Capítulo XXXV

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Veinticinco años han pasado desde entonces. En tan largo tiempo, ¡cuántos afanes!, ¡cuántos trabajos!, ¡qué pocos goces y cuán breves!

¿Adónde quiso Dios que me arrastraran los huracanes contra mí desencadenados? ¿Qué hice allí? ¿Con qué nuevas adversidades luché? ¿Por qué derroteros me encaminó el azar?... Sería larga, muy larga, la tarea de referirlo, y ya se fatigan mi mano de escribir y mi memoria de recordar. Quiero poner fin a estos apuntes, y voy a hacerlo añadiéndoles solamente algunos brevísimos del segundo período de mi vida aventurera, por lo que se relacionan con lo que pudiera llamarse cabos sueltos del anterior relato.

Valenzuela murió en la emigración tres años después de mi salida de Madrid. Para entonces ya se habían cansado Barrientos y otros dos sucesores suyos de proteger a su familia, la cual, sin más amparo que el mezquino sueldo del destino que al cabo obtuvo Manolo (porque la duquesa se guardó muy bien de echarse toda la carga encima, y la herencia del emigrado era exigua y duró poco), tuvo que tragar por la fuerza de la necesidad lo que no pude yo conseguir que aceptara por la del convencimiento. Quiero decir, que dio con todo su necio orgullo en un miserable chiribitil. Allí se las arreglaba como Dios quería, vistiendo de lo de antaño, descolorido y volteado, y comiendo de pegote en tantas mesas como días tiene la semana. Pilita no arrastró su cruz muy largo tiempo, y fue enterrada de limosna. Clara, desesperada, comenzó a languidecer y a marchitarse en su miserable soledad. Recogióla entonces la duquesa del Pico; y en su casa murió impenitente, fría y altanera, como una pagana.

Viéndose su hermano solo y libre, robó a una bolera de cuarta fila, del teatro de la Cruz, y se casé con ella. Casarse y ponérsele cobrizas las escrófulas, y brotarle fuentes del corrosivo humor por garganta, labios y narices, fue todo uno. No duró seis meses el pobre chico. Verdad que lo que hicieron las escrófulas, a falta de ellas lo hubiera hecho su apreciable suegro, que tenía el peor de los aguardientes, y en cargándose un poco de bebida, le sacaba la navaja si no le colmaba de monedas el extenuado bolsillo; y así le daba cada disgusto que le aturdía.

Todos estos sucesos, con los más prolijos pormenores, me los participaba Matica; y tan escrupuloso y previsor era, que cuando me escribió para decirme que me había quedado viudo, me incluyó en la carta la fe de defunción de mi mujer. ¡Cómo alabé a Dios en el memorable instante en que me enteré de un suceso de tan grande trascendencia para mí! Porque rompía las cadenas de mí esclavitud, me devolvía la libertad, y con ella el único remedio que yo conocía para cicatrizar las dolorosas heridas de mi corazón. Las densas nubes en que mis recuerdos me envolvían se rasgaron; un rayo de sol penetró por ellas; y mientras su calor vivificaba mi alma aterida, su luz me descubría sendas hasta entonces; obstruidas por obstáculos amontonados por la mano de mi mala suerte, libres, francas y abiertas a mi paso. ¡Por allí se iba en busca de Carmen, cuyo dulce recuerdo me alentaba para trabajar sin descanso; de Carmen, con quien compartía el fruto de mi trabajo; de Carmen, cuyo amor no era ya un delito ante las leyes del mundo, y podía publicarse a voces, como el intenso, tranquilo y consolador que yo sentía por ella!

Los negocios iban en buena marcha; y con mi atención constante sobre ellos, en muy pocos años lograría clavar yo la rueda de la fortuna; quiero decir, poseer lo bastante para vivir en mi patria en una desahogada medianía. Pero estos pocos años eran siglos cuando pensaba en aplazar, hasta que se perdieran en los abismos del tiempo, el cumplimiento de mis ardentísimos afanes. Anticipar éste alejándome yo de los negocios era hacerlos retroceder en su próspera marcha, y exponer demasiado el comprobado éxito de mis cálculos. Entre estos dos extremos había un medio que lo arreglaba todo: que Carmen se decidiera a ir a mi lado desde luego. Escribíla sobre el caso, y escribí a Matica también: las razones eran de peso; ella estaba animada de los mismos deseos que yo; los medios de comunicación eran frecuentes y no penosos...

