Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/XXIII 1

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​Política de Dios, gobierno de Cristo​ de Francisco de Quevedo y Villegas
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La milicia de Dios, de Cristo nuestro Señor, Dios y hombre; y la enseñanza superior de ambas para reyes y príncipes en sus acciones militares
Sección primera
Haec locutus sum vobis, ut in me pacem habeatis. In mundo pressuram habebitis: sed confidite, ego vici mundum. «Esto os he dicho a vosotros para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis trabajo: mas confiad, que yo vencí al mundo.» (Joann., cap. 16.)
Ite: ecce ego mitto vos sicut agnos inter lupos. «Id: ved que yo os envío como corderos entre lobos.» (Luc., cap. 10.)
Nadie extrañará este capítulo (que divido en dos secciones, porque son dos las milicias de su argumento) sabiendo que Dios se llama Dios de los ejércitos, que mucho tiempo eligió capitanes generales, escogió los soldados, ordenó las jornadas, dispuso los alojamientos, facilitó las interpresas y dio las victorias. Esto se lee en el Testamento viejo, Moisés, David, Josué y Judas Macabeo. No trataré de aquel género de guerra en que Dios con ranas y mosquitos deshacía a los tiranos, ni del escoger los cobardes y dejar los valientes para vencer, ni de abrir en garganta el mar para que tragase a Faraón con todas sus escuadras. Este modo de milicia, muy poderoso Señor, no se puede imitar; empero débese imitar la santidad de aquellos reyes y caudillos, para merecer de Dios que le use con nosotros. Ya repitió el milagro de Josué con fray Francisco Jiménez de Cisneros, bienaventurado arzobispo de Toledo, en la batalla de Orán. ¿Cuántas veces envió al glorioso apóstol Santiago, único y solo patrón de las Españas, a dar victorias gloriosas a su pueblo y a aquellos reyes que en oración y lágrimas confiaban con pocas fuerzas en sólo su auxilio? De manera que esta parte de milicia, que no se puede imitar, se ha de procurar merecer; pues siempre Dios es Dios de los ejércitos.



Dos cosas son de admiración en la materia de guerra: La una, que siendo la gente que la sigue la que no sólo está más cercana a la muerte, sino por poco sueldo vendida a la muerte, es la que no sólo se juzga lejos de ella, sino exenta. La otra, que en las conferencias, juntas y consejos en que los soldados o los oficiales con el general tratan de cosas militares, que es frecuentemente, no se oye. Esto mandó Dios a David, esto a Moisés, esto a Josué y a Gedeón, y nunca dejan de la boca a Alejandro, a César y a Escipión, a Aníbal; siendo las hazañas y victorias de éstos dictadas de perdido furor, de ciega ambición, de rabiosa locura o de abominable venganza, y aquéllas de la eterna e inefable sabiduría. Dirán que aquel género de milicia de David y los demás, los tiempos le han variado y hecho impracticable; y no es así, ni tiene la culpa el tiempo con las nuevas máquinas de fuego y diferentes fortificaciones, sino el distraimiento que padecen los ánimos belicosos, que no les deja meditar los procedimientos llenos de misterios del pueblo de Dios, en las cosas que no habrá tiempo que las varíe, ni siglos que no las reverencien y verifiquen. Esforzareme a probar esto. Ya hubo un libro en tiempo de Moisés, cuyo título era231: Libro de las batallas del Señor. De lo que en él se contenía son varios los pareceres. Yo sigo el de aquellos padres que dicen había mandado el Señor recopilar en él, de todo el cuerpo de las sagradas escrituras, solos aquellos lugares que pertenecían al precepto o al ejemplo del arte militar, en aquella manera que él dijo a Moisés en la guerra de los amalecitas: «Escribe esto para advertencia en el libro.» Perdiose este libro; dejemos el por qué; no se han de escudriñar los secretos de Dios, que es vanidad y soberbia. A ninguno parecerá mal que cuando se puso aquel sol se encienda en mi discurso esta candela, no para suplirle y contrahacer su día, sólo para con pequeña llama alegrar las tinieblas en su noche: basta estorbar que no anden a tiento en materia tan importante. No alumbra poco quien hace visibles los tropiezos y despeñaderos. La centella de este discurso se enciende en la inmensa luz de las batallas del Señor, que se leen en las sacrosantas escrituras. Cuando sea pequeña, tiene buen nacimiento.



