Pedro Sánchez/XXIX
Capítulo XXIX
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-Entre otras mil razones, porque el destino que desempeño aquí lo tengo a la puerta de casa, como quien dice; es cómodo, sin responsabilidad alguna para mí...
-También es obscuro.
-Otra razón más en su favor: nadie repara en él, ni en mí, ni en ustedes...
-¡Si, a fuerza de escondernos, de encerrarnos, como si hubiéramos robado la tienda de la esquina!... ¡Hijo, que también se cansa una de tan largo cautiverio, y desea aire libre y movimiento... y sociedad!
-Pues a ese recogimiento deben ustedes la tranquilidad que viven a estas horas. Déjenle de repente, y aparezca mi mujer en primera fila ostentando los relumbrones del cargo de su marido, y se excitará la curiosidad pública; y unos dirán que blanco, y otros que negro; y lo olvidado reaparecerá...
-¿En provincias?... ¡Inocente!
-En provincias, señora, se toman esas cosas más por lo serio que en Madrid... Además, yo no entiendo jota del papel que entonces me correspondería desempeñar; me falta la experiencia; soy un recién llegado al campo de la política... y luego es oficio caro: exige una ostentación que no cabe en el sueldo que dan por ejercerle...
-¡Hijo! ¿También eres de los que suman y restan los dineros?
-Señora, yo no sé que los dineros tengan la propiedad de estirarse a capricho de la necesidad; y no teniéndola, no conozco otro modo de vivir sin trampas y con sosiego.
-¡Bah!, déjate de boberías y de ranciedades de antaño, y aprovecha esa ocasión de dar a tu mujer el brillo que merece. «¡La señora del gobernador civil de una provincia de primer orden!» Compárame esto con «la mujer de un empleado del Ministerio de la Gobernación», y si no salta a tus ojos la diferencia, te digo que no tienes sangre.
-Pues precisamente porque la tengo y veo esa diferencia, pienso como pienso.
-¡Y dígote! Una capital de puerto de mar; y el verano asomando, ¡con unos calores que nos matarán en este Madrid de fuego! Hasta por la salud, hombre, hasta por la salud nos conviene ese cambio de destino.
-¡Ah!, si sólo por esa razón me lo aconsejara usted, ¡qué fácil me sería arreglar las cosas de modo que todos quedáramos contentos!
-¿De qué modo, hijo?
-Trasladándonos a un hermoso rinconcito de la Montaña; junto a las olas del mar, donde está la casa de mi padre, donde conocí a Clara...
-¡Puff!..., ¡la rustiquez de la aldea, con sus puercos callejones y sus lagartos y sus gentuzas con remiendos! Quita, quita, hijo, que entre morir allí de espanto y de tristeza, y asarme aquí de calor, prefiero esto, que, cuando menos, está bien acompañado... ¿Y tú serías capaz de ir con gusto, ahora que estás casado, a meterte en aquellas espantosas escabrosidades?
-¿Cómo puede usted dudarlo siquiera?
-En fin, hijo..., allá os las avengáis; que, después de todo, yo no sé por qué tomo tan a pechos asuntos que no son míos. Ahí está tu mujer oyéndonos, sin desplegar los labios: que diga lo que le parece, si le acomoda, que con ella va el cuento más que conmigo.
Esto acontecía tres semanas después de mi casamiento; a los ocho días de haberme manifestado Pilita deseos de que trocara mi destino de Madrid por el cargo de gobernador de provincia, y a las pocas horas de haber preguntado al ministro, por mera curiosidad, si eso era posible, y de saber que en mi mano estaba el ir a desempeñar un gobierno de primera clase en una capital del Mediterráneo. Andaba allí el partido de opinión caliente algo soliviantado; y nadie para traerle a mandamiento como un hombre de mi prestigio revolucionario. Tuve la debilidad de referirlo así en mi casa, y se declaró al instante empeñada porfía lo que en días atrás no había pasado de insinuaciones leves de Pilita, con sospechas en mí de que fueran hijas de la intención de Clara.
