Peter y Wendy: Capítulo XIV
XIV. El barco pirata
Una luz verde que pasaba como de soslayo por encima del Riachuelo de Kidd, cercano a la desembocadura del río de los piratas, señalaba el lugar donde estaba el bergantín, el Jolly Roger, en aguas bajas: un navío de mástiles inclinados, de casco sucio, cada bao aborrecible, como un suelo cubierto de plumas destrozadas. Era el caníbal de los mares y apenas le hacía falta ese ojo vigilante, pues flotaba inmune en el terror de su nombre.
Estaba arropado en el manto de la noche, a través del cual ningún ruido procedente de él podría haber llegado a la orilla. Apenas se oía nada y lo que se oía no era agradable, salvo el zumbido de la máquina de coser del barco ante la cual estaba sentado Smee, siempre trabajador y servicial, la esencia de lo trivial, el patético Smee. No sé por qué resultaba tan inmensamente patético, a menos que fuera porque era tan patéticamente inconsciente de ello, pero incluso los hombres más aguerridos tenían que apartar la mirada de él apresuradamente y en más de una ocasión, en las noches de verano, había removido el manantial de las lágrimas de Garfio, haciéndolas correr. De esto, como de casi todo lo demás, Smee era totalmente inconsciente.
Unos cuantos piratas estaban apoyados en las bordas aspirando el malsano aire nocturno, otros estaban echados junto a unos barriles jugando a los dados y las cartas y los cuatro hombres agotados que habían transportado la casita yacían sobre la cubierta, donde incluso dormidos rodaban hábilmente de un lado a otro para apartarse de Garfio, no fuera a ser que les atizara maquinalmente un zarpazo al pasar.
Garfio pasaba ensimismado por la cubierta. Qué hombre tan insondable. Era la hora de su triunfo. Peter había sido apartado para siempre de su camino y todos los demás chicos estaban a bordo del bergantín a punto de ser pasados por la plancha. Era su hazaña más siniestra desde los tiempos en que venció a Barbacoa y sabiendo como sabemos lo vanidoso que es el hombre, ¿nos habríamos sorprendido si hubiera caminado por la cubierta con paso vacilante, henchido de la gloria de su éxito?
Pero en su paso no había júbilo, lo cual reflejaba el derrotero de su mente sombría. Garfio se sentía profundamente abatido.
Con frecuencia se sentía así cuando conversaba consigo mismo a bordo del barco en la quietud de la noche. Era porque estaba horriblemente solo. Este hombre inescrutable jamás se sentía tan solo como cuando estaba rodeado de sus perros. ¡Eran tan inferiores socialmente a él!
Garfio no era su auténtico nombre. Incluso en estos días revelar quién era en realidad provocaría un enorme escándalo en el país, pero como aquellos que leen entre líneas habrán adivinado ya, había asistido a un famoso colegio privado y las tradiciones de éste seguían cubriéndolo como ropajes, con los cuales efectivamente están muy relacionadas. Por ello aún le resultaba ofensivo subir a un barco con la misma ropa con que lo había capturado y todavía conservaba en su caminar el distinguido aire desgarbado de su colegio. Pero sobre todo conservaba el amor a la buena educación.
¡La buena educación! Por muy bajo que hubiera caído, todavía sabía que esto es lo que realmente cuenta.
Desde su interior oía un chirrido como de portalones oxidados y a través de ellos se oía un severo golpeteo, como martillazos en la noche que impiden dormir. Su eterna pregunta era: «¿Te has comportado hoy con buena educación?»
-La fama, la fama, brillante oropel, es mía -exclamaba él.
-¿Es realmente de buena educación sobresalir en algo? -replicaba el golpeteo de su colegio.
-Yo soy el único hombre a quien Barbacoa temía -insistía él-, y el propio Flint temía a Barbacoa.
-Barbacoa, Flint... ¿A qué casa pertenecen?-era la cortante respuesta.
La idea más inquietante de todas era si no sería de mala educación pensar sobre la buena educación.
Se le revolvían las entrañas con este problema. Era una garra que llevaba dentro más afilada que la de hierro y mientras lo desgarraba, el sudor resbalaba por su rostro cetrino y le manchaba el jubón. A menudo se pasaba la manga por la cara, pero no había forma de detener el goteo.
Ah, no envidiéis a Garfio.
Le sobrevino un presentimiento sobre su pronto final. Era como si el terrible juramento de Peter hubiera abordado el barco. Garfio sintió el lúgubre deseo de pronunciar su último discurso, no fuera a ser que pronto ya no hubiera tiempo para ello.
-Habría sido mejor para Garfio -exclamó- haber tenido menos ambición.
Sólo en sus momentos más negros se refería a sí mismo en tercera persona.
-Los niños no me quieren.
Es curioso que pensara en esto, que antes jamás lo había preocupado: quizás la máquina de coser le diera la idea. Estuvo largo rato mascullando para sus adentros, contemplando a Smee, que cosía plácidamente, convencido de que todos los niños tenían miedo de él.
