Realidad: 29
Escena IX
editarLos mismos; VIERA, MALIBRÁN que salen del despacho, ambos con varias cartas en la mano.
OROZCO.- (Tocando un timbre.) ¿Han escrito ustedes? Que lleven las cartas al correo. (Entra un CRIADO, que recoge las cartas.)
VIERA.- (A AUGUSTA.) Señora mía: dicha y honor grande es para mí besar sus pies, ponerme a sus órdenes y saludarla como gala de esta sociedad, compañera de mi mejor amigo, y ángel de bondad y de virtud.
AUGUSTA.- ¡Jesús, qué incienso!... Gracias, Joaquín... Me asfixia usted... (A MALIBRÁN.) ¿Pero estaba usted ahí?
MALIBRÁN.- Tomás me ha permitido contestar aquí mi correspondencia extranjera.
AUGUSTA.- (Con énfasis.) ¡Ah! Flojitos negocios trae usted entre manos. Ya me figuro los sobres... «al canciller príncipe de Bismark... al canciller de Austria-Hungría... al signor Crispi»... ¡ja... ja...!
MALIBRÁN.- (Aparte a AUGUSTA.) ¡Qué graciosa! Por burlarse de mí, ha sacado a relucir la Triple Alianza. Es que anda usted muy preocupada estos días...
AUGUSTA.- ¿Con qué?
MALIBRÁN.- Con eso... con la triple alianza... (Aparte.) Vuelve por otra.
VIERA.- No le haga usted caso. Hemos pasado el tiempo charlando. ¡Y qué historias me ha contado este don Cornelio, que todo lo sabe!... ¡Pero qué historias!... Estoy horrorizado, Augusta. ¡Las cosas que pasan en este Madrid...!
AUGUSTA.- Sí, pasan cosas horribles, sobre todo desde que ha venido usted. (A MALIBRÁN.) ¿Se queda usted a comer?
MALIBRÁN.- No, gracias. Como en la legación turca. Y con su permiso... (Despídese MALIBRÁN.)
OROZCO.- ¿Pero se va?
AUGUSTA.- Sí, nos deja por los turcos.
VIERA.- ¡Pero qué historias sabe este Malibrán!... ¡Y qué bien las cuenta!...
MALIBRÁN.- Hasta la noche... (Vase.)
VIERA.- (A AUGUSTA.) Usted, amiga mía, ha venido a desenojarme con su apacible y dulce trato, más propio de ángeles que de mujeres. Este hombre, a quien quiero como a un hijo, me ha tratado muy mal.
AUGUSTA.- Vamos, que no va usted descontento...
VIERA.- Abusa de su superioridad, como todos los mimados de la fortuna. Tomás, dime: ¿qué bienes existen, dentro de lo humano, que tú no poseas? Todos los tesoros que Dios concede a los mortales, cuando se le antoja, han llovido sobre tu casa. Eres rico, vives estimado y ensalzado como un ídolo de estas muchedumbres burguesas que dan y quitan las reputaciones... y por encima de tantas glorias, hombre bendito, descuella la de poseer esta joya, cuyo precio ninguna lengua puede medir, ni ponderar... este ángel de fidelidad y de pureza que convierte tu casa en un cielo... esta mujer divina, en la cual la hermosura, con ser tanta, es eclipsada y obscurecida por la virtud...
AUGUSTA.- Basta... (Aparte.) Me causa terror este hombre.
OROZCO.- La adulación es la fuerza de los débiles.
VIERA.- (Aparte.) La venganza es el placer de los dioses. (Alto.) Una sola cosa falta aquí.
OROZCO.- ¡Faltan tantas!...
VIERA.- Vaya, que os he encontrado un defecto.
OROZCO.- Habrá muchos.
VIERA.- No, uno sólo... Que no tenéis hijos... ¡Macbeth no tiene hijos!... Todavía... ¡quién sabe! En eso os gano yo, que los tengo.
OROZCO.- Para el caso que usted les hace...