El 19 de noviembre de 1840, al pasar desterrado por los baños de Zonda, con la mano y el brazo que habían llenado de cardenales el día anterior, escribí bajo un escudo de armas de la república: On ne tue point les idées , y tres meses después, en la prensa de Chile, hablando a nombre de los antiguos patriotas: "Toda la América está sembrada de los gloriosos campeones de Chacabuco. Unos han sucumbido en el cadalso; el destierro o el extrañamiento de la patria han alejado a los otros, la miseria degrada a muchos, el crimen ha manchado las bellas páginas de la historia de algunos; tal sale de su largo reposo (aludía a Crámer ) y sucumbe por salvar la patria de un tirano horroroso; y cual otro ( Lavalle ) lucha casi sin fruto contra el colosal poder de un suspicaz déspota que ha jurado exterminio a todo soldado de la guerra de la independencia, porque él no oyó nunca silbar las balas españolas, porque su nombre obscuro, su nombre de ayer, no está asociado a los inmortales nombres de los que se ilustraron en Chacabuco, Tucumán, Maipo, Callao, Talcahuano, Junín y Ayacucho".


Los que han recibido una educación ordenada, asistido a las aulas, rendido exámenes, sentídose fuertes por la adquisición de diplomas de capacidad, no pueden juzgar de las emociones de novedad, de pavor, de esperanza y de miedo que me agitaban al lanzar mi primer escrito en la prensa de Chile. Si me hubiese preguntado a mí mismo entonces si sabía algo de política, de literatura, de economía y de crítica, habríame respondido francamente que no, y como el caminante solitario que se acerca a una grande ciudad ve sólo de lejos las cúpulas, pináculos y torres de los edificios excelsos, yo no veía público ante mí, sino nombres como el de Bello, Oro, Olañeta, colegios, cámaras, foro, como otros tantos centros de saber y de criterio. Mi obscuridad, mi aislamiento, me anonadaban menos que la novedad del teatro, y esta masa enorme de hombres desconocidos que se me presentaban a la imaginación cual si estuvieran todos esperando que yo hablase para juzgarme. Bajo el aguijón de la duda, como el dramatista novel, aguardé la llegada de El Mercurio del 11 de febrero de 1841. Un solo amigo estaba en el secreto; yo permanecía en casa escondido de miedo. A las once trájome buenas noticias: mi artículo había sido aplaudido por los argentinos; esto era ya algo. A la tarde se hablaba de él en los corrillos, a la noche en el teatro; al día siguiente supe que don Andrés Bello y Egaña lo habían leído juntos, hallándolo bueno. ¡Dios sea loado!, me decía a mí mismo; estoy ya a salvo. Atrevíme a presentarme en casa de un conocido, y a poco de estar allí entra un individuo: —Y bien —le dice—, ¿qué dice usted del artículo? Argentino no es el autor, porque hay hasta provincialismos españoles—. Yo me atrevía a observar, tomando parte en la conversación, con timidez que podía creerse mal disimulada envidia, que no era malo, sin embargo de ciertos pasajes en que el interés se debilitaba. Rebatióme con indignación académica mi interlocutor, que, según supe después, era un señor don Rafael Minvielle, y por cortesanía tuve yo que asentir al fin en que el artículo era irreprochable de estilo, castizo en el lenguaje, brillante de imágenes, nutrido de ideas sanas revestidas con el barniz suave del sentimiento. Esta es una de las veces que me he dejado batir por Minvielle. El éxito fue completo y mi dicha inefable, igual sólo a la de aquellos escritores franceses que, desde la desmantelada guardilla del quinto piso, arrojan un libro a la calle y recogen en cambio un nombre en el mundo literario y una fortuna. Si la situación no era igual, las emociones fueron las mismas. Yo era escritor por aclamación de Bello, Egaña, Olañeta, Orjera, Minvielle, jueces considerados competentes. ¡Cuántas vocaciones erradas había ensayado antes de encontrar aquella que tenía afinidad química, diré así, con mi presencia!


En 1841 se batían como hoy los partidos chilenos en víspera de las elecciones; como hoy y con más razón, se presentaba al gobierno como un tirano, como el único obstáculo para el progreso del país. Yo salía de aquel infierno de la República Argentina; frescas estaban aún las amorataduras que el despotismo me había hecho al echarme garra. Con mi educación libre, con mis treinta años llenos de virilidad, las ideas liberales debían ser un hechizo, cualquiera que fuere el que las pronunciara. El partido pipiolo me envió una comisión para inducirme a que tomase en la prensa la defensa de sus intereses, y, para asegurar el éxito, el general Las Heras fue también intermediario. Pedí ocho días para responder, y en esos ocho días medité mucho, estudié a ojo de pájaro los partidos de Chile y saqué en limpio una verdad que confirmaron las elecciones de 1841, saber: que el antiguo partido pipiolo no tenía elementos de triunfo, que era una tradición y no un hecho que entre su pasada existencia y el momento presente, mediaba una generación para representar los nuevos intereses del país. Pasados los ocho días reuní a varios argentinos cuya opinión respetaba, entre ellos a Oro, y haciéndoles larga exposición de mi manera de mirar la cuestión, les pedía su parecer. En cuanto a mi carácter de argentino había otras consideraciones de más peso que tener presente. Estábamos acusados por el tirano de nuestra patria de perturbadores sediciosos y anarquistas, y en Chile podían tomarnos por tales, viéndonos en oposición, siempre a los gobiernos. Necesitábamos, por el contrario, probar a la América que no era utopía lo que nos hacía sufrir la persecución y que, dada la imperfección de los gobiernos americanos, estábamos dispuestos a aceptarlos como hechos, con ánimo decidido, yo al menos de inyectarles ideas de progreso. últimamente que, estando para decidirse por las elecciones el rumbo que tomaría la política en Chile, sería fatal para nuestra causa habernos concitado la animadversión del partido que gobernaba en aquel momento, si triunfaba, como era mi convicción íntima que debía suceder. Oro, que había sido encarcelado y perseguido por ese gobierno, fue el primero en tomar la palabra y aprobar mi resolución, y así apoyado en el asentimiento de mis compatriotas, me negué, a la solicitud de los liberales chilenos.


