Recuerdos de Valladolid

​Recuerdos de Valladolid
Tradición
 de José Zorrilla
del tomo cuarto de las Poesías.
- I -


DON TELLO

 Señora, por vida mía
que os di siete meses más,
y es un plazo que quizás
concederos no debía.
¿Paréceos aún poco?

DOÑA ANA

                             No.

DON TELLO

 Pedisteis un año.

DOÑA ANA

                         Sí.

DON TELLO

 Si año y medio os concedí,
¿qué más hacer pude yo?
Don Juan de Vargas no viene.

DOÑA ANA

 Harto, por mi mal, lo sé.

DON TELLO

 Pues que tanto os aguardé,
no esperar más me, conviene,
que fuera lance fatal
que mi imprudencia pudiera
dejar que don Juan volviera
con derecho al mío igual.

DOÑA ANA

 Tenéis, don Tello, razón.
Pedí por término un año,
pues tan fiero desengaño
no aguardó mi corazón.
Prometí que si en todo él
el de Vargas no volvía,
con vos me desposaría:
¡creíle menos infiel!
Año y medio me esperó,
don Tello, vuestra nobleza,
y en tan hidalga grandeza
no habré menos de ser yo.
A mi padre responded
lo que os dije; vuestra soy;
mas si don Juan vuelve hoy…

DON TELLO

 Doña Ana, el labio tened,
o mirad lo que decís.

DOÑA ANA

 Si acabar no me dejáis…

DON TELLO

 No, que o todo lo negáis,
o todo lo consentís.
Vuestra fe daréis entera,
como os la pide, a don Tello,
que si Vargas vuelve, en ello
yo sé bien lo que me hiciera.

DOÑA ANA

 ¿Que decís, Tello?

DON TELLO

                             Doña Ana,
yo os pedí para mujer;
mirad si lo habéis de ser,
y vuelva Vargas mañana.

DOÑA ANA

 Que sí os dije; pero si hoy
viniera Vargas, ya no.

DON TELLO

 Ya en eso me veré yo,
pues vuestro marido soy.

DOÑA ANA

 Pues, don Tello, si viniera…

DON TELLO

 ¡Vive Dios, que le matara,
pues porque yo os esperara
no era justo que os perdiera!

DOÑA ANA

 ¡Don Tello!

DON TELLO

                         Miradlo bien,
que pues más no he de esperar,
conmigo habéis de casar
si viene, y si no, también.

DOÑA ANA

 Don Tello, pues ha de ser,
no haré en ello oposición;
ya que tenéis la razón,
mirad lo que habéis de hacer.


Esto hablaban una tarde,
ya muy cercana la noche,
doña Ana Bustos Mendoza
y don Tello Arcos de Aponte.
Iguales en lustre ostentan
sus heredados blasones;
ella envidia de las damas,
él galán entre los hombres.
Y ella hermosa, y él valiente,
por especiales razones
unirlos en casamiento
sus parientes se proponen.
Don Tello adora a doña Ana,
mas como valiente noble,
ha más de un año que espera
que su afán se le malogre,
porque ha tanto que la niña
tiene asentado en otro hombre
el pensamiento amoroso,
y ni sosiega ni come.
Es su amor don Juan de Vargas,
que a Italia oculto fugóse
por no sé qué muerte oculta
en las sombras de la noche.
Mas don Juan desde aquel día
tan de veras ocultóse,
que de su estado y persona
cartas ni amigos responden.
En vano tras nuevas suyas
se rastrearon en la corte
mil exquisitas pesquisas,
mil cortesanos favores.
La justicia dióle libre,
el mismo Rey perdonóle;
pidieron a todas partes
cartas y noticias dobles;
mas en todas fueron vanos
al misterio que lo esconde,
los parabienes presentes,
las antiguas precauciones.
De todas partes los pliegos
vuelven bajo el mismo sobre,
porque en ninguna parece,
ni en ninguna le conocen.
Cansado por fin don Tello
de plazos y condiciones,
y recelando que al cabo
parezca don Juan y torne,
resuelto y tenaz decide
que, pues año y medio corre,
de grado o de valimiento
se cumpla cuanto pactóse.
Y la verdad, que doña Ana,
más tibia ya en sus amores,
no con enojos escucha
de don Tello las razones,
ni estorba que la festeje,
ni que vista sus colores,
ni entre en su casa de día,
ni que sus rejas la ronde;
porque en esto de firmezas
en ausencias y en amores,
era sin duda lo mismo
que en nuestros tiempos, entonces.
Quedó, pues, dicho y jurado
que, excusadas dilaciones,
la boda se concluyera
dentro de la misma noche.
Y en todo Valladolid,
cuantos hay vecinos nobles,
a dar sus enhorabuenas
a los novios se disponen.
Mas es preciso advertir
que mientras en los salones
danza y festejos preparan
juntos Mendozas y Apontes,
las puertas del Campo Grande
cruza a resuelto galope,
embozado en una capa,
sobre un potro negro, un hombre.

