Recuerdos de la campaña de África: 12

Recuerdos de la campaña de África de Gaspar Núñez de Arce
Capítulo XI

Capítulo XI

Por las tardes solíamos asistir algunos amigos al café de Ali el argelino, donde nos entreteníamos en ver cómo saboreaban los hijos del Profeta, con no disimulado deleite, el rico licor de suave y regalado aroma. Nada de particular tenía el establecimiento moro; era una oscura y reducida habitación, no muy cómoda ni limpiamente dispuesta para los parroquianos, donde el humo de las pipas y los cigarros envolvía todos los objetos en una casi impenetrable niebla. Allí, entablábamos curiosas conversaciones con los marroquíes, y nos daban ellos noticias de las costumbres, del carácter y del estado, bien poco envidiable por cierto, del imperio que combatía España.

Los moros, como todo pueblo ignorante y grosero, son extremadamente supersticiosos. Dentro o fuera del zaguán de todas las cosas, hay, con tinta negra o azul, trazada imperfectamente una mano, para evitar que penetren en el hogar doméstico los malos espíritus o las malas tentaciones. Son muchos los amuletos que llevan; pero los que tienen más virtud, son aquellos en que encierran, escritos de una manera más o menos caprichosa, las suras o capítulos 113 y 114 del Corán: el primero, como preservativo contra las aflicciones del alma, y el segundo contra los peligros del cuerpo.

Sumergidos en esa eterna indolencia, que tanto caracteriza al pueblo mahometano, se pasan las horas y los días en continua oración. A poco de haber entrado en la ciudad, vi a un moro que, acurrucado en el quicio de una puerta, sin parar mientes en nada de cuanto sucedía alrededor suyo, entreteníase en pasar las cuentas de su rosario, al mismo tiempo que elevaba a Dios sus preces en una especie de cántico, a media voz, prolongado y monótono: parecíase a uno de esos mendigos que, privados de vista, y en actitud inmóvil, se sientan en las esquinas de nuestras calles, implorando la caridad pública, con un acento que nunca varía, y una súplica que nunca se acaba.

Las costumbres de los africanos son ásperas y silenciosas, por que la mujer no las dulcifica con su encanto. La sociedad, o mejor dicho, el trato social, no existe entre aquella gente: las aldeas y ciudades morunas, son agrupaciones de familias sin lazos verdaderamente íntimos que las unan y acerquen entre sí; cada cual vive en su casa con sus mujeres y sus hijos; no hay reuniones, no hay paseos, no hay espectáculos, no hay nada. El mercado y la mezquita: he aquí los dos únicos elementos sociales del musulmán.

La imprenta, no ha esparcido sus vívidos resplandores entre estos bárbaros. Casi todos sus libros son manuscritos, algunos con tintas de varios colores: negra, azul y roja. La mayor parte de oraciones; otros de historia, que, por cierto, pertenecen a escritores antiquísimos, y, los menos de literatura, que llaman adab. Generalmente, los conservan en muy mal estado, roídos por la polilla, y hacinados en los desvanes o rincones, como trastos inútiles y despreciables.

Antes de entrar en Tetuán, había oído asegurar que los moros eran aficionados a la música; pero, a decir verdad, no lo demostraban mucho. Nuestras bandas militares no turbaban, ni por un solo momento, su perezosa indiferencia, y las oían, valiéndome de una expresión vulgarísima, como si oyeran llover. Los instrumentos músicos que examiné, eran en demasía toscos y groseros: una flauta sin llaves, más larga que noche de insomnio; una guitarrilla con dos cuerdas, sin trastes, estrecha y panzuda, que aunque se empeñe Mahoma, no puede, a mi juicio, producir más armonías que una chicharra de Navidad; la pandereta y dos tamborcillos con cajas de barro, unidos entre sí, y de un son tan áspero como desapacible; he aquí todo cuanto poseen para divertir su corazón y sus oídos.

Durante mi permanencia en Tetuán, presencié dos entierros: el de un judío, y el de un moro. Da la muerte un carácter tan solemne y melancólico a cuanto se roza con ella, y el sentimiento que inspira, es tan parecido en todos los pueblos, que bien puede asegurarse que en todos también se asemeja a la triste y dolorosa despedida de los que se quedan a los que se van; de los que son vanidad a los que son polvo.

Una docena de judíos, lo menos, llevaban el cadáver de su hermano, enteramente cubierto con un paño blanco, en una angarillas de madera sin labrar. Llevábanle casi arrastras, y sus conductores iban entonando una salmodia acompasada y grave, como el cántico de los muchachos en la escuela. Algunos amigos, parientes, o conocidos del difunto, acompañábanle a la última morada, también cantando, sin que siguiesen al fúnebre cortejo, ni mujeres ni niños.

