VIII

Pasaron días, y el buen Ibero, ocioso en Madrid y atribulado por la inutilidad de sus pesquisas, se volvió a Samaniego, a donde le llamaban el cuidado de su familia y atenciones de su hacienda y labranza. Clavería quedaba en la Corte a la mira del asunto, aguardando noticias de la Habana y Veracruz... Siguió visitando a Beramendi una o dos veces por semana: el trato del Marqués, como el de Manolo Tarfe, le agradaba en extremo. Pero su trinca favorita, a más del Casino, era el café de la Iberia, donde diariamente se veía con Muñiz, Sagasta y Calvo Asensio, paisanos, con Moriones y Lagunero, militares. En aquella tertulia pudo hacerse cargo de que el verdadero confidente y corresponsal del general Prim era Muñiz, que le informaba de las menudencias políticas, por menudas importantes en esta sociedad más gobernada por la intriga que por las ideas.

De Méjico llegaban noticias favorables o adversas, según venían por la vía francesa o la vía inglesa. Hoy: los jefes de las tres Potencias aliadas operaban en perfecta armonía. Mañana: Sir Charles Wike, Prim y Jurien de la Gravière andaban a la greña. Como hecho cierto, se supo que los aliados habían celebrado convenio con las autoridades de Méjico para instalarse en lugares menos insalubres que Veracruz. Franceses y españoles acamparon en Orizaba y Tehuacán... En sucesivas conferencias, Inglaterra y España reconocieron explícitamente la autoridad presidencial de Juárez, tratando con él por mediación de los ministros mejicanos Echevarría y Doblado. Uno de estos era tío de la marquesa de los Castillejos. El General de las tropas francesas, Lorencez, secundado por Almonte, Ministro de Méjico en París, que a la sazón desembarcó en Veracruz, se negó a todo trato con Juárez, y apuntó la idea de que al amparo de los aliados se convocase un Congreso nacional con carácter de constituyente. La intención de Francia no podía ser más clara ni más napoleónica. Asamblea de amigos y cacicones, reclutada más que elegida entre los pocos adictos a la idea monárquica; plebiscito a gusto de Francia; retablo mejicano movido por el Maese Pedro de las Tullerías.

Trinó el inglés y bufó Prim. El primero, emisario de un país constitucional, determinó retirarse con las naves inglesas; el segundo, representante de otro país formalmente constitucional, aunque con obstáculos, se retiró con sus tropas a Veracruz, no pensando más que en embarcarlas para volver a España; y como no tuviese buques especiales a mano, embarcó en los ingleses, y a casa, es decir, a la Habana. ¡Cristo, la que se armó en Madrid cuando se supo la retirada de Prim, con la agravante de no consultar al Gobierno ni pedirle instrucciones! Los que fueron partidarios de la expedición, creyendo que íbamos a una gloriosa campaña militar que diera mayor fuerza y mangoneo al Vicalvarismo, o Familia feliz, no se paraban en barras. Lo menos que pedían era Consejo de guerra por abuso de atribuciones, severo castigo del General... Pero este, más avisado y perspicaz que todos sus contemporáneos, no hizo caso de la malquerencia y desvíos del Capitán General de Cuba, recogió a su esposa y familia, y partió para Nueva York, despachando previamente para España a sus ayudantes, coronel Conde de Cuba y teniente coronel Campos, con un protocolo dirigido a la Reina. En él le daba cuenta de los motivos de su retirada, acompañando antecedentes y papelorios para ilustrar la cuestión. En tanto Serrano, que como O'Donnell y los pájaros gordos unionistas temía rabietas de Napoleón, y aplacarlas creía castigando severamente a Prim por su retirada, despachó a don Cipriano del Mazo con otro cartapacio para el jefe del Gobierno, en el cual acumulaba fieros cargos contra el héroe de África.

