Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/VIII

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Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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De los tributos e imposiciones. (Matth., 17.)
Et cum venissent Capharnaum, etc. «Y como viniesen a Cafarnaún, llegaron los que cobraban el didracma a Pedro, y dijéronle: Vuestro Maestro ¿no paga el didracma? Respondió: Sí. Y como entrase en la casa, prevínole Cristo, diciendo: Qué te parece, Simón; los reyes de la tierra ¿de quién reciben tributo o censo, de sus hijos o de los ajenos? Y él dijo: De los ajenos. Díjole Jesús: Luego libres son los hijos. Mas por no escandalizarlos, ve al mar y echa el anzuelo, y aquel pez que primero subiere cógele, y abriéndole la boca hallarás en ella un stater: tómale, y dale por mí y por ti.»
No puede haber rey ni reino, dominio, república ni monarquía sin tributos. Concédenlos todos los derechos divino y natural, y civil y de las gentes. Todos los súbditos lo conocen y lo confiesan; y los más los rehúsan cuando se los piden, y se quejan cuando los pagan a quien los deben. Quieren todos que el rey los gobierne, que pueda defenderlos y los defienda; y ninguno quiere que sea a costa de su obligación. Tal es la naturaleza del pueblo, que se ofende de que hagan los reyes lo que él quiere que hagan. Quiere ser gobernado y defendido; y negando los tributos e imposiciones, desea que se haga lo que no quiere que se pueda hacer. Ya hubo emperador, y el peor, que quiso quitar los tributos al pueblo por granjearle; y se lo contradijo el Senado, porque en quitar los tributos se quitaba el imperio, destruía la monarquía y arruinaba a quien pretendía granjear. Los pueblos pagan los tributos a los príncipes para sí; y como el que paga el alimento al que cada día se le vende, se le paga para sustentarse y vivir, así se paga el tributo a los monarcas para el propio sustento de las personas y familias, vidas y libertad; de que se convence la culpa y sinrazón que hacen al rey y a sí propios en quejarse y rehusarlos. Ni crecen ni se disminuyen en el gobierno justo por el arbitrio o avaricia del príncipe, sino por la necesidad inexcusable de los acontecimientos, y entonces tan justificado es el aumento como el tributo.



Así lo conoció España en el tiempo del rey don Juan I, tan bueno como infeliz, en las persecuciones, trabajos y guerras que le forzaron a cargar sobre sus fuerzas su reino y vasallos. Sintiolo tan extremadamente el bueno y clementísimo rey, que en demostración de paterno dolor se retiró a la soledad de un retrete, esquivando no sólo música y entretenimientos, sino conversación y luz, y vistiendo ropas de luto y desconsuelo. Lastimado el reino de tan penitente melancolía, para aliviarle de la pena que padecía por verlos gravados aun sin su culpa, le enviaron a pedir que se alegrase y oyese músicas, viese entretenimientos y vistiese ropas insumes (tal es la palabra antigua que le dijeron). El Rey dio por respuesta que no aliviaría su duelo hasta que Dios por su misericordia le pusiese en estado que pudiese aliviar a sus buenos vasallos de la opresión de tributos en que los tenían oprimidos sus calamidades y enemigos. No fue mejor el rey que el reino, ni más justificado ni más piadoso; ni se lee armonía política más leal y más bien correspondida: ejemplo, que si el rey y el reino que le oye o lee, no le da recíprocamente, se culpan el uno en tirano, el otro en desleal; considerando que nunca hay exceso, por mucho que sea lo que es menester, y que no se puede llamar grave aquel peso que no se excusa; y que lo que por esta razón no sienten los vasallos, por ellos lo ha de sentir el rey.



Toda esta materia, tan difícil de digerir y tan mal acondicionada, se declara con el texto de este capítulo: «Llegaron los que cobraban el didracma a Pedro (Didracma es medio siclo: el siclo era de cuatro dracmas, lo mismo que tetradracma. Esta moneda, que llamaban medio siclo, algunos la llaman siclo común y siclo de los maestros, a diferencia de otro que llamaban siclo de la ley y del santuario. Ahora se entiende en vulgar que éstos que cobraban el didracma, cobraban medio siclo), y dijéronle: Vuestro Maestro ¿no paga el didracma?». Siempre que éstos preguntaban algo a Cristo, le tentaban. Lo propio hicieron con San Pedro; pues no dicen: «Dile a tu Maestro que pague el didracma»; sino «Tu Maestro ¿no paga el medio siclo?». Respondió San Pedro: Sí. Reparo en la razón que movería a San Pedro a responder en cosa tan grave, sin consultar a Cristo, que sí pagaba el didracma. Fue San Pedro sumamente celoso de la reputación de su señor y Maestro Cristo; y como la pregunta fue de paga respondió que sí, persuadido de que quien venía a pagar lo que no debía, y sólo por todos pagaría el tributo, no excusaría el pagar éste. Entró donde estaba Cristo, que le previno, como quien sabía lo que había pasado, y preguntole: «Los reyes de la tierra ¿de quién reciben tributo o censo, de sus hijos o de los ajenos?». Pregunta como de tal legislador. Respondió Simón Pedro: «De los ajenos.» Hablan San Pedro y Cristo de los tributos o de los censos que cobran los reyes de la tierra; y dice San Pedro que no los cobran de sus hijos, sino de los ajenos.



Y porque los innumerables jurisprudentes no interpreten estos hijos ajenos y propios, y los hagan todos ajenos, confirmando las palabras de San Pedro, sacó Cristo esta soberana conclusión en forma: «¿Luego libres son los hijos?». Mal seguirá esta doctrina el monarca que de tal manera cobrare tributos o censos, que no se le conozcan hijos propios; y mal la obedecerá el vasallo que, aunque sea hijo propio, no los pagare a imitación de Cristo, que dijo por no escandalizar: «Ve al mar, echa el anzuelo, y aquel pescado que primero subiere cógele, y abriéndole la boca hallarás en ella un stater: tómale, y dale por mí y por ti.» El hijo propio del rey de la tierra, aunque por serlo sea libre, ha de pagar por no dar escándalo.
De grande peso son las cosas que se ofrecen en estas palabras. Lo primero, que cuando manda buscar caudal para el tributo, manda a su ministro que le busque en el mar, no en pobre arroyuelo o fuentecilla. Lo segundo, que mandándole que le busque en la grandeza inmensa del mar, donde los pescados son innumerables, no le manda pescar con red, sino con anzuelo. No se ha de buscar con red, Señor, como llaman barredera, que despueble y acabe, sino con anzuelo. Lo tercero, que le mandó sacar el primer pescado que subiese, y que abriéndole la boca le sacase de ella la moneda llamada stater, y la diese por Cristo y por sí propio. Manda que le saquen lo que tiene y lo que no ha menester, porque al pescado no le era de provecho el dinero. ¡Oh Señor, cuán contrario sería de esta doctrina quien mandase sacar a los hombres lo que no tienen y lo que han menester, y que con red barredera pescasen los ministros los arroyuelos y fuentecillas y charcos de los pobres, y no, aun con anzuelo, en los poderosos océanos de tesoros! Stater era siclo entero: pídenle a Cristo medio; y no le debiendo, como declaró, por no escandalizar paga uno entero por sí y por Pedro. ¡Tanto se ha de excusar el escándalo en pedir lo superfluo como en negarlo!