Entonces podía acercarme a los amigos del gobierno a quienes estaba encargado de introducirme aquel don Rafael Minvielle, que acertó a encontrarme en un cuarto desmantelado, debajo del Portal, con una silla y dos cajones vacíos que ni servían de cama. Fui, pues introducido a la presencia de don Manuel Montt, ministro entonces, y jefe del partido que de pelucón había pasado, rejuveneciéndose en su persona e ideas, a llamarse moderado. Es don del talento y del buen tino político arrojar una palabra como al acaso, y herir con ella la dificultad. "Las ideas, señor, no tienen patria", me dijo el ministro al introducir la conversación, y todo desde aquel momento quedaba allanado, entre nosotros, y echado al vínculo que debía unir mi existencia y mi porvenir al de este hombre. Estaba en 1841 curado ya, o afectaba estarlo, que es un tributo rendido a la verdad, de la fea mancha de las preocupaciones americanas, contra las cuales he combatido diez años; y de las que no se mostraban libres hasta 1843, Tocornal, García Reyes, Talavera, Lastarria, Vallejo y tantos jóvenes chilenos que, en El Semanario , estampaban este concepto exclusivo: " Todos los redactores somos chilenos, y lo repetimos, no nos mueven otros alicientes que el crédito y la prosperidad de la patria". Ellos dirán hoy si todos ellos han hecho en la prensa más por la prosperidad de esta patria, que el solo extranjero a quien se imaginaban excluir del derecho de emitir sus ideas, sin otro aliciente tampoco que el amor del bien.


Un punto discutimos larga y porfiadamente con el ministro, y era la guerra a Rosas que yo me proponía hacer, concluyendo en una transformación que satisfacía por el momento los intereses de ambas partes, y me dejaba expedito el camino para educar la opinión del gobierno mismo, y hacerle aceptar la libertad de imprenta lisa y llanamente como después ha sucedido. Lo que hice en la prensa política de Chile entonces, los principios e ideas con que sostuve al gobierno, tuvieron la aceptación de los hombres mismos a quienes ayudaba a vencer, y fueron formulados por el viejo Infante, juez intachable de imparcialidad al gobierno. Hablando El Valdiviano Federal de un periódico de la época, decía: "Entre la multitud de periódicos que desde los principios de la República se han dado a luz, difícilmente habrá habido alguno que haya emitido opiniones más peligrosas a la causa de la libertad; en este concepto haremos desde nuestro siguiente número ligeras observaciones sobre algunas de sus páginas, no obstante que poco habrá que añadir a la sabia y filantrópica impugnación de El Mercurio en varios puntos cardinales que sostiene". Reivindico para mí aquella gloria de El Mercurio de haber impugnado al lado del gobierno las ideas peligrosas a la libertad. No me envanece menos el haber merecido entonces la adhesión del patriota Salas[29.], que se hacía llegar El Mercurio al lecho en que estaba muriendo, y se inquiría con interés de lo que me tocaba, sin conocerme, pues me negué a visitarlo por una falta de cortesía que no me perdono hasta hoy, creyéndolo, por ignorar sus bellos antecedentes, algún poderoso que se ahorraba la molestia de buscarme.


