Plenitud/LXIII (El evangelio)

Se ha dicho y se dice en todos los tonos que asistimos en Europa a un gran renacimiento espiritualista; pero afirman algunos que este renacimiento no puede ya encauzarse por el cauce del Evangelio Cristiano y de los dogmas, y que hay que buscar otras concreciones éticas.
De los dogmas yo no digo nada. Pero del Evangelio, pregunto: ¿Y por qué no?
¿Jesús no ha de caber dentro de la visión actual de las almas?
El no ha fracasado.
Han fracasado los sedicente-cristianos, que no tenían de ello más que el cascarón, Y en cuanto a la ciencia de la naturaleza, no veo por qué habría de rechazar las palabras de Cristo.
Reflexionemos un poco.



El Dios de la naturaleza y el Dios del Evangelio, ¿pueden tener alguna relación entre sí?
Muchas veces me ha acontecido pensar en esto.
Jesús, que estaba en perfecta comunión con el Padre, que sabía todo lo que sabía el Padre, ¿conocía el Génesis del mundo tal cual lo concibe la ciencia actual? ¿Sabía de cataclismos geológicos, de fuerzas primordiales? ¿Sabía de nebulosas, de soles, de planetas? ¿Creía en el sistema geocéntrico, o estaba enterado del estupendo funcionamiento de la máquina del Cosmos?
¿O bien tenía creencias tan primitivas e ingenuas como las de sus discípulos?
¿Por qué nunca expresó una verdad científica?
Para responder a estas preguntas basta observar lo que un sabio hace, por ejemplo, en una reunión de gente ignorante; por ejemplo, en un salón -si es hombre de mundo como Renán- o en el campo entre hombres sencillos. Persuadido de antemano de la inutilidad de expresar ciertas cosas, que es imposible que traspasen los estrechos tabiques en que están encerrados los cerebros que le .rodean, dirá cosas sencillas al alcance de ellos o hablará con símbolos diáfanos para los pensadores y absolutamente inaccesibles en su alto sentido para los otros, que sólo comprenderán la pintoresca exterioridad de los mismos.
Un hombre famoso, pero bien educado, podrá estar horas enteras en un salón conversando con todo el mundo, sin que nadie acierte a comprender con quién habla. Al retirarse, es posible que algún curioso interrogue al ama de la casa:
-¿Quién es ese señor que acaba de marcharse?
Y el ama de la casa exclamará;
-¡Cómo! ¿Pues no conoce usted a ... X?
Al oír aquel nombre ilustre que se ha paseado por la prensa del mundo, y recordar la actitud simple y trivial del caballero aquel que acaba de irse y que habló de todo con volubilidad -política, finanzas, teatros-, no faltará quien diga: -¡Toma! ¡Quién lo creyera! ¡Es pasmante!
Seguramente que Renán no se entregaba en casa de la princesa Matilde a disquisiciones hondas sobre filosofía; hubiera sido cursi, y eso que se trataba de un selectísimo salón parisiense.
Todos sabemos que es peligroso, ante ciertos auditorios, elevar el tono de la conversación.
Y lo saben especialmente los que enseñan, los que quieren propagar ideas y desean ser escuchados.
Los cerebros humanos son como compartimientos estancos. Una presión súbita exterior sólo acertaría a romperlos. Las ideas se filtran lenta, muy lentamente. Dejamos de ver a un amigo diez, quince años, y solemos encontrarlo, al cabo de los lustros y a pesar de los viajes, tan lleno de prejuicios y de tontería como antes.
Si nos empeñamos en hacer comprender ciertas verdades a espíritus aún no preparados, nos exponemos a suscitar su desdén o su mala voluntad.
A un millonario hispanoamericano, su secretario, hombre muy instruido, quería convencerle de ciertas modernas verdades científicas. La conversación, referida más de me-dio siglo después, tiene todavía un penetrante aroma de enigma.
En ella se habló del verdadero origen y destino de la Psiquis. Sentimos aún que Jesús dijo palabras definitivas sobre nuestros perennes porqués".
En otra ocasión, el Maestro, en forma sencilla al parecer, familiar y encantadora por todo extremo, exclamó: -En la Casa de mi Padre hay muchas moradas.
Los astrónomos admirables de hoy, los Pickerings, los Lowell, los Flammarion, los Comas Sola, los Martín Gil, podrían grabar con estrellitas de oro ese divino versículo en sus observatorios, bajo sus giratorias cúpulas, frente a sus ecuatoriales.



