Pedro Sánchez/XXXIV
Capítulo XXXIV
editarEntre tanto, mi suegro había aflojado los cordones de su bolsa, no muy repleta, y su mujer cobraba con la necesaria puntualidad una suma que me entregaba después escrupulosamente, y era bastante para pagar el alquiler de la casa. Con esto sólo había desaparecido el peligro de que se renovaran las terribles peloteras de marras: había muy fundadas esperanzas de colocar a Manolo, y Chuncha se desvivía por atendernos y obsequiarnos. Hasta regalaba vestidos a mi mujer y a Pilita. Así me lo afirmó ésta al presentarse un día con uno nuevo. Desde que estábamos caídos, el afecto de la duquesa a sus amigas parecía haberse doblado. Clara andaba algo retraída y salía poco de casa; pero su madre no se apartaba de Chuncha en todo el santo día de Dios. Jamás había visto yo tan separadas a la madre y a la hija; aunque esto no me extrañaba, porque Pilita, con las ocasiones de divertirse que le procuraba su amiga, no podía sujetarse al relativo apartamiento del mundo en que vivía Clara; la cual alegaba por razones de ello, ante su madre, sus disgustos domésticos, y ante el público, su deseo de amoldarse a mis costumbres. ¡Ejemplar esposa!
Y yo, que tomaba a mi hogar por un presidio, particularmente desde mi última entrevista con Clara, no posaba en él sino el tiempo indispensable para comer deprisa, desganado y en silencio, y dormir algunas horas entre el horror de mis pesadillas infernales. El resto del día y de la noche lo invertía entre mis amigos en la redacción, en orear mis penas al aire libre en algún solitario paseo, y en la placentera compañía de Carmen, cuyos quebrantos de salud iban imposibilitándola para el trabajo, precisamente cuando más necesitaba de él para vivir. La fortuna se complacía en cobrarme, hasta con réditos- usurarios, los favores de que me había colmado poco antes.
Un día, o porque el peso de mis dolores morales llegó a vencer las fuerzas de mi cuerpo, o porque la ley de mi destino se cumpliera así, sentíme enfermo; y a media tarde dejé mis tareas de redacción. Como la peor de todas las enfermedades me parecía mi propio hogar, intenté curar el repentino acceso con la distracción y el aire fresco de la calle. Me engañó el pensamiento. Mis piernas se negaban a sostenerme, y las sienes me latían; la luz ofendía a mis ojos, y mis manos abrasaban. Tenía fiebre; y la necesidad, más fuerte que mis repugnancias, llevóme a mi casa. Llamé, y abrióme la puerta la doncella de mi mujer, no el criado, como de costumbre. Verdad que yo no la tenía de entrar a aquellas horas.
-No hay nadie -me dijo al verme.
¿Y qué más me daba que hubiera alguien o no, si a mí nadie me echaba en falta jamás, ni por nadie preguntaba yo, porque todos me estorbaban lo mismo? Pero noté que la sirviente tosía muy seco, y muy a menudo y muy fuerte, y que no estaba entera mente serena cuando me hacía una advertencia tan inusitada. Y con esto, y con ver en la percha en que fui a colgar mi sombrero otro muy reluciente, con las alas muy reviradas, que no era mío ni de Manolo, y una ráfaga, como soplo de Lucifer, que pasé instantáneamente por mi cerebro excitado, adelantéme de un salto a la doncella, que ya me precedía en el camino que yo intentaba seguir; y en otros dos llegué al gabinete de mi mujer. La puerta estaba cerrada por dentro. Descargué sobre ella todo el peso de mi cuerpo; saltó la cerradura, y abriéronse de par en par las débiles y charoladas hojas..., ¡hojas de un libro inmundo en que vi estampada la última afrenta que podía echar sobre mí aquella infernal criatura!
La fiebre que me devoraba ya, y que en aquel instante debió llegar a su grado máximo, diome las fuerzas de un león. Pues aún me parecieron pocas en medio del frenesí con que agarraba cuanto hallé al alcance de mis trémulas manos, y lo arrojaba a ciegas sobre el ladrón, por no tener un puñal que clavarle en el pecho, mientras la infame huía por una puerta excusada... No quiero detenerme en pintar los detalles de aquella lucha bárbara en la angostura de un aposento que retemblaba a los golpes de los muebles hechos astillas y al eco de mis maldiciones. Acabóse antes, mucho antes de lo que yo deseaba, porque el crimen hace cobardes a los hombres más fuertes; y él supo aprovechar mi primer descuido para huir por la misma puerta por donde había entrado yo.
