XXVII

Con ánimo decidido emprendió el gran Ibero su marcha hacia los Yébenes, por un país rocoso y montaraz, más habitado de alimañas que de personas. Guiábale su sentido geográfico, admirable don que aprendido parecía del trato con las aves emigrantes; alas le daba su deseo de cumplir lo mandado y de contribuir a los planes del General, y por fin, el ir a Madrid en aquella ocasión causábale gran regocijo, por las razones que él mismo habría dado a conocer si su reserva característica no rigiese lo mismo para sus amigos que para los lectores de sus aventuras.

En esta favorable disposición atravesó breñales, quintos y dehesas; pasó el Amarguillo, y salvando las asperezas de la sierra de Orgaz, llegó a la feudal villa de este nombre, donde dio a su cuerpo un reparo nutritivo, siguiendo hacia Mascaraque y Almonacid. En terreno menos quebrado fue su marcha más segura y metódica; a nadie preguntó el camino; derecho iba en busca del río Algodor, por cuya margen izquierda había de llegar a la barca del Tajo. ¿Quién le enseñó esta topografía? Dios y un plano que en Madrid meses antes había visto. Ello es que felizmente pasó en la barca poco después de anochecido, y que impávido se metió en los despejados campos de la Sagra; durmió cinco horas en un mesón de Villaseca, y a las tres de la madrugada emprendió de nuevo la caminata. El limpio y estrellado cielo que en aquella seca región multiplica la opulencia de sus constelaciones, le fue de gran compañía y entretenimiento en su viaje. Después de reconocer sus amistades estelarias del Zodíaco y del hemisferio Sur, puso toda su atención en la Polar, que veía sin mover los ojos ni la cabeza, pues hacia ella derechamente caminaba; y adorándola por su inmovilidad más que a las otras vagabundas, con ella conversaba en estilo mixto de oración y confidencia.

Soñador caminante, así decía: «Hacia ti voy, hacia ti van mis pasos y mi corazón, estrella de la constancia y de los pensamientos inmóviles. ¿Qué hombre no tiene una Polar en su alma? Yo la tengo, y toda mi vida gira en rededor de ella... A ti, Polar del cielo, miro yo, porque en ti veo la imagen de mi estrella terrestre, puesta en esos altos altares para que yo la adore. Mi estrella es como tú, inmutable, señora de todo el Universo y señora mía...». Si no con los términos precisos, con otros semejantes hablaba Ibero en sus coloquios con la Polar, y ello era de dientes adentro, que si fuera en lenguaje sonado y si alguien lo escuchara, se le tendría por poeta descarriado que al ritmo de su andar componía versos sin rima... Al pasar por Yeles, aclarando el día, un galerín de seis asientos que sólo llevaba cinco personas, le brindó fácil transporte a Madrid. Ajustose con el mayoral, metiose en aquella caja con ruedas, y como el camino no era malo y las caballerías supieron cumplir, al filo de las diez y media dio fondo el gran Ibero en la Cava Baja.

Poniendo el deber sobre todo, sin tomar descanso ni alimento, se fue el mensajero a cumplir la misión que un bárbaro signo, Camuñardo, representaba en su mente. Las once marcaba el reloj de la Puerta del Sol cuando Santiago entraba en el número 1, calle del Carmen. Dijéronle en la casa que don Ricardo no estaba y que no volvería hasta las doce. Como a nadie podía confiar la carta, y el hambre le apretaba, se fue a comer un bocado en un bodegón de la calle de la Paz. Minutos después de las doce volvió a la casa de Muñiz y fue recibido por este, que a la primera impresión pareció receloso; mas leído el sobre y conocida la letra, se le alegraron extremadamente los ojos. Encerrado con el mensajero en su despacho, leyó la carta sin chistar, no una, sino dos o tres veces, y acto continuo, pidió al recadista noticias de la columna, de la salud de Prim y sus amigos, de la moral de las tropas sublevadas, de cómo eran recibidas en los pueblos, del camino que habían tomado al salir de Urda. A todo, menos a esto último, contestó Ibero cumplidamente. Ignoraba la dirección que don Juan seguiría, aunque la creencia más general en la columna era que iban a Portugal. Sonrió Muñiz al oír esto. Bien podía ser que Prim tomara la ruta más inesperada. Era hombre de arranques prontos, de inspiraciones y corazonadas.

