candelillas, brujos y otras creaciones de antiguas creencias religiosas, interpoladas en casi todas las naciones cristianas. El cura Castro las hizo desaparecer todas, perseguidas por el ridículo y la explicación paciente, científica, hecha desde la cátedra, de los fenómenos naturales que daban lugar a aquellos errores. Fajábanse los niños, como aún es la práctica en Italia y otros países de Europa, ricos en preocupaciones y tradiciones atrasadas. El cura Castro, acaso con el Emilio escondido bajo la sotana, enseñaba a las madres la manera de criar a los niños, las prácticas que eran nocivas a la salud, la manera de cuidar a los enfermos, las precauciones que debían guardar las embarazadas, y a los maridos en conversaciones particulares o en el confesionario, enseñaba los miramientos que con sus compañeras debían tener en situaciones especiales.


Su predicación se dividía en dos partes, la primera sobre los negocios de la vida, sobre las costumbres populares, y su crítica, hecha sin aquella grosería de improbación que es común en los predicadores ordinarios, obraba efectos de corrección tanto más seguros, cuanto que venían acompañados de un ridículo lleno de sal y de espiritualidad, a punto de ser general la risa en el templo, de reír él mismo hasta llenarse los ojos de lágrimas para añadir en seguida nuevos chistes que interrumpían la plática; hasta que el inmenso concurso atraído por los goces deliciosos de esta comedia, descargado el corazón de todo resabio de mal humor, tranquilizado el ánimo, el sacerdote decía, limpiándose el rostro: "Vamos, hijos, ya nos hemos reído bastante; prestadme ahora atención: POR LA SEÑAL DE LA SANTA CRUZ", etc.; y a continuación venía el texto del Evangelio del día, seguido de un torrente de luz plácida y serena, de comentarios morales, prácticos, fáciles, aplicables a las situaciones todas de la vida. ¡Ay! Y qué lástima es que aquel Sócrates, propagador en San Juan de los preceptos más puros de la moral evangélica, no haya dejado nada escrito sobre su interpretación del espíritu de nuestra religión, hallándose sólo en los recuerdos de las gentes de su época fragmentos e inconexos y que demandan perspicacia, estudio y discernimiento para darles forma de doctrina seguida. La religión de mi madre es la más genuina versión de las ideas religiosas de don José Castro, y a las prácticas de toda su vida apelaré para hacer comprender aquella reforma religiosa intentada en una provincia obscura, y donde se conserva en muchas almas privilegiadas. Alguna vez mis hermanitas solían decir a mi madre: —Recemos el rosario—, y ella les respondía: —Esta noche no tengo disposición, estoy fatigada—. Otra vez decía ella: —¡Recemos, niñitas, el rosario, que tengo tanta necesidad!—. Y convocando la familia entera, hacía coro a una plegaria llena de unción, de fervor, verdadera oración dirigida a Dios, emanación de lo más puro de su alma, que se derramaba en acción de gracias por los fortísimos favores que le dispensaba, porque fue siempre parca la munificencia divina con ella. Tiene mi madre pocas devociones, y las que guarda revelan las afinidades de su espíritu a ciertas alusiones, si puedo expresarme así, de su situación con la de los santos del Cielo. La Virgen de los Dolores es su madre de Dios; San José, el pobre carpintero, su santo patrón; y por incidencia Santo Domingo y San Vicente Ferrer, frailes dominicos, ligados por tanto a las afecciones de la familia por el orden de predicadores; Dios mismo ha sido en toda su angustiada vida el verdadero santo de su devoción, bajo la advocación de la Providencia. En este carácter, Dios ha entrado en todos los actos de aquella vida trabajada; ha estado presente todos los días, viéndola luchar con la indigencia, y cumplir con sus deberes. La Providencia la ha sacado de conflictos por manifestaciones visibles, auténticas para ella. Mil casos nos ha contado para edificarnos, en prueba de esta vigilancia de la Providencia sobre sus criaturas. Una vez que volvía de casa de una hermana suya más pobre que ella, desconsolada de no haber encontrado recursos para el hambre de un día, que había amanecido sin traer consigo su pan, halló sobre el puente de una acequia, en lugar aparente y visible, una peseta. ¿Quién la había conservado allí, si no es la Providencia? Otra vez sufrían ella y sus hijos los escozores del hambre, y a las doce del día abre con estrépito las puertas un peón trayendo un cuarto de res que le enviaba uno de sus hermanos, a quien no veía hacía un año. ¿Quién sino la Providencia había escogido aquel día aciago para traer a la memoria del hermano el recuerdo de su hermana? Y en mil conjeturas difíciles he visto esta fe profunda en la Providencia no desmentirse un solo momento, alejar la desesperación, atenuar las angustias, y dar a los sufrimientos y a la miseria el carácter augusto de una virtud santa, practicada con la resignación del mártir, que no protesta, que no se queja, esperando siempre, sintiéndose sostenida, apoyada, aprobada. No conozco alma más religiosa y, sin embargo, no vi entre las mujeres cristianas otra más desprendida de las prácticas del culto. Confiésase tres veces en el año, y frecuentara menos las iglesias si no necesitara el domingo cumplir con el precepto, el sábado ir a conversar con la Virgen, y el lunes encomendar a Dios las almas de sus parientes y amigos. El cura Castro aconsejaba a las madres no descuidar el decoro de su posición social, por salir a la calle para ir a misa; debiendo una familia presentarse siempre en público con aquel ornato y decencia que su rango exige; y este precepto practicábalo mi madre en sus días de escasez, con la modestia llena de dignidad que ha caracterizado siempre sus acciones.