Es una noche de Octubre
que la atmósfera encapota
entre las dobles cortinas
de la niebla y de la sombra.
En ráfagas desiguales
el cierzo a intervalos sopla,
quebrándose en las esquinas
con voz destemplada y bronca.
Lucen en ellas apenas,
como sombras vaporosas,
mas esparcidos, faroles
que entre la niebla se ahogan.
Y a su esplendor vacilante,
por las calles tortüosas
apenas a ver se alcanza
de los que pasan la forma;
que no es tan tarde, que en sueño
la ciudad repose toda,
ni tan pronto, que aun excusen
los rondadores su ronda.
Oyese el sordo murmullo
de las fugitivas ondas
con que el revuelto Pisuerga
ambas orillas azota;
y entre su son temeroso,
la voz compasada y ronca
con que las huecas campanas
al toque de ánimas doblan.
Allá por sobre las cercas
que el Campo Grande aprisionan,
turbias luces se perciben
por entre ventanas rotas,
a cuya opaca lumbrera
algún penitente ora,
y con el llanto del monje
las culpas del hombre borra;
o algún sabio solitario,
en meditación más honda,
del vano mundo desprecia
la mal olvidada pompa.
¡Cuán grato es ir sin camino,
con el corazón a solas,
en la deliciosa calma,
de la noche silenciosa,
sin testigos que sorprendan
sobre la faz melancólica,
las lágrimas que se escapan
de los ojos gota a gota!
Noche, consuelo del triste,
bendita tu amiga sombra,
entre cuyos densos pliegues
no se avergüenza quien llora.
Yo también, triste poeta,
al compás del arpa ronca
te rindo tributo en lágrimas,
plegarias de mis memorias;
y una y mil veces bendigo
tu espesa tiniebla lóbrega,
desciñendo las guirnaldas
que el arpa cansada adornan.
Noche, consuelo del triste,
bien haya tu amiga sombra,
entre cuyos densos pliegues
no se avergüenza quien llora.

Cruzando del Campo extenso
la soledad misteriosa,
a lentos pasos camina
un hombre, de cuya forma
se distingue solamente
la pluma que en alto flota,
las espuelas en que acaba,
y la espada que le abona.
Lo demás de su figura
lo velan, guardan y embozan
los secretos de una capa
en que envuelve la persona.
Ganó la vuelta a la plaza
por, una calleja corva,
de casa en casa pasando,
señas tomando de todas.
Delante de una al tenerse,
que de palacio blasona,
«Ésta es», dijo, y en la puerta
la mano atrevida posa.
Mas no bien dentro del patio
el son de la aldaba dobla,
corriendo dentro un cerrojo,
un hombre al dintel asoma.
Haciendo paso al que sale,
el que iba a entrar se reporta,
y al tiempo mismo en su rostro
reflejó la luz dudosa.
—¡Don Juan1—¡Don Tello!—exclamaron
en voz descompuesta y honda
ambos a dos personajes,
como quien duda y se asombra.
—¿A don Juan mirando estoy?
—¿A quien veo es a don Tello?
—¡Por Dios, que no erráis en ello!
—Ni vos en mí: don Juan soy.
—Seguidme.
—¿Adónde?
—A reñir.
—Vamos; mas reñir, ¿por qué?
—Seguidme, don Juan, que a fe
Que os lo tengo de decir.—
Calló don Juan, y don Tello,
en faz decidida y torva,
«por aquí», dijo, y airado
la vuelta del Campo toma.

Los estoques en la mano,
sueltas en tierra las capas,
están dos hombres a punto
de cerrarse a cuchilladas.

DON TELLO

 Reñid, don Juan, o vos mato.

DON JUAN

 Grande será vuestra cansa,
don Tello; mas, ¡vive Dios,
que yo en saberla me holgara!

DON TELLO

 Reñid, don Juan.

DON JUAN

                             Vos, parece
venís a reñir con rabia;
mas yo, que ignoro…

DON TELLO

                             O reñís,
u os asesino a estocadas.

DON JUAN

 ¡Tello!

DON TELLO

             Reñid, ¡voto a Cristo!

DON JUAN

 Mas decid una palabra,
una razón, un pretexto,
y riño.

DON TELLO

         ¡Pese a mi alma!
¿En Valladolid no estáis?

DON JUAN

 Bien se ve.

DON TELLO

                 Y ¿a quién buscabais?

DON JUAN

 A doña Ana de Mendoza.

DON TELLO

 Reñid, pues, que esa es la causa.

DON JUAN

 A doña Ana ¿Qué…

DON TELLO

 Esposa mía…

DON JUAN

 ¿Es?

DON TELLO

             Será.

DON JUAN

 ¿Cuándo?

DON TELLO

                Mañana.

DON JUAN

     Defendeos bien, don Tello,
que la razón es sobrada.


