Principio de relatividad: sus fundamentos experimentales y filosóficos y su evolución histórica (1923)
de Blas Cabrera
Cap. I.—
II.—

CAPÍTULO PRIMERO

La relatividad en la Mecánica de Newton

1.

La honda emoción que en el mundo científico, y aun entre los meros curiosos de la Naturaleza, provocó el resultado positivo logrado por Eddington y Crommelin en los trabajos realizados, durante el eclipse total de Sol de 29 de mayo de 1919, para comprobar la desviación de los rayos luminosos al pasar por las proximidades del Sol, prevista por Einstein, partiendo del principio general de relatividad por él formulado, se justifica plenamente teniendo en cuenta la profunda revolución que supone en los métodos de razonar habituales en los hombres de ciencia. Porque es de ellos bien característico el acudir a resolver los problemas planteados por un conflicto entre la experiencia y las teorías consagradas, o por la simple impotencia de estas últimas para explicar nuevos hechos, mediante retoques y enmiendas que alteren lo menos posible su contenido fundamental. Fué así como procedió Lorentz cuando, en presencia de nuestra incapacidad para reconocer el movimiento absoluto, buscó la explicación en un acortamiento de todos los cuerpos proporcionalmente a su longitud, en la dirección del movimiento, y en la introducción de un tiempo aparente local como único dato directo de nuestros relojes.

En cambio, Einstein, espíritu profundamente filosófico, en presencia del mismo problema, analiza los postulados más fundamentales de la ciencia y busca la solución del conflicto en la reconstrucción completa de la Filosofía natural, partiendo de la independencia declarada de las leyes naturales respecto del observador que las conoce. A este resultado llegó Einstein mediante un proceso histórico en que pueden señalarse dos etapas.

Primera etapa: Identidad de las leyes naturales para observadores cuyos movimientos relativos son traslaciones rectilíneas y uniformes. De aquí se deriva la incapacidad en que cualquiera de ellos se encuentra para conocer su movimiento mediante observaciones realizadas dentro del propio sistema de que forma parte. Nosotros vamos arrastrados por el Sol hacia un punto fijo de la bóveda celeste con un movimiento que es uniforme, dentro de los errores de observación actuales, y cuya velocidad se eleva a unos 19 kilómetros por segundo; por experimentos y observaciones en que sólo intervengan cuerpos pertenecientes al sistema planetario, es imposible reconocer este movimiento; sólo interviniendo cuerpos celestes independientes de él, es dado abordar su estudio. El postulado, circunscrito de este modo a la imposibilidad de reconocer el movimiento uniforme, ha sido designado como principio restringido de relatividad.

Segunda etapa: Partiendo de aquél se pudieron resolver los problemas planteados por la experiencia, a que antes aludía; pero a un espíritu filosófico había de chocarle la situación privilegiada de la traslación uniforme, y ante la posibilidad de denunciar cualquiera otra clase de movimiento, que permite la ciencia fundada en el postulado aludido, Einstein afirma que tal posibilidad es sólo aparente, formulando el principio de relatividad general que lleva a la independencia completa de las leyes naturales respecto de quien sea el observador que las estudia.

Aun se debe a Weyl una tercera ampliación del principio, eliminando de la teoría la hipótesis de que es posible elegir un sistema de unidades con validez para todos los lugares del Universo y los momentos de su historia.

2.

Conviene fijar el sentido de la independencia a que me referia poco más arriba. Los fenómenos del mundo físico se producen en un lugar del espacio y transcurren en el tiempo. Para precisar aquel lugar se pueden emplear varios procedimientos, de los cuales es el siguiente el más sencillo:

Figura 1. Las coordenadas de P respecto del sistema O.
Fig. 1
Por un punto O arbitrariamente elegido, tracemos tres rectas X1, X2, X3 mutuamente perpendiculares e indefinidas. Tres planos que pasen por el punto P del espacio, y que sean paralelos a los X2X3, X3X1, X1X2, determinan en aquellas rectas los segmentos OX1, OX2, OX3 que fijan unívocamente la posición de P, y les representaré en adelante sólo mediante x1, x2, x3. Estos segmentos se llaman las coordenadas de P respecto del sistema O de rectas elegido.