La suerte de Prim dependía de que su mensaje llegase antes que el de Serrano. Bien hizo en recomendar a sus ayudantes que no perdieran tiempo, y que llegados a España no pararan hasta Aranjuez, donde seguramente estaría la Reina, por ser la época de jornada en aquel Real Sitio. Su agudeza, su rápida visión de las cosas le sugirieron aquel arbitrio, fundándose en un hecho positivo, que amigos leales le habían comunicado desde Madrid. El ardiente españolismo de Isabel II se sublevaba y enfurecía viendo elegido para el trono de Méjico a un Príncipe austríaco, con desprecio de los españoles Príncipes. ¿Podía España tolerar tal vilipendio? No se concebían en América Majestades que no fueran de acá, de la raza y pueblo que descubrió, conquistó y civilizó, como Dios le daba a entender, aquellas doradas tierras. ¿No habían de ser españoles los soberanos de América? Pues quedárase esta con sus repúblicas, que bien españolas eran por sus dictaduras y sus pronunciamientos. Esto pensaba Isabel, y Prim supo que así pensaba.

Ved ahora el gracioso paso de Aranjuez, que aunque parece inventado por el diablo de Confusio, es de incontestable realidad. Recibió el Duque de Tetuán a Cipriano del Mazo, que le llevaba el mamotreto enviado por Serrano, y al punto fue extendido un decreto desaprobando la conducta de Prim e imponiéndole una corrección proporcionada a la magnitud de su culpa. Al día siguiente, se celebraba Consejo en Aranjuez. Ya tenéis a los ministros encajonados en el tren-carreta, pues no merecía otro nombre la comunicación ferroviaria de aquel tiempo... Llegaron al Real Sitio y a Palacio, y en la antecámara hubieron de sufrir un plantón como para ellos solos, pues la Reina, que comúnmente no descollaba por la puntualidad, tuvo aquel día la humorada de dar la coba a los que se llamaban sus consejeros responsables. Estaban de guardia aquel día el Grande de España Duque de Vistahermosa y la marquesa de Belvís de la Jara. Otras dos damas, la Navalcarazo y la Villaverdeja, acompañadas de Manolo Tarfe y de Riva Guisando, permanecían a la expectativa en la Saleta, pues ya se sabía que O'Donnell llevaba en su cartera el tremebundo rapapolvo contra Prim. Así dábamos gusto al coco de Napoleón III, que se comía las naciones crudas... Pues Señor, después que hubo frito la sangre a los ministros con tan larga espera, apareció Isabel II sonriente, y sin dar tiempo a que O'Donnell le dirigiese la palabra, le dijo estas memorables: «¿Pero has visto qué cosa tan buena ha hecho Prim?... Ya estoy deseando verle para felicitarle...». Don Leopoldo masculló una respuesta. Su rostro, que había ostentado una serenidad majestuosa en la jornada del 4 de Febrero ante los muros de Tetuán, se turbó y descompuso: en sus labios fluctuaba la sonrisa conejil, singular mueca de los hombres graves, cuando se ven obligados a tragarse a sí mismos.

Amplió la Reina sus conceptos con razones que anulaban toda opinión contraria; los ministros asintieron entre tosecillas, y el toque final de la escena fue que el de Tetuán no se atrevió a desenvainar su decreto, y que al regresar a Madrid se redactó otro que decía: «S. M. la Reina se ha enterado con el más vivo interés de los despachos de Vuecencia, etc... y oído el parecer de su Consejo de Ministros, se ha dignado aprobar la conducta observada por Vuecencia, etc., etc...».

La escena de la cámara fue referida puntualmente por el Duque de Vistahermosa a las damas y caballeros apostados en la Saleta, que no se rieron poco del gracioso torniquete con que doña Isabel volvió del revés los propósitos de su primer ministro. Prim había ganado la partida por la feliz llegada de sus edecanes dos días antes que el señor Mazo, mensajero de Serrano. El acto de la Reina, de puro gobierno personal, fue aquella vez una feliz enmienda de la ligereza del Gobierno. Este, que sólo era constitucional a ratos, fluctuando a merced de la Providencia o del Acaso, si a veces erraba por su cuenta, acertaba siempre que sus decisiones coincidían con el regio capricho... Retiráronse los curiosos comentando el suceso de la cámara; Tarfe contentísimo, como partidario de Prim y su corresponsal de chismes políticos y sociales; otros y otras trinando en competencia con los ruiseñores de aquellas arboledas. Las damas entusiastas del Imperio francés, por moda política y dilettantismo fastuoso, ponían a Prim como un trapo, y la Navalcarazo llegó a decir: «Está visto que no ha querido apoyar al de Austria, porque es él su propio candidato. El hombre ha dicho: ¿Un rey en Méjico? Pues Prim o nadie».