Para tomar el hilo de los hechos, volveré a don Manuel Montt, mi arrimo antes, mi amigo hoy. Su nombre es uno de los pocos que de Chile hayan salido al exterior con aceptación, y generalizándose en el país suscitando impresiones diversas de afecto o de encono como hombre público, sin tacha del carácter personal que todos tienen, por circunspecto, moral, grave, enérgico y bien intencionado. Su encuentro en el camino de mi vida ha sido para mí una nueva faz dada a mi existencia; y si ella hubiere de arribar a un término noble, deberíalo a su apoyo prestado oportunamente. Algunas afinidades de carácter han debido cimentar nuestras simpatías, confirmadas por diferencias esenciales de espíritu, que han hecho servir el suyo de peso opuesto a la impaciencia de mis propósitos, no sin que alguna vez haya yo quizás estimulado y ensanchado la fuerza de su voluntad en la adopción de mejoras. El aspecto grave de este hombre, de quien hay persona que cree que no se ha reído nunca, está dulcificado por maneras fáciles que seducen y tranquilizan al que se acerca, encontrándolo más tratable que lo que se había imaginado. Habla poco, y cuando lo hace, se expresa en términos que muestran una clara percepción de las ideas que emite. Es tolerante más allá de donde lo deja sospechar a sus adversarios, y yo tendría más encogimiento de dar rienda suelta a la imaginación delante de un poeta o un proyectista destornillado, que delante de don Manuel Montt, que oye sin sorpresa mis novelas, con gusto muchas veces, tocándolas con la vara de su sentido práctico para hacerlas evaporarse con una palabra, cuando las ve mecerse en el aire. Tiene una cualidad rara, y es que se educa; el tiempo, las nuevas ideas, los hechos, no se azotan en vano sobre su sien, sin dejar vestigios de su pasaje, Don Manuel Montt pretende no saber nada, lo que permite a los que le hablan exponer sin rebozo su sentir, y poder contradecirlo sin que su amor propio salga a la parada, a diferencia en esto de la generalidad de los hombres con poder y con talento, que se aferran a su propia idea, negando hasta su existencia a las adversas; y un ministro letrado o un orador que no sea pedante, es una rara bendición en estos tiempos en que cada hombre público está haciendo la apoteosis de su fama literaria en decretos y discursos. Durante muchos años nos hemos entendido por signos, por miradas de inteligencia, sin que hayan mediado explicaciones sobre puntos capitalísimos, de los que yo tocaba en la prensa. Nunca me habló de mis rencillas literarias, y cuando más por don Ramón Vial, llegaba a mis oídos alguna palabra que me dejaba sospechar que sentía que me extraviase. Si me oía elogiar por otros, guardaba silencio, si me vituperaban con injusticia buscando su asentimiento, les entregaba a examinar su semblante, impasible, frío, tabla rasa, y los desconcertaba. Una vez que me tiranizaba la opinión por lo de extranjero, mandóme decir con don Rafael Vial que le diese al público sin piedad; y cuando me di por vencido dejando la redacción de El Progreso por primera vez, me dijo con imperio: "¡Es preciso que usted escriba un libro, sobre lo que usted quiera, y los confunda!" Si él no tenía fe en mí, hacía de manera que yo lo creyese, y esto me alzaba del suelo. De él dependió que en 1843 no me fuese a Copiapó a buscar fortuna, afeándome tan negro propósito. Delante de don Miguel de la Barra me ha rogado, me ha suplicado que no atacase al agente de Rosas, resignándose él, ministro, a aceptar mi repulsa formal de acceder a su deseo. Algunas veces nos entendimos de antemano para tratar en la prensa algunos puntos en vía de exploración, y duraron una vez un mes las negociaciones suyas para apartarme de una lucha peligrosa en que había entrado con la Revista Católica , a condición de que ella se retiraría sin ajarme. Quejándome yo de un artículo de la Revista , es decir, como me quejo yo por la prensa, que es mandándole con lo más duro al adversario, me escribía don Manuel Montt: "Algunos clérigos de la Revista han prometido dejar toda cuestión, y quizás el artículo a que usted se refiere y que yo no he visto, se ha publicado antes de esta promesa". Cuando, en 1845, resigné de nuevo el puesto de escritor público por escapar a la vileza de los medios puestos en ejercicio para fatigarme, don Manuel Montt me dijo: "Lo siento, pero yo habría hecho otro tanto; no se sacrifica la fama en defensa de ninguna causa". Como le comunicase mi idea de marcharme a Bolivia, desde donde me hacía propuestas el gobierno para ir a establecerme, se opuso redondamente a ello: "Eso parecería una caída. Bolivia está muy a trasmano. ¿No pensaba usted antes ir a Europa?" Y al despedirme para aquel destino: "Usted volverá a su país probablemente, según el aspecto que hoy ofrecen los negocios; si alguna vez quiere volver a Chile, será usted aquí lo que usted quiera ser. Desengáñese; esos odios que lo alarman, andan en la superficie; nadie lo desprecia a usted, y muchos lo estiman". Un ministro así puede hacer como Decaulión, hombre de las piedras. En Europa, a todas partes me alcanzaron sus cartas, con más frecuencia que las de mi familia, y en cada una de ellas está apuntada de paso alguna materia útil de estudiar, una esperanza de que haría tal cosa, que es indicación para que la hiciera. Don Manuel Montt tiene todas las dotes del hombre público, faltándole la única que debiera darle complemento y objeto: la ambición decidida, sin la cual la fama adquirida, el prestigio, la estimación pública no son sino un mal hecho al país, una desviación de fuerzas que se alejan del punto céntrico a donde son llamadas, y establecen un contrapeso exterior que puede causar perturbaciones al Estado, como aquellos planetas que desvían a los otros de sus órbitas, haciéndoles hacer aberraciones injustificables. Los errores de ideas que le atribuyen, dependen de las preocupaciones nacionales, o más bien, del estado de las ideas generales, que es malísimo, y que los flojos estudios filosóficos y políticos de los establecimientos de educación no alcanzan a corregir.