Empezaré por la milicia de Dios ejercitada en el Testamento viejo, y acabaré con la milicia de Dios y hombre en el Nuevo.
En el capítulo 17 del Éxodo, se lee: «Vino Amalec, y peleaba con los hijos de Israel en Rafidim. Dijo Moisés a Josué: Elige varones, y saliendo, pelea contra los amalecitas: yo estaré mañana en lo alto del cerro, y tendré la vara de Dios en mi mano. Hízolo Josué como se lo ordenó Moisés, y peleó contra Amalec. Empero Moisés, y Aarón y Hur subieron sobre la cumbre del cerro. Sucedía que como Moisés levantaba las manos, vencía Israel; mas si las bajaba, vencía Amalec. Las manos de Moisés ya estaban cansadas. Y tomando una piedra la pusieron debajo de él, y sentose en ella, y Aarón y Hur de entrambos lados le sustentaban las manos, y así sucedió que sus manos no se cansaron hasta que el sol se puso. Desbarató Josué a Amalec, y pasó su pueblo a cuchillo. Dijo Dios a Moisés: Escribe esto para memoria en el libro.» Esto es decir que quien manda que se dé batalla, vence tanto como ora a Dios; que las victorias se han de esperar de la vara y cetro de Dios, no del propio del príncipe; que los brazos levantados al cielo y sostenidos con el auxilio de los sacerdotes hieren y desbaratan los enemigos, más que aquéllos que descienden con filos sobre sus cuellos; que quien se cansare de orar a Dios, se cansará de vencer. Este primer precepto militar es tan grande, tan digno de ser príncipe entre todos los de esta facultad, que de él solo y por él mandó a Moisés Dios que para memoria le escribiese en el libro. Dios le pondera; no puede ser de los que dicen ha variado el tiempo, para no seguirle, con la invención de la artillería y de la fortificación; pues sólo éste burla las cóleras del fuego, las violencias de la pólvora y las prevenciones y defensas de los muros y baluartes.



Señor: sólo Dios da las victorias, y el pecado los vencimientos y las ruinas. En este texto había estudiado aquel capitán inglés que, cuando últimamente los franceses echaron aquella nación de Francia, diciéndole con fanfarronería otro capitán francés: Monsieur, ¿cuándo nos volveremos a ver en esta tierra? Respondió: Cuando vuestros pecados sean mayores que los nuestros. Los sacrilegios horrendos de los hugonotes en estos días, gobernados por los sacrílegos Mos. de Xatillon y mariscal de la Forza, y de otros que llaman católicos, me parece que apresuran la vuelta del inglés a Francia; si los pecados excedidos le han de volver, y yo no yerro la cuenta, ya le traen. Dios nuestro Señor muchas veces castiga con los malos a los que son peores; parte de castigo, y no pequeña, es la infamia del instrumento del castigo. Hasta ahora he dicho yo que solos los preceptos militares de Dios se han de platicar siempre sin consideraciones de tiempos ni interpretaciones de ingenios; ahora quiero mandar el silencio forzoso a sus réplicas con referírselo en las palabras del mismo Dios, que en el 26 del Levítico son éstas: «Si os gobernáredes por mis preceptos, perseguiréis a vuestros enemigos y caerán delante de vosotros. Vencerán cinco de vosotros ciento de los suyos, y ciento vuestros a diez mil de ellos. Caerán a fuerza de la espada vuestros enemigos en vuestra presencia. Empero si no me oyéredes a mí, caeréis vosotros delante de vuestros enemigos, y seréis sujetos a los que os aborrecen, y huiréis sin que nadie os persiga. Daré miedo en vuestros corazones; espantaros ha el sonido de la hoja que vuela, y huiréis de ella como de la espada; caeréis, sin que nadie os derribe; caeréis cada uno sobre vuestros hermanos, como huyendo las batallas; ninguno de vosotros se atreverá a resistir a sus enemigos.» Dios manda que estos preceptos se sigan; Dios ofrece que vencerá quien los siguiere; Dios dice que siguiéndolos, cinco soldados vencerán a ciento, y ciento a diez mil. Y Dios amenaza y dice que quien no los siguiere y obedeciere, huirá del son de la hoja del árbol como si fuera un ejército; que caerá sin que nadie le persiga, y que no podrá resistir a sus enemigos. Véase si estos preceptos se deben referir a los de Vegecio, y a los que exprimen los que alambican las acciones de Alejandro, César, Escipión y Aníbal, y otros modernos; y si quien promete las victorias a su obediencia (siendo Dios) las puede dar, y la cobardía de corazón y vencimiento que amenazan a los que no los siguieren y los dejaren por otros.



