Peter y Wendy: Capítulo XIII

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Peter Pan y Wendy
de J. M. Barrie
Capítulo XIII: ¿Creéis en las hadas?

XIII. ¿Creéis en las hadas?

Cuanto antes nos libremos de este espanto, mejor. El primero en salir de su árbol fue Rizos. Surgió de él y cayó en brazos de Cecco, que se lo lanzó a Smee, que se lo lanzó a Starkey, que se lo lanzó a Bill Jukes, que se lo lanzó a Noodler y así fue pasando de uno a otro hasta caer a los pies del pirata negro. Todos los chicos fueron arrancados de sus árboles de esta forma brutal y varios de ellos volaban por los aires al mismo tiempo, como paquetes lanzados de mano en mano.

A Wendy, que salió de última, se le dispensó un trato distinto. Con irónica cortesía Garfio se descubrió ante ella y, ofreciéndole el brazo, la escoltó hasta el lugar donde los demás estaban siendo amordazados. Lo hizo con tal donaire, resultaba tan enormemente distingué, que se quedó demasiado fascinada para gritar. Al fin y al cabo, no era más que una niña.

Quizás sea de chivatos revelar que por un momento Garfio la dejó extasiada y sólo la delatamos porque su desliz tuvo extrañas consecuencias. De haberse soltado altivamente (y nos habría encantado escribir esto sobre ella), habría sido lanzada por los aires como los demás y entonces Garfio probablemente no habría estado presente mientras se ataba a los niños y si no hubiera estado presente mientras se los ataba no habría descubierto el secreto de Presuntuoso y sin ese secreto no podría haber realizado al poco tiempo su sucio atentado contra la vida de Peter.

Fueron atados para evitar que escaparan volando, doblados con las rodillas pegadas a las orejas y para asegurarlos el pirata negro había cortado una cuerda en nueve trozos iguales. Todo fue bien hasta que llegó el turno de Presuntuoso, momento en que se descubrió que era como esos fastidiosos paquetes que gastan todo el cordel al pasarlo alrededor y no dejan cabos con los que hacer un nudo. Los piratas le pegaron patadas enfurecidos, como uno pega patadas al paquete (aunque para ser justos habría que pegárselas al cordel) y por raro que parezca fue Garfio quien les dijo que aplacaran su violencia. Sus labios se entreabrían en una maliciosa sonrisa de triunfo. Mientras sus perros se limitaban a sudar porque cada vez que trataban de apretar al desdichado muchacho en un lado sobresalía en otro, la mente genial de Garfio había penetrado por debajo de la superficie de Presuntuoso, buscando no efectos, sino causas y su júbilo demostraba que las había encontrado. Presuntuoso, blanco de miedo, sabía que Garfio había descubierto su secreto, que era el siguiente: ningún chico tan inflado emplearía un árbol en el que un hombre normal se quedaría atascado. Pobre Presuntuoso, ahora el más desdichado de todos los niños, pues estaba aterrorizado por Peter y lamentaba amargamente lo que había hecho. Terriblemente aficionado a beber agua cuando estaba acalorado, como consecuencia se había ido hinchando hasta alcanzar su actual gordura y en lugar de reducirse para adecuarse a su árbol, sin que los demás lo supieran había rebajado su árbol para que se adecuara a él.

Garfio adivinó lo suficiente sobre esto como para convencerse de que por fin Peter estaba a su merced, pero ni una sola palabra sobre los oscuros designios que se formaban en las cavernas subterráneas de su mente cruzó sus labios; se limitó a indicar que los cautivos fueran llevados al barco y que quería estar solo.

¿Cómo llevarlos? Atados con el cuerpo doblado realmente se los podría hacer rodar cuesta abajo como barriles, pero la mayor parte del camino discurría a través de un pantano. Una vez más la genialidad de Garfio superó las dificultades. Indicó que debía utilizarse la casita como medio de transporte. Echaron a los niños dentro, cuatro fornidos piratas la izaron sobre sus hombros y, entonando la odiosa canción pirata, la extraña procesión se puso en marcha a través del bosque. No sé si alguno de los niños estaba llorando, si era así, la canción ahogaba el sonido, pero mientras la casita desaparecía en el bosque, un valiente aunque pequeño chorro de humo brotó de su chimenea, como desafiando a Garfio.

Garfio lo vio y aquello jugó una mala pasada a Peter. Acabó con cualquier vestigio de piedad por él que pudiera haber quedado en el pecho iracundo del pirata.

