Realidad de Benito Pérez Galdós


Escena X editar

OROZCO que sale de su despacho, sin traje de etiqueta.


AUGUSTA.


OROZCO.- Ya se van... Gracias a Dios. La sociedad me cansa más cada día. (Se sienta en el sillón y apoya la frente en la palma de la mano.)

AUGUSTA.- (Viniendo del salón.) Gracias a Dios que se fueron. Deseo estar sola. (Reparando en OROZCO.) ¡Ah! ¿Estás ahí?, ¿duermes?

OROZCO.- No.

AUGUSTA.- ¿Por qué no te acuestas?

OROZCO.- No dormiré.

AUGUSTA.- Padeces de insomnio. Tomás, tú no estás bien. Es preciso que te cuides y pongas orden en ese cerebro. Cavilas demasiado, te fijas más de lo conveniente en asuntos que no debieran interesarte en tanto grado.

OROZCO.- Pues mis desvelos deben de ser contagiosos, porque tú también estas últimas noches estuviste muy despabilada.

AUGUSTA.- Es que cuando te siento despierto, no puedo dormir. No creas; a mí no me importa. Resisto perfectamente los largos insomnios. Este cerebro mío, creo yo que es de piedra.

OROZCO.- ¡Qué dicha!

AUGUSTA.- Lo que a ti te pasa bien lo sé yo. Eres una alma fuerte, una voluntad poderosa, un espíritu superior. Pero como no tienes que luchar por la existencia, porque todos los problemas del vivir te los han dado resueltos, resulta que tus grandes energías están sin uso, y para que no se te pudran dentro, las aplicas a cualquier objeto. Ya te afanas por corregir a los criminales precoces; ya te interesas por las niñas abandonadas como si fueran tuyas, o bien das en proteger a ingratos, en salvar de la miseria a los que se arruinaron por informales o tramposos... No, no, yo no te censuro que seas caritativo. Pero todo tiene su límite y su medida, hasta la bondad.

OROZCO.- Vida mía, me juzgas mejor de lo que soy. ¿Y si yo te dijera que cumplo muy mal los deberes que me impone mi posición? Cree que algunas noches me quita el sueño la conciencia turbada, intranquila.

AUGUSTA.- (Sorprendida.) ¡Tú... con la conciencia turbada; tú, el hombre mejor del mundo! Tomás, positivamente no estás bueno. (Con cariño.) Hijo mío, acuéstate y descansa. Si la conciencia te quita el sueño a ti, a ti, que eres tan bueno, ¿quién, dímelo, quién dormirá en este mundo? (Pasa a la alcoba.)

OROZCO.- (Levantándose.) Bueno; ¡te obedeceré! (Vacila; se vuelve a sentar.) No, no me acuesto. Mejor estoy aquí. ¡Qué dulce soledad! Aquí, solo, dentro del círculo de mis pensamientos, apartado de la sociedad, que en su comedia insípida me impone uno de los papeles más vulgares, restablezco mi personalidad, me gozo en contemplar los medios que empleo para mi propia corrección; examino mis ideas, peso mis acciones... ¡Oh!, no estoy satisfecho de mí, ni mucho menos... ¡Y esos necios creen...! Poco, muy poco he hecho para aliviar el mal humano... ¡He de hacer más, mucho más...! ¡Hay que seguir, hay que avanzar, avanzar siempre... hasta descubrir la fuente eterna, aunque no podamos beber en ella más que algunas gotas que nos salpican a la cara!... (Levántase.) ¡Cuán larga y compleja la humana labor!, ¡y el tiempo (Mirando el reloj.) con qué traidora sencillez se escurre, se va, se pierde...! No, no, aunque mi mujer me riña, no me acuesto sin trabajar un poco. (Pasa al despacho.)