Cruzáronse los estoques,
adelantaron las dagas,
y empezaron los aceros
do acabaron las palabras.
El ruido de entrambas hojas
en la obscuridad sonaba,
sin que en la sombra se alcance
cuál es más feliz de entrambas.
El aliento a resoplidos
ambos, fatigados, lanzan;
mortales golpes se tiran,
mortales golpes se paran.
Sin duda que corre sangre,
sin duda el brazo se cansa,
porque los golpes son menos,
la respiración más tarda.
Y sin duda que es temible
la contienda solitaria;
don Tello no cede un paso,
don Juan un paso no avanza.
No suena un golpe que a fondo
recto al corazón no vaya;
no hay un quite que no pare
la postrimera estocada.
Es el brazo que defiende
tan fuerte cómo el que ataca,
que a acertar un solo golpe,
con él la lid acabara.
Jura el uno, calla el otro,
ni uno cede, ni otro avanza;
con más arrojo don Tello,
don Juan con mejor constancia;
y en vano son los ardides,
los esfuerzos y las mañas,
los amagos engañosos,
las embestidas trocadas.
Siempre un golpe encuentra un quite,
siempre un estoque una daga,
y un esfuerzo inesperado
una defensa pensada.
Entrambos desfallecidos,
pierden tierra, y tierra ganan;
mas en ganar y en perder,
siempre es igual la ventaja.
Desesperado don Tello,
don Juan en siniestra calma,
así igualmente se estrechan,,
o igualmente se rechazan.
Y está la muerte dudosa
en ambos aposentada,
la mano en entrambas vidas
sin atreverse con ambas.
Abrasado al fin don Tello
en el volcán de su rabia,,
no mirando ya su honra,
sino sólo su venganza,
viendo que don Juan no cede,
y que él tampoco adelanta,
pensó en ganar por traidor
lo que por audaz no gana.
Y cerrando más brioso
con tan traidora esperanza,
como si alguno amagase
a don Juan por las espaldas,
gritó: «¡Tente! ¡No le mates!»,
y al volver don Juan la cara,'
hasta la cruz escondióle
dentro del pecho la espada.
Cayó don Juan, y don Tello,
ganando apenas su casa,
guardó en la vaina su estoque,
y su secreto en el alma.


- II -

Lejos del mundo y de su pompa vana,
harto de juveniles devaneos,
el polvo hollando que la raza humana
encierra en sus placeres y deseos,
renunciando su gala cortesana
y de su clara estirpe los trofeos,
en celda estrecha y solitaria habita
un austero y humilde cenobita.
Pasó su juventud en ardua guerra
derramando su sangre generosa
por ensanchar los lindes de su tierra
y engrandecer su patria poderosa.
En el valle acampó, saltó la sierra
tremolando la enseña victoriosa,
y los vencidos le debieron leyes,
conquistas su nación, oro sus reyes.
Hoy, porque al mundo su valor asombre,
o porque su valor ponga en olvido,
vela en el claustro el opulento nombre
con que ha valiente capitán vivido;
y olvida con lo mísero de hombre
cuanto de grande e ínclito ha tenido,
curando en santa y religiosa calma
las hondas cicatrices de su alma.
Que entre ásperas y crudas penitencias,
buscó su Dios el alma atormentada
por el revuelto golfo de las ciencias,
por el desierto de la inmensa nada;
así avivó su fe con sus creencias,
así acalló su carne macerada;
mas en lucha tenaz consigo mismo,
en sus creencias encontró un abismo.
Creyó y dudó; y en duda irreverente,
tornó a creer, y recayó en la duda;
hundió en el polvo la humillada frente,
en su cuita a su Dios pidiendo ayuda;
creyó segunda vez, pero igualmente
dudó segunda vez el alma ruda;
oró, su pertinacia castigando,
mas creyendo dudó, y creyó dudando.
Doquier su incertidumbre y su impericia,
el orden de las cosas reprochaba;
la virtud presa, impune la malicia,
doquier de sus creencias recelaba;
mal segura y torcida la justicia,
de la justicia celestial dudaba,
y de los males del viciado suelo,
culpa argüía en el dormido cielo.
Con sus dudas así y con sus creencias,
arrastraba el severo capuchino
su vida entre recónditas dolencias,
y dudaba tal vez de su destino.
En vano con austeras penitencias
pedía al cielo sa favor divino;
siempre acosaba al pensamiento adusto
la duda de lo justo y de lo injusto.
Siempre sus penitentes oraciones,
y su estudio, y sus horas solitarias,
turbaban sus incrédulas ficciones,
siempre con causas o con hechos vanas;
ni el turbulento mar de sus razones
sosegaban su llanto y sus plegarias,
que cuanto más oraba penitente,
se rebelaba el corazón demente.
El pueblo, al contemplar su faz severa,
que con el tosco capuchón ceñía,
el paso grave, la mirada austera,
la barba que a los pechos le caía,
su misteriosa forma pasajera,
que tan sólo en el templo aparecía,
reputación de justo le otorgaba,
y por justo varón le respetaba.
El sabio que en su cámara medita,
en un confuso libro amarillento,
las ideas que el sabio cenobita
creó en la soledad de su convento,
viendo que su honda creación gravita
sobre su aventajado pensamiento,
ambas razones balanceando, cede,
y el renombre del sabio le concede.
Mas tal es la mundana inconsecuencia
y el frágil peso del consejo humano,
que yerra el corazón, yerra la ciencia
en el juicio más fácil y liviano:
en medio de su airada penitencia,
presa a su vez del pensamiento humano,
bajo el sayal del hombre penitente,
el incrédulo habita impunemente.
Doquiera le mantiene arrebatado
honda meditación que le divierte
por el gran laberinto en que, obcecado,
razones busca a la insensata suerte;
y el mundano doquier cura engañado
de que en su arrobo el justo no despierte
y la sagrada inspiración no acuda;
mas el sabio no adora, sino duda.