¡Que tenían miedo de él! ¡Miedo de Smee! No había un solo niño a bordo del bergantín esa noche que no le tuviera cariño ya. Les había dicho cosas espantosas y los había golpeado con la palma de la mano, porque no podía golpearlos con el puño, pero ellos simplemente se habían encariñado aún más con él. Michael se había probado sus gafas.
¡Decirle al pobre Smee que lo encontraban simpático! Garfio ardía en deseos de decírselo, pero le parecía demasiado brutal. En cambio, dio vueltas en la cabeza a este misterio: ¿por qué encuentran simpático a Smee? Rastreó el problema como el sabueso que era. Si Smee era simpático, ¿qué era lo que le hacía ser así? De pronto surgió una horrible respuesta: «¿Buena educación?».
¿Es que el contramaestre era bien educado sin saberlo, lo cual constituye la mejor educación?
Recordó que uno tiene que recordar que no sabe que se es así antes de poder optar a ser elegido como miembro del Pop.
Con un grito de rabia alzó su mano de hierro sobre la cabeza de Smee, pero no descargó el golpe. Lo que le retuvo fue esta reflexión: «¿Qué sería matar a un hombre porque es bien educado? ¡Mala educación!».
El infeliz Garfio se sentía tan impotente como sudoroso y cayó de bruces como una flor tronchada.
Al pensar sus perros que iba a estar fuera de circulación por un rato, la disciplina se relajó al instante y se pusieron a bailar como locos, cosa que lo reanimó al momento, sin un solo rastro de humana debilidad, como si le hubieran echado un cubo de agua encima.
-Silencio, patanes -gritó-, u os paso por debajo de la quilla.
El jaleo se apagó de inmediato.
-¿Están todos los niños encadenados para que no puedan huir volando?
-Sí, señor.
-Pues subidlos a cubierta.
Sacaron a rastras de la bodega a los desdichados prisioneros, a todos menos a Wendy, y los colocaron en fila delante de él. Por un rato pareció no advertir su presencia. Se acomodó sin prisas, tarareando, sin desafinar, por cierto, pasajes de una canción grosera y jugueteando con una baraja. De cuando en cuando la brasa de su cigarro daba un toque de color a su cara.
-Bueno, muchachotes -dijo enérgicamente-, esta noche seis de vosotros seréis pasados por la plancha, pero tengo sitio para dos grumetes. ¿Quién de vosotros quiere serlo?
-No lo irritéis sin necesidad -les había recomendado Wendy en la bodega, de forma que Lelo dio un paso adelante cortésmente. Lelo aborrecía la idea de servir a las órdenes de semejante hombre, pero un instinto le dijo que sería prudente atribuir la responsabilidad a una persona ausente y, aunque era algo tonto, sabía que sólo las madres están siempre dispuestas a hacer de parachoques. Todos los niños saben que las madres son así y las desprecian por eso, pero se aprovechan de ello constantemente.
Así que Lelo explicó con prudencia:
-Verá usted, señor, es que no creo que a mi madre le gustara que yo fuera pirata. ¿Le gustaría a tu madre que fueras pirata, Presuntuoso?
Le guiñó un ojo a Presuntuoso, quien dijo apesadumbrado:
-No creo -como si deseara que las cosas no fueran así-. Gemelo, ¿a tu madre le gustaría que fueras pirata?
-No creo -dijo el primer gemelo, tan despabilado como los otros-. Avispado, ¿a tu madre...?
-Basta de cháchara -rugió Garfio y los portavoces fueron arrastrados a su sitio.
-Tú, chico -dijo, dirigiéndose a John-, parece que tú tienes algo de agallas. ¿No has querido nunca ser pirata, valiente? Ahora bien, a veces John había experimentado este deseo al luchar con las matemáticas de primero y le chocó que Garfio lo eligiera.
-Una vez pensé en llamarme Jack Mano Roja -dijo con timidez.
-Un buen nombre, ya lo creo. Aquí te llamaremos así, si te unes, muchachote.
-¿Tú qué crees, Michael? -preguntó John.
-¿Cómo me llamaríais si me uniera? -preguntó Michael.
-Joe Barbanegra.
Naturalmente, Michael se quedó muy impresionado.
-¿Qué te parece, John?
Quería que John decidiera y John quería que decidiera él.
-¿Seguiremos siendo respetuosos súbditos del rey? -preguntó John.
Garfio contestó entre dientes:
-Tendríais que jurar «Abajo el rey».
Quizás John no se había comportado muy bien hasta entonces, pero ahora estuvo a la altura de las circunstancias.
-Entonces no quiero -exclamó, golpeando el barril que tenía Garfio delante.
-Y yo tampoco -gritó Michael.
-¡Viva Inglaterra! -chilló Rizos.