Dicho esto, don Ricardo hizo al joven ofrecimiento de comida y albergue, así como de dinero para sus necesidades. Agradiciéndolo, respondió Santiago que otro amigo del señor Clavería, para el cual también traía carta, estaba encargado de atender a sus gastos en Madrid: era el señor Rivas Chaves. Al oír este nombre, dijo Muñiz con alborozo: «Me lo he figurado... ¡Chaves... grande amigo mío! Hemos estado juntos toda la mañana; nos hemos separado en la puerta de esta casa... Vete corriendo a la suya, Desengaño, 19, que está el hombre impaciente por recibir lo que traes: me consta». Advirtiéndole que volviese a la misma hora en los días sucesivos, hasta la escalera le acompañó sonriente Ricardo Muñiz, hombre de mediana estatura, calvo, de bigote negro y ojos muy vivos, revolucionario inquieto y sutil, que movía con singular disimulo y agilidad las teclas de la conspiración.

Con pie ligero subió Santiago desde la calle del Carmen a la del Desengaño. Su presencia en la tienda de Chaves fue motivo de sorpresa y curiosidad para los dependientes, que medían varas de tela o mostraban a las parroquianas refajos, chambras y vestiditos de niño... El señor Rivas Chaves, corpulento, gallardo y barbudo, mandó a Ibero que le siguiese al interior de la tienda, y de allí, por angosta escalera, le condujo a una habitación del entresuelo: sin duda le esperaba. La estancia tenía aspecto de escritorio comercial, y en la estrechez de ella se paseaba melancólico, las manos a la espalda, un señor de buena estatura, con gabán corto no muy lucido. Apenas entraron, Chaves, impaciente y nervioso, arrebató la carta de manos de Ibero. Diciendo a este espérate aquí, cogió del brazo al caballero paseante y se lo llevó a un aposento próximo. En el andar, en las miradas, en el silencio mismo de los dos hombres, entrevió Santiago un misterio íntimo y una ansiedad expectante.

Solo en la estancia, quedó Ibero en gran confusión, apurando su pensamiento y su memoria en una labor de acertijo. Aquel sujeto del rostro melancólico y del agitado paseo no era para él desconocido. ¿Quién era, Señor?... Le había visto, sí, no una sola vez, sino muchas. ¿Dónde, dónde?... Apretada la memoria y puesta en prensa, exprimió alguna luz sobre aquella persona. Sí, sí: le había visto en Samaniego, en su propia casa... La memoria, cediendo a la presión violenta, arrojó más claridad... «Ya, ya -se dijo-: este señor es amigo de mi padre... Mi padre se crió en un pueblo de las Cinco Villas de Aragón. El caballero desconocido es también de las Cinco Villas, militar como mi padre, más joven que él... Aun creo recordar que tienen parentesco lejano. Sí, sí; cuando yo salí de mi enfermedad estuvo viviendo en mi casa cuatro días». La memoria del joven refrescó y vivificó incidentes obscurecidos por el tiempo... Creía estar viendo a su padre, de sobremesa, hablando de guerras con el amigo aragonés, hombre vehemente y despierto, entendido en topografía militar. Era él, era él. Acabó Ibero, con ímprobo trabajo, por sacar de la obscuridad la figura y reconstruiría totalmente. Persona, condición, carácter, todo lo tenía ya; no le faltaba más que el nombre, y este se le escurría agazapándose en las tinieblas. Pero ya saldría, que la memoria tiene lóbregos desvanes donde suelen parecer las cosas más olvidadas y perdidas.

Sin abandonar este trajín mental, pensó Ibero que Chaves y el aragonés estarían revelando la carta. La escritura secreta trazada con zumo de limón, era invisible hasta que se pasaba una plancha caliente por el papel, o se le aproximaba a un brasero. No debió de ser breve esta operación, porque los dos señores tardaron en volver al escritorio. Quizás después de dar visibilidad a los caracteres ocultos, se entretenían en comentar lo que con ellos se les decía. Por fin, Ibero sintió pasos, voces. El primero que apareció fue el caballero de las Cinco Villas. Santiago le vio de frente, cara a cara; vio su nariz aguileña, su bigote castaño, -y al fijarse en lo más característico de su rostro, que era la depresión y hundimiento del labio inferior, la memoria le dio con fulgor de relámpago el nombre del sujeto: ¡Moriones!

Despidiéndose de Chaves con breve fórmula, salió el Moriones disparado, como hombre de apremiantes negocios que no tiene un momento libre. No se fijó en Ibero ni le hizo maldito caso. En cambio, el bueno de don José, dulcificándose de improviso y acariciándose la bíblica barba espesa, estrechó la mano del mensajero, y con agrado y simpatía le dijo: «Ya me encarga Jesús que te atienda, joven. Vaya, vaya... con que eres aquel muchacho perdido... por los años de... ya no me acuerdo. No pasamos pocas sofoquinas Jesús y yo buscándote... Ya sé que eres de una gran familia, y que por natural... así, un poco aventurero... vives más en la mar que en suelo firme... Bien, hijo, bien. ¿Con que liberal decidido, y si a mano viene, democrático?... Pues ahora hemos de arreglarte mejor facha de la que trae, y ponerte, como el que dice, bien portado y elegantito».