Respondió ésta al llamamiento de su madre arrimándose a mí por de pronto, quitándome después unas pelusillas de la barba, y, por último, con estas palabras, sin dejar de manosearme donde le parecía mejor:
-Yo creo que todo puede arreglarse de modo que tú (señalando a su madre) quedes contenta, y tú (por mí) muy satisfecho.
-¿Y tú? -la pregunté.
-Estando contentos vosotros, ¿cómo no he de estarlo yo? -respondióme al punto.
-Pues veamos tu plan -dije.
-Complace a mamá haciéndote gobernador, y vete a pasar unos días con tu padre a la Montaña, antes de tomar posesión de tu gobierno.
Cuando así me hablaba, debía yo tener algo entre el cuello de la camisa y el cerviguillo, porque por allí andaba su mano haciéndome cosquillas.
-¿Estás convencida de que eso es lo más conveniente? -le pregunté, bajando un poquito la cabeza para que me rascara más adentro.
-Lo estoy -me respondió sin vacilar y manoseando lo que yo quería.
-Pues sea -concluí, a ciencia y conciencia de que hacía un desatino dejándome vencer en aquella notoria conspiración doméstica.
Poco después entró el aparatoso Barrientos, que menudeaba bastante las visitas a mi nueva familia: dejéle con ella, y me fui a ver al ministro.
-Acepto el gobierno -le dije-; pero le advierto a usted que no respondo de desempeñarlo bien. Nunca las vi más gordas.
-¿Es usted capaz de tenerme a raya aquellas gentes? -me preguntó.
-Eso sí -respondíle sin titubear-; pero exige el cargo otros requisitos delicados para la buena administración...
-¡Bah!..., ¿quién piensa en eso? Yo le daré a usted un secretario que le saque de toda clase de ahogos.
-Pues adelante.
-Mañana se extenderá el nombramiento.
-Necesito quince días de licencia para ir a la Montaña a dar un abrazo a mi padre.
-No estorba lo uno a lo otro: irá usted a su tierra con el carácter de gobernador electo.
Y en ello quedamos. Referílo después en casa; y ¡qué noche de júbilo en ella, y qué...!
Al otro día llamé al sastre y al zapatero, y les di que hacer para dos semanas. Mi mujer y su madre llamaron a la modista: no quise averiguar para qué, porque lo presumía y me daba miedo.
Por la noche todos los periódicos daban cuenta de mi nombramiento de gobernador de la provincia de..., unos aplaudiéndolo y otros maltratándome. Lo de costumbre.
Al día siguiente salí para la Montaña, después de haberme despedido en el patio de las Peninsulares más de dos docenas de personajes de la situación. También esto lo contaron los periódicos de la casa, con grandes ponderaciones, como supe después. ¡Válgame el Señor! Menos de tres años antes había llegado yo a aquel mismo patio, solo, pobre y desconocido. ¿Qué virtudes había en mí para haber adelantado tanto camino en tan poco tiempo?
Esto me preguntaba a mí mismo mientras rodaba la diligencia hacia la Puerta de Hierro. Cuando se perdió bajo las arboledas del puente de San Fernando, y, por verlas, me acordé de las de mi lugar, y de mi padre, y de la sosegada vida campestre, y con ello rompí, por un instante, la misteriosa cadena que me llevaba unido al agitado mundo que dejaba atrás.
-Ninguna -me respondí con profundo convencimiento-. Un soplo de la fortuna me encumbró. Otro puede derribarme a la hora menos pensada... ¿Qué será de mí entonces?
Y como me acordé de muchas cosas que me asustaron por primera vez, porque nunca las había desmenuzado seriamente con la razón oreada por las brisas del campo, aparté el pensamiento de ellas y lo puse en el término de mi viaje, por ser el negocio que más me interesaba a la sazón. También me acordaba mucho de la familia Balduque, cuya compañía me había hecho hasta placentero aquel triste camino que iba recorriendo; del pobre don Serafín, tan lleno de vida entonces, y después..., ¡qué recuerdo!; de Carmen; de su mirar dulce; de su boca risueña; de su casta frescura; de sus bondades conmigo; de sus incesantes atenciones mientras me dio hospitalidad en su casa; de sus penas horribles poco después; de su triste luto... y, sobre todo, de la extraña impresión que le produjo la noticia de mi casamiento... ¿Por qué?
