Realidad de Benito Pérez Galdós


Escena II editar

FEDERICO; INFANTE.


FEDERICO.- Bueno, bueno, bueno... (Mira su reloj con impaciencia.) Las diez y media ya.

INFANTE.- ¿Qué te pasa? Estás inquieto... ¡Cuéntame, por Dios! ¿Quieres que te recoja luego, y nos vamos a almorzar juntos?

FEDERICO.- No, no cuentes conmigo. Hoy es para mí un día nefasto, con dificultades de tal magnitud, que no veo cómo saldré de ellas. Mi sistema, ante estos tremendos compromisos, consiste en la ausencia de toda previsión. En el momento crítico, discurro lo que debo hacer... y hecho. Obro por inspiración. En presencia del enemigo que me acosa, siento en mí algo del genio militar, y me descuelgo súbitamente con una combinación rápida y salvadora.

INFANTE.- ¡Tremenda vida! ¡Pobre amigo! Anoche, al salir del Círculo para venir acá, me dijo el primo de Villalonga que la suerte, ¡bribona!, se había portado contigo infamemente.

FEDERICO.- (Sombrío.) ¡Sí... noche más negra! Debí prever el desastre, pues cuando nos amenaza un día de prueba, la noche que le precede es siempre una noche de perros.

INFANTE.- Querido, a todo trance es preciso que pongas término a esa vida de angustias... No me digas que no puedes; no me digas... Ten presente cuánto te queremos todos tus amigos. ¿No te inspiro yo confianza?... ¡Hombre, por María Santísima! Pues qué, ¿yo no merezco?... ¡Tu amigo de la infancia... el que fue tu camarada en la escuela, en el colegio, en la Universidad...!

FEDERICO.- No hablemos de eso.

INFANTE.- ¿Y si yo insistiera en hablar y en pedirte que me confíes tus dificultades y en ayudarte a vencerlas?

FEDERICO.- Te lo agradecería; pero no quiero perder tu preciosa amistad.

INFANTE.- ¡Perderla!

FEDERICO.- Sí, perderla. Yo me entiendo. Los favores de cierta clase se pagan con el aborrecimiento. Querido Infantillo, cada cual es como Dios le ha hecho. Cuando un hombre padece ataques más o menos agudos de esa terrible enfermedad que se llama insolvencia, si quiere conservar los amigos, lo primero que tiene que hacer es no deberles nada. Yo no puedo evitar que se apodere de mí una aversión insana hacia toda persona decente que viene en mi auxilio cuando me estoy ahogando. En fin, punto final.

INFANTE.- (Aparte.) ¡Qué hombre éste! El orgullo le acabará. (Alto.) Pues quiera Dios que este día nefasto termine sin ninguna catástrofe. Para todo, para todo, ¿lo entiendes?, cuenta conmigo. Verás cómo sales bien.

FEDERICO.- Saldremos... sí. Hay fe en la Providencia. ¡Qué día, chico, qué día! ¡Mentira parece que tantos y tan diferentes males quepan dentro del término breve de unas cuantas horas! Porque a las dificultades de cierto género, pasajeras, sí, y de poca importancia, debo añadir hoy... Vamos, ¿te lo cuento?

INFANTE.- Hombre, sí. Venga.

FEDERICO.- Pues... Ya sabes dónde vivo... Algunas noches, a la hora en que nos recogemos los madrugadores, es decir, los que nos acostamos de madrugada, me has dado convoy hasta la puerta de mi casa. ¿Recuerdas que frente por frente a mi puerta hay un letrero que dice: Santana. Géneros del Reino y extranjeros?

INFANTE.- Sí; una tienda de ultramarinos. ¿Y qué?...

FEDERICO.- Espérate. Más arriba del letrero, hay dos ventanas. Allí tiene su escritorio ese animal.

INFANTE.- ¿Qué animal?

FEDERICO.- El tendero. Déjame seguir; el cual es tío de un sobrino... y éste, el sobrino... hortera de unos veinte años, guapín, sentimental, con el romanticismo dulzón de una libra de pasas convertida en persona, tiene el atrevimiento de hacerle guiños a mi hermana.

