Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/XXI

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Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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En que se inquiere (siendo cierto que todas las acciones de Cristo nuestro Señor fueron para nuestra enseñanza) cuál doctrina nos dio con los grandes negocios que en las apariciones despachó después de muerto y resucitado, no pudiendo nosotros resucitar en nuestra propia virtud, y en elegir en apóstol a San Pablo después de su gloriosa ascensión a los cielos.- Es texto las apariciones y el lugar de los actos de los apóstoles.
El lado de los grandes príncipes, en algunos de los que abrigan con él siempre su valimiento, tiene la asistencia que la alma eterna en el cuerpo mortal; pues como ésta le disimula la corrupción, los gusanos y la ceniza, que en dejándole deshabitado se manifiestan, así aquél reprime el temor, la desconfianza y la incredulidad y otras cosas que valen por gusanos y horror. No consiente la familiaridad del príncipe que las advertencias leales, o las quejas justas, o las acusaciones celosas le descubran el asco que cierran los tales en los sepulcros de sus conciencias. No porque el monarca manda que no le desengañen, sino porque la gente engañada con el esplendor de la fortuna en que los mantiene siempre acerca de sí, o respeta su elección o la teme. Ignóranse los peligros que hay en los caminos, y los venenos que se retraen en las cavernas, y las fieras que se ocultan en los bosques, en tanto que el día con luz benigna desarreboza el mundo de las malicias de la sombra; empero en cayendo por su ausencia la noche sobre la tierra, a quien ciega y hace invisible, los ladrones se apoderan de los pasos, vuelan las aves enemigas del sol, las sierpes desencarcelan sus asechanzas, y los lobos aseguran los hurtos de sus dientes. Si un príncipe quiere saber las fieras que se emboscan en la felicidad de los que mal le asisten, hágalos unos días sombra, retíreles algunas veces sus rayos, déjelos (aunque sea por muy poco tiempo) a oscuras, y verá en qué sabandijas desperdiciaba sus luces, y cuánta más verdad debe a su noche.



Malas costumbres son las de la costumbre, y desagradecidas; en el criado con el señor engendra confianza para él, y desprecio para el amo. Dicen que es otra naturaleza; y dos naturalezas solas en Cristo nuestro Señor, que es Dios y hombre verdadero, se ven. De esto hablo. Si un hombre es de tan mala naturaleza, que consiente que los malos le acostumbren a su trato, y esta costumbre se vuelve en él otra naturaleza, ¿por dónde hallará entrada el remedio, salida el daño? No importa tanto apartar los que se allegan como los allegados; si son buenos, no por eso los pierde; si malos, por eso no le pierden. Quien ve que siempre tiene a uno, y cree que siempre le tendrá, siempre le tendrá en poco. No se deben volver las espaldas a los enemigos, que es infamia; mas pueden volverse a los amigos, por ser cordura. Dice el refrán francés: «De quien me fío, me libre Dios; que de quien no, me libro yo.» Ya que es bien político, yo le enmiendo para que sea pío; y porque sin Dios no podemos librarnos del mal, le corrijo: «De quien me fío, me libre Dios; que de quien no, ya me libró.» Vulgar cosa son los refranes, mas el pueblo los llama evangelios pequeños: véalos con buen nombre este tratado. Los ministros, muy poderoso Señor, han de ser tratados del príncipe soberano como la espada, y ellos han de ser imitadores de la espada con el príncipe. Éste los ha de traer a su lado, ellos han de acompañar su lado. Y como la espada para obrar depende en todo de la mano y brazo del que la trae, sin moverse por sí a cosa alguna, así los ministros no han de tener otras obras y acciones sino las que les diere la deliberación del señor que los tiene a su lado.



No acredita menos suspendido el rigor de los castigos por los ministros, al respeto que en no delinquir le tienen los vasallos, que la espada al valiente, cuando siempre en la vaina, de miedo, ninguno se atreve a ocasionarle que la saque. Al que siempre la trae en las pendencias desnuda, espadachín y revoltoso le llaman, no esforzado. No es más discreto muchas muertes en un médico, que muchos castigos en un rey. Sean pues al lado del rey sus ministros como la espada. Ésta, Señor, importa, y por eso se trae para la defensa de la propia persona al lado; y los que estiman su persona y vida, no sólo miran que sea de buena ley, sino que la prueban por si salta de vidriosa, o se queda de blanda, lo que resulta del mal temple. Lo mismo, y con más razón y cuidado, se debe hacer con los ministros que se traen al lado. Probarlos, Señor; que suelen saltar con la pasión fuera de los límites de la equidad y justicia, y quedarse por el interés torcidos y con vueltas. Y es mejor que salte y se quede en las pruebas para el desengaño del príncipe, que en los despachos y tribunales para ruina de la república; cuanto es mejor que la mala espada se quiebre y tuerza contra la pared probándola, que en la pendencia con manifiesto peligro del que se fió de ella.



