Ramos de violetas 10
Una pequeña historia
Silvia era una mujer enamorada,
(pero de su marido),
el que á decir verdad no la adoraba,
y sólo concedía
al amor que su esposa le ofrecía,
esa condescendencia
que en lenguaje vulgar, la llama el mundo
con sobrada razón indiferencia.
Mas cuando la mujer está ofuscada
por una de esas grandes afecciones,
su ciego entendimiento no vé nada.
¡Feliz aquel que en su ilusión hermosa
todo lo mira de color de rosa!
Silvia era muy feliz, para ella el mundo
era un vergel de purpurinas flores;
entregada á su amor grande y profundo
no sabía que existieran los dolores;
y si bien en su esposo no encontraba
más que un cariño indiferente y frío,
como ella otra afección no recordaba,
no podía comprender el gran vacío
en que su amor inmenso fluctuaba.
Silvia perdió á sus padres en la cuna,
y su anciano tutor sin duda alguna
para quitarse cargos de conciencia,
decidió que la niña consagrara
al Ser Omnipotente su existencia.
Y á la huérfana bella en un convento
la sepultó con el mejor intento,
de que ignorando la mundana historia,
en Dios cifrara su ilusión, su gloria.
Pasó Silvia las horas de su infancia
dulces, serenas, plácidas, tranquilas,
pero á los quince años
brillaron sus pupilas
con un fulgor extraño,
con un fuego sombrío;
sus mejillas de rosa
tomaron el color de la azucena,
y su nevada frente
se cubrió con el triste amarillento
que produce la fiebre intermitente.
Las madres cuidadosas
al tutor avisaron presurosas;
vino éste acompañado
de un célebre doctor, el que mirando
á la linda criatura
que se iba lentamente marchitando,
exclamó: Que abandone esta clausura,
pues si se queda aquí, yo no respondo
de que este buque se nos vaya á fondo.
Dejó Silvia el convento sin tristeza,
porque ya en su cabeza
flotaban halagüeños
fantasmas de placer desconocidos,
que iban á murmurar en sus oidos
palabras incoherentes,
pero tan elocuentes,
tan llenas de pasión y de poesía,
que la niña en sus sueños presentía
que la familia humana,
está envuelta en un mágico fluído,
que ha sido, es, y será de los mortales
el Jordán bendecido,
donde reciben el bautismo santo
de un amor grande, sin rival, profundo,
que es de la vida inexplicable encanto.
Silvia era rica, inmensamente rica,
razón por que se explica
que antes que su tutor la presentara
en los grandes salones,
donde encuentran las niñas y las bellas
galantes ovaciones,
tuviera mil rendidos amadores
que le ofrecieran con afán profundo,
un amor tan inmenso como el mundo.
Su tutor era un hombre acostumbrado
á vivir sin fatigas ni cuidados,
y por esta razón creyó prudente
que Silvia se casara
antes que el huracán de las pasiones
su corazón sencillo despertara.
Y entre los mil galanes
que á la huérfana bella pretendían,
escogió un caballero
de noble cuna, y de gentil talante,
y de inmensa fortuna:
¡circunstancia feliz que aseguraba
el porvenir de Silvia! ¿quién lo duda?
Llegó ésta ante el altar pura y serena;
su frente orlaban blancos azahares
y echó sobre su cuello esa cadena
de leves ó pesados eslabones,
que el matrimonio por misterio eterno
es trasunto del cielo y del infierno.
Bello es vivir cuando un amor profundo
viene á buscar abrigo en nuestro pecho:
dulce es morir si horrible desengaño
nos deja el corazón pedazos hecho.
Ya hemos dicho al principio de esta historia
que Silvia en su ignorancia, no sabía
que la amarga irrisión del matrimonio
era lo que su esposo la ofrecía.
Ávida de querer, ella adoraba
á aquel que indiferente contemplaba
su expléndida hermosura;
pero que la guardaba
esas mil deferencias y atenciones,
que es el amor usado en los salones.
Mas al cumplir tres años de su enlace,
Silvia vió dibujarse lentamente
una nube plomiza
en el puro horizonte de su vida.
Aquellas deferencias y atenciones
que su esposo al principio la ofrecía,
se fueron extinguiendo cual los rayos
que lanza el sol al terminar el día.
Para hacer un análisis profundo
de lo que vale este mezquino mundo,
no es necesario más que los enojos
arranquen una queja á nuestros labios,
y hagan brotar el llanto á nuestros ojos.
Silvia adquirió esa ciencia dolorosa;
esa filosofía,
que se obtiene contando los instantes
de una noche sombría,
cuando se espera con afán amante
al ser amado que nos quiso un día.
Silvia pidió primero explicaciones,
y después prodigó reconvenciones
llenas de sentimiento y de ternura,
pero su esposo con desdén profundo
y sonrisa glacial, le dijo: «Escucha.
Ese amor que tu sueñas, no es del mundo.
Olvida esa quimera deliciosa,
disfruta los encantos y placeres
del lujo y de la moda caprichosa,
y vive como viven las mujeres
que como tú son jóvenes y hermosas.
El marido es un mueble necesario;
la mujer necesita de otro nombre:
la cruz del matrimonio es el calvario
que Dios ha dado á la mujer y al hombre.
Mas de algo ha de servir la inteligencia,
y por eso con suma indiferencia
debemos aceptar los sinsabores
que envenenan la frágil existencia.
El amor es bellísimo en teoría
mas si algo quiere el hombre es así mismo,
y la mútua pasión, querida mía,
es simplemente un cambio de egoísmo.
