Recuerdos de la campaña de África: 06
Capítulo V
Desde la decisiva acción del 9 del diciembre, cuya gloria pertenece al bizarro general Zabala, justamente agraciado por los méritos que contrajo este día con el título de marqués de Sierra-Bullones y la grandeza de España, comenzó una nueva serie de combates más o menos comprometidos y empeñados; pero, monótonos y parecidos, que se prestarían poco o nada a la variedad y esparcimiento de la narración. Los moros se persuadieron de la inutilidad de sus esfuerzos para apoderarse de los reductos, cuyos trabajos de fortificación se concluyeron o completaron después de la recia acometida del 9 de diciembre, abriendo caminos entre unos y otros, limpiando los espacios intermedios de árboles y malezas por donde antes no podía darse un paso sin exponerse, como Absalón, a quedar colgado de una rama, artillando, en fin, no con pocas dificultades por la escabrosidad imponente del terreno, los fuertes que carecían de este imprescindible medio de defensa. Pero el espíritu inquieto, bélico y supersticioso de las cabilas, si bien escaseó sus embestidas contra las fortalezas improvisadas en las alturas que hasta nuestra entrada les habían pertenecido, no por eso se debilitó en el ocio ni se amilanó por la desgracia; antes cobró mayores bríos y ofreció a nuestros soldados nuevas ocasiones de gloria y de fortuna. El campo de lucha fue desde entonces otro, pues con escasas excepciones, casi todos los encuentros que hubo hasta que el ejército se puso en movimiento hacia Tetuán, se verificaron en el llano de los Castillejos o en las sierras más inmediatas a él. Los moros no podían ver con paciencia, y se comprende bien, los trabajos que practicaba la división de reserva del conde de Reus, encargada de abrir camino hacia la ciudad santa, velada a nuestros ojos por la avanzada punta del Cabo-Negro, desde cuya atalaya los amedrentados vecinos de Tetuán podían descubrir en los días claros las blancas tiendas de nuestros campamentos.
La guerra tenía un carácter feroz e implacable, que en vano procuraban contrarrestar nuestros generales por cuantos medios creían oportunos. Los moros, tal vez falsamente informados por sus intolerantes alfaquíes, de nuestras intenciones y propósitos, creyendo indudablemente que si caían en nuestras manos no podían esperar piedad alguna, preferían morir lidiando a rendirse; así es, que con una tenacidad horrible se les veía blandir la gumía sin cejar nunca y revolverse contra nuestros soldados hasta en los postreros estremecimientos de la agonía.
Se comprenderá, pues, fácilmente el sentimiento de sorpresa y admiración que se apoderaría de todos nosotros cuando en la acción del 20 de diciembre, reñida y empeñada como todas, supimos que se había logrado hacer un prisionero: ¡uno sólo! Al cabo había habido un marroquí que se confiara a la nunca desmentida generosidad española; que entregara su vida, no a la punta de una bayoneta con rencorosa desesperación, sino a la clemencia de nuestros valientes soldados. ¿No era esto casi un triunfo?
Yo, que los había visto combatir hasta exhalar el postrer aliento y agitar moribundos la cortante gumía antes de entregarse a los que les ofrecían la existencia y a quienes insultaban con el dictado de perros cristianos; yo que los había visto arrastrar a sus heridos, haciéndolos chocar en su rápida fuga con los troncos y penas del camino, porque no cayesen en nuestras manos, no pude menos de impresionarme vivamente, lo confieso, cuando supe que uno de estos bárbaros había quebrantado la sangrienta costumbre de los hijos de Mahoma. Lleno de curiosidad, como comprenderán mis lectores, salí en su busca. Estaba en el reducto de Isabel II, sufriendo con una resignación estoica la cura de tres heridas levísimas que tenía en el rostro, en la muñeca derecha y en el pecho. Su continente era altivo y grave; hasta parecía que en su ademán se reflejaba el fatal ¡Dios lo quiere! que tanto valor y heroísmo ha inspirado siempre a todas las razas muslímicas. El prisionero tendría como unos cincuenta años; era alto, anguloso; de cejas espesas, mirada penetrante, nariz roma, boca hundida, barba canosa y puntiaguda; su fisonomía más que vulgar, era áspera y selvática. Llevaba un inmundo jaique rayado, con la capucha caída, sobre los ojos, como si quisiera ocultar la vergüenza de su vencimiento, una camiseta de algodón y unos calzoncillos o zaragüelles blancos, que dejaban descubierta la delgada, pero musculosa pierna. Calzaba unas babuchas, amarillentas y terrosas.
Al principio se manifestaba receloso; mas pronto la confianza empezó a renacer en su corazón. Cuando vio el caritativo esmero con que curaban sus heridas, su rostro se animó y dijo con tranquila calma a uno de los médicos que le asistían:
-Dios te lo pague, buen Tebib.