Que esto se deba hacer y que se haya hecho, yo lo probaré con ejemplos magníficos de un emperador y un sumo pontífice. Fadrique Furio, en el tratado Del consejo y consejeros, refiere de Erasmo, en el panegírico al rey don Felipe II, estas palabras: «para conocer el príncipe si los consejeros le aconsejan fielmente, finja pedirles consejo en cosas que son contrarias al bien público, diciéndoles que, aunque sean tales, todavía importan al real servicio por ciertos designios, como sería romper leyes importantes, privilegios grandes, poner tributos excesivos, y otras semejantes; y de la respuesta que los consejeros le dieren puede en alguna manera colegir qué tal es su amor para con la república». Esto, Señor, expresamente es aconsejar que se prueben los ministros. Y si bien Erasmo en otras cosas fue autor sospechoso, este consejo está católicamente calificado. No con menos majestad que la de un emperador refiere la Historia Tripartita, «que Constantino emperador quiso saber si los que le servían y aconsejaban eran fieles, y publicó que todos los que quisiesen dejar la fe de nuestro Redentor Jesucristo y volver a servir a los ídolos, lo pudiesen libremente hacer; que él no dejaría de servirse de ellos y tenerlos por amigos. Dejaron algunos la fe y volvieron a ser idólatras, y el emperador no se sirvió más de los que la dejaron».



Y porque hay más sacrosantamente superior dignidad a la imperial en el vicario de Cristo, sucesor de San Pedro, referiré de Paulo Jovio, libro 43, otra prueba de consejeros: «Paulo III, pontífice máximo, usaba de esta sagacidad para conocer la afición de los hombres y saber sus voluntades. Proponía sin necesidad algún negocio en que hubiese ocasión de porfiar, y decía a los cardenales que dijesen su parecer, y de sus porfías aprendía las respuestas para los embajadores de los príncipes». Estos ejemplos refiere el doctor Bartolomé Felipe, en su doctísimo libro Del consejo y de los consejeros de los príncipes, en el discurso 6. Es tan importante la imitación de este modo de probar los ministros y consejeros, que porque hay otra mayor majestad que la del sumo pontífice, que es la de Cristo nuestro Señor, Dios y hombre verdadero con un ejemplo suyo canonizaré esta doctrina; porque toda ella, como he propuesto, sea imitación de las acciones de Jesucristo, verdadero Rey. Fe católica es que el Hijo de Dios, cuando preguntaba algo a sus discípulos, sabía lo que habían de responderle; de que se sigue que se lo preguntaba para tentarlos, que es probarlos, y asimismo para dar ejemplo a ellos que le habían de suceder en el cuidado de las almas, y a los ministros y reyes; supuesto que si el mismo Dios no los revela lo que les han de responder a lo que preguntan, lo ignorarán. Pruébase literalmente que Cristo (preguntando) tentaba a sus apóstoles: «Dijo a Filipo: ¿De dónde compraremos panes para que coman éstos? Empero decía esto tentándole, porque él sabía lo que había de hacer». Viene tan a propósito esta palabra tentar, a la comparación de la espada que yo hago con los ministros (pues vulgarmente llaman «tentar la espada» al probar su tieso y temple), que no es niñería el ponderar la alusión que en otras voces lo es. En San Mateo, San Marcos, San Lucas se lee: «Preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen las gentes que soy?». Ésta fue la más grave prueba en que Cristo preguntó a sus discípulos, por ser la que ocasionó la confesión de San Pedro. Respondieron: «Unos dicen eres Juan Bautista, otros Elías, otros Jeremías, otros que pareces uno de los profetas, otros que resucitó uno de los profetas». Respondieron los apóstoles a la pregunta lo que habían oído. Entonces les dijo Jesús a ellos: «Vosotros, ¿quién decís que soy? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres Cristo, hijo de Dios vivo».