Y fue. Y nos casamos. Y Dios, que me había hecho el inapreciable beneficio de que no diera fruto mi primera unión, otorgómelo en la segunda. La alegría, el amor, el sosiego, reinaban al fin en mi casa. Sabía de mi padre con la posible frecuencia; y del contexto de sus cartas deducía, con lícita vanidad, que la abundancia en que vivía por obra de mis prodigalidades con él, hacíanle muy llevadera la vejez. Poco, muy poco me faltaba ya para considerarme en el colmo de la felicidad: volver al lado del pobre viejo con mi nueva familia, y alegrar con las caricias de sus nietezuelos (porque yo contaba que no sería uno solo) los últimos días de su vida. En menos de dos años podían verse realizados estos planes.

Pues todos me los desbarató la suerte, o Dios que quiso someter mi resignación a otra prueba más; todos se destruyeron como castillo de naipes al primer soplo del viento. Carmen, nuestro hijo, Quica: los tres desaparecieron del mundo en pocas semanas, víctimas del recrudecimiento de una enfermedad endémica allí. En mi amarga aflicción, acordéme de mi padre, como el único refugio para mi alma tan rudamente combatida... ¡y también la muerte se atravesó en este camino!

Busqué entonces, no la distracción, sino el aturdimiento, en el tráfago de los negocios; y no sé cuántos años pasé así, amontonando un caudal que parecía burla de la suerte, por dármelo cuando ya no lo necesitaba.

Los únicos afectos que sobrevivían en las ruinas de mi corazón se habían reconcentrado en Matica, cuyas cartas me consolaban mucho, y me enteraban de lo poco que podía interesarme en el mundo. Así llegué a saber la muerte de la duquesa del Pico, y que Barrientos había dado con un mozo que, sin gozar fama de espadachín, le había hundido en el pecho media vara de florete con todas las reglas del arte.

Matica había concluido, al fin, su carrera; pero no la ejercía, porque su delicada complexión se lo vedaba. En cambio, se había entregado con gran fervor al cultivo de las bellas letras; y tenía dos comedias terminadas y, como quien dice, en turno para ser puestas en escena en el primer teatro de Madrid. Le afligía bastante un pertinaz catarro, desde el invierno anterior; pero esperaba curarle con las brisas de mayo. Esto me decía en febrero. Pues en abril, con la inesperada noticia de su muerte, hundió Redondo, que me la transmitía, el último clavo doloroso en mi corazón.

Después viajé mucho, ¡mucho!, apenas recuerdo por dónde; porque ya no buscaba en mis viajes el placer de las impresiones adquiridas en la contemplación y el estudio, sino el ruido, el movimiento, la variedad, el vértigo... Hasta que el cansancio me rindió, y comencé a pensar, viéndome envejecer, encanecido y sin designio que cumplir en la tierra, en qué rincón de ella arrojaría la pesada e inútil carga de mis huesos. Sentí entonces dentro de mí, en lo más hondo y obscuro, la santa voz de la patria que me llamaba a su maternal regazo; y vine a mi tierra nativa resuelto a exhalar el último suspiro donde vieron mis ojos el primer rayo de luz.

¡Otro desencanto con el cual no contaba yo!

Por remate de mi larga y azarosa carrera me vi casi extranjero y solo en mi patria; porque ser extranjero y estar solo es vivir entre generaciones que se han formado lejos de nosotros, y han creado una sociedad que en nada se parece a aquella en la cual nacimos y nos formamos después a su manera.

Al movimiento innovador y reformista iniciado ya con brío a mi salida de España, había sucedido la revolución política de 1868, harto más radical y demoledora que la del 54, en que tan activa parte había tomado yo. El primero transformó el aspecto exterior de los pueblos; la segunda influyó grandemente en el modo de pensar de los hombres; y al impulso de estos dos agentes poderosos, la sociedad salió de sus antiguos cauces, y entróse por otros nuevos; creóse la vida distintas necesidades, y se transformaron radicalmente las costumbres.

Hallé en mi humilde lugar hermosas casas de campo con sus correspondientes parques a la inglesa; una fonda en la playa; carreteras en todas direcciones; un casino con periódicos y mesa de billar; dos confiterías; una taberna en cada esquina; tres chalets con alamedas en la pradera cercana al mar, y seis casas de posada... Los Garcías... ¡qué Garcías ni qué niño muerto! No quedaba señal de ellos. Quien lo mandaba todo era un hijo de mi contemporáneo Toño Calambrios, que dejó la labranza y se hizo feriero; se metió después a demócrata posibilista, y hoy se cartea con Castelar, y es presidente del comité; de este pueblo, donde tiene cuarenta suscriptores El Globo Terráqueo y cerca de veinte La Bocina Montañesa, periódico posibilista madrileño el primero, y federal-conmutativo-bilateral de Santander el segundo...