AUGUSTA.- (Por la puerta de la alcoba, en traje de noche, con una luz en la mano.) Escribiré aquí... Cuatro palabras no más... (Reparando en la luz del despacho.) ¡Ah!, está allí... (Le observa desde la escena.) Hace un instante, hablaba de conciencia intranquila. Este hombre sin par no sabe lo que es vivir con los pies sobre la tierra. Él los tiene en las nubes, como los bienaventurados que vemos en los techos de las iglesias. No sé qué me pasa. Esta inquietud mía ¿qué es? Los remordimientos se confunden en mí con el temor de no ser amada. Más que el delito, me espanta la idea de una rivalidad humillante. ¡Conciencia extraña la mía! No conozco el remordimiento, sino cuando me lo traen los celos, y sólo cuando éstos me abrasan, reconozco y declaro que no soy buena... Lo que yo quisiera sería poder confiar a alguien este secreto que me abruma. Sí, aunque absurdo parezca, siento impulsos de abrir mi corazón delante de este hombre sin par, y contarle... confesar, sí, por consuelo y alivio del alma, no por renegar de mi error y prometer la enmienda. No: sé que no tendré fuerzas para enmendarme de verdad, ni hipocresía para parecerlo. No quiero, no, estafar la absolución... ¡Pero qué absurdos pienso! ¡Confesarme a Tomás!... Paréceme que tengo fiebre. (Se toca la frente, se toma el pulso.) A estas horas, el insomnio y las cavilaciones me llevan a una verdadera locura. Como que a veces dudo si duermo o estoy despierta. ¡Dios mío!, ¿seré yo sonámbula? (Con terror.) ¿Incurriré en la tontería de contarle...? (Levántase.) No, despierta estoy... (Se pellizca los brazos.) y bien despierta.

OROZCO.- (En la puerta del despacho.) ¿Pero estás aquí? Me has asustado.

AUGUSTA.- Cuando me acostaba, creí sentirte inquieto y... ¿Por qué trabajas tan tarde?

OROZCO.- Tengo la cabeza tan despejada como a las doce del día. Francamente, no veo la necesidad de dormir toda la noche.

AUGUSTA.- Tu robusta naturaleza te engaña, querido. Imposible vivir así. Eres bueno, y por ser mejor te estás dando muy malos ratos. Es hasta un rasgo de soberbia el pretender salirse de la imperfección humana... ¡Ay, tengo miedo a la exaltación de tu cerebro! ¿Por qué no duermes?

OROZCO.- Descansa tú y déjame a mí.

AUGUSTA.- Si yo tampoco siento necesidad de dormir.

OROZCO.- Esta noche, sobre las mil cosas que en mi cabeza traigo, me intranquiliza la carta que recibí hoy de Joaquín Viera, el padre de Federico.

AUGUSTA.- (Con viveza.) ¿Sí?, ¿y qué es?

OROZCO.- Me dice que llegará aquí del 26 al 28, y que viene a tratar conmigo de un asunto de intereses.

AUGUSTA.- Sablazo seguro. Por amor de Dios, Tomás... ponte en guardia.

OROZCO.- No caigo en qué podrá ser. Dejémosle venir.

AUGUSTA.- ¡Qué infame! No se parece nada a su hijo, que, aunque mala cabeza y desordenado, tiene un fondo de caballerosidad que...

OROZCO.- Es verdad. Tan noblote y simpático es el hijo como trapalón el papá.

AUGUSTA.- Mucho cuidado con ese petardista, Tomás. Ponle mala cara cuando le recibas.

OROZCO.- ¿Pero qué lío traerá ese hombre? Como si lo viera, me presentará algún antiguo y olvidado crédito de la Humanitaria. ¡Pero si por mi cuenta, no hay ninguno que no esté satisfecho!...

AUGUSTA.- ¡Ay!, esa maldita sociedad ha dejado tras sí un rastro vergonzoso.

OROZCO.- Yo no soy responsable; pero disfruto del capital amasado con aquel negocio, en que trabajaron juntos mi padre (que Dios perdone) y este Joaquín Viera. No juzgo lo que hicieron. Después Joaquín, arruinado, huye al extranjero, y se dedica al chantaje y a mil trapisondas... Veremos con qué enredo se descuelga ahora... ¿Crees tú que...?

AUGUSTA.- No sé... No entiendo...

OROZCO.- (Muy inquieto.) No tengo sosiego hasta ver... (Levántase.) Examinaré el expediente de la Humanitaria.

AUGUSTA.- ¡Por Dios!, ¡ahora!...

OROZCO.- No puedo contenerme. Yo soy así. El llanto sobre el difunto. Pronto saldré de dudas. (Pasa al despacho, cuya claridad debe verse desde la escena. En ésta no hay más luz que la de la vela que ha traído AUGUSTA.)