Y volviéndose hacia uno de los intérpretes, añadió sin muestra alguna de adulación ni miedo:
-¡Proteja Dios a los españoles como ellos protegen a sus enemigos!
Después pidió agua; humedeció sus labios, resecos por la emoción y la fatiga, y se puso en pie para seguir a los encargados de su custodia.
Los soldados se arremolinan para verle pasar, silenciosos y graves, conociendo instintivamente el respeto que se merecen las grandes desventuras, y el moro como si comprendiera también lo que la actitud de los cristianos significaba, señalaba con la mano derecha al cielo, y parecía decir: ¡Dios lo ha impuesto!
El prisionero, cogido por cuatro cazadores de Mérida, a quienes premió y recompensó con largueza el general en jefe, se llamaba Besem-el-aham-Ebn el Susi-Amurí, pertenecía a la tribu de Beni-Amar, y el pueblo de su residencia era Arcila, pobre ciudad de la costa que contendrá escasamente mil habitantes y que es sin embargo, célebre en la historia de la península, entre otros muchos sucesos notables, por haber desembarcado en ella el infortunado rey D. Sebastián.
¡Qué sentimiento tan poderoso es el de la familia aun entre los pueblos bárbaros o incultos! Aquel hombre que había soportado la cura de sus heridas y las humillaciones de su cautiverio con impávida resolución, se enterneció como un niño al acordarse de su hogar y de sus hijos. ¡Ay! yo comprendo muy bien la mezcla íntima de placer y melancolía que debió apoderarse de su alma al recordar, en medio de unos enemigos que él había creído implacables y que le cuidaban, no obstante, como a un hermano, el amor de sus hijos, que tal vez le llorarían muerto.
Pasados pocos días le presentó en nuestro campo, un moro negro, raquítico, andrajoso y hambriento, dando grandes alaridos y voces. Preso por nuestras avanzadas, no tardó en demostrar con sus gestos, contorsiones y palabras incoherentes que estaba loco. Lo primero que hizo fue pedir pan, que comió con ansia; luego declaró que él era Dios y que si los cristianos no desistían de su empresa, mandaría sobre ellos los rayos de su divina cólera. Tal vez los sobresaltos de la guerra y las desdichas que trae consigo, influyendo en un cuerpo debilitado y empobrecido, habrían hecho perder el juicio al infeliz.
A todo este las acciones seguían repitiéndose casi sin interrupción. En las muchas que dio y ganó el general Prim sobre camino de los Castillejos, los moros empezaron a comprender que eran poca cosa para detener el empuje de nuestras huestes. En uno de estos combates perdieron la primera bandera, y por cierto que no quedó para contarlo el santón o alfaquí a quien los veteranos de la cabila habían encomendado su guarda y defensa. Ondeándola orgullosamente, caracoleaba montado en su caballo tordillo, a medio tiro de nuestras primeras guerrillas, sin que parecieran intimidarle en lo más mínimo las muchas balas que caían en torno suyo; iba y venía impasiblemente, con ese desprecio a la muerte, que tan valerosos y tan conquistadores ha hecho en todos los tiempos a los pueblos musulmanes, y que es vino de los fundamentos de su doctrina religiosa. Admiración causaba, en medio de todo, la presencia de ánimo y la decisión de aquel hombre que avanzaba solo, desafiando el mortífero plomo, hasta las posiciones mismas de sus enemigos; pero la muerte nunca se admira, ni respeta nada, y en lo mejor de su aventurada carrera sorprendió al santón aniquilándole. Viósele de pronto vacilar y caer; el generoso corcel como si comprendiera el peligro de su amo, se paró a su lado: el alfaquí hizo un esfuerzo y se incorporó; pero no pudo hacer más y volvió a caer desplomado al suelo como il corpo morto cade. En este punto otra bala hirió mortalmente al caballo que se agitó en su dolor, levantando una nube de polvo bastante densa para ocultar por un momento aquella escena sangrienta. Cuando la nube se disipó, caballo y caballero, estremeciéndose aun con las postreras convulsiones, agonizaban a pocos pasos uno de otro, a la vista de ambos ejércitos; pero al alcance sólo del auxilio de Dios, que todo lo puede y remedia.
El primer día de Pascua, aconsejados sin duda los moros por los muchos renegados que de todas las naciones de Europa cuentan en sus aduares y aldeas; imaginando quizá que podrían encontrar a nuestros soldados desprevenidos o postrados por los excesos de la noche de Navidad, y no escarmentados todavía, a pesar de los muchos descalabros que habían sufrido, intentaron sorprender nuestro campo; pero como siempre, a pesar del misterio con que se acercaron y del valor que naturalmente debía infundir en su ánimo supersticioso, la profecía, de un santón que les había anunciado para aquel día la ruina del ejército cristiano y la toma de Ceuta, nuestros enemigos fueron derrotados y perseguidos hasta el extremo de obligar a muchos a buscar su salvación, huyendo de nuestras bayonetas, en el agitado seno del mar.