También será necesario asignar a cada momento un número t, que fije su situación en el transcurso de los tiempos, y a este fin es indispensable elegir un reloj, que se reduce en último análisis a un fenómeno cuyas apariencias distintas y fácilmente reconoscibles permitan sin gran dificultad señalar los momentos sucesivos: tal es, por ejemplo, el movimiento oscilatorio de un péndulo.

En las expresiones que representan las diferentes leyes físicas figuran estas coordenadas y el tiempo, puesto que en definitiva son correlaciones de fenómenos que se producen en lugares del espacio y con un cierto orden de sucesión en el tiempo. Pero es el caso que, tanto el sistema O, al cual se refieren x1, x2, x3, como el reloj que marca el tiempo t, pueden elegirse con una amplia libertad; de modo que parece como si las leyes naturales hubieran de variar con el sistema de referencia y el reloj utilizados al formularlas. A priori nadie se avendría a semejante conclusión: las leyes que rigen la Naturaleza no pueden tener un carácter tan circunstancial. Aunque en su expresión figuren x1, x2, x3 y t, deben hallarse ligadas de modo que al cambiar de sistema o de reloj no se produzca alteración. Empleando un lenguaje más técnico, podemos decir que aquellas expresiones han de ser invariantes para toda transformación de coordenadas o cambio de reloj.

Cuando más arriba me he referido al observador que conoce las indicadas leyes, he querido designar con este nombre al conjunto del sistema O y los relojes que le sean propios. Así, aparece con plena claridad el sentido que ha de atribuirse a la independencia de las leyes naturales, y no habrá riesgo de confundirla con una identidad de aspectos de la Naturaleza contemplada desde los diversos puntos de vista que son característicos de cada observador.

El caso más sencillo que puede presentarse al aplicar el principio de relatividad, es aquel en que todos los observadores se conservan indefinidamente en la misma posición los unos respecto de los otros y contemplan una Naturaleza estática en que la consideración del tiempo carece de sentido. Entonces aquel principio queda reducido a la conocida identidad de las propiedades geométricas, sea cual fuere el camino por el cual se llegue a su descubrimiento. Y aquí puede verse un claro ejemplo de la diferencia que señalaba más arriba entre la identidad de las leyes y la que pudiera atribuirse equivocadamente a los aspectos de la Naturaleza; las ecuaciones que definen una esfera y una tangente, o un diámetro de la misma, cambian de forma según se hallen referidas a ejes coordenados cuyo origen coincide con el centro de aquélla o se halle en cualquier otro punto; pero las relaciones que existen entre dichas rectas y la superficie, gracias a las cuales poseen el carácter de tangente y diámetro, son independientes de dicho sistema. Aquellas ecuaciones representan los aspectos geométricos, y estas relaciones son leyes naturales para los entes en cuestión.

Esta misma evidencia del principio que nos ocupa se traslada al caso un poco más complejo en que los observadores se hallen en reposo relativo, pero no contemplan una Naturaleza estática, sin más que admitir la posibilidad de reglar sus relojes en forma que asegure el sincronismo. Tan grande es esta evidencia, que, no obstante ser premisa indispensable de la ciencia, no se ha creído necesario enunciar el principio como uno de sus postulados.

Pero cuando, después de construido el edificio científico que corresponde a la hipótesis de observadores en reposo relativo, ha sido necesario eliminar esta condición y considerar el caso en que aquéllos se hallen en movimiento los unos respecto de los otros, ha surgido la dificultad, teniendo que escoger entre la total transformación de la ciencia construída o la renuncia de aquel principio. Ante este dilema, los hombres que habían colaborado en aquella obra prefirieron abandonar el repetido principio, de naturaleza estrictamente filosófica, puesto que en su época sólo un mandato imperativo de nuestra organización mental obligaba a sostenerlo. En efecto: no existían entonces argumentos procedentes de la experimentación sobre el mundo exterior que forzaran también a su aceptación. Y aunque no ha de olvidarse que somos parte de la Naturaleza, por cuya razón cuanto se impone a nuestro pensamiento de modo imperativo no puede ser opuesto, ni siquiera diferente, de las leyes naturales, es siempre difícil seleccionar estos principios verdaderos de aquellos otros que son falsos productos del sedimento depositado por la educación en nuestra mente.

