Príncipe y Rey
Está la noche serena;
la luna, sin pardas nubes
que la empañen, limpia y clara
en el firmamento luce.
En derredor las estrellas,
con multiplicadas lumbres
tachonan del aire vano
los pabellones azules.
Eresma por entre peñas
su escaso raudal conduce
a las plantas de un alcázar
que en sus arenas las hunde;
y ya en montones de espuma
revoltoso se derrumbe,
ya con transparentes ondas
manso y humilde murmure,
nunca es más que un corto espejo
que adula la excelsa cumbre,
porque permita al palacio
que en su cristal se dibuje.
Está la noche serena,
y a pasos rápidos huye
sobre la choza pajiza
y la espléndida techumbre.
Calla el viento; el aura apenas
suelta ráfaga que ondule;
Eresma hace que sus ondas
no desvelen, sino arrullen,
y si algún pájaro errante
hay que el silencio interrumpe,
avergonzado se duerme
por no tener quien le escuche.
Mas no es tan hondo el silencio
que el aura a veces no crucen
los incompletos compases
que danza vecina arguyen.
Oyese el rumor lejano
de contenta muchedumbre
que entre cánticos y brindis
el sueño tenaz sacude.
La danza es en el alcázar,
que el príncipe Enrique cumple
hoy años, y a malgastarlos,
junta los más que le ayuden.
La copa de los placeres,
para que ansiosos apuren
cuantas damas y galanes
hay en Castilla, reúne.
La vida es corta; los días
se menguan y disminuyen;
la molicie es cortesana,
y los placeres son dulces.
¿Qué importa que el rey don Juan
contra los rebeldes luche?
El Príncipe vivo y goza,
que como a quien es le cumple.
¡Fiestas y danzas! Los reyes
no bon hidalgos comunes
en cuya frente se ostentan
el valor y las virtudes.
Una frente coronada
radia sólo tantas luces,
que los ojos atrevidos
a sus destellos sucumben.
Por eso suenan alegres
las chirimías y adules,
haciendo que sus compases
de sala en sala retumben;
por eso amoroso abrazo,
despertador de inquietudes,
los talles de las hermosas
al ceñidor sustituyen;
por eso el cendal flotante
gira en círculo voluble,
revelando lo escondido
tras lo que traidor descubre.
¡Oh! Hermosas son las hermosas
cuando, aspirando perfumes,
mas ocultos sus hechizos
entre transparentes tules,
sueltos los cabellos de ébano
en espirales y en bucles,
de amar y gozar sedientas
a los salones acuden.
Aquel aliento que envía
un suspiro a que se cruce
con un suspiro que deja
que aquél su lugar ocupe;
aquel murmullo continuo
que hace que el aura susurre
con mil acentos sin forma,
que entre sus pliegues confunde;
aquella blanda sonrisa
que vida en un alma influye,
mientras aguarda favores
en penada incertidumbre;
aquellos húmedos ojos
a cuya luz se destruyen
los hielos del corazón
cuando de esquivo presume;
tantos acasos pensados
que en rodeos mil conducen
al revuelto laberinto
de amantes solicitudes;
y todo ello en un palacio
donde tormentosa bulle
cuanta pompa, intriga y gala
la faz de un Príncipe influye
hacen que los corazones
tan embriagados se ofusquen,
que deliren paraísos
bajo el cieno que les cubre.
Espléndido está el salón,
y aunque mucho disimulen
las damas, están contentas
cuando los maridos sufren.
El Príncipe galantea,
y las damas de más lustro
le deben hoy tantas flores
cuanto algunos pesadumbres.
Porque él, con una en los brazos,
toda una danza interrumpe,
haciendo que en raudos círculos
mil veces el salón cruce.
Pie con pie, mano con mano,
al muelle, lánguido empuje,
la lleva en pos blandamente,
la suspende y la sacude.
Ella, adormecida, suelta,
sobre brazo tan ilustre,
más se abandona y descuida,
porque más él la asegure.
Flotan los rizos de entrambos,
los alientos se confunden,
crúzanse los pies veloces,
vagan los mantos volubles;
el labio pide a los ojos
osadía, amor y lumbre,
y los labios a los ojos
suplican que no pronuncien.
Los ojos suplen las voces,
la sonrisa el fuego encubre,
y así al amor y al placer
todo sirve y todo suple.
¡Espléndido está el salón,
todo el aire son perfumes,
música, citas, suspiros,
murmullo, plumas y luces!
Mas hay un hombre sombrío
a quien todos llaman Duque,
y a quien ninguno aventaja
en la gala que le cubre,
cuyos dos ojos tenaces,
sin que se aparten o muden,
en el Príncipe están fijos
cual si temiera que le harten:
si algún importuno acaso
su tenacidad reduce,
siempre a su objeto ambiciosos,
rápidos se restituyen.
Al acero se parecen,
que por más que se procure
doblarle contra el imán,
siempre hacia el imán resurte:
mientras, descuidado el Príncipe,
sin que su gozo perturben,
con una dama en los brazos,
por el salón baja y sube.
Es cierto que alguna vez
mira de reojo al Duque;
mas éste, firme y tranquilo,
ni lo busca ni la huye.
Es verdad que alguna vez
el primogénito ilustre
su voluptuosa pareja
por delante dél conduce;
y tal vez, aunque no altivo,
de distinguirle se excuse,
no se alcanza a comprender
si es que le honre o que le injurie;
mas el Duque no por ello
en desmán alguno incurre:
siempre el respeto lo sobra,
ya lo responda o le escuche.
Cesó la danza y la música,
que ya el albor se descubre
del alba, que por los vidrios
asoma sus turbias luces:
quedó el alcázar tranquilo,
despejó la muchedumbre,
sonó un beso, y don Enrique
entregó su dama al Duque.
Aquél dijo: «Hasta mañana.»
Contestó éste: «Si a Dios cumple.»
Y don Enrique, volviéndose,
siguióle la servidumbre.