Es una mañana clara
de una fresca primavera;
la brisa arruga ligera
la hierba, el agua y la flor.
El sol asoma al Oriente
su cabellera inflamada,
y alza el ave en la enramada
dulces himnos al Criador.
Orlan el campo las perlas
que ha derramado el rocío,
murmura allá abajo el río
la orilla al acariciar;
y en niebla azulada y tenue
que remeda al limpio cielo,
vapores exhala el suelo
de jazmines y azahar.
La inquietas mariposas
despliegan sus cien colores,
columpiándose en las flores
con revoltoso bullir,
posando en todas livianas;
sólo al lindel dejan sola,
sin sus besos, la amapola
el tosco vaso al abrir.
Ostenta cuantos primores
en su ancho tapiz encierra
a la luz del sol la tierra
respirando juventud.
Todo es calma, luz y vida
en la dulce primavera;
mas ¡ay, cuánto es pasajera
su belleza y su quietud!
También gozó de su infancia,
su vigor y su opulencia,
esa ciudad, de existencia
más remota y más feliz;
mas si no alcázar de reyes,
aun conserva la nobleza
en que muestra su grandeza
lo que fue Valle—de—Olid.

. . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . .

A un lado del Campo Grande,
en un balconcillo estrecho,
el codo en el antepecho,
sobre la mano la sien,
un austero capuchino
el campo está contemplando,
la baja tierra mirando
con religioso desdén.
Si sufre, goza o medita,
si bien ríe o males llora,
si desespera o si ora,
es difícil de atinar.
Los ojos fijos en tierra,
la tez rugosa, amarilla,
en la palma la mejilla,
siempre en el mismo lugar,
siempre en la misma postura,
en el mismo arrobamiento,
sin voz y sin movimiento,
sin aparente razón;
insondable el alma viva
tras aquella estampa muda,
una cifra es de la duda
de imposible comprensión.
Al pie del mismo convento,
en paseo solitario,
desde la iglesia al osario
vagar un hombre se ve;
ambos brazos a la espalda,
hasta la ceja el sombrero,
larga daga, agudo acero,
y espuela dorada al pie.
Su pensamiento no aclaran
su talante ni su paso;
tal vez estará al acaso
y sin voluntad allí;
creeráse que reconoce
el lugar en que se mira;
se tiene, calla, suspira,
viene y va, y constante así.
Del cementerio a la iglesia,
de la iglesia al cementerio,
siempre en el mismo misterio,
siempre en el mismo vagar,
ni él ve al monje que a su reja
asomado ora o medita,
ni se cura el cenobita
su ocupación de acechar.
Seméjase el capuchino
a un ilustre prisionero,
y semeja el caballero
el vencedor capitán;
mas el uno en su ventana
en imperturbable vela,
y el otro en su centinela,
indiferentes están.
En esto, del fin del campo
que ambos a espalda tenían,
uno tras otro venían
dos hidalgos a la vez.
La del primero era fuga,
la del otro seguimiento,
y víase bien su intento
en su tenaz rapidez.
Desarmado el de delante
y la faz desencajada;
en la derecha la espada,
ya cerca el perseguidor.
Ambos a par se empeñaban
en su fuga y su denuedo;
el de delante era miedo,
el de atrás era furor.
«¡Detenerlos!» ,gritó el monje:
tornó el caballero el gesto,
y un punto en el mismo puesto
viéronse iguales los tres.
Mas antes que el más cercano
acudiera al homicida,
el otro cayó sin vida,
bañado en sangre, a sus pies.
Seguir al vivo era en vano;
como una sombra fugóse;
al desplomado tornóse,
mas era inútil también;
y antes que reconociese
de la herida la malicia,
llegó a punto la justicia
gritándoles que se den.
Prestó atención exquisita
desde lo alto el capuchino:
«¡Éste es, éste, el asesino!,»
a la ronda oyó decir.
Requirió el preso su espada
para dar final respuesta,
pero otra mano más presta
vino su intento a impedir.
—Déjese sin fuerza, hidalgo,
y hacia la cárcel se apronte.
¿Quién es?
—Don Tello de Aponte.
—Préndanle y vengan en pos.
Cerró el monje la ventana,
la prisión injusta viendo,
con voz cóncava diciendo:
«Si no hay justicia, no hay Dios.»


- III -

Tras una mesa cubierta
con un terciopelo verde,
en tres sillones de brazos
están sentados tres jueces.
En más ínfimo lugar,
y de ellos frente por frente,
espera en silencio un hombre
sentado en un taburete.
Serenos tiene los ojos,
alta y tranquila la frente,
el rostro descolorido,
y ambos pies en un grillete.,
Mas nada hay en su persona
que a imparciales ojos muestre
que tan orgulloso porte
acompañe a un delincuente.
Que es noble, se ve en su nombre;
que es criminal, en las leyes;
que no es traidor, en su rostro;
y en su talle, que es valiente.
Mas que importa su custodia
se ve bien en los mosquetes
que esparcidos por la sala
las entradas la defienden.
Por las puertas y tapices
se alcanzan confusamente
las cabezas apiñadas
de la multitud que atiende.
Y en el inquieto murmullo
que discurre entre la gente
se ve que todos escuchan,
pero que pocos entienden.
Confusas, distantes, rotas,
concebirse apenas pueden
de preguntas y respuestas
las razones diferentes.
El juez pregunta, y el reo
responde; los escribientes
escriben; los guardias guardan,
y el pueblo murmura siempre.