3.

Nada tan instructivo para llegar a un claro juicio respecto del valor del principio de relatividad, y aun para justipreciar debidamente nuestros medios de conocer, como seguir la historia del pensamiento científico en sus relaciones con el referido principio, y ésta es la finalidad que persigue este libro.

Los fenómenos de observación más sencilla son los de movimiento, y por ello se comprende sin gran esfuerzo que haya sido la Mecánica el capítulo de la Filosofía natural que adquirió antes un pleno desarrollo, y que ha venido sirviendo de modelo a los restantes. En ella ha tenido también su primera presentación el principio de relatividad, aplicado al caso de observadores en movimiento relativo, no en concepto de postulado, sino como consecuencia lógica de los establecidos por Newton.

Es evidente que el estado dinámico de un punto material, representación la más sencilla de un cuerpo, será función de su velocidad, que define el movimiento, y de coeficientes específicos que distingan los diferentes puntos que se muevan de idéntico modo. Dicha función, que se llama cantidad de movimiento, y que designaremos por [1], será un vector, pues sin ello no estaría representada en dicha magnitud la dirección del movimiento, cuya condición es evidente que ha de influir en los efectos que el estado dinámico determine. A priori la naturaleza de la función que liga a la velocidad y los coeficientes específicos, puede ser cualquiera; sólo los resultados de la observación y la experiencia pueden decidirlo. La hipótesis más sencilla consiste en escribir
(3,1) donde es la velocidad y m, que se llama masa del punto, representa los coeficientes específicos. Esta hipótesis fué hecha en los primeros días de la constitución de la Mecánica, y ha recibido la sanción de la experiencia en todas las aplicaciones que de esta ciencia se hicieron hasta estos últimos años.

Es un hecho de experiencia vulgar que una fuerza aplicada a un cuerpo altera su estado dinámico, cambiando la dirección de su movimiento, su velocidad, o ambos elementos simultáneamente. Pero Newton concretó este vago resultado de la observación y la experiencia más elementales en postulados perfectamente definidos. El primero es el de la inercia, que consiste en afirmar la necesidad de una acción exterior, o fuerza, para cambiar : cuando ésta no existe, será constante, y por tanto , de modo que el movimiento habrá de ser rectilíneo y uniforme.

Cuando la fuerza actúa, su efecto se puede considerar bien en relación al tiempo durante el cual se produce la acción, bien respecto a la porción de trayectoria que recorre el móvil mientras está sometido a ella. En el primer caso, la acción de la fuerza se denomina impulso, y Newton admitió, como un segundo postulado, que dicho impulso, medido por el producto de la fuerza por el tiempo dt que dura la acción, es numéricamente igual al incremento el de la cantidad de movimiento. Así o . (3, 2)

En la hipótesis particular que ha dominado en la Mecánica clásica, , donde m es independiente de , la última ecuación toma la forma bien conocida
, (3, 3) llamando la aceleración del movimiento.

Cuando se refiere la acción al camino recorrido se llama trabajo, y se mide mediante el producto de la fuerza por dicho camino. En la hipótesis sencilla de la Mecánica de Newton es fácil ver que esta magnitud, cuando se trata de un recorrido infinitamente pequeño, satisface a la ecuación
, (3, 4) de modo que corresponde al incremento de una nueva función de la masa y la velocidad, a la cual se denomina energía cinética. Este teorema es una consecuencia inmediata del postulado anterior, y se halla ligado con él de modo tan íntimo, que se pueden invertir sus papeles: admitiendo que la energía caracterice el estado dinámico y que sus cambios se engendren por el trabajo de la fuerza, el impulso resultará determinado por el incremento de la función . Así se explica que en el período de constitución de la Mecánica se haya pretendido por algunos, siguiendo a Leibtniz, adoptar este criterio en vez del que prevaleció en definitiva, que en aquella época defendió Descartes. Sin embargo, la pretensión era injustificada, porque la energía es una magnitud escalar, y deja, por tanto, sin especificar la dirección y sentido del movimiento.

