Recuerdos de la campaña de África: 03

Capítulo II

La noticia de la acción del 25 de noviembre, en que tan comprometido se vio el general Echagüe, acometido por fuerzas infinitamente superiores a las suyas, contribuyó a acelerar la partida para África del segundo cuerpo de ejército, al cual, como he dicho, me había agregado. El embarque se verificó en las playas del Trocadero, tan tristemente célebres en nuestros anales contemporáneos, como que fue allí donde se escribió la primera página de la restauración absolutista de 1823, o más bien, la última de aquel agitado período constitucional que inauguró Riego y cerró Angulema, con tanta mengua para España oprimida como para la Europa agresora.

Las playas del Trocadero ofrecían un espectáculo animadísimo y variado. Multitud de vapores poblaban el mar, y numerosas lanchas y bateas, aquellas llenas de hombres y estas de acémilas y caballos, surcaban las aguas, aproximándose a los vapores que desplegaban al viento su larga y flotante cabellera de humo. Dos muelles de madera improvisados, uno para el embarque de las tropas, ancho y espacioso, y otro con una machina en la punta para el trasbordo de las caballerías, facilitaban la operación, que sin esto hubiera sido pesada. Nada más pintoresco que ver a los caballos suspendidos en el aire, con las crines erizadas de espanto, agitándose temerosamente hasta caer desde el extremo del muelle, de donde se sentían arrebatados, a la chalana que les esperaba en el agua para trasladarlos al buque en que debían hacer su fatigosa navegación. No se encontró nunca el famoso Rocinante en tan grave aprieto como estos pobres animales, que cuando menos lo esperaban, y contra su voluntad decidida, pues casi todos resistían hasta el último momento la fuerza que les dominaba, se veían arrancados del suelo y obligados como el Pegaso fabuloso a pasar por la región de las águilas antes de entrar en los dominios de Neptuno. Uno de ellos se opuso cuanto pudo a la maniobra; maltrató con un par de coces a los marineros que le colgaban de la machina, produjo un alboroto en el muelle y salió escapado, con la nariz abierta y la boca llena de espuma, temblando de miedo y atropellándolo todo, como el caballo de Mazzepa perseguido por los lobos en la oscuridad de la noche y en la espesura de las selvas.

No lejos de allí, y cerca de la estación del ferro-carril, se embarcaban los soldados para la guerra, ansiosos de verter su sangre por su patria y por su honra. ¿Qué sentirían en aquel momento? No lo sé. Sus rostros expresaban una satisfacción sincera; y sin embargo, muchos de aquellos infelices pisaban por última vez la tierra en que habían nacido y en donde hubieran deseado quizás encontrar la sepultura, cuando la edad hubiese cargado de canas y desengaños su cabeza; y todos ellos tenían madres, o amadas, o amigos que los llorasen; corazones que iban a herir con la ausencia, con los presentimientos y con los peligros de la guerra a que se exponían; todos ellos, sí, por qué ¿quién; por oscuro y desdichado que sea, no tiene un alma que le acompañe en las sombras, y le siga en las adversidades de la vida?

No es posible describir el bullicio y la íntima alegría con que los soldados en quienes la patria había fundado sus esperanzas lisonjeras de gloria, se disponían para la navegación; ni es fácil recordar los chistes y donaires con que se despedían de los nativos lares para encontrar muchos de ellos una oscura tumba en las africanas arenas, donde no pocos de sus antepasados duermen también el sueño de los siglos: ¡donde las más vigorosas generaciones de España han vertido y verterán todavía su sangre! Los honrados vecinos de los pueblos inmediatos que habían acudido a presenciar la partida del ejército, saludaban con entusiasmo a los decididos campeones de nuestra honra; las lágrimas humedecían todos los rostros; las hermosas agitaban sus pañuelos; los niños sentían no poder blandir la espada para correr al combate; las madres... ¡las madres pensaban en aquellas que acaso no volverían a ver más a los hijos de sus entrañas!

Al anochecer la difícil operación del embarque había terminado; pero hasta más de las diez los vapores no levaron anclas. Reinaba una oscuridad profunda, interrumpida a intervalos por el amarillento resplandor de la luna, velada entre nubes y celajes; divisábase a veces la próxima costa como una mancha negra que se perdía en el espacio, y se veían esparcidas por el mar multitud de luces de colores que subían y bajaban, aparecían y desaparecían alternativamente, produciendo un efecto poético y maravilloso. Eran las luces de los buques que hacían las señales necesarias para salvar todos los riesgos de la navegación.