Yo creo haber estudiado la conciencia política de los que han escrito en Chile y de los personajes públicos a quienes he escuchado, y podría hacer la escala en que deben colocarse unos con respecto a otros, si esto tuviese un objeto útil. Don Manuel Montt cree en la educación popular; y las discusiones de la cámara, en 1849, han mostrado hasta la evidencia que, entre jóvenes y viejos, entre liberales y retrógrados, no hay en Chile un solo estadista que vaya más adelante a este respecto. Lastarria, Bello, Sanfuentes, han tenido esta vez que presentarse al público como hombres más moderados, menos utopistas, más prácticos y más cachacientos que don Manuel Montt; cosa que revela lo falso de la posición, y puede ser que un día les pese haber tomado este papel que tan mal sienta a sus juveniles años, y su ultraliberalismo. En materia de inmigración europea hablóme en 1842, y desde entonces no hemos perdido de vista este asunto. Tres o cuatro ideas simples, pero capitales, hacen todo el caudal político de don Manuel Montt, abandonando con gusto a otros la explotación de las demás. Como todos los hombres esencialmente gubernativos, deploran la desmoralización de los elementos legítimos de fuerza y de estabilidad en el gobierno, si bien la mala escuela de Luis Felipe, que dominó desde 1830 hasta 1848 en todos los gabinetes de la tierra, y muy acatada en Chile, tuvo paralizada en él la expansión que debe darse al progreso, única cosa que hace santa y útil la conservación del orden. La revolución actual del mundo le ha sido en este sentido útil. Tiene todos los géneros de coraje que traen las glorias difíciles de alcanzar; el coraje de hablar pocas veces en la cámara, no obstante la lucidez que sus enemigos 1e conceden; el coraje de no ir adelante de la popularidad, como aquellos diputados a quienes se ve afanados raspando su bola para hacerla correr; el coraje, en fin de ser honrado, el más difícil de todos en estos momentos en que el vértigo del cinismo político viene, desde Barrot abajo, hasta oradores extraviados que me repugna nombrar. Don Manuel Montt marcha a rehabilitar en esta América española, podrida hasta los huesos, la dignidad de la conciencia humana tan envilecida y pisoteada por los poderes mismos destinados a representarla. El cinismo en los medios ha traído por todas partes el crimen en los fines: vense tartufos imberbes haciendo muecas en la senda de fango que ha seguido Rosas, a nombre también de un fin honesto. Dos veces ha traído a sus pies, en la cámara de este año, propósitos culpables que se han dejado vencer por sólo los prestigios de la moralidad más severa. La elocuencia es inútil arma aun en pueblos y en hombres toscos de corazón y duros de cerebro, cuando la voluntad tenaz del bárbaro con fraque endereza hacia algún rumbo. Ojalá que el cielo alumbre el camino de mi digno amigo, y después de los astutos tiranuelos, apoyados a nombre del pueblo en chusma de soldados, mazorqueros o diputados, nos dé una escuela de políticos honrados que está pidiendo la América para lavarse del baño de crímenes, inmundicias y sangre en que se ha revolcado de cuarenta años a esta parte. Es la única revolución digna de emprenderse. ¿Llaman revolución continuar siendo siempre la canalla que somos por todas partes hasta hoy? Hombres hay que creen que tienen coraje en ser inmortales, pillos y arteros, en la América del Sur. ¡Sed virtuosos si os atrevéis! En 1841, a principios de septiembre, terminada la campaña electoral, y seguros ya del triunfo de nuestro candidato, despedíme del ministro Montt y de la redacción de El Nacional y de El Mercurio para regresar a mi patria. —"¡Qué!: ¿se vuelve usted? ¡Oh, no! No hay seguridad. La situación del general La Madrid es crítica. —Es por eso, señor, que quiero ir a prestarle la ayuda de mis esfuerzos en Cuyo". Mi resolución era irrevocable, y yo partía luego premunido para el general La Madrid de esta carta de introducción: "Septiembre 1° de 1841. A S. E. el director de la Coalición del Norte, General en jefe del 2° ejército libertador. — La Comisión Argentina se permite recomendar a Su Excelencia al señor Don D. F. Sarmiento. A sus antecedentes tan favorables, se agrega la circunstancia de haber sido miembro suyo, y haber desempeñado honrosamente sus comisiones. Adornado de patriotismo y entusiasmo por la libertad, su capacidad es otro título para que se aproxime a Su Excelencia y para que Su Excelencia le proporcione ocasión de hacer a nuestra causa los servicios que puede. Tiene la confianza de sus compatriotas aquí y merece la de Su Excelencia. La comisión reitera, etc. — J. Gregorio de Las Heras. — Gregorio Gómez. — Gabriel Ocampo. — Martín Zapata. — Domingo de Oro ".