Descendamos a preceptos particulares. «Dijo Dios a Moisés: Envía varones que consideren la tierra de Canaán que he de dar a los hijos de Israel. Enviolos Moisés a considerar la tierra de Canaán, y díjoles: Subid por la banda de mediodía, y luego que lleguéis a los montes, considerad cuál es la tierra y el pueblo que la habita; si es fuerte o flaco; si en número son pocos o muchos; si la tierra es buena o mala; cuáles son las ciudades o fuertes, y con murallas o abiertas; si la tierra es fértil o estéril; si tiene bosques o si carece de árboles.» Si estas consideraciones precedieran a las interpresas y jornadas, algunas que no están enjutas de la sangre de los que las intentaron y de las lágrimas de los que las vieron, sin duda no hubieran tenido lastimoso fin, o por haberlas prudentemente dejado, o bastantemente prevenido. Que todo esto se deba inquirir y considerar antes de entrar en tierra de enemigos no conocida, sin dejar ni una advertencia de las que dio Moisés a sus espías, convéncese de que se guardaron para entrar en esta tierra que Dios les quería dar, y que podía dársela sin estas diligencias. Empero también nos enseña el texto sagrado, que para obligar a que Dios haga con nosotros lo que quiere hacer, conviene que de nuestra parte hagamos lo que podemos. San Pedro Crisólogo lo dijo en el sermón de Lázaro, cuando para resucitar al muerto, que era el milagro, mandó a los apóstoles que levantasen la losa. Éstas son sus palabras: «Entre las virtudes divinas requiere Cristo el auxilio humano.»



La honesta y cortés y justificada disciplina militar Moisés la enseñó enviando embajadores al rey Edom, pidiéndole paso por sus tierras: «No iremos por los sembrados ni por las viñas; no beberemos agua de tus pozos; marcharemos por el camino real, sin declinar a la diestra ni a la siniestra hasta haber pasado. Respondiole Edom: No pasaréis por mi tierra; de otra manera yo te lo impediré armado. Dijeron los hijos de Israel: Iremos por camino pisado, y si nosotros y nuestros ganados bebiéremos tus aguas, daremos lo que justo fuere; no habrá dificultad en el precio; sólo queremos pasar apriesa. Él respondió: No pasaréis. Y luego les salió al encuentro con infinita multitud y poderosos aparatos de guerra. Y no quiso condescender con los que le rogaban, ni dejarles pisar sus términos. Por lo cual los hijos de Israel, dejando aquel camino, tomaron otro». Si esto se observara en los tránsitos y alojamientos de los ejércitos, no se quejaran las provincias más de los que admiten que de los que resisten, pues vemos que los soldados (particularmente franceses) son peores para sus huéspedes que para sus enemigos. No sólo enseñó Moisés justificación de capitán general electo por Dios, y que se gobernaba por él, sino prudencia generosamente militar en dejar el camino que se le negaba presentándole la batalla, y rodear por otro. Empeñar la justificada cortesía es cordura meritoria; mas pudiendo excusar el venir a jornada y empeñar la gente, es temeridad. No es rodeo el que excusa una batalla; la razón le llama atajo.



Quien tiene por reputación no dejar lo que una vez intentó, tendrá muchas veces por castigo el haberlo proseguido. Ir adelante por el despeñadero, más es de necios que de constantes; no es perseverancia, sino ceguedad. Dios permite que su ejército sea vencido para que acuda a su divina majestad por la victoria, y para que conozca que sin él no tiene fuerzas, y que con él nadie puede resistirle. «Como oyese el cananeo, rey de Arad, que los hijos de Israel habían venido por la vía de los exploradores, los fue a dar asalto, y los combatió y venció, y fue grueso el despojo. Mas volviéndose los hijos de Israel a Dios, y haciendo voto, prometieron que si podían vencer degollarían todos los enemigos de su santo nombre, y asolarían sus ciudades. Oyolos el Señor, y volviendo a combatir, vencieron y degollaron cuantos cananeos pudieron coger, y pusieron por tierra todas sus ciudades, y llamaron aquel lugar en su lengua Horma, que quiere decir anatema, exterminio». El vencido para vencer no tiene otro remedio sino acudir a Dios, y armarse con la oración y los votos.