Todas estas lecciones de tan profunda sabiduría eran parte diminuta de aquella simiente derramada por el santo varón, y fecundada por el sentido común y por el sentimiento moral que encontró en el corazón de mi madre.


Para mostrar una de las raras combinaciones de las ideas, añadiré que el cura Castro, cuando estalló la revolución en 1810, joven aún, liberal, instruido como era, se declaró abiertamente por el rey, abominando desde aquella cátedra que había sido su instrumento de enseñanza popular, contra la desobediencia al legítimo soberano, prediciendo guerras, desmoralización y desastres, que por desgracia el tiempo ha comprobado. Las autoridades patriotas tuvieron necesidad de imponer silencio a aquel poderoso contrarrevolucionario; la persecución se cebó en él; por su pertinacia fue desterrado a las Brucas, de triste recuerdo, y volvió de allí a pie hasta San Juan, herido de muerte por la enfermedad que terminó sus días. Sepultóse en Angaco, y allí, en la miseria, en la obscuridad, abandonado e ignorado de todos, murió besando alternativamente el crucifijo y el retrato de Fernando VII, el Deseado. Mostrómelo una vez mi madre, al pasar cerca de él por la casa de su refugio, y algunos años después, a fuer de muchacho que anda rodando por los lugares públicos, vi desenterrar su cadáver, enjunto, intacto, y hasta sus vestiduras sacerdotales casi inmaculadas. Reclamó una de sus hermanas el cadáver, y durante muchos años ha sido mostrado a las personas que obtenían tanta gracia, para contemplar todavía aquellas facciones plácidas, en cuya boca parece que un chiste se ha helado con el frío de la muerte, o que algún consejo útil a las madres, alguna receta infalible de un remedio casero, o bien una buena máxima cristiana, se han quedado encerrados en su pecho, por no obedecer ya su lengua ni sus labios endurecidos por la acción de la tumba, que ha respetado sus formas, como suele hacerlo con las de los cuerpos que han cobijado el alma de un santo. Recomiendo a mi tío, obispo de Cuyo, recoger esta reliquia y guardarla en lugar venerado, para que sus cenizas reciban reparación de los agravios que a su persona hicieron las fatales necesidades de los tiempos.


La posición social de mi madre estaba tristemente marcada por la menguada herencia que había alcanzado hasta ella. Don Cornelio Albarracín, poseedor de la mitad del valle de Zonda y de tropas de carretas y de mulas, dejó después de doce años de cama la pobreza para repartirse entre quince hijos, y algunos solares de terrenos despoblados. En 1801 doña Paula Albarracín, su hija, joven de veintitrés años, emprendía una obra superior, no tanto a las fuerzas, cuanto a la concepción de una niña soltera. Había habido el año anterior una grande escasez de anascote, género de mucho consumo para el hábito de las diversas órdenes religiosas, y del producto de sus tejidos había reunido mi madre una pequeña suma de dinero. Con ella y dos esclavos de sus tías Irarrazábales, echó los cimientos de la casa que debía ocupar en el mundo al formar una nueva familia. Como aquellos escasos materiales eran pocos para obra tan costosa, debajo de una de las higueras que había heredado en su sitio, estableció su telar, y desde allí, yendo y viniendo la lanzadera, asistía a los peones y maestros que edificaban la casita, y el sábado, venida la tela hecha en la semana, pagaba a los artífices con el fruto de su trabajo. En aquellos tiempos, una mujer industriosa, y lo eran todas, aun aquellas nacidas y criadas en la opulencia, podía contar consigo misma para subvenir a sus necesidades. El comercio no había avanzado sus facturas hasta lo interior de las tierras de América, ni la fabricación europea había abaratado tanto la producción como hoy. Valía entonces la vara de lienzos crudos hechizos ocho reales los de primera calidad, cinco los ordinarios, cuatro reales la vara de anascote dando el hilo. Tejía mi madre doce varas por semana, que era el corte de hábito de un fraile, y recibía seis pesos el sábado, no sin trasnochar un poco para llenar las canillas de hilo que debía desocupar al día siguiente.