EL JUEZ

 ¿Quién sois?

EL REO

                 Un hombre.

EL JUEZ

                             ¿Su nombre?

EL REO

 Don Tello de Aponte soy.

EL JUEZ

 Levantaos.

DON TELLO

                 Bien estoy.

EL JUEZ

 Ved que soy el juez.

DON TELLO

                     Yo el hombre.

EL JUEZ

 Ved que es fuerza obedecer.

DON TELLO

 Que me desaten decid,
o en preguntar proseguid,
que así os he de responder.

EL JUEZ

 ¿Matasteis a un hombre?

DON TELLO

                                 No.

EL JUEZ

 Con el muerto os sorprendieron,
y os acusan.

DON TELLO

                     Pues mintieron.

EL JUEZ

 Fue la justicia.

DON TELLO

                     Mintió.

EL JUEZ

 Esta espada, ¿de quién es?

DON TELLO

 Si en esta mano estuviera,
mejor ella lo dijera.

EL JUEZ

 ¿No os la hallaron?

DON TELLO

             Sí, a los pies.

EL JUEZ

 ¡Bañada en sangre!

DON TELLO

                 Es así.

EL JUEZ

 Y un hombre teníais muerto
junto a vos.

DON TELLO

                     También es cierto.

EL JUEZ

 Luego fuisteis…

DON TELLO

 Yo no fui.

EL JUEZ

 Decid, pues, ¿quién le mató?

DON TELLO

 Un hombre que le seguía.

EL JUEZ

 ¿Cuyo nombre?

DON TELLO

                             El lo sabría
Y si no se huyera, yo.

EL JUEZ

 Luego ¿huyó?

DON TELLO

             Dije que sí.

EL JUEZ

 ¿Le conocierais a verle?

DON TELLO

 Mal pudiera conocerle
si nunca el rostro la vi.

EL JUEZ

 ¡Bien lo fingís!

DON TELLO

                     Bien lo cuento,
que esto solo aconteció.

EL JUEZ

 ¿Confesáis el crimen?

DON TELLO

                                 No.

EL JUEZ

 Pues ponedle en el tormento.

DON TELLO

 Vedlo bien.

EL JUEZ

                     Lo vi.

DON TELLO

                             Pues voy;
pero mirad que inocente.

EL JUEZ

 Vos nombraréis delincuente.

DON TELLO

 Puede ser, pues hombre soy.
Mas si el dolor da por mí
alguna declaración,
anulo mi confesión,
y en cuanto diga, mentí.


Sacáronle de la sala,
y en sus sillones los jueces
callaron, mientras susurra
en son siniestro la plebe.
A verse en la puerta alcanza,
que en el fondo el salón tiene,
una alfombra de cabezas
que bullen eternamente;
un montón desordenado
de ojos de hombres y mujeres,
que giran en muchos gestos,
ya curiosos, ya impacientes.
Acá y allá algunas damas,
que en los tupidos dobleces
de un velo en que acaba un manto,
la faz ruborosa envuelven.
Y esta multitud inquieta
cuchicheando sordamente,
esperando alguna cosa
de otra cosa que sucede;
ya de parte de don Tello,
ya de parte de los jueces,
y ya bien, como en comedia,
aguardando lo siguiente.
Dispuesta del mismo modo
a escuchar lo que dijeron,
a partir cuando se acabe,
y a esperar mientras la dejen,
forma un susurro monótono
que por el aire se extiende,
y un acento sin palabras
en la atmósfera mantiene.
Los centinelas pasean,
el escribano se duerme
con la barba sobre el puño,
y el puño entre los papeles.
Los galanes, rostro a rostro
plática entablada tienen,
que amantes, serán amantes
dondequiera que se encuentren.
Los muchachos, la paciencia
con aquel silencio pierden,
y hacen los viejos a solas
comentarios de las leyes,
en favor de la justicia
que andaba allá en sus niñeces,
porque sin duda es muy bueno
lo malo que se nos pierde.
Así en paciencia o enojo
mantuviéronse igualmente,
en son confuso de muchos,
jueces, soldados y plebe.
Alzóse al fin la cortina;
impusieron los corchetes
silencio, y todos los ojos
tornáronse de repente.
Retratada en el semblante
la agonía de la muerte,
salió el primero don Tello,
que apenas basta a tenerse.
Alzáronse en el salón
vagos murmullos al verle,
que más que a satisfacciones,
a amenazas se parecen;
mas a una señal airada
de los irritados jueces,
y a la vista de vecinas
alabardas y mosquetes,
reinó el silencio en la sala
capitulando la plebe,
que cuanto más atrevida,
es tanto menos valiente.

EL JUEZ

 (¿Confesó?)

UNO

             (Confeso está.)

EL JUEZ

 Decid, pues, ¿quién le mató?

DON TELLO

 El asesino soy yo,
si no estáis cansados ya.

EL JUEZ

 Hablad más claro.

DON TELLO

                         El tormento
dejó menos fuerza en mí;
a todo digo que sí,
pero en cuanto digo miento.

EL JUEZ

 ¿Le matasteis?

DON TELLO

                 Le maté.

EL JUEZ

 ¿Por acaso o por razón?

DON TELLO

 Por intento y a traición.

EL JUEZ

 ¿La razón?

