Recuerdos de provincia/El Obispo de Cuyo


José Manuel Eufrasio de Quiroga Sarmiento, hijo de doña Isabel Funes y de don Ignacio Sarmiento, hoy obispo de Cuyo, rayando en los setenta y tres años, es uno de los caracteres más modestos que pueden ofrecerse a la consideración de los hombres. A mediados del siglo pasado el apellido Sarmiento se extingue en San Juan por la línea masculina. Entonces los hijos de una señora doña Mercedes Sarmiento y de un Quiroga, toman el apellido de la madre, tradición que perpetúa el actual obispo de Cuyo, apellidándose de Quiroga Sarmiento. En 1650 encuéntrase, en los archivos, registrado el nombre de una señora, doña Tránsito Sarmiento; de ahí para adelante se me pierde la traza de la familia, y los más laudables esfuerzos de mi parte no han alcanzado a ligarla al adelantado Sarmiento, fundador de la colonia de Magallanes, de aciaga memoria, no obstante haber tradición de que los Sarmientos de San Juan eran vizcaínos como aquél. Habría saltado de contento de haber podido referir a tan noble origen mis esfuerzos por repoblar el estrecho. Entonces reclamaría como propiedad de familia aquel imponente pico llamado monte Sarmiento, que alza su majestuosa frente en la punta de la América del Sur, contemplando ambos mares desolados por las tormentas del Cabo, y engalanado de cascadas sublimes que se despeinan al mar desde sus cimas. Pero, debo decirlo en conciencia, no me considero con títulos suficientemente claros para tan altas y polares pretensiones.


El obispo Sarmiento es simplemente un viejo soldado de la Iglesia, que ha hecho centinela durante medio siglo a la puerta de la casa del Señor, sin que los trastornos de que ha sido testigo lo hayan distraído un momento de sus tareas evangélicas. Clérigo, sota-cura, vicario sufragáneo, cura rector, deán y obispo de aquella iglesia matriz y después catedral de San Juan, él, ha sido el administrador solícito en la conservación del templo, el ejecutor pasivo de los progresos obrados por otros más osados. Su vida pública se liga sólo a las grandes calamidades que han pesado sobre San Juan; entonces el cura es el representante nato del pueblo, la Iglesia el refugio de los perseguidos, y el obispo el paño de lágrimas de los que padecen. Cuando el número 1 de cazadores de los Andes se sublevaba, cuando Carrera invadía con su espantable montonera, cuando Quiroga erizaba la plaza de banquillos, en todos los días de conflicto, la casa del cura o del obispo era el campo neutro en que perseguidores y perseguidos, verdugos y víctimas, podían verse sin temor y sin saña. He aquí toda la historia política de este hombre, miembro y jefe de todas las comisiones enviadas por el pueblo delante de todos los opresores, a pedir gracia por las familias; gobernador de la ciudad en los días de acefalía, a la mañana siguiente de una derrota, la víspera de la entrada del enemigo, en aquellas tristes horas en que la luz del sol parece opaca, y se aguza instintivamente el oído para escuchar rumores que se espera oír a cada momento, cuyo ruido de armas, como tropeles de caballos, como puertas que despedazan, como alaridos de madres que ven matar a sus hijos.


Y, sin embargo, del modesto papel de este tímido siervo hay en San Juan una historia escrita en caracteres indelebles, la única que sobrevive a las vicisitudes de la opinión, más destructoras que las del tiempo mismo. Lo que hoy es catedral de San Juan fue antes el templo de la Compañía de Jesús, hermoso edificio de arquitectura clásica, correctísima en el interior, si bien su frontis, terminado más tarde, es menos severo, aunque gracioso. Todos los antiguos templos de San Juan han desaparecido uno a uno, desmoronados por la incuria, desiertos por la muerte natural de las órdenes religiosas que atraían a los fieles a frecuentarlos con sus novenas, maitines y solemnidades. La construcción civil y religiosa ha tenido un día en San Juan en que ha hecho alto, para que comenzase desde entonces la destrucción rápida que la barbarie de los que gobiernan obra por todas partes. La pirámide de Jofré fue la última obra pública acabada; las casas consistoriales construidas en 1823, en la esquina de la plaza y a punto de terminarse, son hoy un hediondo montón de ruinas, guarida de sabandijas; y archivos públicos, imprenta, hospitales, escuela de la patria, alamedas, todo ha sucumbido en veinte años, todo ha sido destruido, robado, aniquilado. En medio de esta disolución universal, de aquel destrozo de todo cuanto es de la incumbencia de la autoridad pública conservar y mejorar, grande esfuerzo habría sido resistir al mal espíritu dominante; pero es muestra sublime de consagración la de aquella autoridad que ella sola adelanta, mientras las obras dejan destruir o impulsan la destrucción; y éste es el raro mérito del doctor José Manuel Eufrasio de Quiroga Sarmiento, ya sea que se le haya apellidado cura, deán u obispo de la iglesia encargada a su cuidado. En 1824 emprendió estucar el hermoso frontis y levantar la segunda torre, que había quedado sin terminar. En 1826 encomendó a don Juan Espada, herrero y armero español de extraordinario mérito, la construcción de una gran puerta de hierro forjado para el bautisterio, que es una obra de arte y la única que puede ostentar San Juan. En 1830 habilitó, parapetándolas de balaustradas, las tribunas que los jesuitas habían preparado entre los claros de las columnas toscanas que embellecen de distancia en distancia los lienzos de las murallas del templo, y que en las grandes solemnidades dan, cuando llenas de gente, graciosa animación al espectáculo. En el entretanto reunía una colección exquisita de ornamentos bordados de realce, como pocas catedrales pueden ostentar hoy en América, figurando entre ellos los ternos de un fausto cardenal de Roma, que se hizo procurar. Las columnas han sido revestidas de colgaduras en 1847, y artistas italianos fueron llamados de Buenos Aires no ha mucho, para renovar o completar el dorado de los altares, que son de una construcción elegantísima y la catedral hoy en su ornato, belleza y frescura se muestra como el único oasis de civilización y de progreso, en aquella malhadado provincia, que desciende a pasos rápidos a aldea indigna de ser habitada por hombres cultos.