Almorzó Tarfe con Riva Guisando en el palacete de la amiga de este, la Duquesa de Gamonal, y con ambos y con Bermúdez de Castro sostuvo terrible discusión, abogando por Prim. Salió de esta batalla bien comido, pero mareadísimo del largo disputar sin convencer a nadie, y por la tarde se fue a visitar a la Marquesa de Villares de Tajo, pues Pepe Beramendi le había dicho: «No dejes de ver a Eufrasia, y entérate bien de lo que piensa de estas cosas». La viuda de don Saturnino del Socobio, ya cuarentona y ganando en inteligencia y travesura todo lo que en belleza perdía, le recibió amablemente, y le propuso dar un paseo, visitando de paso a las monjitas de San Pascual, a lo que se prestó Tarfe, que a todo sabía plegar su flexible espíritu. No le desagradaba la visita al convento, porque en los tiempos que corrían, las relaciones monjiles eran de buen tono y aseguraban el favor de las personas más elevadas.

Fueron, pues, allá, y en el plácido locutorio charlaron cuanto les dio la gana con las benditas y elegantes reclusas. Satisfecho vio Tarfe que las esposas del Señor opinaban lo mismo que la Reina en el caso de Prim. Tenían conocimiento del mensaje traído a S. M. por los ayudantes, y declaraban que por obra de Dios habían estos llegado dos días antes que el señor Mazo... ¡Vaya que querer encajarle a Méjico un rey austriaco! ¿Pues no teníamos aquí para esa plaza al Infante don Francisco, a la Infanta Luisa Fernanda con su Montpensier, que mejor estaría en América que en España, y a otros Príncipes descarriados y costosos? En fin, que Prim había hecho muy bien en decir «ahí queda eso». Con su retirada se acreditaba de buen español y de leal amigo de la Reina. Todo esto le supo a Tarfe a las puras mieles. Para mayor amenidad de la visita, charlaron las monjas de todo lo mundano, en mixtura graciosa con lo político.

De regreso a la casa de Eufrasia, se recluyeron en un saloncito decorado a la chinesca para charlar de cosas reservadas que nadie debía escuchar. Habló primero Tarfe, ampliando lo que ya dijo a su amiga cuando iban hacia el convento. Eufrasia, que, por la fácil rutina de politiquear en la intimidad, adquirido había un cierto retintín oratorio, dio esta entonada respuesta: «Claro es que Prim podría formar una situación con liberales o progresistas templados. Harta de unionistas y moderados está ya la Reina. Con esto de habernos mandado a Méjico de comparsa de Napoleón, don Leopoldo y los vicalvaristas han tocado el violón a toda orquesta. ¡En buena nos había metido! La Señora está contentísima de Prim, y no desea más que empujarle... Él es adicto leal a la Reina y a la Monarquía; tiene talento; ambición noble no le falta; parece aristócrata sin serlo; es un hombre cortado para reconciliar al pueblo con la Corona... La Reina, bien lo sabe usted, ama al pueblo... su corazón tierno y generoso simpatiza con los humildes. A Pepe Beramendi lo he dicho mil veces, y a usted se lo digo ahora: la Reina es liberal de corazón... No se asombre ni se ría. Es liberal; se paga muy poco de las grandezas heráldicas... esto me consta; puedo asegurarlo... y vería con gusto que gobernaran a España hombres liberales, aun de estos nuevos que, como jóvenes, son algo alborotados... Pero... aquí viene el pero... La Libertad entra de lleno en el alma de la Reina, y avanza, posesionándose de sus afectos, hasta el momento en que dentro de dicha alma se encuentra con el confesor... En este encuentro se acabaron las amistades; la Libertad sale despavorida del alma de la Reina...

-Si es así, amiga mía, no siga usted... ¿De qué vale a la Libertad entrar en ese corazón, si allí se encuentra con un huésped a quien no puede arrojar fuera?