DON TELLO

                     Yo me la sé.

EL JUEZ

 Decidla si la tenéis.

DON TELLO

 ¿No basta que le matara?

EL JUEZ

 Sí, por cierto, que bastara.

DON TELLO

 Ruégoos, pues, que despachéis.

EL JUEZ

 Sobre ese libro jurad
que por traición le habéis muerto.

DON TELLO

 Dadme el libro; todo es cierto;
jurado está, y despachad.


Entró en esto, atropellando
por los guardias y la gente,
sin que curiosos ni guardias
bastasen a detenerle,
un capuchino severo,
de luenga barba, ancha frente,
claros ojos, tallo erguido,
grave paso y voz solemne.
Sin duda por sus virtudes
alto respeto merece,
porque todos en silencio
aparentan conocerlo.
Díjole el juez: «Perdonadnos,
porque, en vela de las leyes,
somos por nuestro destino
hombres afuera, aquí jueces.»
Y con acento más firme,
al capuchino volviéndose,
en ademán imperioso
díjole: «Padre, ¿qué quiere?»
El religioso, sereno,
en faz y gesto imponente,
contestó: «Apoyo del justo,
que la justicia no yerre.»

EL JUEZ

 Si erró la justicia acaso,
nos fuera ayudarla en gozo.
Decid dónde.

EL MONJE

                 En este mozo,
que ya con ánimo escaso
habló a impulsos del dolor,
y en cuanto dijo ha mentido.

DON TELLO

 Padre, tarde habéis venido,
y que os volváis es mejor.

EL MONJE

 Escuchadme.

EL JUEZ

                 Ya es en vano.

EL MONJE

 Oídme.

EL JUEZ

         Dije que no.
Como reo confesó,
y juró como cristiano,

EL MONJE

 Ved que ha de saberlo el Rey,
y que en ello soy testigo.

EL JUEZ

Yo no soy quien le castigo,
que escrita me dan la ley.

EL MONJE

 Mirad que él no le mató,
que desde un balcón lo vi;
no es el reo.

EL JUEZ

                 Será así.

EL MONJE

 ¿Condenáisle?

EL JUEZ

                     Confesó.

EL MONJE

 Ha mentido.

EL JUEZ

             No lo sé.
Don Tello, otra vez jurad.

DON TELLO

 ¿Queréis matarme? Acabad;
juro que a un hombre maté.

EL JUEZ

 Pues veis que otorga el delito,
dejadle sufrir la pena.

EL MONJE

 ¡Ved que el miedo le condena!

EL JUEZ

 Padre, en la ley está escrito.

Quedó el monje meditando
del reo la confesión,
inmóvil en el salón,
de lo que mira dudando.

Firmó la sentencia el juez,
y del estrado al bajar,
en voz alta a preguntar
volvióle el monje otra vez:
—¿Conque muere?
—Vedlo vos,
contestó el juez: y aun dudando,
fuese el monje murmurando:
«¡Si no hay justicia, no hay Dios!»

