Pedro Sánchez/XXVIII
Capítulo XXVIII
editarAquí comienza una nueva fase de mi vida, o como ahora se dice, una nueva dirección en la órbita de mis pensamientos. Hasta aquí había sido yo dócil masa, ave sin rumbo, nave sin brújula; las olas y el viento me conducían, y la mano de la ciega casualidad me formaba a su antojo. Desde aquí, el pájaro no vuela al azar; la nave sigue su derrotero inalterable, y la masa tiene un molde a que se ajusta y acomoda. Se acabó el aventurero que vive de entusiasmos y borra sus impresiones de ayer con otras más recientes; que acopia sin codicia y esparce sin duelo, porque es errante peregrino, guíale la buena fortuna y aún no columbra el fin de la jornada. Ya es el hombre advertido y cauto, que se detiene y descansa, y reflexiona y consulta sus fuerzas, pues sabe adónde va.
Porque no podía resultar otra cosa de aquella despedida, de la ardorosa correspondencia que la siguió y de las reflexiones que me hice. Un solo camino vi que me llevara por donde tantos y tan imperiosos afanes hallaran el apetecido término; juzguéle llano y expedito, y propúseme lanzarme a él. Entonces o nunca. Clara parecía haber hallado en mí el único hombre capaz de conmover su alma bravía; yo estaba loco por Clara; ella era hermosa, terriblemente hermosa; yo, amén de romántico admirador de lo excepcional y de lo dificultoso, gozaba a la sazón de los mimos de la fortuna, y podía, con esta prosa vil, alimentar el idilio de mis amores con algo más que pan y cebolla. Repito que entonces o nunca. Optó por lo primero; y desde aquel instante remaché, con un propósito firme, las cadenas con que me sentía ligado a Clara desde nuestra separación. A la fuerza de su atracción obedecen ya todos mis pensamientos, en su derredor giran, hacia ella van, de ella vienen, de su calor se nutren y con su luz se iluminan...
Sin embargo, la pasión no me quitó conocimiento, quizá porque la memoria es la potencia del alma más al abrigo de las tempestades del corazón; y en mi memoria estaban impresas, una por una, todas las palabras de la historia que me había contado Matica de la hija del desbravador andaluz y de su aprovechado marido. Pero ¿y qué? Suponiendo que aquella historia fuera la pura verdad, ¿tenía algo que ver la hija con las debilidades de los padres? Y aunque lo tuviera: la que más limpia se juzgase de esas máculas, ¿se atrevería a gritarlo muy recio en la Puerta del Sol, sin miedo de que le sellara la boca algún inesperado testimonio de lo contrario?
A un razonamiento semejante sometí los fresquísimos recuerdos de las causas en que se fundaba el odio popular a Valenzuela. Esto por lo que respecta al posse del asunto. Por lo que hace al cuándo, ya me parecieron más atendibles aquellos precedentes, por lo mal que se acomodaban con mis flamantes títulos de revolucionario de nota. La soldadura de ambos apellidos no podía lograrse en aquellos días, sin un estruendo que despertara los adormecidos odios y expusiera a muy rudas y peligrosas pruebas el temple de mi buena fortuna. Cierto que, mirando el asunto por la cara buena ' para lavar originarios pecados de polaquería, ningún Jordán como yo en aquel entonces; pero en la duda sobre la eficacia del lavatorio, ¿cuánto mejor era poner la confianza en la voluble condición del populacho y aguardar a que el río de sus iras se encauzara y tornara a correr manso y tranquilo, como correría en breve si el empuje de alguna imprudencia o de alguna debilidad del Gobierno imperante no le embravecía de nuevo?
No se diga tan mal de mi cordura, cuando a tales reflexiones me entregaba en medio de la amorosa fiebre que me consumía... Verdad que más cuerdo hubiera sido no ponerme en ocasión de entregarme a ellas, y mucho más cuerdo todavía someter la enfermedad determinante de la ocasión a un tratamiento racional, antes de declararme vencido por ella; mas para todo esto era preciso que Clara hubiera sido una mujer como todas las demás, y yo un «apreciable joven» que andaba a caza de gangas; en el cual caso ni hubiera acontecido lo que aconteció, ni me hubiera sobrevenido la fiebre, ni yo hubiera tenido que pensar en el modo de curarme de ella.