El entierro moro sólo se diferenciaba del hebreo, en que el cadáver, colocado sobre unas angarillas mejor labradas, era conducido al cementerio, que a la entrada misma de la ciudad se divisa, en hombros de sus parientes y vecinos.

Y ya que me he detenido en describir, siquiera sea muy por encima, las costumbres mahometanas, justo será que consagre también algunas líneas a las costumbres hebreas, que no dejan, por cierto, de ser curiosas.

Nada más desairado y sucio que el traje de los judíos con su casquete negro, su túnica de lana, hasta sus calzoncillos, de lienzo y sus babuchas a estilo moruno. No merece este compuesto extraño de prendas raras, que nos ocupemos en él, y paso, por lo tanto, a enumerar el de las mujeres, mucho más variado y caprichoso. El justillo, se llama entre las hebreas kasó, que suele ser para la gente rica, de brocado; justeta la pechera bordada de oro, con la que, a semejanza de nuestras robustas montañesas, cubren el seno; el cinturón, se conoce con el nombre de kusaka, la falda, con el de chialdeta; y los adornos que emplean las casadas para taparse el pelo chari, crinches y sfifa. Las solteras llevan las trenzas caídas por la espalda; pero apenas toman estado, las ocultan cuidadosamente a la vista de todo el mundo, y es tan fielmente observado este precepto que, según me dijo una judía, el cabello de una buena esposa, no debe verle ni aun el cielo, fuera de su marido. Pero, prosiguiendo en la relación de las prendas que constituyen el traje femenino, diré que llaman ejuisyas, y aljorza y jarjales a los aderezos y joyas, a cuyo uso son, como todas las mujeres de raza oriental, extremadamente aficionadas.

Yo vi un hermoso grupo de judías, ricamente ataviadas, como he descrito, con motivo de la circuncisión de un niño, en la casa de un hebreo bien acomodado, que, sino recuerdo mal, formaba parte del ayuntamiento.

Las sinagogas no tienen ningún signo exterior que las diferencie de las demás casas de la judería. El oratorio está en el patio; y allí se levanta una especie de púlpito enjaulado, mal construido y peor dispuesto, donde se coloca el rabino o sabio. Los judíos cantan moviéndose en contrarias direcciones como si estuvieran azogados; se estremecen y agitan, según el sentido de las palabras que pronuncian, y cuando imploran a Jehová, al Dios de Abraham y Moisés; se vuelven hacia Oriente como para buscar con el pensamiento el templo de la Santa Jerusalén.

Las ceremonias hebraicas son públicas, y todos cuantos quieran, cristianos o moros, pueden asistir a ellas con entera libertad, sin que se exija muestra alguna de respeto o recogimiento.

Hay en la judería una Academia, donde se reúnen los rabinos para razonar y discutir sobre asuntos de religión; es un estrado bastante capaz, con bancos de pino donde se sientan los doctores de la ley, y un estante sin pintar siquiera, que contendrá, cuando más, cuarenta volúmenes; entre otros el Talmud y el Viejo Testamento.

Entre sus muchas malas cualidades, no sé si innatas en ellos o hijas de la opresión salvaje en que viven, tienen los hebreos una buena; la fe en sus creencias, tan inquebrantable en sus corazones, como el anatema que les sigue de región en región y de clima en clima. La historia de una infeliz judía, ya anciana, que estaba al servicio de un español avencindado en Tetuán, prueba suficientemente la exactitud de mi aserto.

Parece que en un momento de embriaguez o de locura el marido de esta judía, llamado Salomón, hombre rico y considerado entre los suyos pronunció delante de moros la fórmula de fe musulmana: -No hay mas Dios que Dios y Mahoma su enviado. -Bastó y sobró esto, para que los que le oyeron se empeñaran en ponerle el casquete colorado y en declararle creyente; el judío vuelto en sí, rechazó como nula la abjuración; le instaron y se resistió; le amenazaron y se mantuvo en su negativa; le encerraron en la cárcel de Fez, y allí murió constante en su creencia. Pero estaba decretado que el odio de sus enemigos, le persiguiese en su familia más allá de la tumba. Su mujer y dos hijas fueron presas bajo pretexto de religión; pero en realidad sólo con el objeto de apoderarse de sus ya bastante mermados bienes de fortuna. Quisiéronlas obligar también a abjurar de su ley; pero no lo lograron; fueron encerradas y azotadas y el castigo las encontró firmes como rocas; sufrieron, en fin, todo género de dolores, iniquidades y martirios, y sólo pudieron escapar con la vida, dejando entre las garras de sus verdugos, todo cuanto tenían: todo menos su religión.

