XXVIII

Apenas estrenada la ropa, se lanzó Ibero al laberinto de las calles de Madrid. Las horas y los días se le pasaban sin sentirlo, pisando aceras y cruzando empedrados, mirando números, subiendo y bajando escaleras, tirando de campanillas, y en fin, interrogando a innumerables individuos del gremio porteril. Si buscar una aguja en un pajar es ardua tarea, no lo es menos buscar entre cuatrocientos miles de almas una familia cuya residencia se ignora. Pero ni la familia ni el rastro de ella encontró Santiago, aunque lanzado anduvo como pelota de barrio en barrio, sin que alma viviente le diese las referencias que con tanto ardor buscaba. Cansado de inútiles correrías, llevó sus dudas y franqueó su secreto al buen tendero de la calle del Desengaño. Véase lo que hablaron:

«¿Conoce usted, señor de Chaves, o ha conocido, a un teniente coronel, de clase de tropa, llamado don Baldomero Galán, que a más de parecerse a Espartero en el nombre, se le parece en la figura: bigote de moco, patillitas, un poco de tupé, un mucho de tiesura gallarda?

-Sí, hijo, sí. Ese Galán tiene por mujer a una navarra guapísima, quiero decir, que lo fue y todavía conserva buenos pedazos. Si no recuerdo mal, sus paisanas la llaman doña Saloma.

-Ella es, ellos son -dijo Ibero sin disimular su regocijo-. Sabrá también que tienen una hija...

-¡Ah, sí!... Ya voy recordando: una hija preciosa, una divinidad... y si no me engaño, se llama como la madre, Salomita... Sí, sí: mi mujer los conoce. Han vivido ahí cerca, en la calle de Silva.

-Pues esa Salomita -declaró Ibero algo ruboroso, desembozándose de golpe y mostrando, quizás por primera vez, toda su alma-, esa... es mi novia, señor don José.

-Bien, hijo. ¿Los padres consienten...?

-No, señor: consiente ella, que es lo que me importa; en su busca voy para cogerla y llevármela... Es voluntad suya y voluntad mía. Don Baldomero está a matar conmigo, y doña Saloma no cesa de echarme maldiciones. Pero yo y la que ha de ser mi mujer no nos paramos en barras. Ya hemos acordado unirnos para siempre. Falta la ocasión, y eso es lo que busco. Según mis ideas, bastan nuestras voluntades para formar nueva familia. Si los padres no quieren bendecirnos, nos bendeciremos nosotros, debajo de la bóveda del cielo.

-Bien, hijo, bien... Pero... ¿no te parece que vas muy lejos y que corres demasiado? Modérate un poco, hijo. La autoridad de los padres, la sociedad, la familia, ¿eh?... Y luego, el sacramento, la religión, ¿eh?...». Dijo esto el bravo patriota echándose atrás como asustado y mirando a los ojos del imperturbable Ibero... En su casa era Chaves un hombre patriarcal, bondadosísimo, amante de su mujer y de sus hijos pequeñuelos, a quienes mimaba con extremosas ternuras; era en la calle un agitador ardiente que por sucesivas excitaciones y compromisos había llegado a la mayor vehemencia y a la furia desatada; en su casa era pacífico, dulce, creyente, como el que vive dentro de un régimen que no ha de alterarse nunca; en la calle, la pasión sectaria y el fracaso de las tentativas sediciosas le llevaban hasta la ferocidad; en su casa faltábale poco para rezar el rosario con su mujer, y se preocupaba de que sus hijos aprendieran bien el catecismo; en la calle ponía toda su alma y todo su dinero al servicio de una Causa que por medios violentos había de triunfar de la Causa contraria; no le espantaban los ríos de sangre, si en ellos perecía el enemigo. Y la Causa era, en suma, un ideal fantástico y verboso, un Progreso de fines indecisos y aplicaciones no muy claras, una revolución que tan sólo cambiaría hombres y nombres, y remediaría tan sólo una parte de los males externos de la Nación.