Quería Cristo que la confesión de que era Hijo de Dios precediese a la elección de Pedro, para declararle por piedra sobre que había de fundar su Iglesia. Pregunta a todos quién decían las gentes que era. Todos respondieron lo que habían oído. Cuando preguntó a todos quién decían ellos que era, sólo Pedro dijo que Hijo de Dios vivo. Esto probarlos fue a todos, pues preguntaba lo que sabía le habían de responder, por dos razones: La una, para dar ejemplo a todos de que, pues él siendo inefable sabiduría probaba a los suyos, los que por ser hombres viven las ignorancias del cuerpo, hagan lo mismo con los que siendo también hombres no son apóstoles. La otra, para enseñar a los reyes que el primer puesto, el mayor cargo de su gobierno, la suma dignidad no la han de dar por afición suya, ni dejar que se la sonsaque la maña, ni que se le arrebate la negociación, sino que la adquiera el mérito del que, probándole entre todos los demás, se adelanta en la fe, y en los servicios y suficiencia para aquel cargo. Por esto, luego que le confesó por Cristo, Hijo de Dios vivo, le dijo: «Bienaventurado eres, Simón Bar-jona, porque la carne y la sangre no te lo reveló, sino mi Padre que está en el cielo. Yo te digo a ti que tú eres piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Fue decir: Los demás refieren lo que les dijeron las gentes, y tú lo que te dijo mi Padre. De manera que para el ministerio superior, después de la prueba, entre los demás se ha de escoger el que en su respuesta no dice palabra alguna de la nota de carne y sangre.



Bastantemente dejo fortalecida mi proposición de que conviene que los ministros los pruebe quien los tiene al lado, como la espada, a quien acabaré de compararlos. Señor, no conviene tener siempre ceñido al lado al ministro, como no la espada: ésta se deja muchas veces en un rincón; muchas, por otra, o ya sea más leve u de mejor maestro. Lo propio se ha de preferir en el ministro. Si es tan pesado que venza para usar de él las fuerzas del príncipe, más es carga que ministro. Si no es de buen maestro, discípulo de la fidelidad, de la verdad, de la humildad, de la templanza, del desinterés, más bien acompañado anda solo el lado del príncipe, que con él. Si por nuestra naturaleza no hay hombre que esté siempre igual consigo mismo, y son pocos los que cada día no están muchas veces consigo desiguales, ¿cómo podrá ser natural cosa estar siempre igual con otro? Ésta, ya lo he dicho, no es naturaleza sino costumbre; y quien debe imitar a Dios ha de advertir que Cristo nuestro Señor, Rey, Dios y Hombre, no dijo: «Yo soy costumbre», sino: «Yo soy verdad». Agudeza es de Tertuliano, en el libro de Virg. velandis. Grandes palabras son, y llenas de salud: «Empero Cristo, Señor nuestro, se llamó verdad, no costumbre».



Con esto he abierto la puerta a la consideración de este capítulo, que por ser de rara novedad ha necesitado de larga disposición. Dejo las explicaciones escolásticas y expositivas al tesoro de los santos padres y a las cuestiones de los varones doctísimos que en esto han escrito, antiguos y modernos. Yo sólo trataré de buscar enseñanza política y católica. Los negocios que Cristo nuestro Señor dejó para después de su muerte y resurrección, fueron gravísimos. El primero, hacer que los apóstoles descubriesen con su muerte y sepultura la duda y la incredulidad, tan porfiada en algunos, para enmendarla; reconocer el que le amaba más que todos, con tres veces repetido examen; dar a Pedro las llaves y entregarle sus ovejas, lo que le había prometido; y después de su ascensión al Padre, elegir en apóstol a San Pablo. Descubre muchas cosas la ausencia del príncipe en los que le asisten. Conviene que los desampare por poco tiempo, que los deje, que se esconda; y reconocerá presto lo mucho que en ellos tiene que corregir y reprender. Los apóstoles habían visto a Cristo nuestro señor resucitar muertos, y a Lázaro, no de tres días solamente, sino de cuatro. Ellos abrieron la sepultura; ellos se taparon las narices por el olor de la corrupción. Aquel día más de los tres, contra su duda se añadió con divina providencia. Habíanle oído decir que había de morir y resucitar al tercero día, y dudaron que habría podido cumplir en sí propio lo que le habían visto hacer y obrar en otros. Señor, la muerte y la ausencia igualmente son acompañadas entre los hombres, de olvido. No sólo olvidan al que se fue y al que murió, sino a sí mismos. Y pues entre los apóstoles se ejecutó esto con el Hijo de Dios en tres días de sepultura, mucho tienen todos que temer. Que los acusó el olvido, díganlo las palabras de San Lucas, cap. 24, en aquellos dos varones que cuando las Marías fueron a buscar a Cristo en el monumento, las dijeron: «¿Por qué buscáis al que vive con los muertos? No está aquí, mas resucitó. Acordaos de qué manera os habló en el tiempo que estaba en Galilea, diciendo: Porque conviene que el Hijo del Hombre sea entregado a las manos de los hombres pecadores, y ser crucificado, y resucitar al tercero día; y acordáronse de sus palabras». El texto las manda que se acuerden de lo que poco había les había dicho; y convence su olvido con decir que en oyendo las palabras se acordaron. Y lo que más se debe ponderar, que iba allí María Magdalena, en cuya casa había resucitado Cristo a Lázaro, su hermano. Ciego borrón el de la muerte, que olvida los oídos y los ojos, lo que oyó y lo que vio.



