Por aquel postigo viejo
que nunca fuera cerrado,
ví venir pendón bermejo
con trescientos de á caballo.
En medio de los trescientos
viene un monumento armado,
y dentro del monumento
viene un ataúd de palo,
y dentro del ataúd,
venía un cuerpo finado,
qu’era el de Fernando d’Arias,
el hijo de Arias Gonzalo.
Llorábanle cien doncellas,
todas ciento hijosdalgo,
todas eran sus parientas
en tercero y cuarto grado:
las unas le dicen primo,
otras le llaman hermano,
las otras decían tío,
otras le llaman cuñado,
sobre todas lo lloraba
aquesa Urraca Hernando.
¡Y cuán bien que las consuela
ese viejo Arias Gonzalo!
—¿Por qué lloráis, mis doncellas?
¿Por qué hacéis tan grande llanto?
No lloréis así, señoras,
que no es para llorallo;
que si un hijo me han muerto
aquí me quedaban cuatro;
no murió por las tabernas,
ni á las tablas jugando;
mas murió sobre Zamora
vuestra honra bien guardando;
murió como caballero,
con sus armas peleando.