Extensamente hablaron Ibero y su amigo de la familia Galán. Hacía meses que Chaves no sabía de ella. Preguntó a su señora, y esta dijo que don Baldomero llegó a Madrid con su familia por segunda vez al mes siguiente de la noche de San Daniel. Venían de Tortosa. Confirmó Ibero estas referencias. En Tortosa había sido su conocimiento con Salomita, en Abril del año anterior. Luego se vieron en Madrid en pleno verano... Agregó la señora de Chaves que por Todos los Santos las Galanas abandonaron la Corte, quitando la casa y llevándose los muebles... ¿A dónde fueron? Este era el enigma. Dijeron que a Pamplona; pero en la vecindad se aseguraba que don Baldomero iba a un castillo, y ellas a Francia. Por último, Chaves aconsejó a Santiago que fuese a ver a Muñiz, quien de fijo sabía dónde andaba Galán, pues este seguramente era de los comprometidos en las tentativas del año anterior, descubiertos y sujetos a vigilancia.

No tardó Ibero en personarse en casa del bravo Muñiz, a quien encontró de malísimo talante. Don Juan Prim había pasado la raya de Portugal con su columna. Ya era locura pensar que volviese sobre Madrid con arrogante quiebro, dejando atrás a Zabala y Echagüe. Esta ilusión atrevida y risueña no nació en las almas de los patriotas amigos de Prim que en Madrid trabajaban; vino de Urda, apuntada como un proyecto no quimérico en la carta traída por Ibero. Pero todo se lo había llevado la trampa. Otra vez triunfaban los demonios protectores de Isabel II, demonios vestidos de ángeles... ¿Pero a qué divagar en lamentaciones estériles? El caudillo se metió en Portugal porque no pudo hacer otra cosa... Si era cierto que Zabala y Echagüe tenían órdenes reservadas de no cogerle, también de seguro las tenían de imposibilitarle todo movimiento que no fuera la entrada en el Reino vecino. Y esto no era en verdad más que un alto, un respiro en el jadeante y heroico marchar, cuesta arriba, hacia la redención de España; en aquel descanso, Prim herraría su caballo para continuar su insensato correr tras el ideal. Concluida una etapa sin éxito, se empezaba otra. Los corazones no conocían el desmayo, y en cada caída rebotaban con más fuerza. Esto lo expresaba Muñiz con vulgar modo, acabando por decir: «Por muy jorobados que quedemos en cada fracaso, no se nos arruga el ombligo... y seguimos, seguiremos... con más riñones que el caballo de Santiago».

Aquel día no pudo Ibero adquirir las deseadas noticias. Muñiz no se acordaba... revisaría sus papeles... Dos días después le encontró muy inquieto; acababa de llegar de la calle sofocadísimo, y tenía que salir sin perder minutos, y correr a casa del general Gándara, con quien estaba citado para visitar juntos al Padre Claret. Véase el caso: en la desgraciada intentona del 3 de Enero, los Cuerpos de Caballería comprometidos en Alcalá no llegaron a pronunciarse, porque los cogió en el momento crítico el general Vega Inclán, y la cosa se arregló, como si dijéramos, en familia. Echose tierra, que es en ocasiones la mejor compostura de estos descosidos de la Ordenanza. Pero toda la tierra echada con generosa espuerta no bastó a cubrir a un capitán y a varios sargentos de Cazadores de Figueras, que se habían comprometido públicamente sin la cautela y cuquería que los más usaban. Pagaron por todos: una Justicia desigual escarmentó a los menos avisados; un Consejo de guerra condenó a muerte al desgraciado capitán Espinosa y a varios sargentos. Intentaron algunos progresistas salvarles la vida, y anduvieron de O'Donnell a Pilatos y de Caifás a Posada Herrera sin hallar misericordia. En la desesperada, Muñiz discurrió acogerse a los sentimientos cristianos del Padre Claret. Este buen señor se puso muy compungido cuando Muñiz y Gándara solicitaron su intercesión en favor de los reos. Prometió hablar a la Reina; pero si en efecto intercedió, no le hicieron caso. El 3 de Febrero fue pasado por las armas Espinosa; pocos días antes sufrieron igual suplicio los sargentos. Se dijo que doña Isabel quería perdonar; pero el Rey don Francisco y la camarilla pedían castigos implacables.