El inspirado autor del Trovador ha dicho en una de sus obras más aplaudidas:

Que no hay hombre tan malvado
que no tenga una virtud.

Y esta filosófica máxima, no sólo puede aplicarse a los individuos sino a las razas. En el corazón de esta degenerada familia hebrea, tan baja, tan abyecta, tan cobarde, tan pobre de sentimientos elevados, hay, sin embargo, una cuerda que vibra siempre, sonora y admirable; la fe está unida a su espíritu como el aliento a la vida. La Providencia parece como que la fortaleció en su alma, para que no se extinguieran nunca; para que no pudieran asimilarse con las demás naciones; para que siempre tuviese sobre quien recaer la tremenda, pero merecida maldición que los ha esparcido por la faz de la tierra, como el viento esparce el humo por el espacio y las arenas por el desierto.

No acabaré mis ligeras descripciones sin declarar que todos los encantos de las ciudades morunas pueden encerrarse en una caja de fósforos; sus calles tortuosas y angostas; sus silenciosas casas cerradas a macha martillo, como la puerta del cielo para los réprobos: las vueltas y revueltas, pasadizos y arcos que hacen de cada calle un laberinto y una cueva; sus tiendas abiertas en la pared a guisa de nidos de golondrinas; los moros con las barbas puntiagudas, las piernas al aire y el jaique no muy limpio, que mueven pesadamente los pies si tienen que hacer algo, o se encogen junto a una pared como figuras de resorte, si quieren tomar el fresco o el sol: todo este conjunto monótono y frío, donde el hombre es un bruto y la mujer un misterio, podrá tener poesía; pero una poesía cansada, sin accidentes inesperados, siempre con el mismo color, con la misma luz invariable, en fin, como la eternidad.

Cuesta trabajo el creer que esta raza haya acometido y llevado a cabo grandes empresas. Hoy no conserva siquiera la sombra de lo que fue, y está descompuesta por la inmovilidad, esa carcoma de las naciones. ¡Bien haya la santa ley del progreso, que es la inteligencia, que es el vigor, que es la vida de los pueblos! Detenerse es agonizar; pararse es morir. No hay más que seguir con el pensamiento puesto en Dios y las fuerzas en el trabajo la senda que la Providencia ha señalado a la humanidad, y fuera de la cual no hay poder, no hay grandeza, no hay gloria.

Difícilmente hubiera podido soportar el fastidio de la vida de Tetuán, si los sucesos y peripecias que trae consigo una campaña, no hubiesen venido a amenizarla hasta cierto punto. Uno de mis mayores entretenimientos era el de hablar con el famoso Alcalde moro, a quien tenía el gusto de ver todas las noches en el alojamiento del malogrado general Ríos, cuya memoria será eterna en la ciudad moruna. Hache-er-Abeir tendrá como unos cincuenta años; es alto, de facciones angulosas, barba entrecana y mirada penetrante, astuta y recelosa como la de todos los de su raza; habla el español, aunque con alguna dificultad, y es muy aficionado a los europeos, con quienes comercia. Desempeña en Tetuán el vice-consulado de Austria.

Quisiera acordarme del gracioso y animado diálogo que medió entre el general y el señor alcalde, la primera noche que le vi, a poco de haber ocupado nuestras tropas la ciudad. -Los españoles vienen a civilizar, no a destruir -recuerdo que le dijo el general Ríos -respetarán las costumbres y ritos; pero castigarán inexorablemente a los asesinos y traidores.

-Eso no va conmigo, señor general -contestó el Hache-er-Abeir. -Yo estar como en un boque en naufragio; tener mi cabeza comprometida por vosotros, y quererla salvar primero que nada. Ser fiel y obediente.

Celebró mucho las disposiciones adoptadas por el duque de Tetuán para el respeto de las mezquitas, y anunció que el próximo viernes celebrarían los moros una fiesta religiosa en acción de gracias por no haber hecho daño los españoles en la ciudad rendida.

El señor alcalde, como le llamaba con su natural gracejo D. Diego de los Ríos, es un hombre de muy buen sentido. Se lamentó de la falta de garantías del régimen despótico, bajo el cual vivían sus compatriotas, y achacó a la inseguridad que reina en el imperio, el atraso y la desorganización que le aniquilan.

-Mira, señor, -decía- ¿que quieres tú que este país sea? Los gobernadores de provincia comprar sus cargos, tener siete duros de sueldo al mes, y gastar siete duros al día; vivir con lujo, poseer pedrería. ¿Como hacer esto? Robando. Pero en cambio el emperador hacer con ellos lo que vosotros llamáis cebar el pavo; cuando estar rico, quitárselo todo, muchas veces hasta la vida.