El trance mío era un trance verdaderamente excepcional: excepcional por la rapidez y extrañeza de los sucesos que me habían colocado en él; por la índole singularísima de Clara; por la misma frescura y virginidad de mi pasión, y excepcionalmente tenía que resolverse, y no por los trámites usuales en todos los compromisos que llegan por sus pasos contados y se acomodan a la estrechez de las argucias retóricas, o pueden reducirse a fríos cálculos de aritmética.
Apuntaban ya las primeras destemplanzas del invierno, cuando volvió a Madrid la familia Valenzuela; pero no a la calle del Príncipe, sino a otra bastante más retirada. Había aconsejado yo este cambio de domicilio en mi constante propósito de alejar del olfato populachero todo rastro que pudiera inspirar malas tentaciones, a la hora menos pensada. Yo mismo busqué la nueva habitación por encargo de Clara; y por su encargo también, dirigí los mecánicos trabajos de la mudanza.
Cuando le enteré de que iban a comenzarse, «cuídame mucho -me escribió- mi tocador Luis XV, mi mecedora japonesa, mi escritorio de ébano...» Y así iba, la condenada de ella, enumerándome los muebles y objetos de su uso particularísimo, como si se anticipara a satisfacer la ardiente curiosidad que yo sentí al entrar en la abandonada vivienda, o supiera las extrañas impresiones que produce en un hombre enamorado la contemplación del aposento de la mujer amada, y se complaciera en obligarme a preguntar por el suyo, por si no se me había ocurrido a mí.
¡Con qué celo tan pegajoso y hasta impertinente cumplí su encargo! No me hartaba de resobar aquellos tan varios como innumerables, lindos y elocuentes trastos y cachivaches, en los cuales me era lícito poner las manos.
Solamente las mías se emplearon en acomodarlos en el gabinete de la nueva casa, elegido por Clara en presencia de un planito muy curioso que yo le tracé en una carta. No sé qué tal me porté en aquel empeño, pues a pesar de poner en él los cinco sentidos y tener en la memoria el orden de colocación anterior de las mismas cosas, todo era de temer en un hombre tan desmañado como yo; pero lo esencial era hacerlo al gusto de Clara; y lo que es eso, vive Dios que lo conseguí, con pruebas sobre el terreno. Pues a pesar de todas éstas y otras minuciosidades íntimas, señal de la perfecta concordancia de nuestros amorosos ímpetus, nada la hablé del trascendental propósito formado por mí durante su ausencia; no porque me arrepintiera de haberle formado ni por temor de que no se aceptara, sino porque me complacía yo en saborear gota a gota todas las dulzuras de aquel trámite antes de pasar a otro nuevo.
En esto, me ofreció la fortuna otro testimonio de que no se cansaba de empujarme hacia arriba. El ministro de la Gobernación, después de encarecerme mucho la necesidad de llevar al Congreso hombres notoriamente identificados con el nuevo orden de cosas; de prestigio revolucionario y mimados del aura popular, me brindó con un distrito, garantizándome el triunfo en él.
Confieso que me tentó mucho la oferta; pero no llegó a cegarme. Aunque tenía formado mi juicio sobre el caso, lo consulté con Clara. Para ella vivía ya, con sus ojos miraba y con su entendimiento discurría, y nada podía ser de mi gusto si no se acomodaba rigorosamente al suyo.
En su opinión, la tribuna del Congreso era algo más seria que la de la plaza pública. Siendo yo diputado, estaba en la obligación, por mis antecedentes oratorios, de tomar parte muy activa en los debates políticos; y era muy probable que, por la extrañeza del lugar o por la calidad y destreza de mis adversarios, y, sobre todo, por desconocimiento del asunto, hiciera allí un triste papel y me pisotearan los laureles ganados y la fama adquirida entre las turbas amotinadas, en los apasionados debates del club y en los corrillos de las plazuelas. Más adelante, con algún conocimiento del teatro y mejor estudio del papel, era cuando debía yo aspirar al aplauso de que me hacían merecedor mis excepcionales dotes de tribuno.
Exactamente lo mismo que yo pensaba, y lo propio que me dijo Matica al otro día al saber de mi boca que no había querido aceptar la oferta del ministro. Verdad que se asombró de este mi rasgo de cordura tan poco frecuente entre los castizos españoles, y, sobre todo, a mi edad y en circunstancias tan tentadoras como las que me rodeaban; pero más asombrado estaba yo, por conocer la fuerza del hechizo que a tan insólitas abnegaciones me conducía, sin amago de resistencia ni asomo de disgusto.