Dícese que el anciano obispo ha testado ya en favor de su iglesia, como aquellos navegantes que han envejecido mandando su buque y hacen al casco su legatario universal; y a punto estoy de perdonarle ésta, que parecería extraviada, caridad con la compañera de su vida, el instrumento de su elevación y el objeto de sus desvelos durante medio siglo de existencia. Es preciso que en la sociedad haya virtudes de todo género, y no hay que exigirle, aunque nos dañe, al que ejerce una especial, que atienda a un tiempo a todas las otras. El antes cura Sarmiento ha confesado cuatro horas al día durante cuarenta años; cantando la misa del Sacramento todos los jueves; predicando todos los domingos, no obstante su tartamudeo, a veces invencible; diversificando este trabajo diario, uniforme como el de un reloj, con la conmemoración de las Animas , el Corpus , la Semana Santa y las funciones de San Juan Bautista, patrono de la ciudad, y la solemne de San Pedro, con su correspondiente banquete dado a los magnates del vecindario; y como si estas tareas no fuesen bastante a desobligar su celo, a la Escuela de Cristo instituida por él, añadió después la salve , cantada los sábados, tierna devoción que dejaron huérfana los frailes dominicos, cuando se desbandaron después de la destrucción del templo, y que él recogió y trajo a su casa para honrarla. Otro tanto hizo con la vía sacra , que se celebraba en la iglesia de Santa Ana, y que hubo de interrumpirse por la ruina de aquel edificio.


Comenzó a enseñarme a leer mi tío a la edad de cuatro años; fui su monaguillo durante mi infancia, y en los últimos años de mi residencia en San Juan su sobrino predilecto, atributo que conservo, sin duda, hasta hoy, si no es que el pobre viejo, sobre cuyos nervios obra tan fácilmente el miedo, no se lastimara de verme expuesto a quedar un día en las astas del toro, como les ha sucedido a tantos otros que han pagado caro tener un alma más bien puesta que la del afortunado tirano que me fuerza a contar todas estas cosas. El obispado que su antecesor el Ilmo. Oro había creado, no ha ganado mucho; durante la administración del segundo obispo de Cuyo. La sublevación contra las disposiciones de la Santa Sede obrada en 1839, por el doctor don Ignacio de Castro Barros, continúa hasta hoy. Las provincias de Mendoza y San Luis no reconocen circunscripción alguna en el mapa de la geografía católica. Separadas por el Papa de la diócesis de Córdoba, no han querido reconocer como cabeza de la Iglesia al obispo de Cuyo. Alienta y santifica estas querellas, el espíritu de aldea que hace cuestión de amor propio provincial pertenecer a la jurisdicción de Córdoba con preferencia a la de San Juan; y tal es la subversión de las ideas, que personas timoratas y aun el clero, viven en paz con su conciencia en aquel estado de cisma y acefalía que no tiene razón que pueda justificar. Este asunto ha sido una fuente inagotable de pesares y de disgustos que han agriado la vida del anciano obispo. Debido a estos pueriles disentimientos, el obispado, que tantos bienes preparaba, ha sido una manzana de discordia echada en aquellos pueblos. Tengo entendido que entre las bulas del obispo hay una general y como inherente a la fundación del obispado, para celebrar matrimonios mixtos, en cambio de una prohibición de no permitir libertad de cultos, prohibición que viola el tratado con Inglaterra, como lo hizo notar Rosas al gobernador de San Juan. El ilustrísimo Oro, fundador del obispado, manifestó en 1821 al canónigo don Julián Navarro, de la catedral de Santiago, de cuya boca lo he obtenido, su firme creencia de que la Iglesia no podía oponerse a las leyes civiles que asegurasen el libre ejercicio de su culto a los cristianos disidentes; habiéndole suministrado datos y razones en qué fundar el escrito titulado: El sacerdote Cristófilo. Doctrina moral cristiana sobre los funerales de los protestantes , que dicho canónigo dio a luz en defensa de un decreto de O'Higgins que permitía establecer en Santiago y Valparaíso cementerios para protestantes, y contra cuya medida habían elevado una representación treinta y nueve sacerdotes de Santiago, empeñados, en su celo extraviado, en negar sepultura a los hombres que no habían nacido católicos y tuviesen la desgracia de morir en Chile. Recuerdo estos antecedentes, porque no ha mucho se ha negado en San Juan dispensa al único extranjero protestante que la ha solicitado para contraer matrimonio con una señorita de Mendoza, sin abandonar su culto; y aunque este acto esté muy en los instintos de exclusión que nos han legado nuestros padres, no es menos funesto para la población de aquellos países, y establecimiento en ellos de europeos industriosos, morales e inteligentes. El señor Cienfuegos, obispo más tarde de Concepción, dio en caso semejante en 1818, por causal de la dispensa, la escasez de población; y ésta será siempre una razón que militará en su abono en los pueblos americanos.