IX

Cuando Tarfe contó a Beramendi la entrevista con Eufrasia, no advirtió en el rostro de su amigo sorpresa ni disgusto, sino más bien una tranquila indiferencia de las cosas reales. «Hace un rato -dijo el Marqués-, estaba yo embelesado con la Historia lógico-natural que escribe el gran Confusio para uso y enseñanza de los espíritus superiores, y vienes tú a darme un tirón para que descienda de las verdades sublimes a las verdades puercas, de lo estético a lo vulgar... Sabrás, carísimo Manolo, que con la muerte que mandaron dar nuestros constitucionales a Fernando VII, se produjo un estupor grande en toda la Nación; surgieron armados y feroces, los dos partidos apostólico y liberal, y estalló una nueva guerra de la Independencia, porque unidos los franceses de Angulema a nuestros absolutistas, los constitucionales se adjudicaron el nombre de españoles, y consideraron a los otros como extranjeros o afrancesados. Cinco años duró esta guerra, que Confusio describe con brillante colorido y verdad, refiriendo las acciones campales, sitios de plazas, sorpresas de guerrillas y demás incidentes de tan heroica tragedia. Tuvimos en esta campaña el auxilio de Inglaterra, y al cabo de mil peripecias quedó triunfante la bandera de la Constitución, y deshecho el malvado absolutismo. Luego viene el reinado de Isabel...

-Pero tú y tu Confusio estáis locos. Muerto Fernando VII el 23, quedan descartados de la Historia el matrimonio con Cristina y el nacimiento de Isabel.

-No, porque el historiador sapientísimo nos presenta a la actual Reina nacida de Isabel de Braganza. Desaparece, pues, la napolitana Cristina, y yo te juro, querido Manolo que no hemos perdido nada con la evaporación de esta figura. La Princesita Isabel, que sólo tenía meses a la muerte de su papá, es llevada a Portugal, donde la crían amorosamente sus tíos los Braganzas, y cuando tocan a restauración... el toque lo dio el partido más sensato entre los constitucionales... cuando tocan a restaurar, digo, hacia el 30, si no estoy equivocado, se forma una Regencia trina compuesta de Mendizábal, Istúriz y Zumalacárregui...

-Basta, basta... ¿Cómo te diviertes con esos desatinos?... Yo me atengo a la realidad, y te pregunto cómo se arregla el historiador para explicarnos la guerra de Sucesión, y la disputa sangrienta entre los partidarios y los enemigos de la Ley Sálica.

-No ha habido tal guerra. Suprimiéndola de un tajo, ha revelado el historiador su profundo ingenio. Hícele yo la misma pregunta que tú me haces ahora, y como le viera en gran perplejidad para responderme, le dije: «Lástima que al abolir a Fernando nos dejaras aquí a su dichoso hermanito». Y él: «Eso lo arreglo fácilmente, señor Marqués». ¿Qué se le ocurre al hombre? Rehacer el capítulo de la ejecución del Rey, agregando otros cuatro tiros para don Carlos... Ya ves de qué modo tan sencillo se deshizo el escritor de esa vergonzosa guerra civil que tanto había de afear y ennegrecer su historia. No hubo más guerra que la que te conté llamándola de Independencia, y en ella quedaron liquidadas y finiquitas todas las cuentas del absolutismo con la libertad, y del pasado con el presente. Naturalmente, como el mote o lema que encabeza la obra de Confusio es Aquí que no peco, el hombre altera fechas y lugares, modifica personas y caracteres, escamotea las figuras que le estorban, crea las que le convienen, infunde la vida en los organismos moribundos, todo lo embellece, todo lo ilumina... (Pausa.) ¿Qué quiere decir, Manolo, esa cara de idiota que pones oyéndome? ¿Te burlas de mis desatinos? ¿Te inspiro lástima? ¿No sabes que me revuelvo en la vulgaridad, yo, poseedor de todos los bienes materiales sin haberlos ganado por mí mismo? ¿Sabes que sufro un inmenso mal, la conciencia de no haber hecho en el mundo nada bello ni grande, nada que me diferencie del común de los hombres de mi tiempo? ¿No te he dicho mil veces que cuando me ennegrece el alma el tedio de la inacción, de la inutilidad, tengo para mi consuelo un remedio que tú no tienes, y es inflar mi globo, meterme en la barquilla, y subirme a las nubes, desde las cuales te veo como una pobre hormiga que se afana en la realidad, mientras yo respiro y gozo en las altas mentiras?

-Basta, basta... Baja un poquito, Pepe, y hablemos de...