En la tarde del 25 de septiembre yo y tres amigos más asomábamos sucesivamente las cabezas sobre la arista principal de la cordillera de los Andes. El penoso ascenso de un día a pie, hundiéndonos en la nieve reblandecida por los débiles rayos del sol, nos traía fatigados, y reclamaban nuestros miembros un momento de reposo en aquel páramo batido por la brisa glacial que ha desenvuelto el deshielo del día. La vista descubre hacia el oriente cadenas de montañas, que achican y orlan el horizonte, valles blancos como cintas que fueran serpenteando por entre peñascos negros que brillan al reflejarse el sol; y abajo, al pie de la eminencia, como una cabeza de alfiler, la casucha de ladrillo que ofrece amparo y abrigo al viajero. ¡Salud, República Argentina!, exclamábamos cada uno, saludándola en el horizonte y tendiendo hacia ella nuestros brazos. En aquel piélago blanco y estrecho que se extiende abajo, divisó uno de nosotros bultos de caminantes, y este encuentro de seres humanos, que tan bien venido es siempre en aquellas soledades, nos conturbó instintivamente a todos, y nos miramos unos a otros sin atrevemos a comunicar la idea siniestra que había atravesado nuestro espíritu. Descendimos hacia el lado argentino menos gozosos que antes, y apenas, y aun antes de llegar a la casucha, la palabra derrota hizo de dolor zumbar largo rato mis oídos. Los restos del ejército de La Madrid venían a poco marchando a pie, a asilarse en Chile. Era preciso obrar. Despaché en el acto un propio a los Andes para que subieran mulas a la cordillera; y después de hablar con los primeros prófugos, volvimos a remontar aquella montaña que creí haber dejado atrás para siempre. Llegamos a los Andes, establecí mi oficina en casa de un amigo, desde la una de la tarde, fui un poder público para favorecer a los infelices argentinos que quedaban comprometidos en la cordillera. Un anciano, vecino de los Andes, respetable por sus cualidades morales, mi amigo íntimo desde la edad en que yo tenía veinte años y él sesenta, don Pedro Bari, era mi secretario general. He aquí los actos de aquel gobierno de doce horas de trabajo: buscar, contratar y despachar a la cordillera esa misma tarde doce peones de cordillera para auxiliar a los que se fatigasen; comprar, reunir y despachar seis cargas de cueros de carnero para forro de pies y piernas, sogas, charqui, ají, carbón, algunas velas, tabaco, yerba, azúcar, etc., etc.; despachar un propio a San Felipe avisando al intendente la catástrofe ocurrida, y pidiendo protección para los necesitados; hablar a varios vecinos con el objeto de mover su filantropía; un expreso a la comisión argentina para ponerla en movimiento; carta al ministro Montt, reclamando la asistencia del gobierno, pidiendo médicos y otros auxilios; carta a los Viales y al señor Gana para que excitasen la caridad pública; al director del teatro para que se diese una función a beneficio de los que sufrían; un artículo a El Mercurio de Valparaíso para alarmar a la nación entera y despertar la piedad. Cuando todo estuvo hecho, las cargas en marcha, los correos despachados y agotada la bolsa hasta el último maravedí, yo resigné el puesto buscando el reposo que reclamaban el pasar y repasar la cordillera como por apuesta, descender corriendo desde los Ojos de Agua hasta los Andes para sentarme a escribir largo y tendido. Contestáronme dos días después el señor Gana y el general Las Heras, en términos que recuerdo para su honra.


Cuando llegué más tarde a Santiago, tuve que responder en la prensa al cargo de haberme quejado de la dureza de muchos, al mismo tiempo que hacía el elogio de cuantos lo habían merecido; y después, al haber malversado aquellos escasísimos fondos destinados para acudir a tantas necesidades. El hombre que me hacía este cargo no era mi compatriota, no había contribuido a aquella suma, no sabía qué uso había yo hecho de ella, y sólo por la más exquisita mala intención me inventaba aquella calumnia para dañarme. El general Las Heras contestó vindicándome, y yo quedé largo tiempo espantado de aquel acto gratuito, espontáneo, de depravación, y helado como si me hubiesen echado un jarro de agua fría.


Poco después volví a tomar la redacción de El Mercurio , y desde entonces principió una de las fases de mi vida más activas, más agitadas y más fructuosas para mí y quizás también para otros. Poco a poco fui sublevando preocupaciones, enconos, celos, odios, no sé si envidia, hasta que aquel volcán de pasiones que había humeado todos los días escapándose por comunicados, venía a estallar en algún ruidoso acontecimiento que tenía preocupados los espíritus por quince días. Hoy he triunfado completamente; la palabra extranjero está proscripta de la prensa; proscriptos y obscuros andan los tres que de ella se hicieron un arma para vulnerarme en lo más íntimo que el hombre tiene: aquello que nadie tiene derecho a tocar; y ahora es posible recordar aquellas luchas que nos trajeron a tantos conmovidos, hostiles y preocupados. Dejo a un lado las muchas palabras descorteses y ofensivas que debieron escaparse de mi pluma, joven, ardiente en la lucha, sensible a las ofensas, poco ceremonioso para decir la verdad. Había una causa de todos los días, de todas las horas, que destilaba su veneno lento para exacerbar mi espíritu y predisponerlo a endurecer contra la resistencia. Nada hay que pula tanto la rudeza del escritor público, como la frecuencia de la sociedad para la cual escribe. El cortesano Voltaire tenía encantada a la nobleza entre la cual vivía, y no era cáustico sino para el sacerdocio con quien no trataba. El solitario Rousseau, por el contrario, ha dicho las verdades más crudas y conservado su independencia más frívola. Yo me he mantenido seis años en el aislamiento para no dejarme influir por las ideas ajenas, y éste es el sacrificio más duro que me imponía. Había, por otra parte, hasta descortesía en ciertos mozalbetes que me alargaban su amistad en vía de protección, a fuer de nobles y emparentados los unos, de ricos los otros, y hasta de literatos, que me sacaban de paciencia, y me forzaban a disminuir mi disgusto. Pero lo que me tenía en la exasperación, era que por extranjero yo debía ser más prudente, más medido que los hijos del país. Hoy me parece que es un hecho conquistado la convicción íntima del público, de la sinceridad de mis miras, del exceso de amor al bien que siempre dirigió mi pluma; mas entonces no era así. Atribuíaseme a envidia, a celos, a deseo de abajar el país la crítica de las cosas que son del dominio de la prensa, y el público se obstinaba en no querer leer Mercurio donde decía Mercurio , y sí Sarmiento, extranjero, argentino, cuyano y demás; y yo me exaltaba contra esta injusticia pública, y seguía, cada día, con más amargura. Era un diario chileno quien hablaba, y yo creí siempre y creo que no debe el público traslucir a través de las páginas los encogimientos que una situación particular impone al redactor. Yo he hecho triunfar este principio envers et contre touts , y hoy es la regla de la prensa.


