El último encargo

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

El último encargo.


Todas las tardes se repetía para Manuel la misma escena; cansado del trabajo monótono, regular y frío de las oficinas, salía á la calle con el cerebro lleno de pesadez calenturienta, y al respirar el aire oxigenado, lanzaba un suspiro de satisfacción, recordando, con amarga conformidad, las sombrías paredes de su despacho, cárcel de los condenados al trabajo forzoso para ganar el pan.

Manuel andaba apresuradamente, durante todo el día, sobre el libro, lleno de fa igosas columnas de números; había creído ver una cabecita rubia, de ojos azules, melancólicos, espirituales, con los labios rosados y el cutis de una blancura diáfana y nacarada.

Al llegar á su modesto cuarto tercero, encontraba Manuel la cabecita rubia de una encantadora niña de diez y ocho años, que se lanzaba á sus brazos llena de infantil alegría.

La mesa, con la modesta comidita, servida sobre blanco mantel, con vasos y platos, deslumbrante de lim pieza, lo esperaba.

Después la pequeña chimenea encendida, la butaca preparada, la mesita con el tabaco y la novela favorita al alcance de su mano, todo parecía destinado á que Manuel olvidase las horas tristes de la oficina.

El joven era feliz; aquel amor constituía toda su dicha y toda su ambición; la sombra de la duda no había empañado nunca su pensamiento; había sido el primer amor de Elena; ella era huérfana y pobre, vivía con una hermana de su madre, que la recogió por caridad, y trabajaba en un obrador de modista.

El la esperaba todas las tardes al salir del taller, y los dos formaban bellas novelas para el porvenir.

La muerte de la que servia de madre á Elena turbó la felicidad de los enamorados; la joven quedaba sin amparo, y el modesto empleado le ofreció su escaso porvenir, que ella aceptó llena de agradecimiento.

Manuel quiso verificar en seguida la boda; pero era menor de edad y la madre no prestó su consentimiento.

Manuel abandonó la casa materna, construyendo para su Elena aquel humilde nido donde lo hemos visto tan feliz, mientras llegaba el deseado momento de poder legalizar su unión.

Un día Manuel se sintió enfermo y tuvo que dejar la oficina, llegando antes de la hora acostumbrada á casa de Elena. La joven habia salido y llegó poco antes de la hora en que Manuel acostumbraba á ir. Al ver á su amante se turbó y sus labics murmuraron una disculpa; una amiga enferma á quien se había visto obligada á visitar.

Mientras hablaba, sabía rápidamente la escalera.

Tenetraron en la habitación, y Elena, quitándose con apresuramiento la mantilla, procuró ocultar entre sus encajes una carta que se veia abierta sobre el tocador; pero Manuel la había observado y se pre cipitó hacia ella Una lucha cuerpo á cuerpo se entabló entre los dos; al fin Manuel logró apo derarse de la carta; era una revelación terrible. Elena tenía otro amante.

Dos años después volvemos á encontrar á Manuel al salir de su oficina; no era ya el joven alegre que abría su pecho á la esperanza y á la vida; un triste suspiro contraía sus labios, y lentamente dirigiase á su casa.

Durante las largas horas de trabajo, un velo negro se interponía entre él y la fatigosa fila de números; aquel velo tomaba formas de mujer, de contornos vagos, inseguros, que llevaban escritos sobre la frente palabras siniestras: Falsía, engaño, traición...

Al llegar á su casa encontraba la mesita limpia, la butaca al lado del fuego y la sonrisa amorosa de una anciana, de blancos cabellos, cuyo amor no podía ser discutido: su madre.

Y sin embargo, Manuel lloraba sin poder olvidar aquel pequeño cuartito, donde tan feliz había sido.

Una tarde el joven encontró á Marta, la amiga íntima de Elena. Ella le habló de su antigua amante y él no tuvo valor para prohibirselo.

Elena estaba enferma, muy enferma; aquel hombre la había abandonado y la muchacha se moría de tristeza y de hambre, lloraba su ingratitud con Manuel y quisiera verse perdonada...

Manuel sólo entendió una coss; Elena era desgraciada y Elena se arrepentía.

...Aquella tarde su anciana madre lo esperó en vano; él fué á la calle que le había indicado Marta, y, sin hacer una alusión á lo pasado, sin una palabra de reproche ó de amargura, dijo á la joven, que esta ba confusa y temblorosa en el dintel de la puerta:

—Elena, hermana mía, arregla nuestra comida.

Desde aquel día Manuel fué hermano de Elena; la cuidaba con la ternura que se puede cuidar á un niño; pero la joven decaía visiblemente; sufría una tuberculosis aguda; todos los recursos de la ciencia fueron inútiles.

Un día, al volver Manuel de la oficina, Marta le dió la fatal noticia: Elena habia muerto.

El joven sintió un dolor terrible; pero el deber de tributar sus últimos cuidados á la que tanto amó, se sobrepuso en su pensamiento. Era preciso ocuparse del entierro.

Elena fué vestida con traje de seda negro y rodeada de flores; las amigas acudieron, y Manuel veía llegar, lleno de terror, el momento que iba á separarlo para siempre, de aquella mujer que ni la traición ni la muerte habían podido arrancar de su alma.

—Manuel—le dijo Marta interrumpiendo su sombrío silencio―, tengo que cumplir el último encargo de Elena; yo he recibido su último suspiro, ella te agradecería mucho tu perdón.

—Y su último encargo ¿qué fué? Dímelo.

—No sé cómo decirtelo.

—¡Acaba!

—Quería que acompañáseis su cuerpo hasta el Camposanto... tú... y el otro...

Manuel tembló un momento, pero se repuso en seguida, y dijo con voz grave:

—Cumple su última voluntad.

Dos horas después el cadáver salía de la casa.

Detrás del fúnebre cortejo iba Manuel, pálido, sereno y tranquilo, y otro hombre, tembloroso, inquieto, agitado.

Manuel no se separó del féretro hasta que hubo, caído sobre él la última paletada de tierra; luego tomó un coche y se dirigió á su casa.

—Madre mía—dijo al entrar, abrazando á la anciana—, todo se ha terminado; esa infeliz ha muerto de pasión por el hombre que la había abandonado... por el suyo medía mi sufrimiento, y se sacrificó generosamente ocultando su dolor. ¡Qué mundo de grandeza y de miseria lleva envuelto su postrer encargo!