¡Qué admirable cuadro se presentó a nuestros ojos al romper el alba! El mar estaba tranquilo y sosegado como un león dormido, y halagaba nuestros oídos con el blando rumor de sus olas, levemente rizadas por el viento. Una faja rojiza se pintaba en el horizonte hacia la tierra africana, que no se divisaba aún, y no parecía sino que como continuación del mar de azuladas ondas por donde navegábamos, se extendía allá a lo lejos otro mar de ondas de fuego y grana. Las empinadas costas españolas pobladas de atalayas, monumentos vivos de aquellos calamitosos tiempos en que los mismos enemigos a quienes íbamos a buscar ahora en sus propias madrigueras, convertidos en bárbaros piratas, saqueaban nuestros pueblos, robaban nuestras mujeres y sembraban por las playas andaluzas y valencianas la desolación y el espanto, no se apartaban un momento de nuestra vista, medio ocultas en la vaga neblina que los vapores del mar y las auras de la mañana crean y esparcen. ¡Cuántos corazones detrás de las ásperas crestas de la patria palpitarían recordándonos a aquella misma hora!

A eso de las siete de la mañana pasamos por el Estrecho, y vimos el cabo de Trafalgar, donde la denodada marina española supo, sucumbiendo, conquistar para su patria una gloria imperecedera y brillante; porque los grandes pueblos lo son hasta en sus catástrofes y caídas.

Cuando el príncipe de Condé, después de la batalla de Recroi -el Trafalgar de nuestros tercios- en medio de un campo cubierto de cadáveres mutilados, encontró el cuerpo del conde de Fuentes traspasado de heridas y airado aun después de muerto, es fama que descubriéndose respetuosamente exclamó conmovido: -«A no haberme dado Dios la victoria, hubiera querido morir como este héroe.»

Hoy todavía, el inglés que nos venció en las aguas de Trafalgar, enseña con veneración y orgullo los restos de nuestras naves apresadas, y cuando la voz del amigo ingrato, para disculpar su torpeza, nos calumnia vergonzosamente, vuelve por nuestro decoro y repite saludando la memoria de Gravina, de Churruca y de Galiano: -A no haber vencido, hubiera deseado perecer como la valerosa armada de España [1]


¡Oh patria mía! ¡Qué glorioso es caer ante la posteridad como los gladiadores ante el César, guardando hasta en la agonía la grandeza de la propia fama!

Mas allá divisamos el Peñón de Gibraltar, caprichosamente iluminado por el sol, adelantándose hacia el mar, como si quisiera romper la débil lengua de tierra que le une a la península, avergonzado de que flote en sus muros una bandera extraña para confusión de la nación que la iza y del pueblo que lo consiente. Y enfrente de la roca inglesa vimos dibujarse en el espacio los agrestes picos de Sierra-Bullones, oscuros, siniestros y amenazadores, donde ya había corrido la sangre de nuestros hermanos, y donde muy pronto debía correr la de muchos de aquellos que los miraban a mi lado, ocultar sus elevadas cimas entre nubes eternas.

Tres horas después dábamos vista al campamento cristiano, establecido en las alturas del Serrallo; a Ceuta, que en los trances apurados hubiera podido servirnos de refugio, resguardada como está en robustas fortificaciones, y en último término al Hacho, a la antigua Ávila, alzándose solitaria del seno del mar, y desde donde el prevenido vigía cristiano observaba el movimiento del campo moro, contaba sus huestes y burlaba sus pensamientos de guerra, penetrando con ojo avizor para sorprenderlos en las enmarañadas angosturas de los valles y en las sombrías quebraduras de las rocas.