Abandonando la hipótesis sencilla que da para el momento la expresión , siempre se podrá definir una energía T mediante el trabajo elemental por la fórmula

4.

En la anterior exposición de los postulados fundamentales de la Mecánica del punto he introducido de un modo franco la noción de fuerza como un concepto intuitivo. Así lo hizo Newton; pero en tiempos posteriores se ha discutido mucho sobre la justicia de esta noción inmediata, fundada en la sensación del esfuerzo muscular, y a esta discusión se ha llegado como consecuencia del afán de suprimir todo antropocentrismo del campo de la ciencia, afán que se nos antoja un poco pueril en atención a que todo conocimiento de la Naturaleza ha de partir de los datos primeros que nos suministran nuestros sentidos. Cierto que la ecuación fundamental de la dinámica puede suministrar la definición de una de las tres magnitudes que en ella figuran: masa, fuerza y aceleración, partiendo de las otras dos. Respecto de la última nadie dudó, porque viene a la dinámica desde la cinemática, donde tiene un sentido perfectamente determinado. En cuanto a las otras dos, atribuida a la masa el carácter de un coeficiente específico de cada cuerpo, era lógico considerarla como un concepto fundamental, mientras la fuerza quedaba como una entidad compleja de difícil comprensión, para facilitar la cual quizá era, en efecto, lo más cómodo relegarla al papel de magnitud auxiliar desprovista de sentido físico.

Tal fué la razón última del movimiento crítico que se produjo en el último tercio del siglo anterior, y que llegó a su fase máxima con la obra póstuma de Hertz. Pero hoy el problema se plantea en una forma totalmente diversa; la masa no es un coeficiente específico, sino una función de la velocidad, según veremos más adelante. De otro modo: la hipótesis sencilla que le atribuyó aquel carácter es insostenible, y nos aparece como un concepto tan complejo por lo menos como el de fuerza, y sin que de él podamos formarnos ninguna imagen intuitiva. Por todo ello juzgo que es menester volver los pasos sobre el camino andado y admitir la fuerza como una noción primera, según se hacía por Newton.

5.

Continuando el esbozo de la Mecánica que venía haciendo, consideremos un sistema de puntos materiales, en vez de uno aislado, entre los cuales se ejerzan ciertas acciones. Estas fuerzas satisfacen a una condición que constituye el tercero de los postulados de Newton: la acción que el punto material A ejerce sobre el B es igual a la reacción del B sobre el A. Aparte de tales fuerzas, que llamaremos internas, pueden existir otras procedentes del exterior.

Dicho se está que cada punto material posee su cantidad de movimiento, que en general podrá variar de unos a otros con una cierta independencia: toda la compatible con las condiciones impuestas por la constitución misma del sistema. Los vectores que miden esta cantidad de movimiento se suman siguiendo la regla general del polígono, por cuyo procedimiento se obtiene una resultante general, que se denomina cantidad de movimiento del sistema, y un par resultante. Fundándose en los postulados que ya he recordado, se demuestra con todo rigor que si las fuerzas exteriores al Sistema son nulas; esto es, si dicho sistema permanece perfectamente aislado, tanto aquella cantidad de movimiento como el momento del par permanecen constantes. Cuando existen fuerzas exteriores, dichas magnitudes cambian de tal modo que sus incrementos elementales son iguales, respectivamente, a los impulsos de la resultante y del par a que se reduce el conjunto de dichas fuerzas.

Tal es el teorema general de la conservación de la cantidad de movimiento.

Por otra parte, también cada uno de los puntos materiales tiene su energía cinética, , y como esta magnitud es de naturaleza escalar, se obtendrá la correspondiente al sistema mediante la simple suma aritmética . Sin duda, las fuerzas internas trabajan mientras los puntos se mueven individualmente, y estos trabajos, como son también escalares, se suman aritméticamente. Además, en todos los casos que nos interesan el resultado de dicha suma para una deformación del sistema se expresa por el cambio que experimenta en virtud de ella una cierta función W, que se llama energía potencial. Se demuestra también aquí, utilizando las hipótesis y postulados de la Mecánica de Newton, que para un sistema aislado T + W es una cantidad constante, y cuando existen fuerzas exteriores el trabajo de ellas es igual al incremento de esta energía total. Este teorema expresa la conservación de la energía, que en el siglo anterior se generalizó en forma de principio aplicable a todo proceso físico.