-¿De qué? Déjame en paz. Cierto que te encargué visitar a Eufrasia... No debí darte a ti tal encargo, sino a Confusio, para que juntos trazaran el reinado glorioso de Isabel... ¿Qué vienes a contarme? No te escucho. Si vuelves a ver a esa desorejada de Eufrasia, le dices que se acuerde del tiempo en que ella y yo íbamos juntos por los aires... Otra cosa: ¿y de ese Iberito, has averiguado algo? Me interesa ese pájaro, que se ha soltado a volar con tanta bravura. Si yo lo encontrara, me guardaría mucho de volverlo a la jaula... Que no parece: mejor. Que estará en alguna partida de bandoleros: mejor. Que andará por los mares pirateando o contrabandeando: mejor. Que se habrá pasado al Rif y tendrá su harén: re-mejor. Todo es preferible a ser aquí teniente de Infantería, abogado picapleitos o empleado en Loterías con ocho mil reales. Las ambiciones de ocho mil reales merecen ochenta mil azotes. Admiro a ese chico que no quiere que le cuenten cómo es el mundo, y apretándose los calzones ha dicho: «Vamos a verlo».

Entró en este punto María Ignacia, atraída de la vertiginosa cháchara de su marido, y con gesto gracioso y semblante risueño le mandó callar. Era la única persona que en él sabía calmar aquel hervor del pensamiento antes que llegase a la exaltación morbosa. Despidiose Tarfe. Saliendo con él hasta la antesala, María Ignacia le encargó que cuando Pepe se remontaba en el globo, le llamase al descenso con suaves modos, no con voces destempladas. A lo que respondió Manolo que lo más conveniente para el amigo sería cortarle toda comunicación con aquel chiflado Confusio que le llenaba la cabeza de disparates.

«¡Ay, no, Manolo! No está usted en lo cierto. Si no fuera por ese cuitado de Confusio, mi marido andaría muy mal. ¡Pobre Pepe! Entregado a sus manías en la soledad, sin un chiflado de talento que alegre su espíritu, es hombre perdido. Confusio es para él el oxígeno, créame usted, el oxígeno».

Sobre estas menudencias del orden privado y otras del orden político, no más trascendentales, cayó pronto el verano, ahogando en una ola de fuego ideas, sentires y propósitos. Prim, que había llegado a Madrid en Mayo, viose rodeado de mucha y diversa gente que en él veía un caudillo probable. Los españoles de la rama política y burocrática, que es la más numerosa, no pueden vivir sin capataz, es decir, sin una acción personal que supla la acción colectiva. Pero el de Reus, hombre cauto en las ocasiones que pedían cautela, como era el más arrojado cuando venía la oportunidad de obrar rápidamente, pensaba que, ante todo, debía defenderse en el Senado de las acusaciones que sobre él llovían por la retirada de Méjico. Llegó, por fin, el momento que Prim deseaba, en Diciembre del 62. Tres días duró el valiente discurso ante los senadores, que lo escucharon con la atención y el respeto que merecen los hombres que saben hacer grandes cosas, o dejar de hacerlas. Supo el General defender con maestría política y militar un acto negativo, y el que había sido héroe cautivó al Senado con las razones que dio para no desenvainar su espada victoriosa. Sobrio y elocuente estuvo el hombre, admirable en la defensa y en las réplicas que dio a los enamorados del Imperio francés, Bermúdez de Castro, don José de la Concha, los Marqueses de Novaliches y Miraflores, y otros. Y a pesar de tan dura lección, incurrimos en nuevas fanfarronadas, que tal fue, además de la anexión de Santo Domingo, la insensata campaña naval contra Chile y el Perú. En mal hora vino acá la moda imperial, con sus miriñaques primero, sus polisones después; vanidad de formas femeninas, vanidad de pompas bélicas.

Poblaron las tribunas del Senado, en las tres sesiones que duró el alegato de Prim, damas elegantes, aficionadas al torneo de la palabra, y a ver sangre de reputaciones en la candente arena parlamentaria. La Navalcarazo y la Campofresco fueron de las madrugadoras para coger buen sitio; la Belvís de la Jara y la Gamonal, que eran de libras, ocupaban cada una dos lugares, y sudaban la gota gorda en pleno Diciembre. Aunque en la risueña bandada de señoras dominaba el criterio napoleónico, algunas, por agradar a la Reina, se iban del lado del de los Castillejos.