¡Qué lucha aquélla, tan obstinada y tan cruenta! El patriotismo exclusivo era una hidra que asomaba diez cabezas nuevas, cuando yo creía haberle cegado y quemado otras tantas. A cada paso se personificaba con nuevos atributos. En El Desenmascarado se reunió en mi daño todo lo que hay de encono en el corazón del hombre, la calumnia confesada arrojada al rostro como armas dignas de combate. El Desenmascarado quedó ahí, yo seguí adelante, y los autores de aquella producción, hoy que las pasiones que los extraviaron se han calmado, dirán si El Desenmascarado me dañó efectivamente, y si la posición social de ellos mejoró en un ápice. Uno de ellos estaba entonces en vísperas de ser nombrado intendente, y el otro gozó de la fama de escritor hasta la aparición de El Diario de Santiago , que tantas infamias publicó contra mí. Es la detracción arma de dos filos envenenados, y cada golpe que descarga hiere de rechazo la mano del que la maneja, y la herida supura largos años y arroja mal olor. Aquellos dos hombres están borrados de la lista de los hombres públicos, sin que sea fácil que en adelante se restablezcan de su caída, a que yo no he contribuido por ataque personal ninguno.

Las letras tuvieron también su representante en El Semanario , y nadie puede darse idea del placer que tuve cuando vi engolfarse a sus autores en el terreno escurridizo del romanticismo y el clasicismo. Fuime a casa de López agitando en el aire el número consabido, y combinamos un plan de ataque por el cual yo debía hacer guerrillas desde El Mercurio , y él, desde La Gaceta , venir con el bagaje pesado de erudición, para aplastar al que quedase parado. García del Río estaba apostado en la prensa de Valparaíso, y cuando yo escribía a Rivadeneira, espantado del alboroto que causaba esta lucha en Santiago, que limasen algunas puntas incisivas de mis artículos, García del Río las palpaba, las sentía su fuerza, y las mandaba así punzantes a Santiago. El rival más formidable, empero, que se alzó en la prensa fue Jotabeche, a quien inspiró en sus principios la pasión de los celos. Tanto talento ostentaba en sus ataques, tan agudo era su chiste incisivo, que hubiera dado al traste con mi petulancia si él no hubiese flaqueado por el fondo de ideas generales de que carecen sus artículos y por el lado de la justicia, que estaba de mi parte. Jotabeche, digno representante del exclusivismo nacional, era un Viriato que debía concluir por ser vencido. Venciéronle los argentinos de Copiapó, en quienes halló sostenedores celosos y largos para fundar El Copiapino ; vencílo yo, tomando la defensa del señor Vallejo, víctima de una tropelía de un gobernador; y acabó de vencerlo la reputación merecida que se conquistó, siéndole inútiles los andamios de odio y persecución que estimularon su pluma. Hoy somos amigos, y pudiera insertar aquí una de sus cartas como muestra de laconismo incisivo y decidor. Dejo a un lado la nube de comunicados en que un chileno , dos chilenos , diez chilenos , mil chilenos , me estuvieron fastidiando durante cinco años con las sandeces y las chocarrerías más vulgares. Los españoles que tenían el candor de creer que yo les guardaba rencor, los clérigos que me denunciaban por impío, los estudiantes que se sublevaban contra quien estimulaba al estudio y les abría ancha huella para elevarse haciendo expectables las letras; todos, unos primero, otros después, por este o el otro motivo; cual por haber nombrado a la monja Zañartú, quien por haber dicho que la Constitución era un letrero escrito con carbón, y quien otro por haberlo escupido a la cara, sin otro inconveniente que aguantarme un tirón de cabellos, y todos por intolerancia, por ociosidad y por tiranía, me zaherían y martirizaban. Un día la exasperación tocó en el delirio, estaba frenético, demente, y concebí la idea sublime de desacierto de castigar a Chile entero, de declararlo ingrato, vil, infame. Escribí no sé qué diatriba; púsele mi nombre al pie, y llevéla a la imprenta de El Progreso , poniéndola directamente en manos de los compositores, hecho lo cual me retiré a casa en silencio, cargué las pistolas y aguardé que estallase la mina que debía volarme a mí mismo; pero que me dejaba vengado y satisfecho de haber hecho un grande acto de justicia. Las naciones pueden ser criminales y lo son a veces, y no hay juez que las castigue sino sus tiranos o sus escritores. Quejábame del presidente, de Montt, de los Viales, para que no escapase uno solo de mi justicia; y a los escritores y al público en masa, los ponía overos, con verdades horribles, humillantes, suficientes para amotinar una ciudad, ponerla demente de cólera, y hacerla pedir la cabeza del osado que tales injurias la hacía.