En vez de la suma de las energías cinética y potencial, , consideremos su diferencia, , y admitamos que el sistema material parte en el instante de un cierto estado o configuración de sus puntos, por llegar en el tiempo a otro estado. Perfectamente determinadas y fijas estas dos configuraciones y los tiempos en que ocurren, se pueden idear varios procesos que conduzcan el sistema del primero al segundo; pero la indeterminación que esto supone no es real. El sistema elige uno de estos procesos posibles de un modo fatal: aquel para el cual tiene un valor mínimo; esto es, la diferencia entre los promedios de las energías cinética y potencial durante el tránsito de una configuración a otra tiene el menor valor posible. Así, espontáneamente, el sistema selecciona, entre todos los caminos que le llevan de la una a la otra, aquel para el cual
; (5, 1) podríamos decir que reparte del modo más equitativo su energía total en las dos formas, cinética y potencial, que aquélla adopta.

Esta consecuencia de los postulados de Newton, quizá la más sublime, es en realidad de mayor alcance que ellos, y por eso se ha transformado en un principio fundamental con el nombre de principio de Hamilton, del cual se puede partir para constituir la Mecánica, aun después de la ruina de aquellos postulados que sirvieron para deducirle. En este caso queda realmente convertido en la afirmación de que existe una cierta función H de los parámetros que definen el sistema, que cumple con la condición (5,1) para el proceso de transformación. De ella se derivan entonces las leyes naturales que rigen los fenómenos dinámicos.

6.

Volvamos a la ecuación fundamental de la Dinámica de Newton:

. (6, 1)

Ya hemos visto que en ella m como coeficiente característico del punto material, es independiente de todo sistema de referencia. También es una magnitud física de esta clase. Una y otra son, pues, invariantes: poseen idénticos valores para cuantos observadores puedan estudiar el fenómeno que se considera, sea cual fuere el estado de movimiento relativo en que se encuentren.

Como además figura en la ecuación únicamente el cambio de por unidad de tiempo (la aceleración), es evidente que nada se altera cuando se suma o resta a una cantidad constante; esto es, si en vez de medir la velocidad con relación a un sistema de ejes fijos, se utiliza otro que se mueva respecto del primero uniformemente. Así, para todos estos sistemas la ecuación fundamental (6,1) es la misma, y, por consiguiente, también lo serán las consecuencias que de ellas se deduzcan; de suerte que el estudio de los fenómenos mecánicos no permite distinguir entre sistemas de referencia de las condiciones indicadas.

Consideremos una máquina cualquiera situada en el interior de un vagón de un tren en movimiento uniforme. Para investigar su funcionamiento, basta en cada instante determinar las posiciones de sus diferentes órganos respecto de un sistema de referencia; las velocidades que figurarán en las ecuaciones dinámicas se obtendrán partiendo de los cambios de estas posiciones por unidad de tiempo. El aludido sistema de referencia cambiará, como es lógico, con la situación del observador: si va transportado por el vagón, acudirá a ejes fijos a sus paredes; pero si está en una estación, los ejes los elegirá también ligados a ella, de modo que todas las velocidades que determine diferirán de las correspondientes al primer caso por efecto del arrastre del tren. No obstante, los resultados a que llegue en el primer supuesto serán los mismos que logre en el segundo; las leyes que rigen el funcionamiento de la máquina serán exactamente iguales, puesto que en último término derivan de la ecuación (6,1) que no se altera al pasar de un sistema de referencia al otro.

Tal es el contenido del principio de relatividad que se llama de Galileo y que reina en la Mecánica.