Señor: Si un rey (no digo por tres días, sino por tres horas) se muriese de prestado para los que le asisten, para aquél en cuya casa obró mayores maravillas, ¡qué presto se vería vivo buscar entre los muertos, y no dar crédito a lo que en su favor se dijese, y partirse desconfiados, y verle y tenerle por fantasma, y no creerle a él mismo hasta escudriñarle las entrañas con las manos! Todo esto sucedió a Cristo Jesús, de tal suerte que en la última aparición (numérala sétima el reverendo padre Bartolomé Riccio, de la Compañía de Jesús, en su docto y hermoso libro Vita D. N. Jesu Christi ex verbis Evangeliorum in ipsismet concinnata), antes de subir a los cielos, se lee: «A lo último, estando comiendo los once, se les apareció, y reprendió la dureza de su corazón porque no creyeron a los que le habían visto resucitado». Estas cosas son tales, que en los ministros del lado se han de saber para darlas remedio y no castigo; para mejorarlos, no para deponerlos; ni se pueden saber por los hombres, ni descubrirse de otra manera, que faltándolos algunos días, retirándoles el abrigo de su persona. Cristo, que pudo resucitar como Dios y hombre en su propia virtud, hizo esta prueba, sabiendo los corazones de los suyos, para que el hombre, que si muere no puede resucitarse, haga con la ausencia y el retiramiento lo que no puede hacer muriendo y enterrado.



La causa única de las inadvertencias confiadas de los criados preferidos para con sus señores, es persuadirse que siempre han de vivir para ellos; que nunca les pueden faltar. La medicina es que les falte algún tiempo lo que a eternidad se prometen, para que no merezcan que para siempre les falte lo que para siempre quieren. Quiere dar las llaves a San Pedro y hacerle su vicario y cabeza del apostolado, y aguarda que esté pescando en el mar. Quiere que se acuerde de su oficio y del barco y las redes que le hizo dejar de la mano; mas no quiere las deje de la memoria cuando le encumbra en tan soberana dignidad. Conoció San Juan primero a Cristo; mas Pedro, en oyéndole, estando desnudo se vistió para echarse como se echó en la mar; siendo así que estando vestido, para echarse en el agua, se debía desnudar. Lleno está de misteriosos preceptos este capítulo: vuestra majestad les dé la atención religiosa con que atiende al gobierno de su inmensa monarquía.



Dice el texto sagrado que aquel discípulo a quien amaba Jesús, le conoció y lo dijo a Pedro. Llámalos Jesús a todos y dales que coman, y luego delante de todos pregunta a Pedro: «Simón de Juan, ¿ámasme más que éstos? Respondió: Sí, señor, tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. Díjole otra vez: Simón de Juan, ¿ámasme? Respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. Díjole tercera vez: Simón de Juan, ¿ámasme? Entristeciose Pedro, porque le dijo tercera vez: ¿Amasme? Y respondiole: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos». Reparo, Señor, en que de todas tres preguntas, sólo en la primera elijo a San Pedro que si le amaba más que todos los demás. Señor, para dar a uno el primer puesto, hase de imitar a Cristo: él no se le dio a su querido: diósele al que le quería más que todos; a él por esto se lo preguntó una vez; y por no entristecer a los demás con el exceso de amor en la comparación con ellos, dejó aquella cláusula en las otras dos preguntas. Reparo en que le preguntó tres veces si le amaba. ¡Gran cuenta tiene Cristo con los yerros que sus ministros comenten! Contole a Pedro, con la advertencia, las veces que le había de negar, diciendo le negaría tres veces: ahora le hace confesar tres veces, porque hasta en el número cabalmente se desquite la culpa, antes que le entregue sus corderos. Oso afirmar que luego que Cristo la primera vez preguntó a San Pedro si le amaba, se acordó de que le había negado; y pruébolo con las palabras que dijo: Respondió: «Sí, señor»; y añadió: «Tú sabes que te amo». Ésta fue la razón que le mostró escarmentado de haber asegurado de sí y por sí que si conviniese moriría por Cristo, y no le negaría; y por eso, habiendo respondido que le amaba, siempre añade que él lo sabe, remitiendo su verdad, no a su afirmación, sino a su inefable sabiduría. Mas la tercera vez que Cristo se lo preguntó, dice el Evangelista «que se entristeció Pedro, porque le dijo tercera vez: ¿Ámasme?». Es la razón que la primera vez Pedro se acordó de que había negado lo que había dicho y prometido, para enmendarse en el modo de asegurar lo que dijese, como lo hizo. Mas cuando vio que tercera vez le preguntaba Cristo la misma cosa, reconoció que le acordaba de que tres veces, habiéndole advertido, le había negado. Y es diferente acordarse uno del delito que cometió y de que ya se había arrepentido y de que entonces se enmendaba, de ver que le acuerde de él el señor contra quien le cometió. Grandes méritos fueron para ser vicario de Cristo acordarse de la ofensa que le había hecho y había llorado amargamente para enmendarla, y entristecerse porque el Señor, que fue ofendido, con el número de las preguntas le acordó de su negación: diole las llaves del cielo y de la tierra.