Salvóme de este peligro cierto la bondad de don Antonio Jacobo Vial, a quien los cajistas espantados mostraron el manuscrito que estaban componiendo. Don Antonio Jacobo Vial se dirigió a casa, triste, y me habló con la voz dulce y compasiva con que se habla a los enfermos. Ninguna señal de encono, de resentimiento, se traslucía en su semblante. —Don Domingo —me dijo—. Me han mostrado los impresores el artículo dado para mañana. —Lo siento. —¿Ha calculado usted las consecuencias? —Perfectamente (mostrándole con los ojos las pistolas). —Inútil. —Yo lo sé; déjeme en paz. —¿Ha visto López esto? —No.


Don Antonio tomó su sombrero y se fue a casa de López y al ministerio a avisar a don Manuel Montt lo que sucedía, y desde aquel momento no puso el pie hasta dejar zanjado aquel atolladero. López vino, y me hizo consentir en que él revisaría el escrito y quitaría algunas palabras demasiado inaguantables, y consentí en que lo hiciera. Esto era a las tres de la tarde; a las doce de la noche, don Antonio me trajo una esquela de López, en que me decía que había desistido de quitar palabras, porque eso mostraba que ya se hacían concesiones; que si, no obstante la desaprobación de mis amigos, insistía, tomase en el acto un birloche y me fuese a Valparaíso. López, con su sagacidad ordinaria, había tocado la tecla para hacerme ceder: primero, no contrariarme abiertamente, lo que se hace con los dementes; segundo, desaprobarme, y esto me hacía impresión; tercero, mostrarme una debilidad en atenuar la frase, y yo habría huido de dar muestra de flaqueza; cuarto, señalarme el camino de la fuga, y esto me anonadaba. No; yo no entendía la cosa así; herirlos de muerte, en su orgullo necio a todos y esperar y sufrir las consecuencias. La almohada vino a traerme sus consejos, ya que no el sueño. Al día siguiente bien temprano, mandóme llamar el ministro; me habló de cosas indiferentes, de la escuela normal, de no sé qué asunto de actualidad. Al fin descendió con tiento a tocar la herida, esforzándose en aplicarle el bálsamo, mostrándome cuántas personas me distinguían y respetaban en cambio de esas injurias sin consecuencia. Tomé yo la palabra, me fui exaltando, me paré, y en el momento en que iba a perder todos los miramientos debidos al ministro y al amigo, abrió la puerta don Miguel de la Barra, que por acaso o de intento llegaba en el momento preciso para evitar un escándalo, por aquello de que "palabras y piedra suelta no tienen vuelta". Así este Chile a quien quería ensambenitar, me mostraba en aquel momento virtudes dignas de respeto, delicadeza y tolerancia infinitas, y muestras de simpatía y aprecio, que hacían injustificable el suicidio que yo me había preparado. Desde entonces acá, el público y el escritor se han educado recíprocamente. él ha aprendido a ser tolerante. Ha hecho justicia a la sanidad de la intención, y yo me he habituado a mirarlo como parte necesaria de mi existencia, a no temer sus cóleras ni a provocarlas, y ya estoy declarado por unanimidad bueno y leal chileno. ¡Ah del que persista en llamarme extranjero! ¡éste tiene que expatriarse a California! De aquellas luchas nada ha quedado tangible, y los escritos que las motivaron se harán cada día que pasa más insignificantes, porque ésa es la condición del progreso humano. Lo que está al principio es imperfecto, mirado desde más adelante, cuando aquellas ideas han pasado al sentido común, y nuevos escritores más bien preparados han dejado atrás a los que no hicieron más que trazar el camino. Pero desde 1841, la prensa de Chile fue adquiriendo en el Pacífico mayor reputación, y Chile ganó mucho en ello, por la vivacidad de su polémica y por el combate de las ideas que trajeron todos a la discusión. El Mercurio ensanchó sus columnas; las cuestiones literarias sostenidas en él y en La Gaceta provocaron la aparición de El Semanario . El Semanario trajo la idea de crear El Progreso en Santiago, donde no había hasta entonces diario. De aquellas luchas salieron poetas, para probar lo infundado de los cargos; salió Jotabeche , reivindicando con éxito la aptitud nacional para los escritos ligeros.