Pero la ciencia clásica adoptó un procedimiento concreto para correlacionar las ecuaciones referidas a los distintos sistemas coordenados a que vengo aludiendo, dotados de un movimiento relativo uniforme. Este procedimiento está contenido en el grupo para el paso de unos ejes a otros que se distingue con el nombre de Galileo. En el caso en que el movimiento se produce según el eje las ecuaciones tienen la forma (6,2)

En él las letras acentuadas se refieren a los ejes y reloj en movimiento con velocidad V respecto de los no acentuados.

Mientras se utilice este grupo es evidente que la ecuación (6,1) será un invariante de la transformación, y por ende satisface al principio de relatividad. De él es consecuencia inmediata que la relación entre las velocidades y de un mismo fenómeno o cuerpo en los dos sistemas de referencia es
; de modo que el paso de una a otra se hace por la sencilla regla del paralelogramo.

7.

Pero notemos que en el grupo en cuestión va contenido algo más que los postulados expresamente enunciados.

En primer término se admite la rigidez de los cuerpos durante el movimiento; esto es, la invariabilidad de su forma, sea cual fuere su velocidad. Dicho de otro modo más técnico, se admite que los lugares ocupados sucesivamente por los cuerpos son congruentes, con lo cual se otorga a la Geometría de Euclides el carácter de una representación exacta de la Naturaleza.

Imaginemos, para aclarar las anteriores ideas, que el vagón a que he venido refiriéndome está parado en la estación (V = 0). La distancia entre dos puntos que se hallan sobre una recta paralela al eje , a su vez paralelo a la vía, la determina el observador situado en el tren mediante una regla graduada, L', que le es propia, y el que permanece en la estación utilizando otra exactamente igual, L, correspondiente a su laboratorio: ambas medidas darán evidentemente el mismo resultado.

Si ahora suponemos que el tren pasa por la estación con la velocidad V, la regla L' continuará dando para la distancia en cuestión la misma longitud; pero antes de afirmar que ocurre otro tanto cuando sea el observador de la estación, con su regla L, quien haga la medida, será necesario fijar la atención en el método por el cual esta medida se ejecute. Sin mayor insistencia se comprende que deberán anotarse las posiciones que ocupan en L los dos puntos a que vengo refiriéndome en el mismo instante: por ejemplo, mediante registros simultáneos y automáticos. Llamemos , estas posiciones; sean y las lecturas correspondientes en L', y como el proceso descrito indica que , la primera ecuación del grupo de Galileo da .

Así también en este caso son idénticos los valores de la longitud según , obtenidas por los dos observadores, y como es evidente que ha de ocurrir exactamente lo mismo con las medidas efectuadas en dirección normal a ; en particular, según los ejes , , la forma de las figuras será también idéntica, ya se aprecie con relación al sistema móvil o al fijo.

Si acudimos a la experiencia, obtendremos una confirmación plena de lo que he dicho, claro es que dentro de las condiciones a nuestra disposición; a saber: con movimientos que a lo más alcanzan la rapidez de las traslaciones de los astros en el firmamento. En efecto: la aludida confirmación surge de la comparación entre los fenómenos previstos por la teoría y aquellos que la observación o la experimentación suministra. Así no se trata de una imposición de la lógica, sino de un resultado empírico, y, por tanto, si lo elevamos de categoría, suprimiendo el límite de la velocidad alcanzado y generalizándole para cualquier valor de ésta, según hace la Mecánica clásica, establecemos implícitamente un nuevo postulado.

8.

En segundo lugar, el grupo de Galileo supone la independencia absoluta del espacio y el tiempo; esto es, la posibilidad de reglar todos los relojes imaginables, en reposo o movimiento relativo uniforme, de modo que simultáneamente marquen la misma hora. Ahora bien: cuando se medita seriamente, se cae en la cuenta de que esta noción de la simultaneidad ofrece muy serias dificultades.