Conviene mencionar aquí a una mujer hermosa, muy conocida en Madrid y sus aledaños por el carácter público de su liviandad, aunque no más liviana que las emancipadas dentro de la ley, mujer graciosa y despierta, Teresa Villaescusa, ya conocida del desocupado lector. Esta tal, con harto dolor suyo, no fue a las tribunas del Senado, porque en aquel tiempo la ilegalidad no tenía el fuero de exhibición en lugares destinados a la decencia pública; pero tuvo quien le contara ce por be todo lo que dijo Prim respondiendo a sus detractores, y devoró luego el Diario de las Sesiones, gustándolo como embriagadora novela o dulce poesía. Era frenética española y neta castellana; había declarado la guerra al Imperio francés en el terreno de las cuchufletas, y lanzaba toda su voluntad hacia las soluciones progresivas, sin saber lo que eran, por simpatía innata de lo nuevo y vibrante, o por concomitancias del corazón con hombre de ideas radicales. En fin, que se declaraba masona y descamisada, diciéndose con secreta presunción: «Amando las revoluciones, somos las mujeres más bonitas». Así, después de despotricar donosamente contra O'Donnell y Narváez, se miraba al espejo. Y a pesar de esto, tenía debilidad por la Reina; a su modo la quería, sin haberla visto nunca de cerca; disculpaba sus errores, y alababa el intenso espíritu democrático y absolutamente expansivo que la señora ponía en su existencia particular. La gloria presente y los venideros triunfos de Prim le quitaban el sentido; se revolvía contra los que le apoyaban con tibieza, y se dejaba decir: «No le defendemos resueltamente más que la Reina y yo».

En tanto el vencedor de los Castillejos y retirado de Méjico visitó a la Reina. Así doña Isabel como don Francisco se mostraron muy amables; oyéronle referir curiosos pormenores de sus conferencias con los representantes de Francia en la expedición, y celebraron su entereza y españolismo. En sucesivas pláticas cordiales con la Reina sola, sacó Prim la impresión de que Isabel acariciaba en su mente el plan de gobierno adulterado expuesto por Eufrasia. Pero el General no se dio a partido: repugnaba formar Gabinete con fianza de unos cuantos clérigos de capa corta. Esto era humillante: su ambición no se satisfacía con vanos esplendores. No quería ser pavo real, sino águila; remontaba su pensamiento a las altas cumbres, y desde allí veía el inmenso páramo que esperaba nuevas ideas que lo fertilizaran... Con certera visión de la realidad, se hizo cargo de la extensión social del bando progresista, de la fuerza que le daban la candorosa fe y el entusiasmo de sus adeptos. ¿Por qué entre esta vigorosa familia y la Corona se interponían los famosos obstáculos? Sin duda, por no tener el Progreso una cabeza militar. Pues si Espartero se metía en su concha de Logroño, allí estaba Prim para plantar su cabeza sobre los hombros del formidable cuerpo progresista.

En esto se metió por las puertas del mundo el año 63. Habló Prim en el Congreso, cerrando nuevamente contra los napoleónicos, y cuando menos se pensaba, cayó el Gobierno de O'Donnell, sin que se supiera por qué, ni se molestaran los ciudadanos en averiguarlo, hechos como estaban a las mutaciones telónicas del escenario político, las cuales removían el doloroso tumulto de los heridos por la cesantía o de los esperanzados de colocación. Cada crisis traía estridores de infierno y crujido de maldiciones. La bondadosa y antojadiza Reina no veía ni oía nada de esto. Descuidada dormía en sus esparcimientos por la virtud de las opiatas que le daban sus mayores enemigos, que eran los más próximos, sin que una voz patriótica gritara en su oído: «Mujer, las reinas no duermen tanto».

El pueblo, en cambio, despertaba. Muchedumbre de voces airadas o burlonas, en toda la haz de la Península desde Pirene a Calpe, contaban los desvaríos de la Corte, la inepcia de los gobiernos, el abandono en que miserablemente yacía la vida nacional, como pupila recluida por sus tutores en un rincón de la casa. Las voces resonaban en las ciudades populosas, en las villas que parecían muertas, en las aldeas labradoras. Del conjunto de ellas resultaba un zumbido de inmenso moscardón que vagaba con vuelo de ondas inciertas, aquí más tenue, allá más profundo. Si lo aventaban, sonaba más fuerte. En todo tiempo ha flotado sobre los pueblos este invisible y runflante insecto; mas nunca, en lo que llevábamos de siglo, había expresado cosas tan feas ni tanto desprecio de los altos poderes. Nadie como el amigo Beramendi tuvo el oído más despierto para entender lo que decía el moscón en aquellos días de Marzo del 63. No mencionaba al nuevo Ministerio, ni a su Presidente Miraflores, ni al marqués de la Habana, Ministro de la Guerra, ni al de la Gobernación, don Florencio Bahamonde. Figuras insignificantes eran estas. El abejorro hablaba de más significativas personalidades, diciendo con zumbido: «Ya pareció Iberito... ya se sabe que vive y alienta el atrevido, el grande Iberito».