Y aquí las brisas campestres, llevándose otras brumas de mi cerebro enfermizo, dejáronme empeñado en las más inesperadas cavilaciones. No quiero decir a qué género de razonamientos me arrastraron éstas, ni recordar la lucha que emprendí con ellos en mi propósito de arrojarlos de un terreno donde, en buena justicia, no podían entrar ya. ¡Es increíble lo que influye el punto de vista en el conocimiento de las cosas!
Dos días después dejaba la diligencia al llegar a la villa de marras. Aguardábanme allí mi padre, el señor cura, mi cuñado el procurador, el nuevo alcalde del lugar, el de la villa con tres concejales, diez notables y el comandante de la milicia; una murga que me disparé a quemarropa el himno de Riego, no bien pisé el camino real, y más de cincuenta curiosos que acudían a la novedad de la escena. Lloraba mi padre de gusto, y casi llorando yo también de alegría, abrazámonos muchas veces, sin llegar a soltarnos del todo hasta la última. Abracé después a mi cuñado y al cura, y a todo el que se me puso por delante. Aguanté un discurso del alcalde de la villa en nombre de todos los agrupados en su derredor, y le solté en pago otro que los dejó aturdidos y me valió un aplauso de la concurrencia, y otra explosión de la murga con el himno de Espartero.
En el mesón contiguo se había dispuesto un ligero agasajo en mi obsequio, y no lo desairé: componíase de almendras garapiñadas, cortadillos de vino blanco y bizcochos de soletilla. Hice un regular consumo de todo, y mucho más de palabras, porque entre aquellos señores cada sorbo era ocasión de un brindis «al valeroso defensor de la causa de la libertad», y yo no quería pecar de descortés. La murga, entre tanto, no bien dejaba un himno, la emprendía con el otro; ellos eran tres: los dos del principio y el de Vargas. No sabía más. Mi padre estaba aturdido, y el cura en ascuas, en medio de una atmósfera tan patriotera. Después de todo, ellos tenían la mayor parte de la culpa de lo que estaba pasando, por no haber hecho otra cosa, desde el amanecer, que andarse por la villa contando a todo el mundo que habían ido a recibirme. El resto fue obra de los periódicos llegados la víspera, en los cuales se daba la noticia de mi nombramiento de gobernador de... y la de mi salida para la Montaña.
Al fin se acabó aquello; y cabalgando en el jamelgo que me tenían preparado, entre mi padre y el cura, al frente de una comitiva numerosa de pardillos y señoretes que nos acompañó un buen trecho, salí para mi lugar, donde fui recibido con repique de campanas, tiros de escopeta (entonces eran raros los cohetes en los pueblos), y cantándome las mozas al son de las panderetas... Igual que al obispo.
Desde el día siguiente comenzaron a regalarme pollos todas las vecinas del pueblo que los tenían, y a echarme memoriales sus padres o sus maridos. Me creían capaz de los imposibles aquellas pobres gentes, y a mi poder acudían con las pretensiones más extrañas. En fin, se corrió que mi mujer había resultado de la familia real, y que si yo rae volvía tan pronto a la corte, era porque la reina se iba a Aranjuez, y mientras allá estuviera, tenía yo que quedar en Madrid haciendo sus veces.
¿Y mi padre? ¡Dioses inmortales! No se quitaba de encima el vestido bueno, ni se hartaba de oírme, de contemplarme..., de admirarme. No le cabía en casa ni en la calle; andaba inapetente, y creo que se pasaba las noches en vilo.
-¿Y los Garcías? -le pregunté una vez-. No los veo por ahí.
Hizo un gesto violentísimo, en el cual se pintaban a un tiempo el asco, el desprecio y la conmiseración; y me respondió dando una rabonada con la levita:
-¿Quién piensa ya en los Garcías? Eso acabó para siempre. Era polvo indecente, y está donde debe estar: bajo mis zapatos.