Señor: no lo dejaré de decir, ni lo diré con temor hablando con vuestra majestad, antes con satisfacción; que a su católica grandeza será grato este reparo. En llegando una buena nueva de victoria u otro cualquier negocio importante, cual se desea, luego se acude a los templos a dar gracias a Dios con el Te Deum laudamus: justa, santa y piadosísima acción; empero viniendo nueva de desdicha, nunca he visto ir a dar gracias a Dios, ni se canta el Te Deum laudamus. El alabar y dar gracias a Dios tiene dos autores, en sus opiniones encontrados. San Agustín, padre de la Iglesia, dice: «Quien alaba a Dios por milagros de los beneficios, alábele también en los espantos de las venganzas, porque halaga y amenaza. Si no halagara, no hubiera alguna exhortación; si no amenazara, no hubiera algún miedo.» Este gloriosísimo maestro y luz en las divinas letras expresamente dice que se han de dar gracias y alabanzas a Dios por los castigos como por las mercedes; y da la razón por qué se ha de cantar y oír el Te Deum laudamus por los vencimientos y pérdidas, como por las victorias y ganancias. La otra opinión (derechamente contraria a ésta) es de la mujer de Job. Está viendo que su marido a todas sus gravísimas calamidades no decía otra cosa sino: «Dios lo dio, Dios lo quita. Como Dios es servido se hace. Sea bendito el nombre del Señor». Ella le dijo: «Alaba a Dios, y muérete»; no aprobando que alabase a Dios por los trabajos que pasaba; antes queriendo le maldijese. Empero el santo varón pacientísimo, de quien dijo Dios era su amigo y que en la tierra no tenía semejante, le respondió: «Tú has hablado como una de las mujeres necias. Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos los males?». Señor: San Agustín y Job afirman que el dar gracias a Dios y el cantar el Te Deum laudamus se deben igualmente a las pérdidas y trabajos y desdichas, como a los triunfos y victorias y felicidades. En la opinión contraria, el santo marido (refutándola) llamó necia a su propia mujer. Dar a Dios públicamente gracias sólo por los bienes, puede ser que por la ingratitud interesada en la propia felicidad le merezca los males. Y quien de uno y otro le da gracias, ese tal ni será vencido de las dichas, en que el seso humano tiene gran riesgo, ni dejará de vencer a las calamidades, aunque apenas su piel roída de gusanos cubra sus huesos.



Deseo, Señor, que aquel Dios todopoderoso, que escondió los misterios a los sabios y los reveló a los pequeños, dé eficacia a estas palabras, para que, viendo las gentes que por los favores y los castigos se dan públicas gracias a Dios, y que le canta el Te Deum laudamus el vencido como el vencedor, aclamen, movidos del ejemplo, la piedad entera del que lo hiciere con resignación a su divina voluntad, desasida de las comodidades propias.
He tratado del modo de alcanzar con Dios la victoria, y de remediar con su favor el vencimiento; síguese lo que se debe hacer con Dios después de lo uno y lo otro. Dijo Dios a Moisés: «Haz traer delante de ti y de Eleázar sacerdote, y de las cabezas del pueblo, enteramente toda la presa y saco que tienen de los madianitas los nuestros; y vosotros mismos divididla igualmente, la mitad a los que se hallaron en la batalla y combatieron, y la media a todo el remanente del pueblo que no salió a la jornada. Empero advirtiendo que de la parte de aquéllos que combatieron, vosotros quitaréis aquella parte que se ha de dar al Señor, quiero decir, a sus sacerdotes; y de la otra parte que toca al pueblo, la que toca a los levitas. Hízose así; mas luego vinieron a buscar a Moisés los maestros de campo, capitanes y demás oficiales que habían gobernado a los que combatieron, diciendo:



Señor, nosotros hemos hecho la reseña de nuestros soldados, y hallamos que en esta empresa ni uno nos falta. Por lo cual, conociendo bien claramente la victoria de Dios solo, ves aquí que fuera de la parte que has tomado, de lo que nos toca ofrecemos nosotros al Señor todas las cosas de oro que nos han tocado; y tú ruégale por nosotros». Cuánto importa la igualdad en premiar y en dividir las presas, nadie lo ignora, todos lo desean, y pocas veces se ve. Suelen los cabos superiores saquear a los soldados lo que ellos saquearon al enemigo. No es esto lo peor: eslo olvidar la parte que a Dios se debe. Acordáranse de esto, si el estudio militar fuera por las sagradas escrituras, y no por aforismos de Livio, Salustio, Quinto Curcio, Polibio y Tácito. No se contentaron las cabezas de este ejército con que se diese a Dios la parte que se tomaba de la que les cabía; antes en reconocimiento de no haber perdido ni un soldado, dieron a Dios todo el oro que habían adquirido, confesando que lo que solamente tenían era lo que les quitaban para dar a Dios, que sólo les había dado la victoria, y sin un hombre menos sus compañías. Capitanes y oficiales que estiman más un solo soldado suyo que todo el oro del saco y despojo, bien muestran que Dios los alista y los conduce. Mas consolarse de la pérdida de los soldados con el robo de los despojos, y querer antes contar un ducado más que un soldado menos, mercaderes los muestra, no capitanes. Quien de ellos se sirve junta ladrones que hurten la victoria a los que se la dan. Devoción es en algunos dar las banderas y estandartes a los templos, y reconocimiento cristiano y digno de alabanza e imitación; mas bien sería acompañar aquellos cendales rotos con el oro, cuando no porque no murió alguno, porque no murieron ellos. Colgar los trofeos militares en la sepultura del que los ganó, lícito es; mas no deja de adolecer de alguna vanidad querer que en el templo blasonen sus gusanos. Es verdad que en muchos no cabe esta dolencia; y segurísimamente en aquéllos que, no mandándolos ellos poner, sus amigos, parientes o hijos, o la república, o el príncipe mandó que se pusiesen.