¿Y qué podré decir de la Noche-Buena? Verdad es que hubo durante sus primeras horas, luminarias y hogueras en nuestro campamento; que se cantó, que se bailó, que poblaron el espacio las armonías de las músicas militares; pero esta alegría sólo sirvió para hacer más doloroso el recuerdo de la apartada patria, donde a aquellas mismas horas habría también más de un lugar vacío en el seno de muchas familias, más de una lágrima en los ojos de muchas madres...
Un día luchando y otro descansando, entre los horrores de la epidemia, nunca harta de heroicas vidas, y los furores de la tormenta que parecía reinar como absoluta señora en las cumbres escarpadas de aquellos riscos casi inaccesibles, pasó nuestro ejército todo el mes de diciembre, impaciente y a por avanzar y huir de los infestados sitios en que acampaba. Dos días antes de emprender su marcha, el 30, castigó con otra nueva victoria la audacia marroquí, y nuestra escuadra, compuesta del navío y del vapor Isabel II, de las fragatas Blanca y Princesa de Asturias, esta última recién salida del astillero de la Carraca, de la corbeta Villa de Bilbao y de los vapores Vasco Núñez de Balboa, Vulcano, Santa Isabel, León y Colón, hizo conocer a los vecinos de Tetuán, bombardeando el fuerte Martin sobre la embocadura del Guad-el-Jelú, la suerte que les esperaba en los azares de la guerra.
Para este fin, llegaron a Ceuta el 29 nuestras naves desde la bahía de Algeciras. Nada más bello que verlas entrar en el puerto, primeros albores de nuestro poder marítimo renaciente, meciéndose en las olas y enseñando sus temibles bocas de fuego como una amenaza contra los enemigos de la patria. El navío, sobre todo, parecía un castillo flotante, y atraía con orgullo las miradas de cuantos sentían latir dentro del pecho un corazón español. ¿Quién no recordaba aquella antigua y famosa marina que fue la primera en dar la vuelta al mundo y la última en ceder, cuando en las aguas de Trafalgar, luchó, o mejor dicho, sucumbió gloriosamente en defensa de un aliado, entonces, por cierto, bien poco agradecido?
Al siguiente día de su arribo a Ceuta, salió la escuadra con rumbo al Cabo-Negro. El cielo estaba despejado como en una mañana de primavera, y el sol plateaba con sus vívidos rayos las dormidas aguas del mar. La Armada avanzaba lenta y majestuosamente, cortando las olas, y medio envuelta en las sombras que dibujaba en el líquido elemento la prolongada manga de humo de los vapores. Así en la ciudad como en el campamento, todos observábamos con inquieta y mal disimulada curiosidad la marcha de nuestras naves, hasta que las perdimos de vista cuando doblaron la punta de Cabo-Negro; detrás de la cual se extiende una espaciosa ensenada, defendida, no sólo por el fuerte Martin, sino por varias baterías rasantes. No muy lejos de la fortaleza que como saben mis lectores, guarda la entrada del río de Tetuán, empieza una cosa áspera y abrupta que termina en la antigua Regencia de Argel y que es el espanto de todos los hombres que surcan el mar, no sólo por las sombrías cortaduras de sus amenazadoras rocas, sino por la inhospitalaria barbarie de sus moradores en todos tiempos crueles y desalmados piratas. Conócese con el nombre de Costa de hierro, y en ella es donde, verdaderos nidos de águila, se levantan los peñones que España conserva en África, como un recuerdo de su pasada grandeza, o como una esperanza de sus futuros destinos.
A poco de haberse escondido la escuadra detrás del Cabo, una espesa e interminable humareda llenó el hueco que ofrecía en perspectiva la ondulada costa, y aunque debilitados por la distancia llegaron a nuestros oídos los pavorosos estampidos de cañón cada vez más frecuentes y aterradores. No es posible formarse idea del animado espectáculo que ofrecía entonces el Mediterráneo, sobre todo para nosotros, para los españoles que sabíamos lo que aquella niebla decía, lo que el eco nos anunciaba y que llegábamos con el alma donde no podíamos llegar con la vista. Sólo divisábamos el humo que se escapaba por los lados y por cima del Cabo, y sin embargo, lo veíamos todo con los ojos del corazón; y era tan profundo el sentimiento que nos embargaba, que no podíamos apartar la mirada de aquellas nubes de humo en donde encontrábamos nosotros todo el interés de una epopeya.
En el momento mismo en que nuestra Armada desmantelaba el fuerte Martin, el ejército alcanzaba otro nuevo triunfo contra las huestes mahometanas; el cañón de España retumbaba a la vez en el mar y en los bosques.
Era el anuncio de la heroica batalla de los Castillejos que dos días después había de excitar el entusiasmo de la patria y la admiración de Europa.