Después escupió recio y me habló de mi mujer, cuyo retrato le había regalado yo, y de su consuegro, el excelso don Augusto, como él le llamaba. ¡Cuánto sentía que Clara no me hubiera acompañado en el viaje! ¡Y con qué facilidad creyó todo lo que inventó para demostrarle que más lo había sentido ella...! Lo de mi gobierno, verdaderamente le hinchaba de satisfacción.
-¡Eso se llama ser algo, Pedro! -me decía temblando de orgullo-, y no está... En fin, no quiero, hablar.
Y así todos los días. Mis hermanas me visitaban mucho, y también sus maridos y sus respectivas proles. Por cierto que no eran aquéllas tan crédulas como su padre en lo tocante al apego de mi mujer a la familia de su marido. Achacábanla pecados de orgullo, y a mí me dolía el supuesto, acaso porque era verdad.
Felizmente no abundaban las ocasiones de hablar de estas cosas, porque apenas me alcanzaba el tiempo robado al descanso para correr al aire libre y atender a las impertinentes visitas que recibía, sin punto de sosiego, de las gentes más extrañas. Media comarca me visitó: el indianete del lugar vecino; la comisión del ayuntamiento liberal de allá,; el presidente del Casino progresista de acullá; el capitán de, los voluntarios de aquende, incorporados al batallón de Nacionales de allende; el delegado de los patriotas de Pedregales; Patricio Rigüelta el de Coteruco..., ¡qué sé yo!; y por último, el presidente, el secretario y tres concejales del municipio de la villa, con el testimonio, el papel marquilla con orlas de cisquero, de la sesión en que se me declaró hijo adoptivo de aquélla, «en premio a mis extraordinarios servicios prestados a la causa de la libertad y del progreso». Esta visita me costó una comida, tres discursos y un fortísimo dolor de cabeza.
Un hecho curioso: no salía una vez a la calle sin acercarme al viejo caserón de mi suegro. Allí había conocido a Clara, y, sin embargo, me entristecía contemplando sus macizos paredones, viendo con la imaginación, a través de ellos, vagar silenciosa por sus obscuros pasadizos la enfermiza figura de Clara, con su bata blanca, sus cabellos desprendidos y sus rasgados, negros y centelleantes ojos, muda, pero terrible, como Magdalena Usher en el lóbrego subterráneo de su ruinoso castillo, hasta sentía una penosa impresión de frío en el alma, como si tuviera miedo.
Trataba de desvanecerla considerándola a más risueña luz: desde que la vi en los salones madrileños embelleciéndose poco a poco, hasta que en el colmo de su incitante y singular hermosura me admiró como a un héroe y me aceptó por marido; pero al recorrer de este modo los trámites de esta tan breve como agitada historia de mis primeros amores, echaba de ver que todo era en ellos fuego que aniquila y consume aquello mismo que te alimenta: no el suave calor que atrae y vivifica, aliento de dos almas que se buscan, se unen y se compenetran para no separarse jamás; y por la propia virtud de mis razonamientos, se borraba de mi memoria la imagen provocativa y sensual de mi mujer en sus íntimos abandonos, y surgía en su lugar la yerta, solitaria, seca y bravía figura de la enfermiza hija de Valenzuela, olvidada en aquellos vacíos y destartalados aposentos, como si a ella, insensible y descorazonada, estuvieran ligados mis destinos, y no a la briosa hermosura que inspiró mis hazañas de forajido.
Llamaba yo a estas visiones «resabios de mi fantasía»; pero fantástico o no, el cuadro me hacía muy poca gracia cada vez que lo contemplaba, y lo contemplaba muchas veces.
Fue la única nube que turbó un poco el sereno cielo de mi espíritu durante los breves días que estuve en mi lugar.
Llegó el de marcharme; y a deshora y por caminos desusados, salí a tomar la diligencia donde no me conociera nadie. Dejé a mi padre y la aldea natal con una pena que no puede describirse; y era muy de notar que esta pena, lejos de calmarse, se agravaba a medida que iba aproximándome a Madrid. Más que el pájaro que vuela hacia su nido, parecía yo el ave triste arrojada de la costa por la fuerza de su destino a la negra región de los huracanes.
