Don Evaristo López, español, madrileño, después de haber gozado, en su tierra, de respetable fortuna, malograda en los pasatiempos que, por todas partes, proporcionan a la gente, en diversas formas, los juegos de azar, había venido a caer, arrollado por la mala suerte, como hoja seca por el viento, en el pueblo de General Álvarez, recién fundado sobre una estación de la línea de Buenos Aires al Pacífico, estableciendo allí una modesta agencia de venta de billetes de lotería, en combinación con una casa de la capital.

Soltero, hombre ya de pocas necesidades y de menos ambiciones, incapaz de comprender que la lotería más segura es el trabajo asiduo y prudente, invertía en billetes casi todo el importe de su comisión sobre las tres decenas que alcanzaba a vender, reservándose siempre, entre otros, un quinto del mismo número, el 4032, al cual guardaba, desde cierto sueño que había tenido, una fe ciega.

Ese día, estaba don Evaristo esperando, después de un día de calor tórrido, durante el cual, a fuerza de andar, había logrado colocar el saldo de sus billetes, que la sirvienta pusiera en la mesa la modesta cena.

Cómodamente sentado en un sillón de hamaca, en mangas de camisa, fumando su eterno cigarrillo, descansaba de las fatigas del día, y, por supuesto, pensaba. Pensaba en su precaria situación, en su vida derrumbada y triste de desterrado; en lo lindo que sería poder volver, algún día, a España, si no rico, con algo, siquiera, que le asegurase la vida; y pensaba también en la imposibilidad probable de poder jamás realizar este sueño.

-Sólo ganando la grande; pero, ¿cuándo? nunca sería para él semejante ganga.

Y con todo, en un rinconcito de su cabeza, no dejaba de revolver el montón relumbroso de los sueños dorados y de las risueñas ilusiones, que todo hombre cultiva, con razón, ya que hacen la vida más llevadera.

¡Ganar un quinto, no más, de la de cien mil! ¡veinte mil pesos! ¡la resurrección! Y brotaban primero, en su mente de viejo jugador, ideas de munificencia: daría mil pesos para el hospital español; quinientos a la sirvienta que, desde que estaba en este pueblo, cuidaba de él; a otros cien, haría regalos; y hasta se daría el orgulloso lujo de pagar cierta deuda vieja que, aunque nadie la reclamase, le hacía en la conciencia cosquillas. Al pensar así, bosquejó el ademán -siempre tan noble- de pagar.

Inconscientemente, hacía de esa generosidad, algo exagerada, como una ofrenda propiciatoria a la suerte titubeante, para que se decidiese, de una vez, a favorecerle.

Y sólo entonces empezó a pensar en sí, y en lo que haría para su propia satisfacción; y compraba tantas cosas y gastaba tanto dinero que, aunque no apuntase las sumas, pronto vio que se pasaba, y tuvo que restringir algo sus liberalidades.

Se enredó en sus cálculos; unas veces, mermaban hasta la parsimonia, creciendo, en otras, hasta la prodigalidad; pero afirmándose cada vez más en su cerebro, la ilusión -¡qué! ilusión-, la certidumbre de que era el dichoso poseedor de bienes reales que necesitaban administración prolija, y no de castillos en el aire.

Y había acabado por dar, lápiz en mano, con una combinación definitiva, en la cual, por haberse acordado con tiempo del descuento de cinco por ciento que sufre el premio mayor, lo que le pareció una mera injusticia, quedaban reducidos a cien, los mil del hospital español, a cinquenta, los quinientos de la sirvienta y borrados, por intempestivos, los demás rasgos de generosidad impetuosa, dádivas a futuros ingratos y pagos a gente más rica que él.

En este momento, la sirvienta trajo la sopera e introdujo al mensajero de la estación, portador de un telegrama.

Digan lo que digan, hay presentimientos en esta vida: don Evaristo se sintió temblar de emoción al romper el sello, y si se supo dominar, al leerlo, fue porque su estado mental inmediatamente anterior, en algún modo, lo había preparado a pasar, sin sacudida demasiado fuerte, de la ilusión a la realidad. Leyó:

«Salió con la grande el número 4032. Lo felicito.»