AUGUSTA.- ¡Dios mío!, ¡qué hombre! Los dos padecemos insomnio, ¡pero por cuán distintos motivos! A mí me desvela en el pecado, a él la perfección... (Observándole desde el centro de la escena.) Ahora saca un legajo... lo desata... lo examina... Lee... Aprovechemos este instante. (Dirígese a la mesa en que hay papel y tintero.) Necesito que me pida perdón, que desvanezca este enojo, esta pena... No puedo soportar su amistad con esa mujer indigna. Y no le vale decirme que sus visitas son inocentes... Esta noche me propuso que nos viéramos mañana. ¡Y yo, tonta, respondí que no! ¡Tenemos a veces unos arranques de dignidad tan ridículos! Nada, nada; le citaré. (Escribe rápidamente.) «Aunque no lo mereces, necesito oír tus descargos, y acudiré a la hora de costumbre. Si tardas, te araño». No, no; esto es humillante. (Rasga el papel, lo arruga, y al arrojarlo al suelo titubea, y al fin se lo guarda en el seno.) Escribiré otra. Principiaré muy incomodada, y con pocas ganas de perdonar. Él es quien debe humillarse. Coquetearemos. (Escribe.) «Amigo mío, es preciso que esto concluya, y que tratemos formalmente de nuestra separación definitiva». Esto, magnífico. ¡Oh!, no, no. Debo tratarle a la baqueta, vituperarle por su amistad con ésa... ¡Maldita Peri, aborto del infierno! Esto no sirve. (Rompe la carta y se guarda los pedazos arrugados en el seno. Escribe otra vez.) «Imposible perdonarte tus visitas a esa mujerzuela. No vuelvas a presentarte delante de mí, si no me juras...». Eso, que jure, que se fastidie... No, no; tampoco ésta sirve. ¡Qué tonta estoy! Conviene mucha suavidad... ternura... Si no, puede que su orgullo se alborote, y... No. (Guarda en el seno los restos de la tercera carta, y empieza otra.) «Eres un ingrato, y correspondes mal al inmenso cariño... Es menester que hablemos pronto... Mañana, ya sabes la hora...». Al fin acerté. Ésta va bien. (Cierra la carta, y escrito el sobre, la guarda en el seno. Levántase.) ¡Tedio inmenso de esta vida, vendo mi alma por combatirte...! (Como sosteniendo una lucha.) No puedo, no puedo ser de otra manera. Mañana romperé otra vez la regularidad enervante de esta vida; mañana probaré lo misterioso y desconocido, la miel del secreto que nos compensa de tanta insipidez... (Desde el centro de la escena, mirando hacia el interior del despacho.) Hombre sin tacha, tus tachas son como una comedia que compones y representas para engañar el fastidio de esta normalidad que nos convierte la vida en un Limbo sin pena ni gloria. El bien o el mal, esos dos guerreros que nunca concluyen de batirse, ni de vencerse, ni de matarse, no cruzan sus espadas en tu espíritu. En ti no hay más que fantasmas, ideas representativas, figuras vestidas de vicios y virtudes, que se mueven con cuerdas. Si eso es la santidad, no sé yo si debo desearla... (Con arranque.) Pero lo que yo digo: los santos, estarían mejor en el cielo. La tierra, dejárnosla a nosotros, los imperfectos, los que sufrimos, los que gozamos, los que sabemos paladear la alegría y el dolor... Los puros, que se vayan al otro mundo. Nos están usurpando en éste un sitio que nos pertenece. (Mirando hacia el despacho.) Ya parece que se cansa de revolver legajos... se levanta.

OROZCO.- (Con la lámpara en una mano, y varios papeles en otra.) ¿Aquí todavía?

AUGUSTA.- Me iba ya.

OROZCO.- Aguarda un poco. Hace tanto calor en ese despacho, que vengo a trabajar aquí. Me han puesto la chimenea que parece un infierno.

AUGUSTA.- ¡Trabajar...!, ¡tan tarde...!

OROZCO.- Sí, tengo que escribir unas cartas...

AUGUSTA.- ¿Qué es esto? (Viendo el legajo que OROZCO deja sobre la mesa.) ¿El expediente de la Humanitaria?

OROZCO.- Sí... y por más vueltas que le doy, no puedo encontrar el dato que busco. No descubro ningún crédito pendiente... (Se sienta.) Además, traigo aquí otro asunto que quiero estudiar... y consultarte.

AUGUSTA.- ¿A mí?

OROZCO.- Asunto por el que mostraste gran interés. ¿No te acuerdas? Aquel proyecto de institución para criar y educar niñas desvalidas. Tú me dijiste que te gustaría dedicar a esta obra benéfica todo el cariño, todo el interés, toda la atención correspondientes a los hijos que no hemos tenido.