En cuanto a la saya de bayeta fina con lorza y tira de terciopelo, y al justillo de pana, y al zapato bajo y la media con calados, y el pandero con cascabeles, ¡buenas y gordas! Aquí no gastan las mozas menos que vestidos de larga falda y chaquetas ceñidas, con adornos de pasamanería; el pelo en rodete, y flequillo por delante, a uso de señoras; y a uso de señoras bailan los domingos agarradas a los mozos, por todo lo fino, al son de dos violines y una flauta que se pagan de fondos municipales.

Añádase a todo esto que los chalets y casas de campo pertenecen a gentes forasteras que los habitan en verano; que forasteras son las que acuden a la fonda de la playa y a las posadas del lugar; que los viejos que yo dejé en él no existen hoy; que los mozos de entonces parecen viejos caducos ya; que los mozos de ahora no habían nacido todavía; y por último, y es lo más triste para mí, que de toda mi parentela, dispersa por las inmediaciones, no me quedan más que unos cuantos sobrinazos que me visitan de tarde en tarde, y eso porque soy rico y sin herederos forzosos; y diga el más nimio en esto de enmendar voquibles, si no me sobra la razón para considerarme solo y extranjero en mi lugar nativo.

Y no me pesa de ello después de bien considerado: así vivo más independiente y quedan menos huellas con que reverdecer mis, aunque penosos, amortiguados recuerdos. La única que, por llegar, me los ofreció muy amargos, fue el caserón donde conocí a la funesta familia, causa de todas mis desventuras. Siempre que miraba hacia él, veía la misma figura escuálida, ceñuda y silenciosa, errar por sus pasadizos. Su último poseedor le había destinado a fonda. Traté de comprarle, y pidiéronme triple de lo que valía. Paguélo gustoso; y a pretexto de reconstruirle, le demolí hasta sus cimientos. Y así permanece, hecho un montón de escombros. Pues ¡ni por ésas! Cada vez que los miro, veo encaramada sobre ellos la aborrecible figura blanca, con el pelo desgreñado, el entrecejo fruncido y los ojos fulminantes. Es mi gato negro.

Hallé la casa paterna indivisa y cerrada. Se la compré a mis coherederos; compúsela, y en ella vivo. Arreglé también la huerta, y, además, cerqué una gran extensión de tierra en la loma que domina el mar. Estoy suscrito a varios periódicos y revistas de otros tantos colores y castas. Me entretienen mucho sus algarabías, por lo mismo que no me apasiono por ninguno de los contendientes.

No se parecen estas políticas a las de mi tiempo. ¡Cómo ha cambiado todo! Hasta el estilo. Sin embargo, aún se escriben muchos artículos a la manera de los de Redondo, y particularmente muchas críticas como las que yo enjaretaba en El Clarín de la Patria. ¡No me faltaba, en mi desdicha, más que el remordimiento de haber formado escuela! Pues algunas veces le tengo, porque el género abunda como la mala yerba, y la crítica esa se parece a la mía como un huevo a otro.

El señor cura, nuevo también en el lugar, me acompaña largos ratos: es joven y celoso de su deber. Hablamos poco, casi nada, de lo de tejas abajo, y mucho de lo de tejas arriba. Nos entendemos bien en este delicado particular, y yo me alegro de ello.

En el cierro tengo una labranza montada en grande, y mis ganados son la admiración de toda la comarca. Pero no puedo conseguir que mis convecinos los tengan como ellos, sin más trabajo que hacer lo que yo les mando y recibir lo que les ofrezco. La rutina es su debilidad, y también su castigo. En la huerta he llegado a hacer primores en materias de injertos y otras habilidades. Cultivo algunas plantas de adorno, y yo mismo podo los árboles y sorrapeo los caminos. De vez en cuando voy a echar una calada desde las peñas de la costa; y me saben después a gloria las lobinas y los saperos que trabo... Y así por el estilo; y, como pueda remediarlo, siempre solo.

En casa leo, trabajo en carpintería menuda, y últimamente he escrito todo lo que antecede.

¿Por qué, siendo de tan penoso recordar lo que más abunda en ello? ¡Qué sé yo! Quizá porque, al entretener horas sobrantes de las pesadas noches de invierno, escudriñando los pliegues de la memoria y los escondrijos del corazón, experimento cierto placer algo parecido al que siente el avaro al revolver y manosear su tesoro; pues, al fin y al cabo, de breves goces y de amargas y muy hondas pesadumbres se compone el caudal de la vida humana.

Bien sé que me expongo a que el soplo de algún diablillo enredador esparza, a la hora menos pensada, mis papeles por el mundo.

Yo lo daré por bien empleado, con tal que el ejemplo de mis desengaños llegue a servir a alguno de escarmiento.


POLANCO, octubre 1883.