¿Por qué estas imaginaciones fatigosas en tal ocasión, precisamente cuando el recuerdo de Clara y la idea de mi próxima llegada a su lado me conmovían, reverdeciendo en mi sangre el fuego de la pasión de los primeros días? ¿Por qué estas impresiones ardorosas no bastaban a desvanecer aquellas inexplicables tristezas? ¿Por qué no se cumplía en mí la ley de todos los enamorados? Me daban mucho que hacer estas cavilaciones.
Aún andaba a vueltas con ellas, cuando caí en brazos de Clara que, con Pilita y Manolo, me aguardaban en el patio de las Peninsulares. ¡En aquel momento sí que lo vi todo de color de rosa!
Caminando hacia casa en un coche de alquiler, me hablaron de las faenas en que habían estado empeñadas durante mi ausencia, con el piadoso fin de que al volver hallara en orden y bien dispuestos los equipajes. El mío, los de ellas, el de Manolo, todos estaban listos ya y en disposición de ser remitidos a nuestra ínsula. ¡Qué actividad! ¡Qué celo tan cariñoso!... Me preguntó Clara muchísimas cosas; Pero ni por casualidad me preguntó por mi padre. En cambio, le hablé yo de él con gran encarecimiento, y de lo entusiasmado que estaba con su hermosa nuera; pero mi suegra me cortó el discurso con tres preguntas sandias sobre nuestro próximo viaje, y un huracán de viento y diez o doce charrasqueos seguidos, nerviosos, de su abanico; y no llegué a saber la opinión de Clara sobre el particular.
En cuanto entramos en casa me condujeron a un cuarto grande, de poco uso, y me le mostraron atestado de baúles, sacos, líos, cajas y sombrereras. Cada cosa, bien envuelta y amarrada y con su rótulo correspondiente. Lo menos conté catorce baúles.
-Estos tres más pequeños son los tuyos -me dijo Pilita señalándolos con el abanico-, y aquella sombrerera, y aquel saco, y aquel lío de bastones... Estos siete más grandes son míos y de tu mujer...; te digo que van ahí los trajes nuevos como en la tienda: tan desahogaditos y bien plegados... ¡Ah!, los tuyos se guardaron según te los envió el sastre. Si tienen algo que enmendar, allá lo harás... El bastón de gobernador va solo en su funda de cuero: mírale allí. Ya sabes que te lo regalo yo: en eso quedamos. Estos otros dos baúles son de Manolo, y los demás de la doncella y del criado... ¿Ves qué bien está todo? Pues calcula el trabajo que nos habrá costado a Clara y a mí, y las molestias que te hemos evitado haciéndolo antes que vinieras...
¡Catorce baúles! ¡Más de otros veinte bultos!, ¡lo que habría dentro de ellos! ¡Pilita, Manolo, dos criados!... ¡Y quizá todo sobre mis Pobres costillas de empleado de sueldo fijo y, relativamente, corto! No respondí una palabra, ni quise preguntar lo que aquello costaba, ni lo que se había pagado, ni con qué, ni lo que se debía, ni quién lo debía... Punto era éste de los ochavos que jamás había tocado yo con mi nueva familia. Desde que entré en ella me propuse hacer a Clara administradora de mi sueldo y economías, y comencé a cumplirlo antes de ir a la Montaña. No podía hacer más. ¿Entraban mis dineros en el fondo común? ¿Vivía cada cual a expensas de los suyos? ¿Pesaba toda la carga sobre mí? Esto es lo que yo no sabía ni quería averiguar. Pero temíame lo peor en aquel caso concreto, en el cual, aun con lo mío solo, bastaba para doblarme los lomos.
Por la noche fui a presentarme al ministro para ponerme a su disposición y recibir sus instrucciones. La entrevista fue bastante larga, y quedamos al fin en que dos días después saldría yo a encargarme del gobierno.
-¿Y el secretario? -le pregunté al despedirme.
-Está allá tiempo hace -me respondió-. Es una alhaja para el oficio; pero tenga usted cuidado con él, porque a lo mejor tira al monte: es algo granuja.