AUGUSTA.- Es cierto; lo dije.

OROZCO.- Obra hermosa en verdad. Mira. (Dándole un papel.) Éste es el plan primitivo ideado por mí, y que a ti te pareció demasiado amplio. Este otro (Dándole otro papel.) es un borrón tuyo, modificando mi plan... Lee la nota que le puse. Verás que si yo pequé de atrevido, tú empequeñeces demasiado la institución. Examínalo todo, y proponme una solución intermedia más práctica que mi proyecto y menos meticulosa que el tuyo.

AUGUSTA.- (Con hastío.) Bien. (Guarda los papeles en el bolsillo.)

OROZCO.- (Mirándola sorprendido.) ¿Pero qué tienes, vida mía? Noto en ti cierta agitación.

AUGUSTA.- Me has contagiado. No sé qué hay en mi cerebro. Pásame una cosa muy extraña.

OROZCO.- ¿A ver?

AUGUSTA.- Estas noches... se me figura que cuando duermo estoy despierta, y que cuando estoy despierta, duermo. ¡Qué desatino! Ahora mismo, imaginaba que entré aquí, no sé a qué hora, y que te hablé.

OROZCO.- (Riendo.) ¿Dormida?

AUGUSTA.- Sí... y que te dije muchas cosas, de un modo inconsciente... como si fuera yo una máquina de hablar.

OROZCO.- ¿Y qué me dijiste?

AUGUSTA.- Cosas... de esas que no se dicen nunca... no sé... Sácame de dudas. ¿Es cierto que te hablé?

OROZCO.- No. (Recordando.) ¡Ah!, sí, anoche en este mismo sitio, ya un poco tarde, entraste y hablamos...

AUGUSTA.- ¿Y qué te dije?

OROZCO.- Algo que me sorprendió... sí.

AUGUSTA.- (Con gran curiosidad.) ¡Repítelo, por Dios!

OROZCO.- Me dijiste... a ver si recuerdo. ¡Ah!, contestando a no sé qué expresión mía, dijiste: «Declaro que hay en mi espíritu una tendencia irresistible a prendarme de todo lo que no es común ni regular».

AUGUSTA.- Ya... sí.

OROZCO.- Dijiste además «tengo antipatía al orden pacífico del vivir, a la corrección, a esto mismo que llamamos comodidades. Esto de hacer un día y otro las mismas cosas, el tenerlo todo previsto, el encontrar todo a punto, me entristece, me fatiga. Bendito sea lo inesperado, porque a ello debemos los pocos goces de la existencia».

AUGUSTA.- (Riendo.) Sí, sí. Y que me entristecía tener asegurados y distribuídos los afectos como las rentas... ya, ya recuerdo, me quejaba de este inmenso hastío de la buena posición, de este compás social, de esta educación puritana y meticulosa que nos desfigura el alma, como el maldito corsé nos desfigura el cuerpo.

OROZCO.- Justamente. Te contesté lo que me pareció y...

AUGUSTA.- ¿Y no te dije nada más?

OROZCO.- Creo que no.

AUGUSTA.- ¿Estás seguro?

OROZCO.- No recuerdo...

AUGUSTA.- Pues bien despierta estaba cuando te lo dije.

OROZCO.- Si tienes algo más que decirme, ahora...

AUGUSTA.- No, no... Es que... No hagas caso.

OROZCO.- Retírate ya.

AUGUSTA.- ¿Y tú?

OROZCO.- Velaré un poco más. (La abraza.) Vete a descansar.

AUGUSTA.- No trabajes, por Dios... tan tarde...

OROZCO.- Pero, hija, ¿qué es esto? (Tocándola el seno al abrazarla.) Tienes el pecho lleno de papeles...

AUGUSTA.- (Turbada.) No... ¿qué?... ¿papeles?...

OROZCO.- Sí...

AUGUSTA.- (Con una idea feliz.) ¡Ah!... sí... lo que me has dado eso de la fundación.

OROZCO.- Ya... (Vacilando.) Pero... (Ademán de sacarle los papeles del pecho.)

AUGUSTA.- ¿Pero qué?, ¿dudas?... (Con valor temerario, mostrando el seno.) Sácalo.

OROZCO.- (Después de vacilar un instante.) No. Déjame. (Empujándola hacia la alcoba.) A dormir.

AUGUSTA.- ¡A esperar! (Vase.) (OROZCO se sienta y lee con profunda atención.)


FIN DEL ACTO PRIMERO