El discípulo amado conoció a Cristo primero, y lo dijo a Pedro. Propio es del amado conocer al amante. Pedro le oye; y para arrojarse al mar, estando desnudo, se viste y se arroja para ir a Cristo. Éstas son las señas del que ama: no reconocer peligro ni temer mar ni borrascas, y hacer finezas por ver a lo que ama, y ser impaciente de las tardanzas del barco en que el amado y los demás vinieron. El que ha de ser ministro primero, no sólo ha de ser el que primero se arroje en el peligro y en las ondas, sino el que solamente se arroje. No ha de nadar desnudo, como los que no tienen el puesto que tiene; ha de nadar vestido y con el embarazo de su cargo y obligación. Díjole el Señor, viendo esta acción, y después de las tres preguntas, mandándole apacentar sus corderos: «De verdad, de verdad te digo: Cuando eras mozo te ceñías e ibas donde querías; cuando envejecieres, extenderás tus manos, y ceñirate otro y te llevará donde tú no quieres». Lugar difícil, que literalmente pretendo declarar conforme a lo que dice el Evangelista: «Esto decía significando con qué muerte había de clarificar a Dios», aplicando a esta verdad las acciones de San Pedro. Luego que oyó decir a Juan que era Cristo, estando desnudo se vistió para echarse en el mar e ir a Cristo, sin aguardar la pereza del barco: arrojose, fue y llegó a Cristo, donde y a quien iba. La majestad divina, que le vio ceñirse para nadar y nadar y llegar a su mano, como soberano monarca le previno con celestial advertencia cuán diferentemente había de navegar el gobierno de la Iglesia, que el mar, diciéndole: Pedro, siendo pescador, para arrojarte al mar tú mismo te ciñes y vas donde quieres (lo que ahora has hecho); mas en siendo mi vicario en la tierra, extenderás tus manos en la cruz: no te ceñirás, que otro te ha de ceñir; no te será peso la túnica que tú te pones, sino tu propio oficio; y entonces irás, no donde quieres tú, sino donde la obligación y necesidad de tu ministerio por mi servicio y gloria te llevare.



Señor: juntamente da Dios con el primer puesto al ministro noticia del martirio que con él le da, y de que lo ha de llevar el oficio donde le conviene al oficio, y no donde querrá ir él. Dícele: «Que le siga a él sólo»; y volviendo Pedro, vio a aquel discípulo a quien amaba Jesús, que seguía, el que se recostó en la Cena sobre su pecho, y le dijo: ¿Quién es el que te ha de vender? Y como a éste le viese Pedro, dijo a Jesús: Señor, ¿qué ha de ser de éste?». Respondió Jesús: «Así quiero se quede hasta que yo venga: a ti ¿qué te importa?». ¡Qué cuidado tan digno de ser primero en el celo del privado, solicitar el puesto y la dignidad del amado del rey, y no contentarse de seguir él solo con puesto a su señor, sino desear que el que ama y le sigue sin puesto, le tenga! No sabían los celos políticos y carceleros del espíritu de los monarcas por dónde se entraba al corazón de Pedro; empero San Juan, que era el querido y es quien de sí mismo y de San Pedro escribe esto, -por sí, ni de sí, para sí no habló. ¡Divino y altamente meritorio silencio! ¿Cómo pudiera merecer ser entre todos el amado de Cristo quien tuviera otra cosa que desear más que ser su amado? Esto dio a entender el propio Evangelista; mas podría ser que yo el primero lo advierta. No con otro fin, a mi parecer, en este caso dijo de sí San Juan que era el discípulo que amaba Jesús, añadiendo los actos tan preferidos y exteriores con que lo había Cristo manifestado, como en recostarle sobre su pecho en la cena, el ser él quien le preguntó quién le había de vender. Fue decir el mismo Evangelista, viendo que Pedro preguntaba qué había de ser él: «¿Yo qué tengo de ser, si soy el amado de Cristo y el favorecido?». Y por eso refirió los actos en que lo había dado a entender Cristo, y aquél en que San Pedro y los demás, reconociéndole por el discípulo querido, le pidieron preguntase a Cristo quién le había de vender. No refirió el querido de Jesús el mayor favor, que fue encomendarle a él su santísima Madre muriendo, y llamarle hijo de María su madre siempre Virgen, por ser aquél un favor de tan excelsa majestad y grandeza, que no se debía alegar en propia causa por el exceso de su misteriosa prerrogativa.