No hay, pues, razón para hacer reproches a los Evangelios porque no están de acuerdo con la ciencia actual.
Si ahora mismo el Logos encarnase de nuevo, ¿qué nos diría? Nos diría lo que pudiéramos entender, nada más. Y dentro de cien años solamente, los sabios del siglo XXI pedantescamente exclamarían: "¿Cómo vamos a aceptar por código un Evangelio que no está de acuerdo con las admirables conquistas de la ciencia actual?
Y volverían la espalda al volumen escrito en esta vez de la propia mano de Jesús.
Por otra parte, El se dirigía a los corazones: los cerebros están dentro del tiempo, condicionados por el tiempo y en un perenne divorcio.
Los corazones no. El hablaba al Amor, que siempre es el mismo. El no quería convencer como un doctor, él quería persuadir como un padre.
Anhelaba que le amasen y le siguiesen.
Siempre que un dios venga a la tierra, anhelará esto. No abrirá cátedras en las Sorbonas, ni se dirigirá a los doctores que, creyendo saber muchas cosas, lo calificarán despectivamente de iluminado, lo harán adolecer de "automatismo ambulatorio" y lo dejarán peregrinar solo...
Hablará a las multitudes y, sobre todo, remediará sus miserias.
Incrustará sus máximas en almas sencillas y vírgenes, que será como incrustarlas en acero ...
Por lo demás, Dios no pretende que le comprendamos, porque sería una pretensión insensata; yo he dicho a propósito de esta comprensión: Y en suma: ¿la ciencia ha encontrado ya la verdad?
¿No decía William Crookes que con lo que ignoramos se podría construir el universo?
¿No dijo Newton que los conocimientos del hombre con respecto a lo ignorado son como un grano de arena en comparación del océano? ¿No sería posible que mañana, con un nuevo descubrimiento (análogo, por ejemplo, al del radium), se subvirtiesen todos los sistemas científicos?
¿Cómo pretender, pues, que un dios, supuesta su venida a la tierra, nos dé un Evangelio de actualidad científica inmediata, o bien un resumen de las verdades naturales del universo?
Un dios, por definición, no puede ser actual, puesto que está fuera del tiempo La ciencia va hacia una lejanísima síntesis maravillosa, ahora inconcebible.
¿Cómo podríamos comprender esta síntesis?
¿Ni en qué lenguaje humano podría expresarse el porqué de todos los porqués?
Es ilógico, por tanto -sin necesidad de recurrir a otras muchas consideraciones-, exigir a un Evangelio la expresión técnica de todas las cosas.
Por otra parte, no olvidemos que la Naturaleza, es decir, Dios, no ha recurrido sino últimamente a la conciencia como elemento de evolución.
La vida consciente no es más que de ayer. Nuestra razón es una recién llegada. Nuestras almas nadan aún en los océanos de su inconsciente.
Lo que llamamos subconciencia ahora confinado temporalmente en su castillo interiores la verdadera conciencia de las razas.
Pudiera ser que mañana, terminada esta etapa de la razón razonante, que a tan fatales extremos nos ha traído en Europa en el año de gracia de 1914, fuese sustituida paulatinamente por otro elemento de comprensión.
¡Qué sabemos de lo que nos prepara esta boite á surprises de la vida!



Vistos desde este ángulo los Evangelios, y sentidos con amor, sin exégesis vanas, acaso pudieran ser, después de la guerra, el código moral de los hombres cultos y libres.