Peregrinaciones
En un momento crepuscular
pensé cantar una canción
en que toda la esencia mía
se exprimiría por mi voz:
predicaciones de San Pablo
o lamentaciones de Job,
de versículos evangélicos
o preceptos de Salomón.
¡Oh, Dios!
¿Hacia qué vaga Compostela
iba yo en peregrinación?
Con Valle Inclán o con San Roque,
¿adonde íbamos, Señor?
El perrillo que nos seguía,
¿no sería, acaso, un león?
Íbamos siguiendo una vasta
muchedumbre de todos los
puntos del mundo, que llegaba
a la gran peregrinación.
Era una noche negra, negra,
porque se había muerto el Sol:
nos entendíamos con gestos
porque había muerto la voz.
Reinaba en todo una espantosa
y profunda desolación.
¡Oh, Dios!
¿Y adonde íbamos aquellos
de aquella larga procesión;
donde no se hablaba ni oía,
ni se sentía la impresión
de estar en la vida carnal
y sí en el reinado del ¡ay!
Y en la perpetuidad del ¡oh!?
¡Oh, Dios!
Las torres de la catedral
aparecieron. Las divinas
horas de la mañana pura,
las sedas de la madrugada
saludaron nuestra llegada
con campanas y golondrinas.
¡Oh, Dios!
Y jamás habíamos visto
envuelto en oro y albor
emperador de aire y de mar,
que aquel Señor Jesucristo
sobre la custodia del Sol,
¡Oh. Dios!
Para tu querer y tu amar.
Visión fué de los peregrinos,
mas brotaron todas las flores
en roca dura y campo magro;
y por los prodigios divinos,
tuvimos pájaros cantores
cantando el verso del milagro.
Por la calle de los difuntos
vi a Nietzsche y Heine en sangre tintos;
parecían que estaban juntos
e iban por caminos distintos.
La ruta tenía su fin,
y dividimos un pan duro
en el rincón de un quicio oscuro
con el marques de Bradomín.