Para que el ejército sea como conviene, es forzoso decir de qué gentes se ha de componer. Dos géneros de soldados hay: voluntarios y forzados. Éstos no sólo no manda Dios que se alisten y se fíe de ellos nada; antes que si vinieron libremente, y dejaron sus tierras y casas (cosas que los pueden obligar a asistir de mala gana), que los despidan y los rueguen que se vayan. El texto, Señor, es expreso: «Antes que se dé la batalla, dirán a voces los capitanes, compañía por compañía: Soldados, quien ha edificado casa nueva, y aun no ha hecho la fiesta de su dedicación, váyase a su casa; no sea que muriendo en la guerra por su desgracia, toque a otro el dedicarla. Quien ha plantado una viña, y aun no ha llegado el tiempo en que convidando los parientes y los amigos, con mucho regocijo se empieza a gozar y la hace común, vuélvase a su casa, no muera acá, y toque a otro aquella solemnidad. Quien se ha casado, y aun no se ha juntado con su mujer, vuélvase a su casa, porque muriendo él en la guerra otro marido no la goce. Y finalmente, quien no tiene corazón y es medroso, vuélvase con buena licencia a su casa, que aquí no es de provecho; antes con su temor, acobardando a los otros, hará daño».



Débese reparar en que presupone que todos estos que, o vinieron forzados, o están por fuerza, o no tienen corazón y tienen miedo, morirán en la guerra. Y de verdad así sucede; porque los tales son simulacros de hombres, sirven de crecer el número de las listas, de consumir los bastimentos, de abultar la confusión y ocasionar confianza para las empresas que ellos mismos burlan. Quien lleva hombres por fuerza a la guerra, lleva por fuerza la flaqueza. Quien va atado y llorando a la guerra, ¿qué hará en la guerra? Quien se sirve en los ejércitos de hombres viles contra su voluntad, sola una cosa puede hacer contra su enemigo, y es que la victoria que de sus gentes alcanzare no sea ilustre. De mejor gana lleva un ganapán y un pícaro veinte arrobas a cuestas por cuatro reales, que un arcabuz o una pica por ciento: véase lo que hará por uno. Éstos huyen antes del peligro, que aun eso no aguardan. Donde está huye el que desea huir de adonde está. Quien los echa, quien los despide, tiene menos caudal, si se le cuenta la aritmética; y más, si le numera el valor. Carecer de lo que le embaraza, es multiplicar lo que se tiene. ¡Señor!, de Saúl se lee en el primero de los Reyes: «Cualquier hombre valiente y animoso que veía Saúl, y apto para la guerra, le acariciaba y traía a si». De manera, Señor, que para disponer las victorias, se han de obedecer estos dos preceptos: escoger y traer a sí los valerosos y aptos para la guerra, y no traer a ella por fuerza los viles. Y si vinieren y tienen deseo de volverse, no sólo permitir que se vuelvan, sino mandárselo. Son lastimosísimas pérdidas y frecuentes las que con esta gente se hacen. Piérdese la reputación sólo en juntarlos; pues quien los junta, para perderse y perderlos los junta. Pónese mala voz a la fortuna del príncipe, y aliéntase al enemigo más con la propia ignorancia y torpeza, que con su valor.