Respondió Cristo a San Pedro: «Así quiero se quede hasta que yo venga: a ti ¿qué te importa?». No ha de consentir el monarca que le inquiera el más preeminente ministro el intento, ni lo que calla, ni que sepa de su pecho sino lo que le dijere. Entonces, Señor, estará el lado del monarca bien asistido, cuando el ministro a quien ama esté contento con ser su amado; y el que más le ama a él, no sólo no tema que otro le siga con puesto, sino que lo procure con el rendimiento a su voluntad, de que en este suceso se le da ejemplo.



Resta considerar, después de muerto y resucitado y haber subido a los cielos, qué ejemplo dio político divinamente con la elección de San Pablo en apóstol. Dio, Señor, ejemplo a los reyes de tan alta importancia, que temo las pocas fuerzas de mi ingenio para ponderarle. De la manera que confiesan los filósofos que el mayor primor de la medicina es hacer de los venenos remedios, lo que acredita la triaca, enseñó Cristo Jesús que el mejor primor del gobierno era hacer de los enemigos, y de los mayores, defensa. San Pablo fue infatigable perseguidor de Cristo y de los cristianos, y celoso de la ley que profesaba. Con los edictos para su prisión y muerte, ansioso discurría de unas en otras ciudades: guardó las vestiduras a los que apedrearon al protomártir Esteban. A este enemigo tan diligente, yendo a toda diligencia a ejercitar contra sus fieles creyentes su odio, se le aparece en tempestad, le habla con truenos y le ciega con rayos: derríbale del caballo, hállase caído; mira y no ve; conoce que está ciego. No lamenta la vista, ni el golpe de la caída; ni pide a los que iban con él que le levanten, ni les dice que la vista le falta: cosas todas que a todos dicta la naturaleza en tales accidentes. Sólo dice: «Señor, ¿quién eres?». ¡Grande espíritu, aun cayendo y antes de levantarse, que conoció que de aquel trabajo había de acudir al Señor y no a los que con él iban, a saber quién era el que le castigaba, y no a convalecer del castigo! Fuele respondido: «Yo soy Jesús, a quien persigues: dura cosa es para ti repugnar contra mi estímulo». Atemorizado y temblando dijo: «Señor, ¿qué quieres que haga?». ¿Qué más evidente señal de lo que había de ser, que tal respuesta? No dijo: «Dame, Señor, mi vista que me has quitado, descánsame del golpe». Luego se olvidó de sí, y creyó con supremo afecto, y se resignó en la voluntad sola de Dios, y la tuvo por ojos y descanso. Mandole ir a Damasco, y no replicó que le diese vista para ir. ¡Qué fe tan pronta! Conoció que la obediencia suplía y aventajaba la guía de los ojos propios. Arte de Dios derribar al levantado para alzarle, cegar al que ve para que sepa ver. A los demás apóstoles llamó con halago; a San Pablo con enojo, entre horror y amenazas: a cada uno habló Cristo en su lenguaje. San Pablo era la tempestad de los que creían en Cristo, era rayo de los fieles: oiga rayos y tempestad. Quiérele para arma escogida para sí (eso es vaso de elección): búscale arma ofensiva y ejercitado en serlo.