Pasados estos afanes, pudo Muñiz, revisando cartas y apuntes, decir a Santiago que don Baldomero Galán estaba en Miranda de Ebro, no con mando de tropas, sino al servicio clandestino de la revolución. Era muy afecto a Prim, pero tan corto de inteligencia, que se le vigilaba para enmendar sus torpezas o contener su celo impulsivo. «Es hombre decente y leal -añadió-, pero más terco que una mula. Mal suegro te ha caído. No esperes que te dé el consentimiento si lo ha negado ya. Es de los que remachan sus ideas como si fueran clavos, para que nadie pueda sacárselas de la cabeza. De doña Saloma sé que ha sido hermosa. Antes de casarse con don Baldomero, tuvo que ver con un cura que andaba en la facción de Zumalacárregui. Me lo contó un coronel navarro convenido de Vergara. Otra cosa: no están la madre y la hija con don Baldomero, sino en Francia, no lejos de la frontera. Búscalas entre Hendaya y Bayona».

Oído esto, levantose Ibero, y secamente pidió a su amigo órdenes para el Norte de España y Mediodía de Francia. «Desde que salí de Urda -dijo-, es mi destino caminar derecho, derecho hacia la estrella Polar. Viéndola delante de mí vine a Madrid, y ahora la veré también guiándome los pasos. Iré por de pronto a Miranda; de allí a Samaniego, que es corto viaje; de Samaniego a Vitoria, por Peñacerrada y Treviño; y de Vitoria no sé... Ya lo dirán los acontecimientos». Desconforme con estos planes, Muñiz le dijo: «Tengo carta reciente de Clavería en que me encarga que te utilice para nuestros trabajos. Ea, camarada, compaginemos tus proyectos con los míos. Yo también tengo que ir hacia esa estrella que dices: en cuanto arregle ciertas cosas, saldré para Valladolid, Burgos, Vitoria y San Sebastián. Aguárdate tres días y nos vamos juntos». No podía rechazar Ibero proposición tan bondadosa, y enfrenando su loca impaciencia declaró que esperaría. ¿Qué había de hacer el pobre? Su salvajismo se desvirtuaba gradualmente por causa del contacto social. Y es que los salvajes de cualidades más agrestes se echan a perder en cuanto sus codos tropiezan con los codos de la civilización.

Aburrido y sin ningún quehacer en Madrid, Ibero repartía sus horas entre el lento vagar por las calles y las visitas a su amigo Chaves, con quien a ratos departía. Allí se dio a conocer al comandante retirado don Domingo Moriones, el cual recordaba gozoso su amistad con Santiago Ibero, y los días alegres pasados en la opulenta casa riojana. Con estas referencias, la persona de Santiago se iba creciendo a los ojos de Chaves, que no sólo veía en él al ardiente partidario de Prim, sino a la persona de posición, nacida de padres ilustres. Por esto y por la simpatía que el mozo se ganaba cuando se le iba conociendo íntimamente, el patriarca masónico puso en él sus afectos, y con los afectos su confianza. En uno de aquellos reservados coloquios, se arrancó a decirle: «El fracaso del 3 de Enero nos mueve a preparar con toda nuestra alma otro movimiento que ha de ser decisivo. Hasta el mes de Abril no podremos armar todo el tinglado... ¡pero qué tinglado, hijo!... O morimos todos o España será libre».