Lo primero que hizo al encontrarse a solas en la noche que se acercaba rápidamente fue llegarse de puntillas al árbol de Presuntuoso y asegurarse de que le proporcionaba un pasadizo. Luego se quedó largo rato meditando, con el sombrero de mal agüero en el césped, para que una brisa suave que se había levantado pudiera removerle refrescante los cabellos. Aunque negros eran sus pensamientos sus ojos azules eran dulces como la pervinca. Escuchó atentamente por si oía sonido que proviniera de las profundidades, pero abajo todo estaba tan silencioso como arriba: la casa subterránea parecía ser una morada vacía más en el abismo. ¿Estaría dormido ese chico o estaba apostado al pie del árbol de Presuntuoso, con el puñal en la mano?

No había forma de saberlo, excepto bajando. Garfio dejó que su capa se deslizara suavemente hasta el suelo y luego, mordiéndose los labios hasta que una sangre obscena brotó de ellos, se metió en el árbol. Era un hombre valiente, pero por un momento tuvo que detenerse allí y enjugarse la frente, que le chorreaba como una vela. Luego se dejó caer en silencio hacia lo desconocido.

Llegó sin problemas al pie del pozo y se volvió a quedar inmóvil, recuperando el aliento, que casi lo había abandonado. Al írsele acostumbrando los ojos a la luz difusa varios objetos de la casa de debajo de los árboles cobraron forma, pero el único en el que posó su ávida mirada, buscado durante tanto tiempo y hallado por fin, fue la gran cama. En ella yacía Peter profundamente dormido.

Ignorando la tragedia que se estaba desarrollando arriba, Peter, durante un rato después de que se fueran los niños, había seguido tocando la flauta alegremente: sin duda un intento bastante triste de demostrarse a sí mismo que no le importaba. Luego decidió no tomarse la medicina, para apenar a Wendy. Entonces se tumbó en la cama encima de la colcha, para contrariarla todavía más, porque siempre los había arropado con ella, ya que nunca se sabe si no se tendrá frío al avanzar la noche. Entonces casi se echó a llorar, pero se imaginó lo indignada que se pondría si en cambio se riera, así que soltó una carcajada altanera y se quedó dormido en medio de ella.

A veces, aunque no a menudo, tenía pesadillas y resultaban más dolorosas que las de otros chicos. Pasaban horas sin que pudiera apartarse de estos sueños, aunque lloraba lastimeramente en el curso de ellos. Creo que tenían que ver con el misterio de su existencia. En tales ocasiones Wendy había tenido por costumbre sacarlo de la cama y ponérselo en el regazo, tranquilizándolo con mimos de su propia invención y cuando se calmaba lo volvía a meter en la cama antes de que se despertara del todo, para que no se enterara del ultraje a que lo había sometido. Pero en esta ocasión cayó inmediatamente en un sueño sin pesadillas. Un brazo le colgaba por el borde de la cama, tenía una pierna doblada y la parte incompleta de su carcajada se le había quedado abandonada en la boca, que estaba entreabierta, mostrando las pequeñas perlas.

Indefenso como estaba lo encontró Garfio. Se quedó en silencio al pie del árbol mirando a través de la estancia a su enemigo. ¿Se estremeció su sombrío pecho con algún sentimiento de compasión? Aquel hombre no era malo del todo: le encantaban las flores (según me han dicho) y la música delicada (él mismo no tocaba nada mal el clavicémbalo) y, admitámoslo con franqueza, el carácter idílico de la escena lo conmovió profundamente. De haber sido dominado por su parte mejor, habría vuelto a subir de mala gana por el árbol si no llega a ser por una cosa.

Lo que le detuvo fue el aspecto impertinente de Peter al dormir. La boca abierta, el brazo colgando, la rodilla doblada: eran tal personificación de la arrogancia que, en conjunto, jamás volverá, esperamos, a presentarse otra igual ante sus ojos tan sensibles a su carácter ofensivo. Endurecieron el corazón de Garfio. Si su rabia lo hubiera roto en cien pedazos, cada uno de éstos habría hecho caso omiso del percance y se habría lanzado contra el durmiente.