Señor: teniendo sus doce apóstoles, y electo a Pedro por su cabeza, lleno el número por la falta de Judas; después de su ascensión, y enviado sobre ellos el Espíritu Santo, ¿qué necesidad había de otro apóstol? Había electo los doce viviendo; habíasele ahorcado el uno, que le vendió: juntos los apóstoles para que se cumpliese lo que dijo el Profeta, eligieron a Matías, sobre quien cayó la suerte. Importaba elegir desde el cielo un apóstol que se siguiese a la venida del Espíritu Santo: éste fue Pablo (llamémosle así), electo apóstol valentón de Cristo. Que le sea decente tal epíteto, lo declara el miedo que Ananías confesó le tenía por perseguidor de los cristianos, y mejor las palabras de Cristo a Ananías: «Ve, porque éste es arma escogida para mí, para que lleve mi nombre delante de las gentes y de los reyes e hijos de Israel. Yo le enseñaré cuánto conviene que padezca por mi nombre». Todas las cosas a que le destina son de gran valentía y llenas de peligro. No reparé yo sin gran causa en la novedad de elegirle en apóstol después de los doce, y después de la ascensión. Del mismo santo Apóstol lo aprendí. Tratando de cómo fue visto Jesús de los apóstoles y de otros muchos, por su orden, empezando de Cefas, que es Pedro, dice:



«Mas últimamente el postrero de todos como abortivo, fue visto por mí». Para qué fuese necesaria esta visión en que le eligió, y el Apóstol llama abortiva, dícelo el mismo vaso de elección en esta epístola209: «Persuádome que a nosotros nos declaró apóstoles después de los demás, como a destinados a la muerte, pues somos hechos espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres». Con estas palabras parece que no desdeña San Pablo el epíteto de apóstol valentón de Cristo. Dice fue nombrado el postrero, como destinado a la muerte, y que era espectáculo al mundo, y a los ángeles, y a los hombres con sus trabajos, peregrinaciones, borrascas, destierros, azotes y cárceles; cuyo número cuenta él mismo gloriándose en el número. Importa mucho, Señor, esta elección, que parece abortiva, de ministro destinado a la muerte y a ser espectáculo de todos por su señor. Y a quien más importa es a los ministros electos antes, y entre ellos al supremo entre todos y sobre todos.

Si Cristo no eligiera a San Pablo, ¿quién se atreviera a reprender en su cara a San Pedro? En la epístola Ad Galatas, cap. 2: «Como viniese Cefas a Antioquía, delante de todos me opuse a él, porque era reprensible». Y más adelante pocos renglones: «Díjele a Cefas delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como las gentes, y no como los judíos, ¿cómo obligas a las gentes a judaizar?». Este lugar fue batalla de las dos más altas y sagradas plumas, entre San Agustín y San Jerónimo. Tanto han sudado, como escrito, para desatar el rigor de estas palabras muchos doctísimos escritores. Los más procuran que San Pedro, aunque fuese reprendido, no tuviese culpa, ni San Pablo en reprenderle con muy doctas y piadosas explicaciones. San Ambrosio, en el Exameron: «¿Por ventura alguno de los otros se atreviera a resistir a Pedro apóstol primero, a quien dio el Señor las llaves del reino de los cielos; sino otro tal, que confiado en su elección, y sabiendo que no le era desigual, constantemente reprobara lo que él hizo sin consejo?». Luego es utilísimo al supremo ministro que el monarca, después de su elección, elija otro que no le sea desigual y se atreva a contradecirle en su cara, y a reprenderle ásperamente delante de todos. Propios ministros escogidos por Dios, que tocando al servicio suyo, el postrero se oponga severamente al primero en público y en su cara, y el primero ni se indigne ni responda.



Esto, Señor, me ha persuadido siempre que con un mismo celo iban San Pedro y San Pablo a un fin. He tenido muchos años atareado mi corto entendimiento a la inteligencia de este lugar: he leído muchos pareceres eruditos e ingeniosos. Unos dicen que fue concierto entre los dos apóstoles, y que fue disimulación la de San Pedro. Otros, por no admitir en cosa tan grande la disimulación, por parecerles medio forastero de esta materia tan sagrada, siguen otras veredas, no obstante que para calificar la disimulación les citan las palabras del Evangelio que, hablando de Cristo, dice: «Con disimulación dio a entender iba lejos». El doctísimo cardenal de San Sixto en este lugar entiende reprehensibilis, reprensible, por reprehensus, reprendido, y añade: «Y por esto Pablo, proponiendo esta historia, dice: Porque había sido reprendido»; conviene a saber, por los gentiles, llevando mal la novedad. Esta novedad fue que San Pedro comía con los gentiles antes que viniesen algunos de con Jacobo, y luego se retiró de ellos. Así lo cuenta San Pablo en este capítulo, y a esta narración sigue su reprensión. Gelasio I, pontífice, San Gregorio, pontífice, Enodio, tratan variamente esta dificultad.