Dispuesto todo convenientemente desembarcarnos en Ceuta sin ningún contratiempo. A pesar de que nadie ignoraba la aparición del cólera en nuestras divisiones, la verdad es que nos sobrecogió a todos el aspecto lúgubre y horroroso que ofrecía la ciudad en el momento de nuestra llegada. No se daba un paso sin encontrar una camilla, sin ver un rostro lívido y desencajado, donde había impreso funesto sello la muerte. Ceuta estaba consternada; sus hospitales no bastaban ya a contener el número de enfermos que la epidemia arrancaba diariamente a la gloria y a la vida, y fue preciso habilitar para este servicio hasta los cristianos templos, donde en vez de dulces plegarias, se elevaron desde entonces al Señor de cielo y tierra tristes ayes y dolorosos gemidos. El mismo día de mi entrada cargaron delante de mí un carro de muertos para conducirlos al cementerio del Hacho, y aún resuena en mi corazón, helándole, el eco pavoroso que producía la caída y el golpe sobre la madera de aquellos troncos inanimados y fríos ¡poco antes llenos de vida y entusiasmo! La gente circulaba por las calles silenciosa y preocupada, apartando la vista con terror y lástima de la interminable fila de apestados que desde por la mañana hasta por la noche llenaba la ciudad, esparciéndose por todas partes; y en verdad que era para infundir espanto y sentimiento la vista de aquellos desdichados mártires de la patria, que mal cubiertos con una manta, sobre un lienzo manchado de sangre y conducidos en hombros de sus compañeros, en cuyos rostros se pintaban el recelo y la incertidumbre, cruzaban las calles de Ceuta, mostrando a la asustada multitud sus descompuestas fisonomías, sus vidriosos ojos, los convulsivos movimientos, en fin, de su agonía rápida y dolorosa. Después de haber ver recorrido y examinado la ciudad, cuya situaciones extremadamente pintoresca rodeada por el, mar, que parece pronta a saltar la frágil valla de tierra donde está fundado el barrio de la Almina, enderecé mis pasos hacia el campamento. Era ya anochecido cuando emprendí mi marcha, y gracias a la oscuridad que reinaba, tardé más de una hora en recorrer y atravesar el laberinto de magníficas fortificaciones que defienden la ciudad por parte de tierra, reforzadas, si no me es infiel la memoria, en el reinado de Felipe V, a poco de haber levantado el emperador de Marruecos Muley-Ismael el obstinado sitio que puso a la plaza en los últimos tiempos de Carlos II.

Apenas salvé el postrer puente levadizo, las luces y hogueras diseminadas en diversos puntos, me dieron a conocer el sitio que ocupaban los campamentos del ejército cristiano. Cualquiera que, sin antecedente alguno, hubiese observado de lejos la agradable perspectiva que presentaban las tiendas fantásticamente iluminadas por el rojizo resplandor de las hogueras, así como los soldados confusamente agrupados en torno de la llama y envueltos en nubes de humo que entreabría y disipaba el viento; y hubiese oído el vago y prolongado rumor que se exhala de las muchedumbres, como el murmullo del mar y de los bosques, habría creído aproximarse más bien a una romería que a un pavoroso teatro de escenas militares, más a un lugar de deleite que un campo expuesto a todos los azares de la peste y de la guerra.

Casi a tientas, y resbalando a cada paso en la tierra húmeda, y barrosa, pude llegar a la vanguardia del primer campamento, que era el de Prim, cuyo cuerpo de ejército había desembarcado en Ceuta uno o dos días antes que el mandado por el conde de Paredes. No me costó poco trabajo el dar con la tienda de unos oficiales conocidos míos, a los cuales pedí un guía para que me acompañase y dirigiese al campamento del general Echagüe, situado en las alturas del Serrallo, y a cuya vigilancia estaba todavía encomendada la guarda de los reductos recientemente construidos. Animábanme el deseo de abrazar al amigo de quien he tenido ocasión de hablar a mis lectores en mi anterior capítulo y no sé que secreto presentimiento que germinaba informulado aún en el fondo de mi corazón como presagio de una desventura desconocida e inesperada. Seguí, pues, precedido de un cazador de Vergara, el áspero y mal abierto sendero que conducía al Serrallo, tropezando y cayendo a cada momento, y llegué por fin cansado y rendido al término de mi viaje; ¡pero cuán inútilmente por mi desdicha!

En derredor de una hoguera había unos cuantos oficiales silenciosos y meditabundos. Acerqueme a ellos y les pregunté por la tienda de mi amigo. No le busque V. -me contestó aquel a quien me había dirigido- porque será en vano.

-¿Pues donde está?

-En el cementerio, repuso tristemente otro de los circunstantes.

¡Ay! Yo no podré decir lo que pasó por mi entonces; el dolor y la sorpresa ahogaron mi voz, y sólo al cabo de un rato de íntimo recogimiento, tuve fuerzas para preguntar a los oficiales que me habían dado la fúnebre noticia y que pertenecían al regimiento de mi desventurado amigo, los pormenores e incidentes de la desgracia que invisiblemente nos había herido.

Poco tuvieron que contarme; la víspera de nuestra llegada a Ceuta había caído enfermo; cuando al día siguiente preguntaba por él a sus compañeros, estos no sabían siquiera el sitio donde descansaban sus restos mortales...