Decía esto don José pasándose suavemente la mano por su apostólica barba negra, salpicada de algunas canas, y al hacerlo, las chispas no salían de su barba, sino de sus ojos. El hombre se electrizaba cuando la hirviente vesania política se le salía por la boca con raudales de indiscreción. Y algunas tardes y noches le vio Ibero en el entresuelo y en la trastienda (mientras los dependientes comían), abriendo y cerrando puertas disimuladas, y guardando bultos de mercancías cuyo contenido no se apreciaba por las formas del embalaje. De doble fondo eran algunas anaquelerías, y entre tabiques había huecos atestados de extraños paquetes y fardos. Comprendió Ibero que la tienda y el entresuelo de la casa eran un riquísimo depósito de trabucos, pistolas y escopetas, suficiente arsenal para satisfacer el ansia guerrera de los patriotas madrileños. ¡Ah, cuántas cosas estupendas y terroríficas podría ver el salvaje en casa de su amigo o en las calles de Madrid si sus obligaciones y afectos no le llamaran al Norte! Todo lo tenía dispuesto, ropa y avíos, en un maletín de mano, y para bajar a la estación no esperaba más que la orden de Muñiz. Esta llegó al cabo, y loco de contento se retiró a su casa; que cuando esperamos la hora de un partir dichoso, conviene encerrarnos y evitar así cualquier emergencia que nos detenga o nos inutilice para el viaje.

Paseándose en su jaula, dígase habitación, a cada instante consultaba la muestra de un reloj de plata que le había regalado su amigo Chaves. Aún faltaban cuatro horas largas. ¡Desesperante lentitud del tiempo! Viéndole tan inquieto, fue la patrona a darle conversación: de diferentes tópicos hablaron, y por fin doña Mauricia le sacó al comedor con estas afables razones: «Venga, venga acá, señor mío, que la soledad estira el tiempo y la buena compañía lo acorta. Aquí verá al amigo don Juan Confusio, que desde ayer no tiene otro pío que echar un parrafito con usted». En efecto: en el comedor aguardaba el eximio historiógrafo, que hizo pausada reverencia de corte. Contestó secamente Ibero a saludo tan ceremonioso, sin disimular el asombro que le causaba la figura amojamada, casi esquelética, del infeliz Santiuste. Por un momento creyó habérselas con uno de aquellos buenos espíritus a quienes familiarmente trataba en evocaciones nocturnas. No paró mientes Confusio en aquel asombro, y desató su locuacidad en esta forma incoherente: «Deseaba mucho ofrecer al señor mis respetos... Ya le conocía desde hace tiempo, in mente. Cuando le vi hace días en el pasillo, el respeto y la admiración me dejaron mudo... Porque usted negará su alta jerarquía; pero no puede negarme su semejanza con el Príncipe Pilarón. La sencillez y humildad de su traje no bastan a ocultar la realeza». Atónito miraba Ibero al desatinado historiador, y luego a doña Mauricia, como pidiéndoles explicación de los disparates que oía. Con disimulado gesto la patrona le indicó que no hiciese caso, y que le dejase despotricar sin contradecirle. Acto continuo intervino en la conversación con esta benévola frase: «Aquí el señor Confusio está escribiendo una historia magnífica, la mejor que se conoce, según dice.

-Mi Historia no es la verdad pedestre, sino la verdad noble, la que el Principio divino engendra en el seno de la Lógica humana. Yo escribo para el Universo, para los espíritus elevados en quienes mora el pensamiento total. Yo abandono el ambiente putrefacto que nos rodea; saco mis pies de este lodo de los hechos menudos, y subo, señor mío, subo hasta que mis oídos pierden el murmullo terrestre, y mis ojos el falso brillo de las mentiras barnizadas de verdades. Yo subo, señor, y arriba escribo la Historia lógica, y pinto la vida ideal. Mis lectores no son de este mundo». Oyendo esto, Santiago dudó si el historiador era un loco de atar, o un espíritu proscripto que, encadenado en la tierra, poseía el secreto de la razón de la sinrazón. Sintiendo vaga simpatía por el escuálido sujeto, le preguntó: «¿Y esa Historia, cuándo se publicará?