No hay otro libro escrito en que semejante pregón se haya dado por todo el ejército, no sólo dándoles licencia y rogando que se vuelvan a sus casas los que lo desean, sino mañosamente honestándoles la vuelta con razones, porque no se queden de vergüenza donde están con miedo. No negarán los que están graduados en este arte y disciplina por los autores modernos, que este precepto no es hoy practicable; pues hoy se llora, y cada día se llora no haberle practicado. David era pastor ejercitado en arrojar piedras con la honda: ofreciose que Goliat, gigante, desafió en público campo a todo el pueblo de Dios, remitiendo a aquel duelo singular el ser esclavos o señores los unos o los otros: espantó a todos los hijos de Israel la estatura disforme del gigante; y léese en el primero de los Reyes: «Dijo David a los soldados que con él estaban: ¿Qué premio se dará a quien rindiere y degollare este filisteo, y librare de esta afrenta y oprobio a todo el pueblo de Israel, que tiene acobardado? ¿Quién es este filisteo soberbio, no circuncidado y gentil, que afrenta los ejércitos de Dios vivo?». Éstas son las señas del soldado voluntario y valiente: ofrecerse a la batalla movido de la afrenta que se hace a su nación y de la que se quiere hacer a las armas de Dios. Sólo pretende justamente premio quien por este camino le pretende. «Decíanle los del pueblo que con él estaban: Al varón que venciere y castigare a éste, el rey le hará poderoso con muchas riquezas; casarale con su hija, y exentará de tributo la casa de su padre en Israel. Fueron referidas las palabras que había dicho David a Saúl, al cual, siendo llevado a su presencia, dijo muy animosamente David:



Desechen el temor los corazones de todos: yo iré, y combatiré con el filisteo. Dijo Saúl a David: No puedes resistir a este filisteo gigante, ni combatir con él, porque eres mozuelo, y éste, soldado desde que nació. Y respondiole David: Dios, que pudo librarme de las garras del león y de las manos del oso, él mismo me dará victoria de este filisteo infiel. Respondió Saúl: Ve, y sea Dios contigo». Muchas riquezas y la hija del rey en casamiento, y libertad del tributo de toda su familia son premios debidos a quien libra de afrenta a su patria y de agravio a las armas de Dios, y castiga a quien intenta lo uno y lo otro. Prudente se mostró Saúl en desconfiar de la poca edad y pequeña estatura de David, sin experiencia de las armas, contra un gigante nacido y criado en ellas. Mas luego que le oyó confiar en Dios, y no en sus fuerzas, se mostró religioso, le dio licencia para el desafío. No hubo cosa de prudente y piadoso rey en que Saúl no se mostrara advertido. Puede la prudencia humana ser dañosa, si no la acompañan el temor y la confianza de Dios. Fíese todo con ánimo constante al que todo fía en Dios; y nada, sin recelo, a las grandes fuerzas que fían de sí. Los gigantes contra Dios son enanos; y los enanos, asistidos de Dios, son gigantes.



«Para que saliese a la batalla vistió Saúl a David sus mismas vestiduras, enlazole en la cabeza su celada, ciñole su loriga. Y viéndose David con su espada al lado, empezó a probar si podía regirse bien con las armas, y como no estaba acostumbrado a ellas, dijo David a Saúl: Yo armado no soy señor de mi persona, porque no estoy hecho a este embarazo. Desarmose luego, tomó su cayado, el cual nunca había dejado de la mano, y escogió cinco piedras muy limpias de la corriente, echolas en el zurrón de pastor que consigo tenía, tomó la honda en su mano, y fuese para el filisteo». Cada día se ve que los príncipes honran y agasajan (puestos en necesidad) a los que han menester. Si no olvidasen esta condición en saliendo del aprieto, no vengaría en ellos su ingratitud la envidia que hacen padecer a los que los sirven y defienden. No tienen los reyes consejero tan justificado como el trabajo. ¡Dichosos los valientes y virtuosos cuando el príncipe tiene urgente y precisa necesidad de ellos! ¡Desdichados los monarcas que se olvidan en la prosperidad y paz de los que se la defendieron o se la conquistaron! El que quiere ser defendido adorna con sus vestiduras, y arma con su espada, loriga y celada al que le sale a defender; y el que sale a defenderle, se desnuda de las armas para pelear. Sin errar Saúl en armar a David, acertó David en desarmarse. Atendía el rey a lo que le dictaba el temor para la prevención humana, y David a la confianza en el amparo de Dios; a que se redujo Saúl con permitirle saliese sin armas.