Las industrias manuales poseídas por mi madre son tantas y tan variadas, que su enumeración fatigaría la memoria con nombres que hoy no tienen ya significado. Hacía de seda suspensores; pañuelos de mano de lana de vicuña para mandar de obsequio a España a algunos curiosos; y corbatas y ponchos de aquella misma lana suavísima. A estas fabricaciones de telas, se añadían añajados para albas, fundas, miñaques, mallas, y una multitud de labores de hilo que se empleaban en el ornamento de las mujeres y de los paños sagrados. El punto de calceta en todas sus variedades y el arte difícil de teñir, poseyólo mi madre a tal punto de perfección, que en estos últimos tiempos se la consultaba sobre los medios de cambiar un paño grana en azul, o de producir cualquiera de los medios tintes obscuros del gusto europeo, desempeñándose con tan certera práctica como la del pintor que, tomando de su paleta a la ventura colores primitivos, produce una media tinta igual a la que muestra el modelo. La reputación de omnisciencia industrial la ha conservado mi familia hasta mis días y el hábito del trabajo manual es en mi madre parte integrante de su existencia. En 1842, en Aconcagua, la oímos exclamar: —¡Esta vez es la primera de mi vida que me estoy mano sobre mano!—. Y a los setenta y seis años de su edad es preciso, para que no caiga en el marasmo, inventarle quehaceres al alcance de su fatigada vista, no excluyéndose de entre ellos labores curiosas de mano de que hace aún adornos para enaguas y otras superfluidades. Con estos elementos, la noble obrera se asoció en matrimonio, a poco de terminada su casa, con don José Clemente Sarmiento, mi padre, joven apuesto, de una familia que también decaía como la suya, y le trajo en dote la cadena de privaciones y miserias en que pasó largos años de su vida. Era mi padre un hombre dotado de mil cualidades buenas, que desmejoraban otras, que, sin ser malas, obraban en sentido opuesto. Como mi madre, había sido educado en los rudos trabajos de la época: peón en la hacienda paterna de La Bebida , arriero en la tropa, lindo de cara y con una irresistible pasión por los placeres de la juventud, carecía de aquella constancia maquinal que funda las fortunas, y tenía, con las nuevas ideas venidas con la revolución, un odio invencible y rudo en que se había creado. Oyóle decir una vez el presbítero Torres, hablando de mí: —¡Oh, no! ¡Mi hijo no tomará jamás en sus manos una azada!— Y la educación que me daba, mostraba que era ésta una idea fija nacida de resabios profundos de su espíritu. En el seno de la pobreza, criéme hidalgo, y mis manos no hicieron otra fuerza que la que requerían mis juegos y pasatiempos. Tenía mi padre encogida una mano por un callo que había adquirido en el trabajo; la revolución de la independencia sobrevino, y su imaginación, fácil de ceder a la excitación del entusiasmo, le hizo malograr en servicios prestados a la patria, las pequeñas adquisiciones que iba haciendo. Una vez, en 1812, había visto en Tucumán las miserias del ejército de Belgrano, y de regreso a San Juan, emprendió una colecta en favor de la madre patria, según la llamaba, que llegó a ser cuantiosa, y por sugestión de los godos, fue denunciada a la municipalidad como un acto de expoliación. La autoridad, habiéndose enterado del asunto, quedó de tal manera satisfecha, que él mismo fue encargado de llevar personalmente al ejército su patriótica ofrenda, quedándole desde entonces el sobrenombre de Madre Patria, que en su vejez fue origen en Chile de una calumnia con el objeto de deslucir a su hijo. En 1817 acompañó a San Martín a Chile, empleado como oficial de milicias en el servicio mecánico del ejército, y desde el campo de batalla de Chacabuco fue despachado a San Juan llevando la plausible noticia del triunfo de los patriotas. San Martín lo recordaba muy particularmente en 1847 y holgóse de saber que era yo su hijo.


Con estos antecedentes, mi padre pasó toda su vida en comienzos de especulaciones, cuyos proyectos se disipaban en momentos mal aconsejados; trabajaba con tesón y caía en el desaliento; volvía a ensayar sus fuerzas, y se estrellaba contra algún desencanto, disipando su energía en viajes largos a otras provincias, hasta que llegado yo a la virilidad, siguió desde entonces en los campamentos, en el destierro o las emigraciones la suerte de su hijo, como un ángel de guarda para apartar, si era posible, los peligros que podían amenazarle.


