Puñaladas morales
PUÑALADAS MORALES
Era doña Cipriana un tipo original: alta, huesuda, con la piel amarillenta y arrugada y el cabello encanecido. Los mechones blancos que orlaban su frente no eran esas coronas cantadas por los poetas, símbolos de ilusiones desaparecidas que animaron un corazón juvenil; representaban más bien una prematura decrepitud; una naturaleza ajada por el tiempo y la monotonía de la vida.
Sus ojos llamaban la atención por la viveza de la mirada, á pesar de tener las órbitas hundidas y caídos los párpados, relampagueaba en ellos un rayo de vida, una luz extraña, algo que parecía indicar la llama del amor, viviendo todavía en aquella mujer de sesenta años.
Casada con un honrado comerciante, su existencia se deslizó como la de tantas otras mujeres para las que la vida se reduce á las indispensables ocupaciones caseras y que sólo ven en el marido la llave de la despensa, y que no tienen más relaciones con el mundo que el chismorreo continuo del vecindario.
La naturaleza le había negado el goce de la maternidad, y á la muerte de su esposo se encontró doña Cipriana con una fortuna regular y un corazón que jamás había latido á impulsos de la pasión amorosa.
Y ocurrió que la pobre mujer, bajo la influencia de la mirada de Antonio, un joven antiguo amigo de la casa, sintió despertarse la vida con toda la ternura y todas las nimiedades encantadoras y delicadas que son propias del amor.
Antonio era un joven alto, delgado, de correctas y nobles facciones, y de negros ojos, en los que se veía una mezcla extraña de energía, ternura, movilidad, viveza y melancolía.
Más de una romántica señorita suspiraba por el mozo, y alguna dama le perseguía detrás de la per siana con miradas ansiosas.
El joven conoció desde el primer instante la influencia que ejercía en el alma de doña Cipriana, y le fingió admirablemente un sentimiento enamorado. ¿Fué crueldad premeditada, vanidad ó complacencia? No lo sabemos; pero su conducta hizo que se albergaran las ilusiones en el corazón de la anciana. Las miradas de Antonio excitaban al amor, como esos nidos que los pájaros cuelgan en los aleros de los tejados, convidan á formar una familia, un hogar donde á los enamorados trinos de los padres, responda el poético gorjeo de los pequeñuelos.
La ficción duró poco tiempo; Antonio se cansó de la comedia y doña Cipriana pudo sentir en su pecho todos los dolores del desengaño.
Doña Cipriana languideció en algunas semanas; iba consumiendo su existencia como esas lamparillas que dejamos en nuestras alcobas, que lanzan débiles chisporreteos de luz y al fin se hacen parte de la negra sombra.
—¡Los años!—decían sus amigos.
—¡Los años!—repitió Antonio cuando la vió tendida en lujosa caja entre los cirios amarillos que la alumbraban; pero una voz potente pareció gritarle:
—No, los años no; tú, tú fuistes su verdugo; tú, que sembrastes de ilusiones su corazón, riéndote de la vieja, que tenía ilusiones de niña, para clavar después un puñal, como los asesinos que hieren en la sombra. Hay crímenes que el Código no castiga, porque nada ha podido hacerse contra esas misteriosas puñaladas que matan una existencia, que destrozan un alma, que llevan un cerebro á la locura. Ve, muéstrate satisfecho; cuéntale á las mil mujeres que te prodigan sus sonrisas el amor extraño y ridiculo de la vieja; oye los elogios de los amigos, que te califican de cumplido caballero; pero procura no escuchar la voz de tu conciencia, que en lenguaje bien claro, te grita: ¡Asesino!