Los enfurecidos piratas les pegaron en la boca y Garfio rugió:
-Eso será vuestra perdición. Traed a su madre. Preparad la plancha.
Sólo eran unos niños y se quedaron blancos al ver a Jukes y a Cecco preparar la plancha mortal. Pero trataron de parecer valientes cuando trajeron a Wendy.
Nada de lo que yo pueda decir os dará una idea de cómo despreciaba Wendy a aquellos piratas. Para los chicos había por lo menos cierto atractivo en la vocación pirata, pero lo único que ella veía era que el barco no había sido fregado desde hacía años. No había ni una sola portilla sobre cuyo mugriento cristal no se pudiera escribir «Guarro» con el dedo y ella ya lo había escrito en varios. Pero, como es natural, cuando los chicos se agruparon a su alrededor no pensaba más que en ellos.
-Bueno, hermosa mía -dijo Garfio, hablando como si tuviera la boca llena de caramelo-, vas a ver cómo tus niños son pasados por la plancha.
Aunque era un refinado caballero, la intensidad de sus meditaciones le había manchado la gorguera y de pronto se dio cuenta de que ella la estaba observando. Con un movimiento apresurado trató de taparla, pero ya era tarde.
-¿Van a morir? -preguntó Wendy, con una mirada de desprecio tan olímpico que él casi se desmayó.
-Sí -gruñó y exclamó relamiéndose-: silencio todo el mundo; oigamos las últimas palabras de una madre a sus hijos. En este momento Wendy estuvo magnífica.
-Éstas son mis últimas palabras, queridos -dijo con firmeza-. Creo que tengo un mensaje para vosotros de parte de vuestras madres auténticas y es el siguiente: «Esperamos que nuestros hijos mueran como caballeros ingleses.»
Incluso los piratas se quedaron sobrecogidos y Lelo exclamó histéricamente:
-Voy a hacer lo que espera mi madre. ¿Tú qué vas a hacer, Avispado?
-Lo que espera mi madre. ¿Tú qué vas a hacer, Gemelo?
-Lo que espera mi madre. John, ¿tú qué vas... ?
Pero Garfio había recuperado el habla.
-Atadla -gritó.
Fue Smee quien la ató al mástil.
-Escucha, rica -susurró-, te salvaré si prometes ser mi madre.
Pero ni siquiera por Smee estaba dispuesta a prometer tal cosa.
-Casi preferiría no tener hijos -dijo con desdén.
Es triste saber que ni un solo chico la estaba mirando mientras Smee la ataba al mástil: todos tenían los ojos clavados en la plancha, el último paseo que iban a dar. Ya no conseguían tener la esperanza de caminar por ella con gallardía, pues habían perdido la capacidad de pensar, sólo podían mirar y temblar.
Garfio sonrió con los dientes apretados burlándose de ellos y dio un paso hacia Wendy. Su intención era volverle la cara para que viera a los chicos caminando por la plancha uno por uno. Pero jamás llegó hasta ella, jamás oyó el grito de angustia que esperaba arrancarle. En cambio, oyó otra cosa.
Era el horrible tic tac del cocodrilo.
Todos lo oyeron: los piratas, los chicos, Wendy; e inmediatamente todas la cabezas se volvieron en una dirección: no hacia el agua, de donde procedía el ruido, sino hacia Garfio. Todos sabían que lo que estaba a punto de ocurrir sólo le concernía a él y que de actores habían pasado de repente a ser espectadores.
Fue espantoso observar el cambio que le sobrevino. Era como si le hubieran cortado todas las articulaciones. Cayó hecho un guiñapo.
El ruido se fue acercando sin parar y por delante de él surgió este horrendo pensamiento: «El cocodrilo está a punto de abordar el barco.»
Incluso la garra de hierro colgaba inerte, como si supiera que no era parte intrínseca de lo que quería el atacante. De haberse quedado tan tremendamente solo, cualquier otro hombre habría yacido con los ojos cerrados en el lugar donde cayera, pero el poderoso cerebro de Garfio seguía funcionando y guiado por él se arrastró a cuatro patas por la cubierta alejándose todo lo que pudo del ruido. Los piratas le abrieron paso respetuosamente y sólo cuando se vio arrinconado contra las cuadernas habló.
-Escondedme -gritó roncamente.
Se apiñaron en torno a él, apartando los ojos de lo que estaba subiendo a bordo. No se les ocurrió luchar contra ello. Era el Destino.
Sólo cuando Garfio quedó oculto la curiosidad aflojó los miembros de los chicos y así pudieron correr hasta el costado del barco para ver al cocodrilo trepando por él. Entonces se llevaron la sorpresa mayor de la Noche entre las Noches: pues no era ningún cocodrilo lo que venía en su ayuda. Era Peter.
Les hizo señas para que no soltaran ningún grito de admiración que pudiera levantar sospechas. Luego siguió haciendo tic tac.