Firmaba el dueño de la agencia de Buenos Aires.

Don Evaristo sintió detenerse, durante un momento, la circulación en sus arterias; lo invadió una oleada tal de felicidad aguda que fue casi un dolor; palideció, se ruborizó; estuvo a punto de cantar y de reírse, y de decírselo todo a la sirvienta que, de curiosa, lo estaba mirando, para saber; pero se contuvo, cobrando en el acto, con la fortuna, el suspicaz instinto de recelosa defensa que, casi siempre, trae ésta consigo.

Asimismo, no pudo reprimir un movimiento revelador de su contento, y alargó al mensajero un billete de un peso, en vez de los diez centavos acostumbrados, lo que hizo que la sirvienta cambiase con el muchacho una ojeada llena de suposiciones.

Don Evaristo trató de comer, pero no pudo. La alegría le llenaba el cuerpo y el alma, y poniéndose otra vez el saco, se largó a la calle, después de comprobar que había vendido los otros cuatro quintos a Gregorio Lucena, el carnicero.

Tomó una volanta, hecho extraordinario que pareció llamar la atención de los cinco o seis personajes más copetudos de la localidad: el intendente, el comisario, el médico y otros, reunidos, como siempre, antes de irse a comer, en la casa de negocio de Irrazueta y compañía. Y como todos lo miraban con algo de burlón en la sonrisa, hizo parar el coche, se bajó, y entrando en la casa, le dijo a uno de ellos:

-¿Qué le parece, amigo, el 4032? No me lo quiso tomar el otro día; pues, ¡embromarse! -y le enseñó triunfante el telegrama.

El interpelado manifestó ruidosamente su pesar, otros se mostraron asombrados, y hubo muecas de duda, felicitaciones unánimes y bulliciosas, por fin, al oír que don Evaristo tenía un quinto y Lucena los otros cuatro. Don Evaristo no estaba en situación de percibir lo que podía haber de ironía disimulada en las sonrisas, y, glorioso, se fue.

El carnicero, que por las necesidades de su oficio, se tenía que levantar siempre a las tres de la mañana, ya estaba en cama, lo mismo que toda la familia. Al oír la noticia, al ver el telegrama, casi echó a bailar, pero pronto tuvo sus dudas, Irrazueta sabía que tenía él ese número, y ¿quién sabe si no era algún cuento, lo del telegrama? Se le hizo frío el sudor a don Evaristo; y para salir de duda, se fueron juntos a la estación; pero allí el jefe galoneado les enseñó, con su flema británica, madre de la confianza, el original del despacho, les confirmó su autenticidad, y los dejó convencidos de que su suerte era cierta.

Lucena sacudió a gritos a su gente toda dormida, hizo levantar a la familia entera, mandó a la mujer que hiciera pasteles, y se fue a la casa de negocio a buscar golosinas. Allí se encontró con la pandilla de los copetudos y, en cambio de sus felicitaciones, los convidó a tomar una copa de champagne. Una vez empezada la farra, duró toda la noche; fueron todos a comer los pasteles a casa del carnicero, llevándose más botellas de lo que de convidados había. Lucena, por cierto, insistió para pagarlo todo, y gastó doscientos pesos, en la noche, lo que para él era cantidad importante; pero, ¿qué le importaba, ya que iba a tener una punta de miles de pesos?

Aprovechó la ocasión para aproximársele despacio, un estanciero que, hasta entonces, nunca le había querido fiar un novillo, y le propuso todos los que tenía, a precio alto, por supuesto; pero, ¡bah! cuando hay plata, ¿qué importa? y Lucena, para florearse, los compró. Hubiera comprado todo, aquella noche...

A la madrugada, llegó el tren, y, con él, el extracto y el desengaño. Lo del telegrama había sido mentira, no más; un amable chasco, una liviana chanza de campesinos aburridos, ingeniosos bastante para forjar en alma ajena, sobre la efímera ilusión, una realidad casi palpable de dicha, para poder, en seguida, darse el sabroso placer de pisotearla a sus anchas, y de exprimir brutalmente de ella, con el pesado zapateo de sus risas sin piedad, algunas lágrimas de rabiosa decepción.


M42


Nota de WS

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