Cuando salí en busca de su cómplice, ésta no se hallaba ya en casa. Me alegré de ello.
¿De qué me hubiera servido tenerla delante, si había de atarme las manos la misma hidalga reflexión que me impidió matarla en su aposento?...
Sin perder un instante me dirigí al mío. Reuní cuanto a mano pude hallar de mi equipaje y otras menudencias de mi particularísima propiedad; y en un mísero baúl, no mucho más lucido que el de un estudiante, mandé que me lo bajaran al portal. Hacíanseme siglos los momentos que tardaba en salir de aquella aborrecida casa, cuyos techos parecían desplomarse sobre mí al peso de tanta ignominia.
En el primer coche que pasó desalquilado por la calle me fui a la posada de Matica, cuyas señas no di al cochero hasta verme lejos de la casa que abandonaba. No quería dejar en ella el menor rastro de mi paradero. Aquella noche deposité, entre lágrimas amargas, en el alma de mi amigo, el bochornoso secreto de la mía. ¡Me ahogaba ya la plenitud de tanta desventura! Sus atinados pareceres, sazonados con el jugo de su fraternal carino, me consolaron; pero cuando más tarde me sepulté, calenturiento y dolorido, bajo las coberturas del lecho, el sueño me negó el beneficio de sus halagos, y pasé la noche desmenuzando en la ardorosa mente el terrible suceso, saboreando planes de venganza. Tres días estuve sin salir a la calle.
El demonio quiso que, al poner los pies en ella, nos tropezáramos cara a cara Barrientos y yo; aún llevaba en la suya más de una señal de mis golpes. Recrudeciéronse mis odios de repente, y le añadí otra nueva con mi mano. Separónos la gente; diome él, airado, las señas de su casa; y cayendo yo en la cuenta de lo que iba a suceder, le di, no las de la mía, sino las de la redacción de El Clarín. Previne a Matica, y afeó mi conducta que ponía mi vida a merced de la destreza de mi adversario. Fuimos de la misma opinión; pero ya no había remedio, amén de que, aun a riesgo de morir, yo no me vería jamás harto de habérmelas con un hombre tan aborrecido... Y, sin embargo, ni aun con matarle quedaría yo satisfecho; porque no era él el verdadero delincuente, sino ella..., ¡ella era quien, en buena justicia, debía morir entre mis manos!
Dos elegantones apadrinaron a Barrientos; Matica y Redondo me apadrinaron a mí. Hubo pocos trámites, porque la cosa iba de veras, y yo no impuse a mis amigos otra exigencia que la elección de armas contundentes, si era posible. Matar de un tiro me parecía cosa por demás insípida, puesto que yo no trataba de probar mi serenidad con una certera puntería, sino de desahogar mis iras moliendo a golpes o a cuchilladas.
Se eligió el sable, porque a mi adversario todo le era lo mismo; y a la madrugada siguiente, en la Alameda de Osuna, tras unos preliminares que me parecieron solemnemente ridículos, nos pusimos frente a frente los dos, desnudos de medio arriba. A la primera señal me lancé como una furia sobre mi contendiente, creyendo, incauto, que todo el éxito dependía de la fuerza. Sin embargo, en mi furor impetuoso, llegué a desconcertarle de tal modo, acaso porque su corazón no correspondía a su destreza, que la necesitó toda para defenderse de mis golpes incesantes; pero al cabo se hizo dueño de mí; y tras de darme una paliza a su gusto, pudiendo matarme sin gran esfuerzo, se contentó con arrancar el arma de mi mano, descoyuntándome la muñeca.
Diose con esto el lance por terminado, y yo me volví a casa acompañado de mis amigos, tan afrentado como había salido de ella, más con la vergüenza de haber sido apaleado por el mismo que me afrentó. ¡Y estos lances los han discurrido los hombres cultos para lavar manchas del honor! ¡Mentecatos!
La prensa habló al otro día de este encuentro, sin citar nombres; pero con tales señas, que los más torpes nos conocieron; y conociéndonos, se trató del motivo en todas partes, y con ello se hizo público en pocas horas lo que, con saberlo yo solo, me ponía rojo de vergüenza. ¡Y Barrientos creció dos palmos en la opinión de las gentes, así por la conquista como por su hazaña en el lance que motivó!... ¡Y mientras el ladrón se pavoneaba recibiendo los honores del triunfo por las calles, el robado no se atrevía a salir a la luz del sol, temiendo los silbidos del mundo! ¡Ésa es la justicia que se usa entre los que tanto se pagan de él!