Por aquella mala suerte de mi padre y falta de plan seguido en sus acciones, el sostén de la familia recayó desde los principios del matrimonio sobre los hombros de mi madre, concurriendo mi padre solamente en las épocas de trabajo fructuoso con accidentales auxilios; y bajo la presión de la necesidad en que nos criamos, vi lucir aquella ecuanimidad de espíritu de la pobre mujer, aquella confianza en la Providencia, que era sólo el último recurso de su alma enérgica contra el desaliento y la desesperación. Sobrevenían inviernos que ya el otoño presagiaba amenazadores por la escasa provisión de menestras y frutas secas que encerraba la despensa, y aquel piloto de la desmantelada nave se apresta con solemne tranquilidad a hacer frente a la borrasca. Llegaba el día de la destitución de todo recurso, y su alma se endurecía por la resignación, por el trabajo asiduo, contra aquella prueba. Tenía parientes ricos, los curas de dos parroquias eran sus hermanos, y estos hermanos ignoraban sus angustias. Habría sido derogar a la santidad de la pobreza combatido por el trabajo, mitigarla por la intervención ajena; habría sido para ella pedir cuartel en estos combates a muerte con su mala estrella. La fiesta de San Pedro fue siempre acompañada de un espléndido banquete que daba el cura, nuestro tío; y sábese el derecho y el deseo de los niños de la familia a hacer parte de la estrepitosa fiesta. No pocas veces el cura preguntaba: —¿Y Domingo, que no lo veo? ¿Y la Paula?...—, y hasta hoy sospechaba que esta dolorosa ausencia era ordenada e hija de un plan de conducta de parte de mi madre. Tuvo mi madre una amiga de infancia de quien la separó la muerte a la edad de 60 años, doña Francisca Venegas, última de este apellido en San Juan, y descendiente de las familias de conquistadores, según veo en el interrogatorio de Mallea. Una circunstancia singular revelaría sin eso la antigüedad de aquella familia que, establecida en los suburbios, conservaba peculiaridades del idioma antiguo. Decían ella y sus hijas, cogeldo , tomaldo , truje , ansina , y otros vocablos que pertenecen al siglo XVII y para el vulgo prestaban asidero a la crítica. Visitábanse ambas amigas, consagrando un día entero a la delicia de confundir sus familias en una, uniendo a las niñas de una y otra la misma amistad. Poseía cuantiosos bienes de fortuna doña Francisca, y el día que mi madre iba a pasarlo con ella, su criada pasaba a la cocina a disponer todas las provisiones de boca que debían consumir en el día, sin que la protesta de veinte años contra esta práctica de mi madre, hubiese alterado jamás en lo más mínimo su firme e inalterable propósito de que, al placer inefable de ver a su amiga se mezclase la sospecha de salvar así por un día siquiera el rudo deber de sostener a sus hijos, y doblar la frente ante las desigualdades de la fortuna. Así se ha practicado en el humilde hogar de la familia de que formé parte la noble virtud de la pobreza. Cuando don Pedro Godoy, extraviado por pasiones ajenas, quiso deshonrarme, tuvo la nobleza de apartar a mi familia del alcance de sus dardos emponzoñados, porque la fama de aquellas virtudes austeras había llegado hasta él, y se lo agradezco. Cuando yo respondía que me había criado en una situación vecina de la indigencia, el presidente de la República, en su interés por mí, deploraba estas confesiones desdorosas a los ojos del vulgo. ¡Pobres hombres los favorecidos de la fortuna, que no conciben que la pobreza a la antigua, la pobreza del patricio romano, puede ser llevada como el manto de los Cincinatos, de los Arístides, cuando el sentimiento moral ha dado a sus pliegues la dignidad augusta de una desventaja sufrida sin mengua! Que se pregunten las veces que vieron al hijo de tanta pobreza acercarse a sus puertas sin ser debidamente solicitado, en debida forma invitado, y comprenderán entonces los resultados imperecederos de aquella escuela de su madre, en donde la escasez era un acaso y no una deshonra. En 1848 encontréme por accidente en una casa con el presidente Bulnes, y después de algunos momentos de conversación, al despedirnos, díjele maquinalmente: —Tengo el honor de conocer a Su Excelencia—; disparate impremeditado que llamó su atención, y que bien mirada no carecía de propósito, puesto que en ocho años era la segunda vez que estaba yo en su presencia. ¡Bienaventurados los pobres que tal madre han tenido!