Probose con las armas: éranle peso y estorbo; no podía mandarse bien con ellas por no haberlas ejercitado. Con esta acción fue David maestro de lo más importante del arte militar. Estaba ejercitado en el tirar la honda y no en la espada, y quiso antes pelear con destreza ágil, que con gala y defensa impedida. El que está diestro en disparar el arcabuz, si por la bizarría del coselete y blasón de la pica le deja, él lleva coselete y pica, mas ellos no llevan soldado. Dar por merced o por ruegos al que ha sido infante la superintendencia de la caballería, y al que mandó en el mar las escuadras encomendarle los ejércitos en la campaña, es seguir la opinión de Saúl, que sólo sucede bien cuando hay quien (como David) quiere más pelear como está acostumbrado, que como quieren acostumbrarle. Más quiso vencer como pastor, que ser vencido como rey. No sólo no han de pretender los hombres los puestos y las honras que no han tratado ni entienden, antes han de rehusarlas cuando se las den. De lo contrario se originan los desórdenes y las ruinas vergonzosas. El que da estos puestos a personas inexpertas, da principio a su ruina, y los que los aceptan, obedeciéndole, fin.



Lo primero que dice el texto que tomó David fue el cayado, y añade: «El cual siempre tenía en las manos». Quien no se precia de su oficio, nunca fue en él eminente. Estaba David agradecido al cayado y al gobierno y defensas que le debía en sus corderos contra leones y osos: ha de ser rey, ha de casar con la hija del Rey; quiere hacerlo cetro, no dejarle por el cetro; ser rey y no dejar de ser pastor, porque ha de ser buen rey, y santo rey. Va a pelear con un gigante que ni conoce a Dios de impío, ni se conoce de soberbio: lleva el cayado para que con la humildad del oficio de pastor le afrente; va sin armas para darle a conocer lo que puede Dios contra las armas. Que llevase para este efecto el cayado con que no había de pelear, y que sucediese así, el mismo Goliat en viendo a David lo dijo: «¿Por ventura soy yo perro, que te vienes a mí con ese báculo? Ven, y yo daré por sustento tus carnes a las aves que vuelan, y a las fieras de los montes». Literalmente consta que se afrentó de solo el cayado, pues dijo era tratarle como a perro. No saben los impíos y los soberbios de qué se han de ofender, ni de qué deben temer, ni con qué cosa han de enojarse; por eso no aciertan si no con su castigo. Enfurécese contra el báculo que no le ha de ofender, y no hace caso de la honda que le ha de matar. Mucho sabe, Señor, quien sabe temer: en esto se cierra el misterioso secreto de la prudencia. David respondió al filisteo: «Tú vienes a mí con espada, lanza y escudo; yo voy a ti en el nombre de Dios, y Dios te entregará en mis manos. Yo te heriré y apartaré tu cabeza de tu cuello; y no solamente tu cuerpo, mas los cadáveres de los escuadrones de los filisteos repartiré a las aves y a las fieras, para que conozca todo el mundo la grandeza del Dios de Israel;y particularmente la iglesia de estos fieles, que aquí están juntos, conocerán es verdad que Dios para vencer no tiene necesidad de espada ni de lanza, dependiendo absolutamente de sus manos toda guerra y victoria».



No importa poco responder a los fanfarrones que hablan con demasiado orgullo, con doblado brío; su parte es de conquista, porque los enflaquece la novedad del desprecio que no esperaban. David no deja cosa de las que traía el gigante, que no le nombra; y a la espada, lanza y escudo le opone el venir a él en nombre de Dios. Dice que Dios se le pondrá en sus manos, no dice que le cogerá a él con ellas. Olvida David las muchas riquezas prometidas, la hija del rey por mujer, la libertad del tributo para la casa de su padre: no dice que pelea por esto, ni lo toma en la boca, dice que pelea porque todo el mundo conozca la grandeza de Dios; y la iglesia de los fieles que estaban presentes, que Dios, para vencer, no necesita de espada; y que las victorias y las guerras son absolutamente de Dios. Alma que no se quieta en las mayores mercedes que los reyes del mundo pueden hacer, y aspira a las de Dios, bien sabe negociar.