Aunque la luz de la única lámpara iluminaba la cama débilmente, el propio Garfio estaba en la oscuridad y nada más dar un paso furtivo hacia delante se topó con un obstáculo, la puerta del árbol de Presuntuoso. No cubría del todo la abertura y había estado observando por encima de ella. Al palpar en busca del cierre, descubrió con rabia que estaba muy abajo, fuera de su alcance. A su mente trastornada le dio la impresión entonces de que la molesta cualidad de la cara y la figura de Peter aumentaba visiblemente y sacudió la puerta y se tiró contra ella. ¿Acaso se le iba a escapar su enemigo después de todo?

Pero, ¿qué era aquello? Por el rabillo del ojo había visto la medicina de Peter colocada en una repisa al alcance de la mano. Adivinó lo que era al instante y al momento supo que el durmiente estaba en su poder.

Para que no lo cogiera con vida, Garfio llevaba encima un terrible veneno, elaborado por él mismo a partir de todos los anillos mortíferos que habían llegado a sus manos. Los había cocido hasta convertirlos en un líquido amarillo desconocido para la ciencia y que probablemente era el veneno más virulento que existía.

Echó entonces cinco gotas del mismo en la copa de Peter. Le temblaba la mano, pero era por júbilo y no por vergüenza. Mientras lo hacía evitaba mirar al durmiente, pero no por temor a que la pena lo acobardara, sino simplemente para no derramarlo. Luego le echó una larga y maliciosa mirada a su víctima y volviéndose, subió reptando con dificultad por el árbol. Al salir a la superficie parecía el mismísimo espíritu del mal surgiendo de su agujero. Colocándose el sombrero de lado de la forma más arrogante, se envolvió en la capa, sujetando un extremo por delante como para ocultarse de la noche, que estaba en su hora más oscura y, mascullando cosas raras para sus adentros se alejó sigiloso por entre los árboles.

Peter siguió durmiendo. La luz vaciló y se apagó, dejando la vivienda a oscuras, pero él siguió durmiendo. No debían de ser menos de las diez por el cocodrilo, cuando se sentó de golpe en la cama, sin saber qué lo había despertado. Eran unos golpecitos suaves y cautelosos en la puerta de su árbol.

Suaves y cautelosos, pero en aquel silencio resultaban siniestros. Peter buscó a tientas su puñal hasta que su mano lo agarró. Entonces habló.

-¿Quién es?

Durante un buen rato no hubo respuesta; luego volvieron a oírse los golpes.

-¿Quién es?

No hubo respuesta.

Estaba sobre ascuas y le encantaba estar sobre ascuas. Con dos zancadas se plantó ante la puerta. A diferencia de la puerta de Presuntuoso ésta cubría la abertura, así que no podía ver lo que había al otro lado, como tampoco podía verlo a él quien estuviera llamando.

-No abriré si no hablas -gritó Peter.

Entonces por fin habló el visitante, con una preciosa voz como de campanas.

-Déjame entrar, Peter.

Era Campanilla y rápidamente le abrió la puerta. Entró volando muy agitada, con la cara sofocada y el vestido manchado de barro.

-¿Qué ocurre?

-¿A que no lo adivinas? -exclamó y le ofreció tres oportunidades.

-¡Suéltalo! -gritó él; y con una sola frase incorrecta, tan larga como las cintas que se sacan los ilusionistas de la boca, le contó la captura de Wendy y los chicos.

El corazón de Peter latía con furia mientras escuchaba. Wendy prisionera y en el barco pirata, ¡ella, a quien tanto le gustaba que las cosas fueran como es debido!

-Yo la rescataré -exclamó, abalanzándose sobre sus armas. Al abalanzarse se le ocurrió una cosa que podía hacer para agradarla. Podía tomarse la medicina.

Su mano se posó sobre la pócima mortal.

-¡No! -chilló Campanilla, que había oído a Garfio mascullando sobre lo que había hecho mientras corría por el bosque.

-¿Por qué no?

-Está envenenada.

-¿Envenenada? ¿Y quién iba a envenenarla?

-Garfio.

-No seas tonta. ¿Cómo podría haber llegado Garfio hasta aquí?

¡Ay! Campanilla no tenía explicación para esto, porque ni siquiera ella conocía el oscuro secreto del árbol de Presuntuoso. No obstante, las palabras de Garfio no habían dejado lugar a dudas. La copa estaba envenenada.

-Además -dijo Peter, muy convencido-, no me he quedado dormido.

Alzó la copa. Ya no había tiempo para hablar, era el momento de actuar: y con uno de sus veloces movimientos Campanilla se colocó entre sus labios y el brebaje y lo apuró hasta las heces.

-Pero, Campanilla, ¿cómo te atreves a beberte mi medicina?