Dos moros habían sido presos aquella misma tarde por haber querido robar a unos hebreos. -Señor general, dime -preguntó al oír la noticia -¿estos moros cometer el delito antes o después de haber entrado las tropas?

-Después, -contestole el general.

-Entonces castigar -repuso el señor alcalde; pero olvido y perdón como habéis prometido, para los que faltar primero.

-Así será -repuso el general- porque los españoles cumplen cuanto ofrecen.

Habiendo manifestado el general Ríos, deseos de conocer la letra de Muley-el-Abbas, el señor alcalde le propuso un ingenioso medio para que pudiera satisfacer su curiosidad.

-Aquí vendrá cuando el espanto pase -dijo en su caprichoso estilo- un moro que fue por carta de Muley-el-Abbas, nombrado cadí de la ciudad. Si pides que te la enseñe, no lo hará, porque moro ser desconfiado; pero si le aseguras que es para reponerle en su destino, si efectivamente lo ha desempeñado, él te mostrará la escritura y conocerás la letra del príncipe.

Hache-er-Abeir había estado en Madrid por los años de 1840 a 1841, y era esparterista decidido.

Alumbrando al alcalde con un farol, acompañábale todas las noches un hermoso niño, hijo suyo, inquieto y vivo como una ardilla, que no comprendía el castellano; pero que escuchaba atentamente cuanto su padre decía, como si quisiera comprender con los ojos su sentido.

Otro nuevo acontecimiento vino a turbar la monotonía de nuestra vida de Tetuán; la llegada del primer parlamento marroquí en solicitud de la paz, que acudió a nuestro campo el 11 de febrero, siete días después de la derrota de Muley-el-Abbas. Componían esta comisión el gobernador de Tánger, su hermano, general de la caballería mora, el bajá del Riff, y el segundo caíd de Fez. Cabalgaban en buenos caballos, con arreos de seda; y plata, y les seguían cinco soldados armados de espingardas, pistolas y gumías. De estos servidores tres marchaban a pie con la bandera blanca, uno a caballo y otro sobre una mula, como despensero y guardián de las provisiones. Todos ellos, excepto un moro feo y repugnante como la estampa del diablo, eran riffeños, y se les conocía por el mechón de pelo trenzado que, a semejanza de los chinos, pendía de la parte posterior de su cabeza.

La fisonomía de los parlamentarios era grave y severa; notábase que pesaba sobre ellos la fatalidad de sus derrotas y que se juzgaban vencidos; pero no humillados. El general Prim, acampado sobre el camino de Tánger, fue el primero que los recibió; acogiolos cariñosamente y les hizo descansar en su tienda. Con mucho tacto y generosidad, lejos de herir, procuró el héroe de los Castillejos reanimar el abatido espíritu de los moros. -Dios, es el que da o quita la victoria- les dijo; -dos hombres y los ejércitos más valerosos, nada son si su mano los abandona. El general de la caballería marroquí que entendía y hablaba el castellano, levantó las manos al cielo y exclamó con resignado acento:

-¡Dios lo ha querido!

Después de haber descansado breves momentos los parlamentarios bajo la hospitalaria tienda del conde de Reus, pusiéronse en marcha para el cuartel general. Allí les recibió el duque de Tetuán con consideración y agasajo. Expusiéronle el objeto de su venida, y el general en jefe les respondió que estaba autorizado para hacer la guerra; pero no para estipular la paz; que daría cuenta a la Reina de cuanto pasaba y que hasta recibir sus órdenes no le era posible entrar en negociaciones y arreglos. Despidiéronse con esto los parlamentarios, ofreciendo volver pasados cinco días, y antes de abandonar nuestro campamento, entraron de nuevo en la tienda del conde de Reus para despedirse de él. Allí permanecieron breve rato, y en seguida emprendieron su camino, acompañándoles cortésmente el general Prim a caballo con todo su Estado Mayor, más allá de nuestras avanzadas. Uno de los parlamentarios miraba con ávida curiosidad el revólver que el general Prim tenía; notolo el conde, y antes de separarse de la comitiva mahometana, sacole de la funda, y dijo al moro. -Vas a ver los efectos de esta arma para vosotros desconocida. -Dicho lo cual disparó los seis tiros del revólver, entregándosele después al parlamentario, que estaba admirado de cuanto veía.

-Toma, exclamó el general. Si la paz se hace, consérvala como prenda de un cristiano, y si la guerra continua aprovéchate de ella en defensa de tu patria y de tu vida.

El moro dio muestras de aceptar el regalo con aprecio, y entregó ceremoniosamente al conde de Reus una pistola de arzón con adornos y cinceladuras de plata.

Enseguida se despidieron y separaron.