A esto replicó Ibero que se adecentaría de ropa, conservando siempre un empaque modesto, pues no estaba en su natural presumir ni hacer el currutaco. «Bien, hijo, bien -manifestó Chaves-. Deja de mi cuenta el buscarte la ropa. Aquí tengo blusas azules de maquinista, y pantalones y chalecos de pana... Te pondremos de trabajador honrado, limpio y decente. Un chaquetón de abrigo no te vendrá mal... Yo me encargo... Mañana estarás como nuevo». Tratose luego de la casa de huéspedes en que Ibero había de alojarse, y a las ideas de Chaves opuso el interesado su pensar propio en esta forma: «Póngame usted, don José, en buena casa donde yo no esté más que para dormir. Me gusta vivir libre, comer aquí y allá, en tabernas, bodegones, o donde me diere la gana. Aborrezco las casas de pupilos, donde no encuentra uno más que estudiantes de carreras, o empleaduchos que no le hablan a usted más que de la oficina, del jefe, y de mil tonterías. No puedo contener mi genio, y en las dos temporadas cortas que he tenido que pasar en Madrid, era raro el día en que no me liaba a trompazos con mis compañeros de casa.

«Bien, hijo -dijo Chaves tentado a la risa-. Eres de temple durillo... Dios te conserve tus malas pulgas, que por ellas serás hombre de respeto». Según entendió Ibero, era Chaves un progresistón crédulo y fanático, de estos que se embriagan con las ideas y enloquecen con la acción, llegando, por sucesivo abandono de sus obligaciones particulares, a comprometer sus intereses y dejarse tragar por el monstruo de la cosa pública.

Un día bastó al diligente don José para proveer a Ibero de alojamiento y ropa. Esta era tal como el austero joven la deseaba, y también fue de su agrado la casa silenciosa y decente, en la calle de Santa Margarita (plazuela de Leganitos). Sólo tres huéspedes había en ella: un cura, un militar de reemplazo, y un señor esmirriado y taciturno que ocupaba la mejor habitación de la casa, y en ella pasaba casi por entero las horas del día, entre libros apilados en el suelo y enormes masas de papel escrito o por escribir. Como Ibero no comía en la casa, su trato con los huéspedes reducíase al breve saludo cuando la casualidad los cruzaba en el pasillo. La patrona, doña Mauricia Pando, viuda de un capitán fusilado por Cabrera en Burjasot, era una decadente señora, bien nacida y un poquito chiflada, que sólo admitía huéspedes recomendados y juiciosos. A Ibero trataba con singulares distinciones por la forma en que el amigo Chaves le había recomendado. En la sencillez del equipaje del joven y en su vestir humildísimo no vio penuria, sino misterio, disimulo de grandezas; que la buena señora procedía del Romanticismo, y en su alma quedó la deformación poética de las cosas humanas.

Respetando el incógnito, doña Mauricia se abstenía de interrogar a su huésped; pero satisfacía su apetito de charla hablándole de los tres señores que con él vivían bajo el mismo techo. Con referencia al que más curiosidad despertaba en Ibero, habló de este modo: «Ese señor que ocupa la sala, y que es, como usted ve, prudente, modoso y bien criado, tiene tanto talento, según dicen, que de la fuerza de las ideas y de la quemazón de su pensar estuvo trastornadito, y aun todavía tiene ratos en que parece no estar bien de la jícara. Allí le tiene usted noche y día escribiendo la Historia de España, una historia nueva que dicen ha de ser el asombro del mundo, porque en ella todas las cosas y sucesos van por la buena, quiero decir, que no es una Historia triste y desagradable, como la que estamos viendo todos los días, sino alegre y consoladora, como en rigor debiera ser siempre. Ya lleva escritos, ni no me engaño, catorce tomos tremendos, que son aquel rimero de papel que tiene en el suelo junto a la mesa... Parece que allí ha metido casi la mitad de este siglo, y ello ha de ser cosa buena, porque, según él mismo me ha dicho, ha suprimido las calamidades del reino, y en vez de la maldita guerra facciosa, pone cosas que harían felices a la nación si fuesen verdaderas... Pero yo le digo que aun siendo mentiroso lo que escribe, ha de gustar mucho cuando se imprima y pueda leerlo todo el mundo... pues harto hemos llorado ya sobre las verdades tristes... En fin, es un huésped que no me da ninguna guerra. Paga todos sus gastos el Marqués de Beramendi, y como tengo encargo de tratarle a cuerpo de rey, para él traigo lo mejor de la plaza».