Pero ella no contestó. Ya estaba tambaleándose en el aire.

-¿Qué te ocurre? -exclamó Peter, asustado de pronto.

-Estaba envenenada, Peter -le dijo ella dulcemente-, y ahora me voy a morir.

-Oh, Campanilla, ¿te la bebiste para salvarme?

-Sí.

-Pero, ¿por qué, Campanilla?

Las alas ya casi no la sostenían, pero como respuesta se posó en su hombro y le dio un mordisco cariñoso en la barbilla. Le susurró al oído:

-Cretino.

Luego, tambaleándose hasta su aposento, se tumbó en la cama.

La cabeza de él llenó casi por completo la cuarta pared de su pequeña habitación cuando se arrodilló angustiado junto a ella. Su luz se debilitaba por momentos y él sabía que si se apagaba ella dejaría de existir. A ella le gustaban tanto sus lágrimas que alargó un bonito dedo y dejó que corrieran por él.

Tenía la voz tan débil que al principio él no pudo oír lo que le decía. Luego lo oyó. Le estaba diciendo que creía que podía ponerse bien de nuevo si los niños creían en las hadas.

Peter extendió los brazos. Allí no había niños y era por la noche, pero se dirigió a todos los que podían estar soñando con el País de Nunca Jamás y que por eso estaban más cerca de él de lo que pensáis: niños y niñas en pijama y bebés indios desnudos en sus cestas colgadas de los árboles.

-¿Creéis? -gritó.

Campanilla se sentó en la cama casi con viveza para escuchar cómo se decidía su suerte.

Le pareció oír respuestas afirmativas, pero no estaba segura.

-¿Qué te parece? -le preguntó a Peter.

-Si creéis -les gritó él-, aplaudid: no dejéis que Campanilla se muera.

Muchos aplaudieron.

Algunos no.

Unas cuantas bestezuelas soltaron bufidos.

Los aplausos se interrumpieron de repente, como si incontables madres hubieran entrado corriendo en los cuartos de sus hijos para ver qué demonios estaba pasando, pero Campanilla ya estaba salvada. Primero se le fue fortaleciendo la voz, luego saltó de la cama y por fin se puso a revolotear como un rayo por la habitación más alegre e insolente que nunca. No se le pasó por la cabeza dar las gracias a los que creían, pero le habría gustado darles su merecido a los que habían bufado.

-Y ahora a rescatar a Wendy.

La luna corría por un cielo nublado cuando Peter salió de su árbol, cargado de armas y sin apenas nada más, para emprender su peligrosa aventura. No hacía el tipo de noche que él hubiera preferido. Había tenido la esperanza de volar, no muy lejos del suelo para que nada inusitado escapara a su atención, pero con aquella luz mortecina volar bajo habría supuesto pasar su sombra a través de los árboles, molestando así a los pájaros y notificando a un enemigo vigilante que estaba en camino.

Lamentaba que el haber puesto unos nombres tan raros a los pájaros de la isla les hiciera ahora ser muy indómitos y difíciles de tratar.

No quedaba más remedio que ir avanzando al estilo indio, en lo cual por fortuna era un maestro. Pero, ¿en qué dirección, ya que no estaba seguro de que los niños hubieran sido llevados al barco? Una ligera nevada había borrado todas las huellas y un profundo silencio reinaba en la isla, como si la Naturaleza siguiera aún horrorizada por la reciente carnicería. Había enseñado a los niños algo sobre cómo desenvolverse en el bosque que él mismo había aprendido por Tigridia y Campanilla y sabía que en medio de una calamidad no era probable que lo olvidaran. Presuntuoso, si tenía oportunidad, haría marcas en los árboles, por ejemplo, Rizos iría dejando caer semillas y Wendy dejaría su pañuelo en algún lugar importante. Pero para buscar estas señales era necesaria la mañana y no podía esperar. El mundo de la superficie lo había llamado, pero no lo iba a ayudar.

El cocodrilo pasó ante él, pero no había ningún otro ser vivo, ni un ruido, ni un movimiento; sin embargo sabía muy bien que la muerte súbita podía estar acechando junto al próximo árbol, o siguiéndole los pasos.

Pronunció este terrible juramento:

-Esta vez o Garfio o yo.

Entonces avanzó arrastrándose como una serpiente y luego, erguido, cruzó como una flecha un claro en el que jugaba la luna, con un dedo en los labios y el puñal preparado. Era enormemente feliz.