El sol, en trémulas hebras,
tornasolando los aires,
tranquilo radiante y puro,
en colores se deshace.
Doquier el pueblo se agolpa,
doquier los balcones abren,
en faz de ver o esperar
lo que pasa, o lo que pase.
Doquier bellas en las rejas,
doquier hidalgos galanes,
doquier desenvueltas mozas,
clérigos y militares.
Todo es turba y movimiento,
tropezar y atropellarse;
todos van hacia la plaza,
ganando esquinas y calles.
Todos por bajo platican
cual si una historia contasen
que prenguntándola todos,
todos a la par la saben.
Comprenderse apenas pueden
en razones desiguales,
la razón de lo que a todos
tan afanosos los trae.
Óyense en palabras sueltas,
entre otras mil estas frases:
—Es justicia. —Son las doce.
—¡Quien tal hace, que tal pague!
—Del Rey aguardan indulto.
—Ya daban vuelta a la cárcel.
—Hace ocho días. —Es noble.
—¡Sálvele Dios!—¡Pobre fraile!—
Y a veces, allá a lo lejos,
en lastimosos compases,
otra voz reza o pregona
con acento suplicante.
Hierve en la plaza la gente,
puertas cierran, rejas abren,
y a un tiempo todos los ojos
se vuelven hacia una calle.
Por ella, en orden siniestro,
muchos soldados delante,
de dos en dos muchos hombres,
a otro hombre a la plaza traen.
Atadas tiene las manos,
descolorido el semblante,
descubierta la cabeza,
desaliñado en el traje;
sin valona y sin espada,
capotillo ni acicates,
sobre una enlatada mula,
y acompañado de un fraile.
Van detrás algunos monjes
de varias comunidades,
con cirios que al sol del día,
aunque no le alumbran, arden.
Los ministros de justicia,
el reo y el pueblo parten,
y el pregonero decía
en lúgubre son delante:
«Ésta es la final sentencia
que hoy debe de ejecutarse
en don Tello Arcos y Aponte
por mano de Luis Hernández,
ejecutor por el Rey …»
Y al transponer una calle,
perdióse con el bullicio
la sentencia con la frase.
Abrióse la muchedumbre
y entraron con paso grave
dentro de la plaza juntos
los que vienen y el que traen.
Llegados a una escalera
con que unos maderos hacen
ancha subida a un cadalso,
dijo una voz: «Que le bajen.»
Bajó el reo, y en la escala
el religioso sentándose,
díjole con voz inquieta
que de hinojos se postrase.
Así fue, y ambos quedaron
en posición semejante,
sin que sus tenues palabras
alcanzara osado nadie.
Mas sobre el hombro del reo
algún ojo penetrante,
a saberlo, ver pudiera
el ojo atento del fraile.
Y en su inquietud confiada,
más bien que reconciliarle,
víase que era dar tiempo
a que tiempo se ganase.
Avisóle la justicia;
se alzó el reo, calló el padre;
llegaron hasta el cadalso,
y tornaron a postrarse.
Tornó a avisar la justicia
y a la confesión el fraile,
y más de las doce y media
señalaba ya el cuadrante.
—Don Tello, decía el monje,
dad tiempo a que el tiempo pase,
que fuera mengua en el Rey,
que su perdón os negare.
—¡Pluguiera, buen monje, al cielo,
que así tan ciego no errarais!
—Siendo testigo…
—¿Qué importa?
—Fuera otro crimen.
—¡Quién sabe!
—Yo sé que sois inocente,
puesto que no le matasteis.
—Secretos del cielo son,
como el cielo impenetrables.
—¡Imposible!…
—Padre, pronto.
—¡Que tanto el indulto tarde!
¡Padre, es vano!
—¡Oh, que no hay cielo,
cuando acudiros no sabe!—
Y el capuchino, azorado,
las miradas suplicantes
desesperado tendía,
sin aliento, a todas partes.
Por vez postrera volvieron
con más empeño a avisarle,
y el reo dijo:—¡Es inútil!
¡Padre, que muera dejadme!
—No, don Tello, ¡por mi vida!
Y volviéndose anhelante
el monje a la multitud,
así rompió a voces grandes:
«¡Está inocente!…» En tumulto
impidió que terminase,
la turba, que por oírle
gritaba a su vez: «¡Dejadle!»
«¡Está inocente!», decía
el monje, y en voz pujante
decía el pueblo en tumulto,
sofocándole: «¡Dejadle!»
Gritaba el pueblo, y el monje
gritaba, y palabras tales
se lo oían: «¡Dios… Testigo…
Indulto… El Rey!» ¡Todo en balde!
Unos decían: «¡Oídle!…»
Otros decían: «¡Salvadle!…»
Pero cuando todos hablan,
es cuando no escucha nadie.
Arrodillado don Tello,
y el ejecutor delante,
hizo la justicia seña,
y el verdugo hizo su parte.
Calló el pueblo; calló el Monje:
y al ver la cabeza en sangre
bañada, desesperado
se perdió en la turba el fraile.
Y allá en el fin de la plaza,
volviendo el rostro un instante,
«¡Si no hay justicia, no hay Dios»,
dijo y transpuso la calle.


- IV. CONCLUSIÓN -

Coronada de juncos y espadañas
hay en un soto cristalina fuente,
donde al abrigo de sonantes cañas,
en arroyo se cambia mansamente.

Espérala el Pisuerga, y de sus olas
la abre amoroso el transparente seno,
con silvestres espigas y amapolas
de su margen bordando el cerco ameno.

A su amoroso halago nunca ingrata,
la fresca y sonorosa fuentecilla
mezcla constante su raudal de plata
con la del padre río agua amarilla.

Y allá a lo lejos, por la angosta calle
que la abren en dos bandas cien colinas,
Valladolid dibújase en el valle,
velada entre las pálidas neblinas.

Y la vieja Simancas, más ufana,
alza a su espalda la torreada frente,
que pintan a la par en la onda vana
los tres ríos que abarca con su puente;

Do empiezan a tender los arenales
su enmarañado pabellón de pinos
por donde abren en grietas desiguales
sus engañosos lindes los caminos.

Era la hora en que, cansado acaso
de su rauda y magnífica carrera
el moribundo sol hunde en ocaso
su universal espléndida lumbrera.

Dábale el ruiseñor su despedida
desde el olmo sombrío que le oculta,
alegre adiós a la gloriosa vida
del astro rey, que en sombra se sepulta.

Despídenle las auras y las hojas
y las sutiles auras que adormecen,
y las coronas de los pinos rojas,
a su luz, despidiéndole, se mecen.

Todo era paz y lánguido sosiego
en la fresca pradera y soto umbrío,
todo aspiraba el esplendente fuego
en derredor de fuente, soto y río.

La luz tendiendo de los ojos vagos
sobre el rápido arroyo campesino,
del llanto preso resistiendo amagos,
velaba el solitario capuchino.

Y allí con él su exasperada duda
revolviéndose audaz dentro del pecho,
hondo tormento daba al alma ruda,
sitio en el corazón hallando estrecho.

Continuo presentábale su mente
la ensangrentada imagen de don Tello,
a quien de un crimen defendió inocente,
y a quien la injusta ley mató por ello.

Y allá en su alma, a quien vicia
de lo humano la miseria,
así la ruda materia
luchaba con su impericia:
«No hay Dios donde no hay justicia,
porque a ser de otra manera,
o Tello no pereciera
con tan clara sinrazón,
u oyera el Rey mi razón,
o el matador pareciera.