Derribó con la primera piedra David al filisteo; cortole la cabeza con su propia espada. Los tiranos y los soberbios siempre la traen, porque no falte hierro con que los degüellen. Tomó la cabeza, y llevola en las manos a Jerusalén. Dice el texto: «Luego que vio Saúl al mozuelo David con la cabeza del gigante en la mano, quiso que con él juntamente volviese triunfante a Jerusalén. En este viaje, cuando pasaban por alguna ciudad de Israel, salían las mujeres, por honrar al rey Saúl, cantando y bailando con tímpanos y otros instrumentos músicos; empero cantando decían: Saúl ha derribado mil, y David diez mil. De lo que se disgustaba Saúl, que bien se holgara que alabaran a David, mas no más que a él; y por eso enojado decía entre sí: A mí me dan mil, y a David diez mil, ¿qué le falta sino que le den mi reino? Y desde aquel día adelante nunca Saúl miró a David con buenos ojos». ¿Quién juzgara que le quedaba a David, después de esta victoria, enemigo ni monstruo que vencer más fiero que el gigante Goliat? Venciole David, y luego entró en más sangrienta batalla con la envidia del rey Saúl. Monstruo es y horrendo la envidia, vilísimo y el más vil de los pecados en el corazón real. Habiendo David a tan alto valimiento y tan preferida privanza llegado con Saúl, que públicamente por todas las ciudades del camino le lleva a Jerusalén a su lado triunfante, reciben las mujeres a David y a Saúl con canciones y bailes; alaban a Saúl que venció mil, y a David que venció diez mil, y enojase Saúl de que alaben más a David que a él. No he leído valimiento que pase de la alabanza excesiva dada al criado en competencia del señor; en llegando a dar envidia al príncipe, no tiene más vida el valimiento. Es el odio de los que aborrecen al favorecido tan vengativo y ciego, que por no alabarle, aun para destruirle (que es lo que desean), dejan de destruirle, y con los vituperios que les dicta la rabia, en vez de arrancarle del corazón del príncipe, le arraigan en él.



Conócese esta verdad, en que las mujeres que no aborrecían a David, antes le aclamaban, alabándole con afecto, con efecto le destruyeron. Hirvió luego el pecho del rey con envidia, pues decía entre sí: «¿A mí me dan mil, y a David diez mil?». Está claro que era el contador de las hazañas ajenas y de las propias la envidia en lo mentiroso de la cuenta, pues sólo era verdad que a Saúl le daban los mil que él no había muerto ni vencido (eso es dar), y que a David no le daban los diez mil, sino que los contaban, habiéndolos dado él en la victoria. Quería el rey Saúl que David venciera al filisteo y a su ejército en el desafío y la rota dada a sus reales, mas no a él en las alabanzas. No tuvo culpa de esto David. ¡Gran miseria, que las verdades que canta el pueblo agradecido, las llore el rey envidioso, y las padezca el valiente de quien se cantan! «No le miró más Saúl a David con buenos ojos.» ¡Qué veloz y eficazmente persuaden al desagradecimiento, los oídos mal informados, a los ojos! Oyó las alabanzas ajenas con envidia, miró con aborrecimiento. Quien mal oye, peor mira. Desde allí adelante no miró Saúl a David con buenos ojos. ¿Qué sucedió de esto? Que como miró siempre a David con malos ojos, le fascinó la dicha; y como él no tenía buenos los ojos para mirar, dio de ojos. Quiso, para cumplirle la promesa de su hija, que la dotase con su muerte; intentolo, y librole Dios. Muchas veces trató que le matasen a traición y con engaño; muchas le persiguió para darle muerte. Tenía aquel rey un mal espíritu, estaba poseído del demonio, librábale de él David con su arpa: música decente a un rey la que vale por exorcismo; pagábale el beneficio del conjuro sonoro con arrojarle una lanza. Rey que era ingrato a quien le daba victorias y le libraba de sus enemigos y del demonio, no paró hasta ser ingrato a su vida, dándose muerte con arrojarse sobre su propia espada; y desembarazando de sí el reino para David, a quien perseguía, dispuso a su costa lo que procuraba estorbar.



He dicho todo lo sustancial de la milicia de Dios, que todo se cifra, sin que algún tiempo lo pueda variar para que no se practique, en estas dos palabras: «El pecado es vencimiento; la gracia con Dios, victoria.» Y si algún príncipe lo dudare, sucederale lo que a Olofernes, que informándose del pueblo de Dios, y de sus hazañas y milagrosas victorias, y diciéndole que cuando estaban en gracia de Dios vencían, y cuando pecaban eran vencidos; que si quería pelear con ellos, que aguardase a saber que tenían ofendido a Dios, y les diese batalla, y los desharía, se riyó de esta doctrina, y de que Dios defendía a su pueblo, y dijo a Achior que le aconsejaba: Yo iré sin hacer caso de lo que dices, y los degollaré a todos, y luego a ti. ¡Señor!, fue Olofernes, y diole la muerte Dios con su propio deseo: cortole la cabeza Judit, de quien estaba enamorado. Esto se lee en el quinto del libro de Judit. Permite Dios que en los consejos de estado y guerra que determinan las jornadas, empresas y batallas, prevalezca este voto de Achior y no el de Olofernes; porque los propios deseos de que Dios hace milicia contra los tiranos que le desprecian, no acompañan este suceso con otros muchos.