-Aconséjele usted, don Santiago -indicó la patrona-, que no deshaga lo hecho ni rompa lo escrito, pues con tantas enmiendas y tanto quita y pon, no adelanta el buen señor lo que debiera.

-Es que... verá usted -dijo con tremante voz Confusio-: el anhelo de perfección nos obliga a frecuentes alteraciones de la forma y del plan... En el capítulo XXII de mi obra describí... la muerte que dieron en Cádiz a Fernando VII los Constitucionales... verá usted... Luego... verá usted... el desarrollo histórico me ha llevado a consecuencias ilógicas y a frialdades antiestéticas... He creído que debo resucitar al Rey, mejor dicho, que debo anular aquel capítulo y escribir otro... Fácil es comprenderlo: la muerte de Fernando me desequilibra la raza... ¿No lo cree usted así? Aconséjeme: ¿debo resucitar al tirano, o dejarle en la sepultura?». Ibero no sabía qué contestar. Por último dijo: «Déjele usted muerto, que ya vendrá por aquí su espíritu... a hacer de las suyas, y a equilibrar a España...».

En este punto del coloquio, penetró de rondón en el comedor una señora, amiga de doña Mauricia. Como había estado allí por la mañana, los saludos fueron brevísimos. Los dos hombres se levantaron, y el buen Confusio, ya por no gustar de la visita, ya por hablar a solas con el disfrazado Príncipe, cogió a este del brazo y se lo llevó a su aposento. Quedaron, pues, sentaditas una junto a otra las dos señoras, que al punto pegaron la hebra con locuacidad comadril. Era la visitante una sexagenaria remilgada y compuesta, el cabello gris peinado con profusión de moños y ricitos, el rostro como un museo de antigüedades en que los afeites exponían y guardaban vestigios de belleza. Vivía la tal en la próxima calle de San Ignacio; era también viuda de militar, y desde su mocedad se trataba íntimamente con Mauricia Pando.

«Cuéntame, mujer -dijo esta-. ¿Hay alguna novedad desde esta mañana?

-Vengo sofocada... déjame que tome aliento... Pues hay gran novedad: que ya ha aparecido esa loca... Hace una hora que se me ha metido por las puertas... ¡Virgen Santísima, cómo viene! Molida del traqueteo de la diligencia, flaca, distraída, medio trastornada, con miedo de los espíritus que, según dice, andan tras ella. No ha podido referirme sino una mínima parte de los horrores que ha pasado... ¡Pobre hija de mi alma! Aun viniendo como viene, su vuelta me ha traído la alegría del mundo, porque ella es todo para mí... Ya no me falta más que salir a pedir limosna.

-¿Y ha resultado cierto lo que sospechabas... que ese Clavería la recogió?...

-Y en la columna sublevada se la llevó como un fardo de impedimenta. ¡Qué pícaro! A la muerte de Leal, Teresa, huyendo de mí, trató de irse a Herencia... allí está Felisa. Esos bribones vieron en mi hija un precioso botín de guerra... Pero cuando ya llegaban a la raya de Portugal, se sublevó la niña, y dijo: «de aquí no paso sino descuartizada». Total, que se fugó de la columna y acá se ha venido. Mi primera diligencia hoy ha sido llevar la noticia al señor de Oliván, y el buen señor se ha puesto tan contento, ¡ah!... y ha dicho, como en la parábola del hijo pródigo: «Matemos un ternero para celebrar la vuelta del hijo descarriado...».

En esto, apareció Ibero reloj en mano, seguido de Confusio, y dijo: «Ya es muy tarde... se me escapa el tren». Despidiose de doña Mauricia. Esta, risueña y burlona, afirmó que aún faltaba hora y media. Pero el impaciente viajero, ávido de precipitar el tiempo, se precipitó a coger su maletín, y luego la puerta... Desapareció arrastrado por los espíritus.