Estos tranquilos y sazonados testimonios del interés con que ligaba Clara su atención a todos mis asuntos personalísimos, me enloquecían mucho más que sus apasionados abandonos y como nada me quedaba ya que saborear en el trámite de las protestas mutuas y de las confianzas íntimas en que vivimos durante un mes, aventuré la declaración de mi arraigado propósito trascendental, en los términos menos prosaicos y ramplones que pude, de manera que resultaran, más bien que comienzos en seco de un nuevo capítulo, tintas vagas, palabras decorativas del fin del anterior. La necesidad me hizo conocer entonces que con una mujer de tan buen gusto como aquélla, aun ofreciéndole lo mismo que desea, puede perderse todo lo ganado en su estimación. Cuestión de estilo y de oportunidad. a mí me salió tal cual la oferta.
No le dio la menor importancia; como no se le da a lo que se espera y se ve llegar a su debido tiempo. Así es que, para ella, este punto de nuestro amoroso empeño parecía un punto secundario: le trató con la mayor frescura.
-No hay que pensar en eso por ahora -me dijo al último.
Y tras esto, me expuso las mismas razones que yo tuve, cuando se me metió entre los cascos el propósito, para aplazar su ejecución hasta más allá de mis deseos; y aun me añadió otras de puro respeto a la excepcional y medio luctuosa situación de su familia, que me parecieron muy cuerdas y atendibles. Por conclusión me dijo:
-O estas cosas políticas se encarrilan pronto, o se van por la posta. De cualquier modo, el juicio, si no el cansancio, ha de imponerse a las malas pasiones; hará el olvido lo que no haga la justicia con los ausentes; y si éstos no vuelven todavía, para entonces habrá llegado la primavera, que es la estación de las flores, de los pájaros... y de los nidos.
Cómo pronunció esta palabra su boca y qué acento le dieron sus ojos, el demonio que lo pinte: yo me declaro incapaz de ello, no obstante la exactitud con que guardo en la memoria la eléctrica impresión que me produjo aquel conjunto diabólico de sonidos, de fulgores y de malicia. La eternidad me parecieron entonces los pocos meses que me separaban de aquella primavera africana, de tal modo prometida.
Al otro día escribí a mi padre, sometiendo a su parecer el punto, en abstracto, de mi posible casamiento.
«Es el estado perfecto del hombre -me respondió a vuelta de correo-, al decir no sé si del Espíritu Santo o de un Padre de la Iglesia; pero el dicho es de autoridad competente, y el hecho de notoria necesidad, así por la ley de Dios como por la de la Naturaleza. Pláceme verte llevar los pensamientos por tan buen camino. Hombre eres ya dueño de ti mismo; a nadie sino a Dios debes lo que vales y lo que posees, puesto que hasta con réditos has devuelto a tus hermanos (y era la pura verdad) las sumas del vil metal que te anticiparon para emprender la carrera, En cuanto a mí, sin contar las prodigalidades de la misma especie con que a menudo me agasajas, aún me mucho menos; pues siendo tu padre, tus prosperidades son las mías, tus virtudes refluyen sobre mí, y tus glorias resplandecen en mis honradas canas.
»Pero ¿tienes, por ventura, elección hecha ya? Porque asunto es ese que me tocas, que no suele ventilarse sino cuando el corazón se halla interesado en él. ni se es, hijo mío, el punto más delicado de la cuestión: el acierto en la elección de compañera. Háblame de esto.»
Y le hablé largo y tendido, porque hablar de ella y con ella, y pensar en ella, era mi incesante entretenimiento; y por lo mismo que él la había conocido descarnada y enfermiza, gasté un plieguecillo entero en pintársela tal como se había vuelto, y cerca de otros dos en ponderarle sus talentos y virtudes.
Contaba yo con que le había de alegrar la noticia, porque sabía hasta qué punto le tenía sorbido el seso la pomposidad de Valenzuela; pero con saberlo tanto, no pude imaginarme el grado de exaltación a que llegó su alegría al averiguar que estaba a pique de ser consuegro de tal hombre. Se conocía por lo irregular de la letra, de ordinario limpia y correcta, como la mejor bastarda de su tiempo, que le había temblado la mano al escribirme cuatro caras en folio, de ardorosos plácemes y de fervientes aleluyas, con maliciosas insinuaciones enderezadas a la probable quemazón de los Garcías. Por conclusión me preguntaba.