INFANTE.- ¡Ah!, ya...

FEDERICO.- Y no es eso lo peor... lo terrible, querido Manolo, es que Clotilde se deja querer de semejante aborto... Ayer lo descubrí, y me volé. ¡Escena terrible en mi casa! Tengo que hacer un escarmiento en esas mujeronas que me sirven...

INFANTE.- Cuestión delicada es ésa... Considera que tu hermana no vive en la esfera social que le corresponde. Está en la edad crítica del amor. No ve a nadie... ha visto a ese chico...

FEDERICO.- (Irritándose.) Cállate. ¡Mi hermana dejándose impresionar por un tipo semejante! Quita; déjame. Tú conoces mis ideas; soy un botarate, un vicioso; pero hay en mi alma un fondo de dignidad que nada puede destruir. Llámalo soberbia si te parece mejor.

INFANTE.- Pues lo llamo, sí.

FEDERICO.- No tolero que un vendedor de aceitunas ponga los ojos en Clotilde, y me resigno menos a que ella guste de semejante zascandil... Anoche... aún me dura el coraje, la excitación que el caso me produjo... al retirarme a casa, sorprendí al tipo ése, que furtivamente abría la puerta de la calle para salir...

INFANTE.- ¿De modo que se colaba...? ¿Y tú... (Señal de agresión.) le...?

FEDERICO.- Le agarré del pescuezo... Cree que si el sereno no me le quita de las manos, allí acaban sus atrevimientos y la mengua de mi nombre y de mi casa.

INFANTE.- Serénate... considera... Se comprende que no te agrade la elección de tu hermana. Pero fíjate en las circunstancias. ¿Acaso la has puesto tú en condiciones de elegir?

FEDERICO.- ¡Malditas circunstancias! Sólo sirven de tapadera infame para cubrir los ultrajes al honor. Que mis ideas son anticuadas en este particular, lo sé, lo sé; pero... ¡qué remedio! Aunque me llames extravagante, te diré que no me cabe en la cabeza la igualdad. No soy de esta época, lo confieso; no encajo, no ajusto bien en ella. Ya conoces mi repugnancia a admitir ciertas ideas muy en boga. Eso que en lenguaje político se llama pueblo, yo lo detesto, ¡qué quieres que te diga!, y no creo que con la gente de baja extracción, vayan las sociedades a nada grande, hermoso, ni bueno. Soy aristócrata hasta la médula; lo heredé de mi madre... Créelo; eso de la democracia me ataca los nervios. Gracias que no es verdad, ni hay tal democracia, pues si la hubiera, ¡Dios nos asista!

INFANTE.- ¿Que no la hay? Tu hermanita te sacará de dudas.

FEDERICO.- Prefiero verla muerta.

INFANTE.- Piénsalo bien. Esas cosas se dicen pronto; pero luego la señora realidad nos pone los puntos sobre las íes... Cálmate. Te afanas sin motivo. Examinadas con serenidad, tus desdichas no son tan fieras como las pintas.

FEDERICO.- Es que aún hay más, Manolo.

INFANTE.- ¿Más?

FEDERICO.- Te aseguro que... Hoy, poco antes de salir de casa, recibí una carta de mi padre, anunciándome que llega mañana a Madrid.

INFANTE.- Tu padre... ¿y qué?

FEDERICO.- Pareces tonto... Mi padre. Y sigue la mala. ¿A qué vendrá?

INFANTE.- Pues, hombre, vendrá... a verte.

FEDERICO.- Es mi padre, y no puedo decir contra él ninguna palabra ofensiva... Pero harto sabes que nunca viene a Madrid sino para negocios y combinaciones que a mí me desagradan, me lastiman...

INFANTE.- Sí, ya... sé... Por ahí suelen llamarle el cometa... ¿Pero a ti qué te importa?

FEDERICO.- ¡Que qué me importa! Confiésame, querido Infante, que soy el hombre más digno de lástima que hay bajo el sol. (Entra LEONOR presurosa por la derecha, abrochándose la bata.)