Poesías italianas traducidas en castellano

Poesías italianas (Traducidas en castellano)[1]
de José Zorrilla
último tomo de las Poesías.

El peregrino, el caballero y el trovador

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EL PEREGRINO

Era pura como el cielo
que ilumina el sol de mayo:
era bella como un rayo
que corona a un querubín.
¡Ay!, ante ella par siempre
su cancel un claustro ha abierto,
y mi vida es un desierto
sin camino, luz ni fin.

EL CABALLERO

Combatí diez años largos
con las huestes sarracenas.
¡Cuántas madres agarenas
mis victorias llorarán!
He vencido sus legiones:
mas me vence un amor fiero
y tras este amor primero
mis suspiros siempre van.

EL TROVADOR

De Ricardo y Godofredo
canté al mundo las hazañas:
de Sión en las montañas
aun recuerdan mi cantar;
mas mis trovas solamente
a la hermosa consagraba
de quien cruel me separaba
tanto cielo, tanto mar.

TRÍO

Sin amor el peregrino
vaga errante en un desierto:
sin amor es zarzo yerto
el laurel del vencedor:
la hermosura se marchita
sin amor como azucena;
sin amor lúgubre suena
el laúd del trovador.

Sonetos

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A la muerte del Redentor

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Cuando la voz de Cristo postrimera
peñas y tumbas con fragor violento
hendió, medroso Adán y soñoliento
el cuerpo del sepulcro sacó fuera.

Tendió los turbios ojos por doquiera
sin concebir absorto tal portento,
y balbuciente preguntó quién era
quien moría en suplicio tan sangriento.

Al saberlo, con mano arrepentida
mesó iracundo su mejilla inerte,
frente arrugada y calva encanecida.

Y volviéndose a Eva, con voz fuerte
que dejó la montaña ensordecida,
dijo: «¡A mi Dios por ti traje a la muerte!»

La muerte de Judas

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Su oro arrojó, y al árbol despechado
el apóstol trepó, traidor a Cristo;
ató el cordel, y el cuerpo abandonado
fué con horror balanceando visto.

Lanzó el alma en su pecho acongojado
ronco estertor: y con lamento mixto
de miedo e ira blasfemó el malvado:
«¡Cuesta un Dios el infierno que conquisto!»

El alma impía vomitó rugiendo,
la Justicia divina asióle airada,
y el dedo en sangre de Jesús tiñendo

su sentencia en la frente amoratada
le escribió, y desdeñosa sonriendo
hundió su espectro en la infernal morada.

Cayó aquella alma en la mansión precita,
y del golpe al estrépito violento
la montaña tembló: mientras el viento
su despojo mortal en lo alto agita,

De la cumbre del Gólgota bendita
su vuelo alzando silencioso y lento,
la vista horrible de su fin sangriento
el coro de los ángeles evita.

Los demonios, saliendo del profundo,
juntáronse en tropel a descolgalle,
y en sus hombros cargando el tronco inmundo,

al infierno otra vez se abrieron calle,
arrojando al espectro vagabundo
el cuerpo vil en el maldito valle.

Al recobrar el alma condenada
el cuerpo en que habitara antiguamente,
de sangre en caracteres señalada
su sentencia inmortal brotó a su frente.

A semejante vista huyó espantada
del vil apóstol la precita gente,
y del infierno le dejó a la entrada
del odio universal blanco viviente.

Pugnaba el miserable avergonzado
la marca por borrar de su delito,
y arañaba su frente despechado

sin lograr de su tez borrar lo escrito:
que con sangre de Dios fué allí marcado
y el rastro de su sangre es infinito.

En esto un grande estruendo se sentía
por la infernal mansión jamás oído.
Era Jesús, que en gloria conducido
a hollar los reinos de Luzbel venía.

Se halló en la senda que Jesús traía
Judas; callado le miró y corrido:
lloró al fin, mas el párpado oprimido,
lava ardiente, no lágrimas vertía.

Sobre el semblante del traidor, de lleno
reverberó su resplandor divino,
y humo impuro brotó su inmundo seno.

Justicia entonces al tremendo sino
infernal le lanzó: y el Nazareno
tornó la faz, y prosiguió el camino.

Del Petrarca

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Siempre amé, y amo aún y desde ahora
amar espero más de día en día,
aquel dulce lugar donde me guía
el triste amor que mi ánima atesora:

y en amor estoy siempre el tiempo y hora
en que olvidé cuanto cuidado había
terrenal, y amaré más todavía
aquella cuya imagen me enamora.

Mas ¿quién pudiera haber jamás creído
que el tiempo en amarguras me volviera
memorias a quien yo tanto he querido?

¡Oh amor, cómo has rendido mi alma fiera!
¡A no estar de esperanzas mantenido,
do anhelo más vivir muerto cayera!

FIN


  1. El primer poema es de A. Maffei, el segundo de Onofrio Minzoni (1734-1817) y los cuatro siguientes de Vincenzo Monti (1754-1826)