«¿Y qué dice de esto mi buen amigo y, por la gracia de Dios y de tus altos merecimientos, Mucho más que amigo dentro de poco, el excelente caballero don Augusto?»
La verdad es que ni siquiera había pensado en preguntárselo. Era asunto de la exclusiva dirección de Clara, y a su cargo corría el cumplimiento de todos esos preliminares íntimos. Yo, hasta entonces, no era oficialmente en la familia más que un amigo de la mayor confianza. De las cosas de Pilita y de las miradas de la duquesa deducía yo que ambas estaban en el secreto de mis intenciones; y estándolo ellas, lo estaría también Valenzuela; pero como el parecer de estas gentes me tenía sin cuidado, mientras el de Clara se conformase al mío, ateníame a él sin pensar en otra cosa ni dárseme una higa por toda la casta de los restantes Valenzuelas.
Andando los días, y ya muy cerca de los últimos del invierno; regularizada la marcha de la cosa política; fríos los rencores populares, y cuando la familia Valenzuela, tras unos meses de recogimiento y de vida modesta y sosegada, salía a la calle a pie sin excitar la curiosidad sospechosa, de las gentes que la conocían; cuando, merced a esta conducta prudente y a ciertas voces que yo había sabido propagar a tiempo, comenzaba el público impresionable a convencerse de que la fama había calumniado en más de la mitad de sus vociferaciones al fugitivo manchego, y se trocaban, las maldiciones al padre en muestras de compasión a su familia, me dijo Clara:
-Ahora es la ocasión de hacer eso.
Eso era, según lo tratado en otras conversaciones, llenar el requisito, pro fórmula, de pedir oficialmente su mano.
Aquel mismo día escribí con la mía temblorosa, no por el miedo a una repulsa contra lo que estaba bien garantido, sino por lo que el acto me aproximaba a la primavera, una carta al desterrado personaje, con todas las finezas, declaraciones y salvedades de rigorosa necesidad en trances de tal naturaleza. Vestíme enseguida con algún esmero mayor que el de costumbre; y depositando con mi propia mano la carta en el correo, fuime a ver solemnemente a Pilita.
Cumplí como un bravo mi cometido, y me asombré como nunca de la insubstancialidad de aquella mujer, que ni siquiera supo disimular la poca gracia que le hacía el ingreso de un hombre de tan poca sociedad como yo, en una familia tan coruscante como la suya. Así traduje sus gestos empalagosos, y los cuatro siseos y la media docena escasa de monosílabos con que respondió, con la cabeza entornada y los ojos fruncidos, a mi demanda cortés. Llamó a Clara; enteróla solemnemente de mis pretensiones, como si las dos no las conocieran tan bien como yo, y a pique nos vimos todos, por la simplicidad de la madre y el malicioso mirar de la hija al encararse conmigo, de que tocara en lo bufo aquella singular escena dirigida por la cómica gravedad de Pilita.
La contestación de Valenzuela llegó a vuelta de correo. ¡Tenía que ver! De tollo me hablaba en ella: de la revolución; de sus injusticias con los hombres necesarios, íntegros Y abnegados como él; del día no lejano de las grandes reparaciones; del «pan del ostracismo»; de la nostalgia de la patria querida y de la familia adorada; de la política de Espartero y del abrazo de O'Donnell...
Al fin respondía a mi instancia, otorgándome el solicitado consentimiento, ya que en ello se cifraba la felicidad de su hija; rogábame que continuara yo siendo el amparo de toda su familia mientras él se viera obligado, por la maldad de los hombres, a gemir, pobre y calumniado, en lejana tierra extranjera; y para compartir conmigo el peso de la carga que echaba sobre mis hombros, anticipábame gustosísimo... su paternal bendición.
Con esto quedó definitivamente rematado el asunto aquella misma noche, y acordada la boda para los primeros días de mayo; pero sin ruido ni ostentación, en la intimidad del hogar, como si nada extraordinario aconteciera. Ni aconsejada por mí hubiera la necesidad dispuesto estas cosas más al gusto de mis deseos.
Y para que todo anduviera a la medida de ellos en tan venturosos instantes, al otro día votaron las Cortes una pensión a la huérfana de don Serafín Balduque, veterano servidor de la patria, perseguido durante su larga carrera por los rencores y las injusticias de los tiranos, y muerto heroicamente en lo alto de una barricada, proclamando a gritos la santa causa de la libertad y de la justicia». Éste fue el tema, suministrado por mí, de acuerdo con el ministro, del discurso con que ganó el pleito el diputado de mejores pulmones que hallamos en la mayoría. Así es que se votó la proposición de ley sin el más leve tropiezo.
