Pueblo nuevo

editar

Los conquistadores, al remontar las grandes arterias fluviales, han ido formando pueblos, de trecho en trecho, jalones de sus etapas atrevidas en esta tierra desconocida, puntos de auxilio contra las sorpresas de todo género, siempre posibles, entre hombres salvajes, en naturaleza chúcara. En la Pampa, las corrientes de agua escasean, y los pueblos se fundan un poco al azar, como caen los dados en un tapete. Muchos han sido edificados por malhechores inconscientes, en terrenos bajos, malsanos, rodeados de cañadones y de ciénagos, cundiendo en ellos, apenas existen, y renaciendo siempre, la viruela, la fiebre tifoidea, la difteria y mil otras plagas, sin contar a los curanderos, que diezman su población.

Otros, a falta de ríos o arroyos, se han fundado cerca de alguna laguna; hoy, la mayor parte nacen alrededor de una estación de ferrocarril; y lo mismo que los libros, tienen sus destinos los pueblos que así surgen del suelo pampeano, hijos del capricho, de la especulación o de sentida necesidad. Basta que la casa de negocio, primer núcleo, protoplasma de todo pueblo, se vaya rodeando de algunos establecimientos no menos útiles, como la inevitable fonda vascongada, la zapatería de los tres hermanos, la herrería, la peluquería y algunos más, para que se desarrolle el embrión y crezca, con ínfulas de ciudad. La panadería y la carnicería no tardan en establecerse, y en poco tiempo, frente a la manzana reservada, con el nombre de plaza, para muestra, al parecer, y recuerdo de la puna destronada, queda formada una calle que, por la intermitencia de sus construcciones y de sus terrenos baldíos, parece la dentadura mellada de una criatura de seis años; criatura a veces capaz de gran desarrollo, otras veces, raquítica y de vida endeble.

Y a los pocos años de edificada la primera casa, donde pacían las haciendas con toda tranquilidad, se ven chiquilinas barriendo veredas, y tirando a la calzada como para empedrarla, los papeles sucios y las cajas de lata vacías del almacén.

Crecerán las chiquilinas, y pronto se necesitarán escuelas, y mucho antes que haya iglesia y campana, el amor al campanario dará su primer fruto, fruto amargo: el odio y la envidia al pueblito vecino, competidor temido.

La necesidad de tener, juntos y a mano, los oficios más indispensables, ha fomentado la creación del pueblo; y en éste, se va creando a sí misma necesidades nuevas la misma población. Es poca, todavía, para tener en propiedad un cura, pero una vez por mes, el del pueblo grande más cercano vendrá a celebrar misa en la capilla improvisada en un galpón, catedral provisoría de la futura ciudad.

Y sucederá que, por una risueña ocurrencia de la casualidad, de vez en cuando, se encontrarán en la galera, el cura y el sacristán, con toda una comparsa de personas alegres, chillonamente vestidas y de conversación a gritos, de loras guarangas, que también van al pueblo nuevo, a prestar al vecindario los servicios de su oficio.

También las aves negras han abierto sus oficinas, pues no sólo necesidades, sino también parásitos nacen de toda agrupación humana, por humilde que sea, precursores infalibles de su naciente prosperidad, como lo es el gusano, de la madurez de una fruta.

El comercio tiende sus redes; la primera casa no ha quedado mucho tiempo sola, y, de todas partes, han acudido bolicheros, rezagados o quebrados de otros lugares, para tentar nuevamente la fortuna, a la luz de esta alba.

Tratarán de comerse vivos unos a otros; venderán perdiendo, por tal que el de enfrente se arruine.

Y seguirá la especulación sobre los terrenos; éstos irán tomando ficticiamente un valor que no podrán tener de veras antes de muchos años, viviendo de esperanzas, por lo pronto, sus felices poseedores.

La municipalidad se forma, y reparte, con mano liberal, impuestos a troche y moche; la policía se organiza y trata de efectuar arrestos, por cualquier delito, para facilitar a la primera los trabajos de embellecimiento del pueblo, haciendo abovedar por los presos, las calles ahondadas sin cesar por el rápido y constante traqueo de las activas jardineras de lecheros y panaderos, de los carros pesados y lentos, y de las descuajaringadas volantas de alquiler; y tanto se multiplican las autoridades, que pronto parecen una nube de escarabajos atareados en hacer desaparecer algún residuo festilizador.

¿Progresará, con todo esto, el pueblo nuevo? Sí, porque a pesar de todo, todo progresa en este país; pero el progreso será lento, difícil, a saltos, y no casi milagroso como en los Estados Unidos, donde se explota la agricultura y no al agricultor.

De cualquier modo, será, en medio de la tranquila soledad pampeana, un nuevo hervidero de pasiones humanas, mezquinas y turbulentas. Los odios nacerán en él, como los mosquitos en un charco: la política, las competiciones comerciales, la vanidad, el interés los crearán, de todos calibre y de todas formas.

En sus mil trampas, abiertas siempre: tentaciones sin gracia o groseros embustes, espoliaciones violentas o cautelosas estafas, dejará el campesino productor, algo de lo suyo, cada vez que en él penetre; y se tendrá una prueba más de que no hay infierno mayor que un pueblo pequeño.