Cuando volví a casa me encontré en ella con Barrientos. Me iba cargando ya bastante aquel mozo que, entre otras gracias, tenía la de no hacer más caso de mí que del último extraño a la familia de mi mujer. Un saludito ceremonioso, poco más que una cabezada, y agur; la franqueza y las atenciones, para las señoras, y hasta para el estúpido Manolo.
Díjele algo, medio en broma, a Clara aquella noche.
-Usos de la buena sociedad -me respondió arreglándose el pelo para acostarse-. Ya te irás acostumbrando.
¡Un demonio me acostumbraría!
Atrevíme a preguntar a Pilita, al día siguiente, por curiosidad siquiera, pues nunca se había ventilado el punto entre nosotros:
-Diga usted, ¿por qué dejamos esta casa puesta?
-¿No nos dan allí palacio amueblado sin que te cueste un maravedí? -me respondió con asombro.
-Es cierto -repliqué-; pero podíamos ahorrarnos este alquiler, ¡que no es grano de anís!
-Justo, ¡como si fueras un empleadillo de tres al cuarto! ¡Hijo, qué bolsón vas a hacer con ese mimo con que tratas al dinero!... Y si nos cansa la vida de provincia a tu mujer y a mí, y queremos pasar el invierno en Madrid, ¿dónde nos alojamos si no tenemos casa?... ¡En San Bernardino, si te parece!
Con estas lindezas de Pilita y el absoluto apartamiento de Clara de los negocios que las producían, se me ponían a mí los pelos de punta, no de ira, sino de espanto. ¡Qué ideas de economía y buen gobierno!
Sin duda por la fuerza del contraste, me acordó de Carmen instantáneamente. Enseguida fui a despedirme de ella. Me preguntó por mi «señora» con la misma voz apagada y el propio acento indeciso que el día que la vi antes de salir para la Montaña; sólo que entonces no di importancia alguna a estos detalles, y esta otra vez me causaron honda sensación. Con la tristeza intensísima en que había vuelto a caer, me sucedía lo mismo. Cuando la advertí, achacábala a un recrudecimiento de sus penas conocidas; y aunque me afligía, no me inquietaba; después me pareció un libro abierto en el cual no me atreví a poner los ojos por no leer allí lo que yo había soñado, por primera vez, en mis meditaciones mientras caminaba hacia mi lugar. Por obra del mismo sentimiento fingía prestar poca atención a sus nuevos dolores; y he aquí cómo pudo creer la atribulada huérfana que iba yo cercenándole mi afecto, precisamente cuando más vivo y acentuado lo sentía. Por distraerme y distraerla, le hablé de su pensión. Preguntéle si la cobraba ya; díjome que sí. Con esto quedaba a cubierto de muy serias contingencias; y el considerarlo, en el instante de alejarme tanto de ella, descargaba a mi ánimo de un gran peso.
Al despedirme no me atreví a decirle que fuera aquélla mi última visita antes de marcharme de Madrid; pero es lo cierto que en cuanto me aparté de ella se echó a llorar. Nunca otro tanto había acontecido. También por primera vez dejó de acompañarme hasta la puerta. Lo uno me explicaba lo otro. En cambio, me acompañó Quica hecha un diluvio de lágrimas. Abrió, salí; y después de cerciorarse de que estábamos sin testigos, me dijo, echando medio cuerpo fuera de casa, a chorros el llanto de los ojos:
-¡Por el amor de Dios!, escríbale usted de vez en cuando..., ¡que se queda muy sola!
Volví la cabeza rápidamente, como si me sintiera tocado de pronto en lo profundo del pecho por una varita mágica. La puerta estaba cerrada ya. Nadie me veía sino Dios. ¡Que Dios solo sepa en qué forma se manifestó lo que pasaba dentro de mí, durante el primer cuarto de hora que siguió a las palabras de aquella pobre mujer!
Al otro día, muy temprano, salían nuestros criados, con la impedimenta, de la administración de diligencias de la calle de la Victoria: y yo, con toda mi nueva familia, por la tarde, en el coche-correo, por el camino de Aranjuez, después de habernos hecho los honores de la despedida mucha gente y pocos amigos.
No faltó Barrientos.