¡Qué pronto se olvida en la guerra!

Cuando me preparaba a volverme, tropecé con un bravo capitán de caballería, agregado al Estado Mayor de Echagüe, a quien había conocido y apreciado en Madrid.

-¿Usted por aquí? me dijo abrazándome con efusión.

-Aquí he venido a ver como luchan Vds. contra el cólera y contra los bárbaros.

-Venga Vd. a mi tienda y charlaremos un poco, añadió atrayéndome amistosamente.

Seguile, en efecto, y penetré bajo el débil abrigo de lona que le resguardaba de los abundantes rocíos, de los impetuosos vientos y de los desencadenados temporales de aquella tierra salvaje y maldita.

Vivían con mi amigo tres oficiales más. Uno de ellos estaba indolentemente tendido en su cama de campaña, estrecha como un féretro, viendo como se desvanecían las espirales de humo de su cigarro, y los otros dos jugaban al ajedrez sentados en incómodas banquetas y sosteniendo el tablero en las rodillas.

La tienda, débilmente iluminada por un cabo de vela de esperma, acomodado en una botella vacía, tenía un carácter original y caprichoso. De los palos que la sostenían, colgaban sables, revolvers, gumías cogidas en los días anteriores a los moros, un bastón de ayudante y varias carteras de viaje. Los habitantes de esta casa de lienzo habían tenido la precaución de arrancar todas las yerbas en el espacio que su vivienda ocupaba, el cual aparecía limpio y liso como la palma de la mano. Arrimadas a las paredes de la tienda estaban las camas, y en los huecos que mediaban de una a otra se veían amontonados, en agradable confusión, los arreos de los caballos, las maletas, las cajas de vino y de provisiones, platos, vasos y tarteras. Era un extraño conjunto de cosas heterogéneas; una especie de sepulcro egipcio donde nada faltaba para que sus habitadores pudiesen hacer sin ningún contratiempo el viaje a la eternidad.

Sentámonos mi amigo y yo sobre una cama, con mucho cuidado a fin de no desvencijarla, y le insté para que me diese cuenta del estado del campamento, de la vida que hacía, y de los obstáculos con que tropezaban en la lucha.

Por él supe los inmensos trabajos que había pasado la división Echangüe, durante los días en que desempeño tan gloriosamente la misión de defender sólo nuestra honra en las agrestes soledades de Sierra-Bullones; las dificultades que había tenido que vencer; la sangre que había derramado para conquistar palmo a palmo, contra una muchedumbre de moros montaraces y fanáticos, el terreno en que nos encontrábamos, cercado por todas partes de espesísimos bosques, casi impenetrables a la luz del día, y dominado por sierras escabrosas, llenas de precipicios y barrancos, ignorados de nuestros valientes. Me refirió la acción del 25, en que el general Echagüe se vio a punto de caer en manos de las feroces cabilas con quienes lidiaba, y celebró el arrojo de nuestras tropas que todo lo arriesgaban sin vacilar, impulsadas por su acendrado patriotismo. Trazome un cuadro conmovedor de los estragos que hacía la epidemia, cada vez más inclemente y devoradora; única preocupación del soldado, que al preguntarle por cualquiera camarada enfermo respondía siempre: «Tiene eso que corre», como si tuviera miedo de excitar, nombrándole, las silenciosas iras del cruel azote que diezmaba nuestras filas más que el plomo mahometano.

Me habló de la llegada del conde de Lucena, y del efecto mágico que produjo en el ánimo del soldado, algún tanto abatido; de las deshechas tempestades y de los huracanes violentos que descargaban sin interrupción su furia sobre el campo cristiano, y ofreció enseñarme a la mañana siguiente las posiciones conquistadas por el ejército: la Mezquita, el Serrallo, los reductos, la sombría cortadura del boquete de Anghera, y por último el sitio en que se habían dado todas las acciones.

Cuando al amanecer del nuevo día corrí lleno de impaciente curiosidad en busca de mi amigo encontré su puesto vacío: había sido conducido al hospital de coléricos poco antes de la madrugada.

Tal fue el primer día de mi estancia en África.


Referencias

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  1. En la Historia del Consulado y del Imperio, M. Thiers con una parcialidad manifiesta pretende echar sobre la escuadra española el borrón que recayó sobre la francesa en el tremendo desastre de Trafalgar; pero con una generosa nobleza que les honra mucho, algunos escritores británicos salieron a nuestra defensa, desmintiendo vigorosamente las falsas y mal intencionadas aserciones del historiador francés.