Aquel mismo día era el elegido por mí para dar, en confianza, parte de mi casamiento a los amigos de mi mayor intimidad. Pensaba comenzar por Carmen. ¡Qué ocasión tan oportuna para llevarle la noticia del acuerdo tomado por las Cortes! ¡Dos alegrías a un tiempo para la pobrecita! Bien las necesitaba; pues aunque ya se sonreía algunas veces hablando conmigo, señal era, más que de estar libre de la carga de pesadumbres, de irse acostumbrando a ella. Fuime a su casa.
Temiendo que se malograra el intento de la pensión, nunca le había dicho una palabra acerca de ella. La noticia, pues, tenía que causarle una gratísima sorpresa. Gozándome yo en considerarlo, díjela por entrar:
-Hoy es día de grandes acontecimientos, Carmen.
Y enseguida le hablé del que más la interesaba. No me habían engañado mis presunciones: la noticia le produjo una verdadera alegría; yo la sentí mayor al observarlo. Quica, que se hallaba presente, le abrazó, haciendo pucheros y sorbiendo lágrimas. Después me preguntó Carmen:
-Y ¿por qué el Congreso se ha acordado de mí?
-Porque... porque Dios lo ha querido -respondí yo.
-Cierto -me replicó ella-; pero de alguien se habrá valido acá abajo...
-Se supone; pero ¿qué más da eso?
-¡Mucho! -me contestó resuelta; y añadió, mirándome con una valentía inusitada en ella-: ¿Por qué he de privarme del gusto de saber que es usted quien me ha hecho tan grande beneficio?
-Porque no es eso enteramente la verdad -repuse- Cierto que yo recomendó el asunto al diputado que lo trató en las Cortes, y que antes obtuve el beneplácito del ministro, y que... Pero, al fin y al cabo, ese recurso fue uno entre los muchos propuestos por varios amigos míos y de usted, animados de las mismas intenciones que yo. Luego no es a mí solo a quien tiene usted que agradecer esa verdadera reparación de agravios debida por el Estado a un servidor tan antiguo, benemérito y mal recompensado como el pobre don Serafín.
Como observé que le entretenía mucho hablar de estas cosas, seguí la conversación hasta agotar la materia. Entonces, contando con que iba a procurarle una nueva satisfacción,
-Vaya -le dije- la segunda noticia del día.
Y enseguida la di, en crudo, la de mi casamiento. Le causó el mismo efecto que el estallido inesperado de una bomba: un sacudimiento convulsivo de pies a cabeza; palidez repentina del semblante; la vista, entre asombrada y de espanto. Entendí que le acometía algún acceso mortal, y miré a Quica alarmado. Estaba peor que su ama: boca, narices, ojos..., todas y cada una de las partes de su cara se habían inflado de repente, y se movían, y se juntaban, y volvían a separarse, contraíanse y se alzaban, como vejiga a medio henchir entre manos infantiles; hasta que, al empuje de dos sollozos histéricos, brotaron arroyos de los ojuelos fruncidos, y fue un charco de lágrimas toda la faz.
Para impresión de alegría, me pareció demasiado todo aquello. Volví a mirar a Carmen, y ya la hallé más serena.
-Esa boba -me dijo, con voz insegura-, todo lo convierte en llanto: el mismo efecto le causa lo alegre que lo triste.
A pique estuve de decirle: «no, pues en usted tampoco varían gran cosa esas señales». Y como a las rarezas de Quica se agarró con notoria terquedad para tema de nuestra escasa conversación, y ni siquiera se le ocurrió preguntarme con quién me casaba, no traté de volver el diálogo hacia ese lado; y me despedí bien pronto, un poquillo resentido de que con tal indiferencia se recibiera en aquella casa la noticia de un acontecimiento que tanto me interesaba a mí.
La tal noticia estaba de malas aquel día. Después de dársela a Carmen se la di a Matica, y también se quedó hecho una estatua al saber con quién me casaba. Cierto que para explicar la sorpresa y el pasmo de este amigo existía el antecedente de los horrores que me había contado de toda la casta de mi novia; pero así y todo, para un hombre de las malicias, del talento y de los recursos de Matica, aun en trances más apurados que el en que yo le puse con la noticia, era demasiado pasmo el suyo.