Si consideramos nuestras propias sensaciones, la simultaneidad o el orden de sucesión de las mismas es un dato directo de la observación cuyo sentido no ofrece duda alguna: se aprecia de igual modo por un hombre culto o inculto. Pero las cosas pasan de un modo muy diferente si los sucesos ocurren fuera de nosotros mismos. Un hombre que nunca haya presenciado el disparo de un arma de fuego, admitirá con no pequeña dificultad que son fenómenos simultáneos el fogonazo de un cañón lejano y el ruido producido por el disparo; ¡cuán frecuente no es, entre gente de escasa cultura, resistirse a creer que el relámpago y el trueno son fenómenos absolutamente simultáneos, y qué esfuerzos no cuesta en ocasiones hacer comprender al vulgo que los fenómenos hoy percibidos en una estrella han ocurrido realmente mucho tiempo atrás, días, años, aun siglos! Y es que para llegar al establecimiento de la simultaneidad de dos hechos que se producen fuera de nosotros, nos vemos obligados a corregir los resultados de la observación directa a causa de la velocidad de propagación de las distintas acciones que nos denuncian fenómenos distantes.

Estas correcciones, para una acción determinada, pueden hacerse fácilmente cuando se dispone de otra cuya velocidad de propagación es infinita comparada con la suya: así, por ejemplo, pueden corregirse los retardos en el sonido utilizando la luz. Pero cuando no se dispone de este auxilio, únicamente es posible establecer la simultaneidad de dos fenómenos que ocurren en diferentes puntos, mediante la hipótesis de una perfecta isotropía del espacio para la transmisión de una clase particular de acciones; esto es, la identidad de su velocidad de propagación cuando pasa de A a B y de B a A, sea cual fuere la orientación de la recta que une estos puntos. Sean, por ejemplo, dos relojes situados en ellos, que designaré por y : en un instante de se produce en A un destello que llegará a iluminar la esfera de cuando en ella se marca el tiempo . Esta indicación se percibe en A en el instante de . Supuesto que la propagación de la luz satisfaga a la condición de isotropía arriba aludida, es evidente que el sincronismo de los relojes estará asegurado cuando se cumpla la condición
, (8, 1) y si no se satisface, la diferencia de valores de los dos miembros dará el atraso de uno de los relojes respecto del otro.

Pero demos un paso más y consideremos dos sistemas de puntos, S y S' que se compenetren mutuamente y en movimiento, cada uno respecto del otro, con una velocidad de módulo V. Supongamos que existe un fenómeno a cuya velocidad de propagación c se atribuye idéntico valor en S y S', y satisface a la condición de isotropía que es necesaria para que pueda emplearse en la regulación de los relojes por el método arriba descrito. Así los observadores de cada sistema tendrán asegurado el sincronismo de sus relojes y por su medio pueden responder de la simultaneidad en puntos alejados. Pero cuando los de uno de ellos, el S, por ejemplo, estudien la propagación del fenómeno aludido, respecto del otro sistema, el S', hallarán que la velocidad varía entre c- v (según el movimiento de S' respecto de S) y c + v (en el sentido opuesto); naturalmente, los relojes que para S' tienen la misma marcha, no podrán tenerla para S, y recíprocamente. Ello estriba en que S' ha aplicado directamente la ecuación (8,1) en la sincronización de sus relojes, mientras contemplado el fenómeno desde el sistema S, se ha de tener en cuenta que mientras la acción va y vuelve entre los lugares A' y B', el primero de éstos avanza al espacio , de modo que el sincronismo de los relojes se producirá cuando entre sus indicaciones se verifique la condición
(8, 2) en vez de la (8,1).

Sólo es posible poner de acuerdo ambos sistemas de relojes, y con ello generalizar la noción de simultaneidad, cuando ; esto es, en el caso de que se disponga de una acción, empleable con el fin indicado, que se propague instantáneamente. En la Mecánica clásica no hay nada que se oponga a la existencia de estas acciones y, por ende, a que en principio sea posible aceptar la noción de un tiempo absoluto; esto es, independiente del movimiento de los sistemas. Laplace, en particular, creyó demostrar que la gravedad, caso de no satisfacer a dicha condición, debe propagarse con una velocidad muy grande comparada con la de la luz.

Realmente, en la práctica la regulación de los relojes se ha hecho siempre utilizando acciones luminosas, que si bien es cierto que no cumplen con el requisito exigible teóricamente, dado el elevado valor de su velocidad cuando se le compara con los obtenibles para V, se pueden utilizar sin error apreciable por la pequeñez del factor en el último término de (8,2).

  1. Véase la Nota 1 en el apéndice.