Empero San Juan Crisóstomo, sobre la epístola Ad Galatas (siendo tan amartelado discípulo de San Pablo, que le llama cor mundi, corazón del mundo), dice: «Muchos, que con poca atención leen este lugar, juzgan que San Pedro es indiciado de simulación por San Pablo. Empero esto no es así: digo que no es así: digo que no es así; apártese de todos entender tal. Porque en esto hallamos mucho de prudencia, así de San Pedro como de San Pablo»: ¡Oh palabras, que en el precio y riqueza se conoce las pronunciaron las minas de aquella boca de oro! Prosigue el gran padre en un panegírico de las hazañas de la fe, a todos adelantada la de San Pedro, y dice: «De donde Pablo reprende y Pedro calla; porque en tanto que el maestro reprendido no responde, con más facilidad los discípulos muden de opinión».
Según esto fue método celestial callar San Pedro a la reprensión que no le tocaba; porque viéndole sus discípulos no responder, no se avergonzasen de mudar de opinión. Pruébalo así palabra por palabra el gran Crisóstomo, y lo dice216: «Porque si Pedro, oyendo aquellas palabras las contradijera, podía alguno con razón culparle porque subvertiera la dispensación». ¡Gran ministro superior Pedro, que por el servicio de su Señor se dejó desautorizar con los semblantes de la reprensión; que pospuso al negocio los privilegios de cabeza del apostolado; que se convenció sin tener de qué, para que sus discípulos, que tenían de qué, se convenciesen! No ha hecho ministro a señor tan grande servicio, ni tan costoso para el que le hizo. Gran padre y gran santo ha habido que dijo que, aunque levemente, San Pedro había delinquido. ¿Qué mayor mérito, que siempre está creciendo en recomendación del servicio con las continuas controversias en el sonido riguroso de las palabras? Mal imitan esto, Señor, aquellos ministros de los reyes del mundo que sobre ceremonias delgadas del oficio, sobre cortesías vanas, sobre poco antes o poco después, o alborotan los reinos, o los pierden; y así las batallas, o los socorros que se les ordenan.



Las más rigurosas palabras de la reprensión fueron: «Y consintieron con su simulación los demás judíos; de suerte que también Bárnabas fue llevado a su simulación». Coméntalas el gran Crisóstomo: «No te espantes si este hecho le llama hipocresía, quiere decir, disimulación; porque no quiere (como primero dije) descubrir su consejo, porque ellos se corrijan. Y porque ellos estaban vehementemente asidos a la ley, por eso llama disimulación el hecho de Pedro, y severamente le reprende para arrancarles la persuasión, que en ellos había echado raíces; y oyendo esto Pedro, juntó disimulación con Pablo, como que hubiese delinquido, para que por su reprensión se enmendasen». Convino que San Pedro dejase la reprensión de lo que él toleraba a San Pablo; porque viendo los engañados que su maestro callaba y se convencía de las rigurosas palabras del que le era inferior, por las llaves que a él sólo le fueron dadas, reconocido por cabeza de todos los apóstoles, era el solo medio eficaz de su reducción; pues sólo ver convencido a su maestro les pudo quitar el empacho de convencerse. Señor: todos los negocios que importan la salud de muchos, si no hay otro modo (y pocas veces le hay), se deben hacer a costa de los grandes ministros.
Que pudo San Pedro tolerar lo que San Pablo reprendió a los otros en su persona, y en su cara, y delante de todos, yo lo añado a este discurso del caudal corto de mis pocos estudios: si lo aplico a propósito, el texto es irrefragable; podrá ser alguno me lo agradezca. Oponían los fariseos a Cristo acerca de la indisolubilidad del matrimonio la ley de Moisés. «Díjoles: Moisés por la dureza de vuestro corazón os permitió a vosotros repudiar vuestras mujeres; mas al principio no fue así». Dice Cristo que Moisés lo permitió por la dureza del corazón de los judíos; mas no dice que Moisés pecó en permitirlo: la culpa da a la dureza de sus corazones, no a Moisés por lo que permitió. No de otra manera San Pedro por la dureza de sus corazones toleró en ellos lo que San Pablo reprendió después, para que su tolerancia ocasionase el remedio; que de otra manera antes ocasionara escándalo y ruina, que enmienda.
Cuán fértil de las más secretas e importantes doctrinas políticas cristianas ha sido este capítulo, conoceralo quien lo leyere, lograralo quien lo imitare.