»Que Tello al cabo murió,
ojalá no fuera cierto;
que no es reo en lo del muerto,
por mis ojos lo vi yo.
Si la ley le condenó
con ignorancia o malicia,
manifiesta la injusticia
en entrambos casos fue,
que si Dios existe, a fe,
no está Dios do no hay justicia,

»Porque hacer el bien y el mal,
y negar al mal el bien,
arguyera error también
en la justicia eternal;
que amparar al criminal
e ir del inocente en pos
contra el justo de los dos,
fuera en Dios ley bien tirana;
luego, en consecuencia llana,
do no hay justicia, no hay Dios.

»Y puesto que si es, no es justo,
siendo así Dios no cabal,
en obrar el bien o el mal
cuerdo es no forzar el gusto.
Pues no es Dios un Dios injusto,
no quiero por mi impericia
tener un Dios de injusticia,
de sus hechuras ajeno;
que en este mundo terreno
no está Dios, pues no hay justicia.

»Y si niegas, Dios, aquí
tu justicia, aquí no estás,
y donde no estés, de hoy más
quiero vivir para mí;
que si hijo tuyo nací,
es bueno y justo a los dos
que el hijo te vaya en pos,
y que tú acudas al hijo,
o mintió quien tal nos dijo,
pues sin justicia, no hay Dios.»

Así pensaba el monje vacilando,
sin razón ni creencia que le acuda;
cuanto más convencido, más dudando
por entre el laberinto de la duda;

Y triste, y macilento, y sin destino,
¡sin fe en el mismo Dios que a par confiesa,
sentóse a las orillas del camino,
como fardo a posar que mucho pesa.

Miserable reptil, busca en la tierra
lo que la tierra misma no merece;
y el ciego pensamiento se le cierra,
y el atrevido pensamiento crece.

Acosado de amargos pensamientos,
de negras dudas entre turbias nieblas,
nave presa de ciegos elementos,
hasta en su propia luz halla tinieblas.

Y así, al dulce rumor del agua mansa,
son de las hojas, trino de las aves,
en fatigado corazón descansa
a los murmullos lánguidos y suaves.

Tal vez abriendo los cansados ojos,
la moribunda luz goza un momento,
y la imagen de Tello le da enojos,
y el sueño se la roba al pensamiento.

Tal vez aún en duda congojosa,
razones sueña y vanidad delira,
la claridad fingiendo misteriosa
de lo que le huye más cuanto más mira;

Que así lo muestra el fatigado aliento
que el pecho en sueño atosigado lanza,
revuelto mar que el torvo movimiento
del gran volcán del pensamiento alcanza.

Sorbió el falaz crepúsculo la noche,
ganó el espacio la callada sombra,
la flor cerró su perfumado broche,
veló la tierra su pintada alfombra.

Allá a lo lejos, tras el negro monte,
a tardos pasos asomó la luna,
tibia alumbrando el lóbrego horizonte,
rasgando el vuelo que la sombra aduna.

Vagaba el aura y susurraba el río,
murmuraba la fuente que corría,
y de ella al pie, con ademán sombrío,
el capuchino su pesar dormía.


Iba la parlera fuente
resbalando entre la hierba,
en son acorde lamiendo
la parda y menuda arena,

Y a la fugitiva lumbre
que en sus ondas reverbera,
la luna en su espejo errante
la pálida faz refleja.

Brotaba espumas de plata
el ronco y turbio Pisuerga,
bañando en corvos cristales
entrambas a dos riberas,

Y al compasado murmullo
de aguas, hojas, aura y presas,
en insomnio inquieto el monje,
tendido a la orilla sueña.

Alzando a veces los párpados,
como quien duerme y le pesa,
la luz se pinta en sus ojos
entre cendales de niebla.

Siente el agua que murmura
y el aura que bulle apenas,
y en vago adormecimiento,
oye, ve, respira y piensa.

A través del agua mansa
que el límpido arroyo lleva,
algún objeto confuso
la luna blanca lo muestra.

Duda y mira, y, fatigoso,
otra vez los ojos cierra,
y anda el torpe pensamiento
en lucha con una idea.

Tornó a descorrer los párpados,
y allá en el agua serena,
entre las sombras del sueño,
un rostro a mirar acierta,

Tornó a dudar acosado
entre si duerme o si vela,
contemplando aquel semblante
de igual color que la tierra,

Fantasma, ilusión o ensueño,
que minucioso semeja
al muerto don Tello Aponte,
que finó la tarde mesma.

Tornó a dudar, mal despierto
y mal dormido en su vela,
al ver detenida el agua
y apilada en las riberas,

Y en el lecho del arroyo,
al nivel de las arenas,
todo el cadáver de un hombre
asido con su cabeza.

Alzóse despavorido
el monje, mas teme y tiembla
cuando el cuerpo de don Tello
le dice así en voz severa:

—¿Conocéisme, padre?
—Sí.
—A que me siente ayudad.
Bajo mi cuerpo mirad
lo que hay debajo de mí.—

Miró el monje, y con asombro
halló la faz macilenta
de otro a quien Tello cubría
pie a pie y cabeza a cabeza.

Temblaba el monje aterrado,
de rodillas en la hierba,
Y don Tello en voz solemne
díjole de esta manera:

«En duelo injusto los dos,
a traición le asesiné:
no preguntéis el porqué
de la justicia de Dios.»