Después de este suceso érame imposible la residencia en Madrid; su luz, su aire, sus ruidos, todo cuanto me rodeaba allí me decía una misma cosa, sonaba a una misma cosa, me hería de la misma manera: todo me parecía un pregón escandaloso de mi ignominia. Pero ¿adónde ir? ¿A esconderme en las soledades de mi tierra? ¿Qué hijo pundonoroso se atreve a enjugar en el regazo de su madre el llanto de pesadumbres como la mía?
Era preciso huir lejos, ¡muy lejos!... Adonde no hubiese llegado la funesta resonancia de mi nombre; adonde no me conociera nadie; donde yo pudiera cambiar radicalmente las costumbres de mi vida y trabajar de otra manera, y ya que no perder por completo la memoria, refundir mi naturaleza al influjo de otros climas, de otros hábitos y de otras gentes.
Y la idea de abandonar a Carmen cuando más necesitaba de mí me asaltó al punto, como un obstáculo insuperable puesto delante de mis propósitos. Y entonces, en medio de la exaltación que me robaba la serenidad, quise conjurar el conflicto con una nueva locura: con la de llevarme a la honrada huérfana conmigo... porque la amaba y me amaba...,¡qué enormidad! Precisamente la razón de más peso que yo debí tener presente para respetar su buena fama. Y hasta cometí la torpeza de proponérselo; y sólo caí en la cuenta de mi insensatez, cuando el asombro se pintó en su mirada y el rubor en sus mejillas. Pero yo no podía resignarme a abandonarla a los azares de su mala fortuna, ni renunciar a mis propósitos de alejarme de España, quizá para siempre.
Dando tortura a mi imaginación, concebí un plan que sometí al juicio de Matica, no fiándome ya del mío. Lo aplaudió, y era éste: mi amigo velaría por ella con el mismo celo que yo; y en un caso extremo, o porque las fuerzas la faltaran, o llegara a quedarse sola, o fuera la suerte tan implacable conmigo que me negara el consuelo de ampararla desde lejos, se la enviaría a mi padre, a cuyo lado hallaría cordial y placentera hospitalidad. En previsión de este suceso, habléle algo de él al escribirle aquel mismo día, noticiándolo mi propósito de alejarme de mi patria, donde la fortuna me era bien adversa; pero cuidando mucho de que no trasluciera el noble y honrado viejo en mis palabras, de intento risueñas y animosas, la amargura de mi espíritu, ni el más leve vestigio de la tempestad levantada en mi vida conyugal. ¡Cómo me costaba dejar la pluma de la mano, no creyendo nunca bastante bien cumplidos los dos propósitos que me guiaban al escribir al pobre hidalgo!
Sin dar tiempo a que más frías reflexiones pudieran entibiar algo mi última resolución, reduje a dinero todas mis alhajas, que no eran muchas; entregué a Quica una buena parte de ello, porque Carmen no hubiera querido recibírmelo; hablé a ésta del plan acordado con Matica; vio en él la señal de lo largo de mi ausencia; lloró..., lloramos todos; estampé en su frente casta un beso que no la empañó con la más leve mancha de impureza; abracé a Quica también, y huí, con el corazón oprimido, de aquellos afectos que enervaban los bríos que me hacían falta para lanzarme a la empresa en que me había empeñado la dura ley de la necesidad. Pasé con mi amigo el resto del día; y al siguiente, muy temprano, salí de Madrid por el camino de Andalucía, agobiado el ánimo bajo la tiranía de la memoria, que no se cansaba de ponerme delante de los ojos las más risueñas ilusiones enfrente de todos los errores y desencantos de mi vida.
Y por único consuelo en esta cruda batalla de contrapuestas ideas, el misterio de mi porvenir hacia el cual iba sin rumbo ni derrotero, como inerte masa lanzada al espacio por la fuerza brutal de mi desdicha... ¿Adónde iría a caer? ¿Qué sería de mí?
Entonces aparté la consideración del mísero polvo de la tierra; y, con los ojos inmortales del alma, a la luz que guardé siempre con amor de cristiano en el sagrario de mi fe, vi la Providencia de Dios que no abandona ni a los pájaros del aire, y me entregué, confiado, a sus designios.