-Intentar arrojarlo sería locura. El confesor, cualquiera que sea, hace allí su casa. ¿No sabe usted por qué hace su casa? Los que absuelven, los que prodigan la indulgencia recaban de la voluntad sometida concesiones proporcionadas a la magnitud del indulto. La Reina es creyente: ya lo sabe usted. Teme que por ser demasiado dichosa en la tierra pierda el Cielo. La mejor parte del Cielo es para los que aquí sufren. Los poderosos, a poco que se descuiden, se quedan sin un rincón celestial en que guarecerse... Isabel es mujer de conciencia: cree en las penas eternas y en el eterno galardón. ¿Cómo alcanzar este? Haciendo concesiones tan grandes como los perdones que recibe... Ya comprenderá usted por qué Isabel II no quiere reconocer el reino de Italia.

-Ya, ya lo veo... Lo que no entiendo, Eufrasia, es cómo ha pensado usted que nosotros, liberales... seamos poder; vamos... teniendo tal enemigo en el corazón regio.

-En política todo se hace y todo se puede con habilidad y trastienda, amigo mío. No se asuste. Déjeme que le explique... En el corazón de la Reina pueden entrar ustedes siempre que no pretendan echar de allí al confesor... y entrarán como por su casa si el propio confesor les lleva de la mano... ¿A qué ese asombro? ¿Qué quiere decirme con esa boca tan abierta que parece el buzón del correo?... Lo que acabo de decirle no tiene nada de absurdo... Ni vaya usted a creer que el confesor se come a los liberales en salsa de Concordato... Si es usted amigo de Prim, aconséjele que escoja en el Progresismo un par de docenas de hombres sentados y de buen criterio. ¡Los hay, vaya si los hay! Can tero, Santa Cruz, Perales, Cirilo Álvarez, Gómez de la Serna, Roda, Madoz... Con Olózaga no cuenten, porque ese... ya usted sabe... es de todo punto incompatible... Tampoco deben contar con don Manuel Cortina, no porque sea incompatible... todo lo contrario. Pero él ni a tiros quiere entrar en ninguna combinación de Gobierno... Pues sigo: una vez que haya juntado el amigo Prim un buen hatillo de progresistas serios y templados, tiene que pensar en construir su pirámide política sobre una base ancha, anchísima, Manolo... Pues... en el Ministerio que forme ha de entrar algún hombre significado en la retaguardia política; por ejemplo, don Pedro Egaña... ¿Qué? ¿se ríe usted... cree que estoy loca? ¿Pero, alma de Dios, no ha reparado que don Pedro Egaña y su periódico han sido los más entusiastas apologistas de Prim por su retirada de Méjico?

-No ha sido por amor al General, sino por el odio que los neos tienen a Napoleón.

-Sea por lo que fuese, Tarfe amigo, tenga usted por cierto que sería viable, como ahora dicen, un Ministerio de Progresismo tibio con tropezones de neísmo ilustrado. Me consta también que don Pedro Egaña no haría fu, y que se dejarían querer otros que han comido con Narváez, como Alejandro Castro, quizás Benavides... Ayer mismo, hablando con Carriquiri, hicimos un recuento de los moderados que están rabiando por deshacerse del Espadón... ¿Qué dice usted? ¿Se ha quedado lelo? La gramática política, que es parda como usted sabe, tiene por regla principal aprovechar las ocasiones... Recoger a los descontentos es otra regla muy práctica. Si usted no lo entiende, Prim, que es listo, lo comprenderá... Con que, ¿he dicho algo?

-Más de lo que yo esperaba, y todo substancioso, como de quien conoce a fondo la realidad de las cosas y ve en la política un arte culinario, no para dar de comer a los pueblos, sino para matar el hambre de cuatro vividores... No creo, amiga mía, que esté el país para esos pistos o bodrios indecentes. Cuando Prim sepa la comida que usted le prepara... creo que se le revolverá el estómago... Y hasta otra tarde, mi dulce amiga. Me voy: temo perder el tren».

Despidiéndole en la puerta, Eufrasia con fría serenidad sonriente le dijo: «El guiso que les ofrezco es el único. No hay otro, Manolito. Pruébenlo: no sabe mal. Todo es acostumbrarse... La cuestión es ir viviendo...».