-¡Ah!, si conocieras a Clara más de cerca, ¡de qué diverso modo procederías! -pensaba yo caminando hacia su casa.
Y con esto me tranquilizaba.
Con Redondo, en cuyo periódico escribía yo artículos de política muy a menudo, reñí de veras; porque su odio de sectario a los enemigos de la libertad, y en especial a Valenzuela, se extendía implacable hasta más allá de la cuarta generación de los odiados y de cuanto les perteneciera. Me dijo muchas barbaridades en respuesta a la noticia que le di en confianza.
El ministro se hizo cruces; pero éste, lo mismo que los amigos a quienes fui dando en secreto la noticia, hallaban la justificación del caso en los novelescos sucesos de marras, bien conocidos en Madrid, y en la afamada, excepcional belleza de la heroína.
A este solo dato se agarraron los estudiantes mis paisanos (con quienes no vivía yo desde que era funcionario de la nación) para colmarme de enhorabuenas. Uno de ellos la conocía de vista, y se la dio en el acto a conocer a los demás en un retrato que les hizo en cuatro frases al fuego y media docena de expresivos trazos en el aire, con las dos manos a la vez. Todos se declararon polacos de la hija de Valenzuela. Esto ocurría de sobremesa, y hasta la patrona se llegó a brindar por su hermosa pupila. Pagaba yo el agasajo, y duró el jolgorio largas horas. Un teólogo recién llegado del seminario de Toledo, donde estudiaba (hoy ejemplar sacerdote y elocuentísimo orador sagrado), al son de la bandurria, que tañía admirablemente, improvisó unas aleluyas epitalámicas, en montañés callealtero, que fueron el más sabroso y regocijado remate que podía darse a una fiesta como aquélla. Juráronme todos guardar el secreto de la noticia; y chacun par son cotê, como dijo uno de los presentes, al separarnos, y lo dice todavía en casos parecidos; mozo entonces aspirante a boticario en una farmacia de la calle del Príncipe; dirimidor más tarde de pleitos internacionales en Marruecos; hoy casi viejo notario de la villa cercana, y padre venturoso de no sé cuántos «lactantes».
A pocos más que a estos y a aquellos amigos y compañeros confié el secreto de mis acordadas bodas, Con las mismas precauciones las había anunciado mi padre en la Montaña. Escribíame el santo varón lamentándose de no poder asistir personalmente a ellas, por lo avanzado de su edad y lo penoso del camino; y yo, que no se lo había propuesto, no por olvido ni por falta de ganas de verle a mi lado, sino por muy fundados recelos de otra especie, sospechaba que me lo decía por tirarme de la lengua. Busqué con discreción el parecer de Clara, y conocí, por los síntomas, que era opuesto al mío. Me causó honda pena el descubrimiento. Cierto que tampoco su padre asistiría y que el acto había de celebrarse con la mayor reserva posible; pero yo no hablaba de Valenzuela con su hija con el despego y la frialdad que Clara al mencionar entre dientes al pobre hidalgo que se desvivía por ella. «Cuestión de temperamento; resabios de la corte», decíame a mí propio.
Y así daba a las cosas que no me agradaban de pronto (y que no dejaban de abundar en aquella casa) el aspecto que más convenía a la ceguedad de mi pasión.
Entre tanto, los días iban pasando, y yo contemplaba, mudo y electrizado, cómo en el gabinete más espacioso de la casa se renovaba todo su contenido, y se entretejían y barajaban muebles y cachivaches que yo llamaría, si se me permitiera, masculinos y femeninos; con algún otro más importante, del género común de dos; pasaba diaria revista a los regalos que hacían a Clara sus amigos y los míos: le enseñaba los recibidos por mí, que no eran muchos, y nos regalábamos mutuamente tal cual alhaja y muchas miradas y muchas promesas, cada cual en su estilo: yo siempre verboso y apasionado; ella serena y fría, pero dando las lumbres a tiempo como los pedernales...
Y así fue acabándose abril muy poco a poco; y empezó mayo con sus flores y sus pájaros... y sus nidos. Y un día me dijo Clara:
-Éste es el nuestro -mostrándome hasta el fondo del recién preparado gabinete, verdadero nido de amores, entre bóvedas de misterioso ramaje.
Y aquella misma noche troqué por el dulce calor de sus blandos algodones, las yermas soledades y el frío de mis playas de soltero.