La escuela normal, las instituciones que han querido hacer progresar la educación primaria, no pueden desligarse absolutamente de aquel origen común, que calentaba todas las cuestiones, y daba fuerzas de hecho y de necesidad a las cosas que estaban en la cabeza de todos, como desiderátum, como cosas posibles, pero no inmediatamente hacederas. Porque debe notarse esto: que son raros los casos en que un escritor puede imprimir a una sociedad su pensamiento propio pero es condición de la prensa tomar de la sociedad las ideas que están en germen e incubarlas, animarlas, y allanarles el camino para que marchen; y el redactor de El Mercurio , de El Nacional , de El Progreso , de La Crónica , pudiera señalar la huella de muchas ideas que han sido avanzadas así, hasta convertirse en preocupación pública. Desde 1842, El Mercurio , por ejemplo, tomó los caminos como materia de ridículo, de burlas pesadas y punzantes, de que quedan trazas en Un viaje a Valparaíso y otros escritos de la época. El ministro Irrazábal llamó a los redactores de El Progreso para quejarse de la injusticia que le hacían. Los caminos de Chile son hoy los mejores de la América del Sur. El Mercurio y El Progreso tomaron sucesivamente las municipalidades por delante; cuando la de Valparaíso daba señales de vida, se la hacía servir de azote a la de Santiago; cuando iba a legislarse la materia, El Progreso amenazaba formalmente hacer cruda oposición a las ideas del gobierno. ¿Quién se ha olvidado de aquel fastidioso aldeano aaaveee maaría del sereno; de aquellas bombas rotas y cojas que nunca acababan de llegar al lugar donde eran necesarias; de aquellas calles sin nombre y sin número? Todas esas mejoras tienen su antecedente en la prensa, que ha hecho tanto en Chile por el bien público como las autoridades mismas. La ocupación de Magallanes ha salido de los trabajos de El Progreso , como la reivindicación de los títulos de posesión de Chile salió después de las investigaciones de La Crónica . El congreso americano fue sentenciado a muerte por El Progreso , y en vano fue que todos los gobiernos del Pacífico se propusiesen ponerlo en pie.


Si fuera permitido a un escritor caracterizarse a sí mismo, yo no trepidaría en señalar los rasgos principales de mis trabajos en la prensa diaria. Salido de una provincia mediterránea de la República Argentina, al estudiar a Chile, había encontrado, no sin sorpresa, la similitud de toda la América española, que el espectáculo lejano del Perú y Bolivia no hacía más que confirmar. A principios de 1841 escribía en El Nacional estos conceptos: "Treinta años han transcurrido desde que se inició la revolución americana; y no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la independencia, vese tanta inconsistencia en las instituciones de los nuevos estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material o moral de los pueblos, que los europeos... miran a la raza española condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse con todo género de delitos y ofrecer un país despoblado y exhausto, como fácil presa de una colonización europea". Este triste concepto forma el fondo filosófico de mis escritos, y se halla reproducido en El Mercurio , El Progreso , Viajes por Europa , La Crónica , etc.; y sin duda que nadie me disputará en América la triste gloria de haber ajado más la presunción, el orgullo y la inmoralidad hispanoamericana, persuadido de que menos en las instituciones que en las ideas y los sentimientos nacionales, es preciso obrar en América una profunda revolución, si queremos salvarnos de aquella muerte cuya agonía sonó en el Paraguay, da ya las últimas boqueadas en Méjico y está a la cabecera de la República Argentina y de Bolivia. De ahí también el doble remedio indicado con igual anticipación, emigración europea y educación popular, que serían seguro antídoto si no hubiesen de administrárselo los mismos enfermos, que le hacen perder su eficacia a fuerza de volver la cara haciéndole ascos, no obstante estar persuadidos de su acierto. Esto en la política trascendental que en cuanto a la de circunstancias, y que se liga a las personas y a los partidos, mi carácter en la prensa de Chile venía marcado desde el principio, asociándome espontánea y deliberadamente al partido de los de Chile en que militan Montt, Irrazábal, García Reyes, Varas y tantos otros jóvenes distinguidos, y al que no son hostiles Aldunate, Blanco, Benavente y otros políticos. El movimiento en las ideas, la estabilidad en las instituciones, el orden para poder agitar mejor, el gobierno con preferencia a la oposición, he aquí lo que puede de mis escritos colegirse con respecto a mis predilecciones. Puedo lisonjearme de no haber cortejado pasión vulgar ninguna para hacerme propicio al público, y no haber sostenido en política nada que repruebe la sana moral, transacciones que a nombre de las ideas liberales, se han permitido no pocos escritores.


Al terminar esta rápida reseña de los actos que constituyen mi vida pública, siento que el interés de estas páginas se ha evaporado ya, aun antes de haber terminado mi trabajo; y les diera de mano aquí, si teniendo que responder con estas páginas a la detracción sistemada de un gobierno, no me fuese necesario mostrar mi hoja de servicios, por decirlo así, que son las diversas publicaciones que de mis ideas y pensamientos ha hecho la prensa. El espíritu de los escritos de un autor, cuando tiene un carácter marcado, es su alma, su esencia. El individuo se eclipsa ante esta manifestación, y el público menos interés tiene ya en los actos privados que en la influencia que aquellos escritos han podido ejercer sobre los otros. He aquí, pues, el desmedrado índice que puede guiar al que desee someter a más rígido examen mis pensamientos.