Este es el mundo, acéptalo si quieres
como lo has encontrado;
y cumple la misión de las mujeres
que es recordar el tiempo que ha pasado.»
Silvia escuchó en silencio estas razones,
ni una queja sus labios exhalaron;
pero al perder sus santas ilusiones
otra región sus ojos contemplaron.
Miró en torno de sí y horrible espanto
la hizo sentir inexplicable frío
y murmuró con voz desfallecida,
este mundo sin duda no es el mío.
¿O tal vez seré yo más desgraciada?
Misterio es éste que saber ansío,
y buscó desde entonces su mirada
esa indeleble huella
que deja en pos de sí la desventura;
y encontró en su querella
que existía el sentimiento, y la ternura,
y el infortunio estaba solo en ella.
Mira y compara, dice la Escritura,
y serás consolada;
mas la débil criatura,
no se fija en los míseros que gimen
sino en aquellos más afortunados.
Esto le pasó á Silvia en su infortunio,
su historia, que es la historia de la vida,
le pareció la sola en este mundo,
¡y hay tantas ediciones repetidas!
¡Pobre Silvia! tan joven, tan hermosa,
tan ávida de amor, y ser dichosa...
como la sensitiva
replega su corola,
reprimió su amoroso sentimiento
al verse triste, abandonada y sola.
Y esa tisis del alma,
ese dolor profundo
ese insomnio sin calma,
le fué robando el brillo de sus ojos
y la sonrisa de sus labios rojos.
Los médicos temieron por su vida,
diciendo á su marido:
que aquel pleito lo daban por perdido
si Silvia no dejaba
la mansión que habitaba,
que fuera á Italia á recobrar aliento;
pero la enferma con amargo acento
les dijo que era inútil su porfía,
que Dios había escuchado su lamento
y que tranquila y sin dolor moría.
Hizo venir á su tutor, que inquieto
no quería adivinar el gran secreto
que envenenó inclemente la existencia
de aquella pobre flor, sacrificada
en aras de su torpe conveniencia.
La voz de su conciencia
sin cesar le decía:
«Toda esa desventura es obra mía;
si yo hubiera estudiado,
con afán y cuidado,
lo que á Silvia mejor la convenía,
ésta hubiera vivido,
mas los hechos que están ya consumados
el lamentarlos es tiempo perdido»,
y tomando un sereno continente
entró resueltamente
en la estancia en que Silvia con tristeza
echada en su diván lánguidamente,
apoyaba en sus manos su cabeza:
preguntando tal vez á su pasado
por su ensueño de amor evaporado.
Tosió el anciano por hacer ruido,
y Silvia le indicó que la atendiera,
diciendo con acento conmovido:
tengo que hablaros por la vez postrera.
Voy á morir.—¿Morir? ¡qué tontería!
replicó su tutor, eso es incierto;
¿qué es lo que tienes tú? melancolía,
pues de melancolía nadie se ha muerto!
—Lo mismo digo yo; dijo el marido,
que hablaba por hablar, por decir algo.
—Ninguno de los dos ha comprendido
el sufrimiento que en mi pecho guardo;
Dijo la enferma con afán creciente;
pero ahora es necesario; yo lo quiero
que sepais el tormento de mi mente
y la causa fatal porqué me muero.
Yo no nací para el bullicio loco,
nací para querer, y ser querida;
la pompa mundanal la tuve en poco:
que era el amor el alma de mi vida.
Sin consultar mi corazón me unieron
á un hombre que por mí nada sentía:
blasones y riquezas le pidieron,
para entregarle la existencia mía.
Le di mi mano al pié de los altares,
y él en cambio me dio timbres y honores;
yo guardé mi corona de azahares
cual símbolo feliz de mis amores.
Ávida de querer, amé á mi esposo
con afán, con delirio, con locura,
por compasión quizá, fué generoso,
y celebró galante mi hermosura.
Pero un día llegó, que necesario,
juzgó decirme: «Niña, no te asombre,
la cruz del matrimonio es el calvario
que Dios ha dado á la mujer y al hombre.
Este es el mundo, acéptalo si quieres
con la fría realidad que lo has hallado,
y cumple la misión de las mujeres
que es recordar el tiempo que ha pasado.»
Desde entonces desliza mi existencia
sumida en un dolor grande y profundo,
dudando de la Santa Providencia
al ver la ingratitud que hay en el mundo.
Dudando si es delirio, si es locura
vivir á los deberes consagrada;
si más allá la dicha se asegura,
ó después de luchar, sólo hay la nada.
Yo necesito amar, y amor me ofrecen,
mas no es el hombre cuyo nombre llevo:
delirantes quimeras me enloquecen
y quisiera querer, y no me atrevo.
Y en esta lucha horrible de mi vida,
Dios tuvo compasión de mis amores;
voy á morir, serena y convencida
que con la muerte acaban los dolores.
Voy á morir, guardad en vuestra mente
débil recuerdo de mi amor profundo;
y grabad en mi tumba, «Ya no siente
la mujer que á llorar vino á este mundo.»
Silvia murió; y su sepulcro helado
los sauces compasivos lo cubrieron,
y en mármol de Carrara fué guardado
aquel ser que en la tierra no quisieron.
Dieron grandiosa tumba á los despojos
de la mujer hermosa, que en el mundo
no enjugaron el llanto de sus ojos
ni apreciaron su amor grande y profundo.
Esa es la ley social, cubrir de flores
las tumbas de los mártires que un día,
bajo el peso fatal de sus dolores,
murieron sin consuelo en su agonía.
Duerme Silvia, tu historia es el legado,
que tienen por herencia las mujeres,
ó mueren recordando su pasado,
ó viven olvidando sus deberes!