Capítulo XXII

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No me conformé con esto solo: había otro campo en que espigar nuevos y muy sabrosos triunfos, y nadie en mejores condiciones que yo entonces para colarme en él. Este campo era el mundo, la buena sociedad. Quería seguir las huellas que me dejó trazadas mi predecesor; y cuando lo consiguiera, mis revistas tendrían doble atractivo, y mi imperio se dilataría en casi otro tanto por las regiones del buen tono. Ya no era yo el apocado y meticuloso provinciano recién llegado a Madrid a pretender un destinillo que nunca se me daba; que estudiaba en los transeúntes el modo de andar y de vestir a la moda, y, estrujando los bolsillos para sacar un puñado de pesetas que no eran mías, adquiría con ellas un contrahecho arreo con que presentarme, tropezón y balbuciente, entre las gentes elegantes; ya no temía encontrarme con la familia Valenzuela, porque Clara respondía muy atenta a mis saludos, cuando de lejos se los hacía, y a los demás no quería saludarlos yo; vestía a la moda, porque mi sueldo, casi doblado desde que me había metido a crítico, daba para ello; era yo, en fin, un publicista que tenía un nombre que sonaba mucho en tertulias y cafés, y amigos y admiradores, y trato de gentes, y soltura y desembarazo para andar por Madrid como por mi casa... ¿Quién, pues, como yo para entrar con planta firme en los empingorotados salones, y aspirar a ser el mimado cronista de sus fiestas y ornamentos?

Y entré, comenzando por aquellos en que me había presentado Matica meses atrás. Pero me engañaba algo el pensamiento. Delante de los hombres me desenvolvía tal cual; mas delante de las damas desconocidas continuaba siendo un pobre babieca: me faltaba el pertrecho de ingeniosas frivolidades con que los chicos de mundo improvisan un tiroteo de galantes agudezas con una mujer, tan pronto como se acercan a ella; pertrecho que, por lo común, no se adquiere comenzando a buscarle cuando se tiene ya la cara llena de barbas, y se ha pasado el tiempo que queda atrás en los jarales de una aldea. Por fortuna mía, estaba allí Clara aquella noche; y viéndome perplejo y desorientado, a Clara me acerqué, como de escala en puerto conocido. No me pesó de ello.

¡Singular naturaleza la de esta joven! Siempre me hacía el efecto de una estatua con voz y movimiento. Costábame trabajo persuadirme de que detrás de aquella piel tersa, mate, verdaderamente marmórea, hubiera nervios sensibles, y arterias con sangre caliente, y un corazón que palpitara como el mío, y un alma que se asomara a aquellos ojos duros, imperiosos, negros, tan negros, que tizne de su negrura parecían las cárdenas ojeras que los circundaban. ¡Qué labios aquéllos, aunque húmedos y finos, pálidos, y, en la apariencia, yertos; y aquellos dientes menudos, blancos, cual si fueran tallados en una pieza de porcelana, y no nacidos uno a uno... y la voz, cadenciosa y hombruna, que, por una fascinación ejercida por este conjunto de singularidades plásticas, más me parecía efecto inmediato de la luz de los ojos que formada al modo de todas las voces humanas...!

Pero estatua o no, la hija de don Augusto Valenzuela había llegado ya a un grado de morbidez tan simpático, que se estaba uno a su lado muy a gusto. Ni ¿cómo era posible que yo, que la había conocido un año antes tan angulosa y enfermiza en la Montaña, contemplara las ronchas que le hacían los guantes en las rollizas muñecas, la redondez de su cuello y turgencia de sus hombros, mal velados por la transparente gasa de su ondulante y parlero camisolín, sin un sentimiento, cuando menos, de lícita vanidad, por ser hijo de la tierruca cuyos aires tales maravillas habían obrado en tan poco tiempo?

Creo que hablamos algo de ella, es decir, de mi tierra; pero ni una palabra de mis empresas literarias. O no las conocía Clara, o las estimaba en poco: de todas maneras, no era la omisión para envanecerme. Después bailamos juntos; y cuando descansaba de la fatiga del vals apoyándose en mi brazo, un poquillo jadeante y con un amago de sonrisa y una mirada rápida me explicaba la razón de su lícito abandono, entrábanme como deseos de decirla: «cánsese usted mas, señora, que aquí hay brazo para todo.» Pero me conformaba con admirar otra vez, en conjunto y en detalle, mientras hablábamos de cosas bien distintas, la obra regeneradora y escultural de las brisas de mi pueblo.

Apenas se hubo sentado, llegóse el fachendoso Barrientos a saludarla, y yo me separé de ella.

Mis subsiguientes empresas, aunque no a todo mi gusto, como tanteo de bríos no me dejaron descontento. Al otro día, que lo era de revista para el periódico, escribí algo de aquella soirée consta que la mención fue del gusto de las damas aludidas.

Me animó el éxito del ensayo y lancéme a otros salones: hízose en ellos ancho lugar el ruido de mis lisonjas; prestóme la osadía la travesura que me faltaba, y se colmaron mis ambiciones de ser el rey de la crítica literaria y el primer cronista, del mundo elegante. ¡Poder de cuatro dones aparatosos de la madre naturaleza, y de una desfachatez imperturbable!

Entre tanto, el gobierno de los polacos nos daba un disgusto cada día, y estaba poniendo en el disparadero la paciencia de la gente liberal. Hablábase de tropelías, de concusiones, de vandalismos; en fin, de todo linaje de desafueros cometidos por el poder; protestaba la prensa contra la opresión en que vivía, en un manifiesto al público, y eran encarcelados los repartidores y encausados y multados los firmantes; adheríanse a este manifiesto los periodistas y escritores de todas castas; uníanse estrechamente progresistas y moderados, y manifestábanse también contra la tiranía del Gobierno...; hasta «la juventud» indignada lanzaba su protesta correspondiente, pidiendo de paso «espadas; y si no las había, chuzos, y si no, piedras».

O'Donnell andaba oculto, porque burló la vigilancia de la policía, mientras salían «de cuartel», a varios puntos del reino, Armero, Concha, Infante... y no sé cuántos generales más; y muchos personajes civiles, unos a la fuerza y otros por precaución, desaparecían de la noche a la mañana; y como se había declarado una guerra a muerte entre el poder y las oposiciones, la palabra «insurrección» se traslucía en la forzada insipidez de los periódicos; oíase clara y terminante en las conversaciones de todos los corrillos, en la calle, en las tertulias y en los cafés... hasta que estalló en Zaragoza en forma de pronunciamiento, en el cual perdió la vida el brigadier Hore que se había puesto al frente de él.

La política, pues, lo absorbía todo en aquellos días vecinos a la primavera; pero la política tumultuosa, candente, convulsiva, oliendo a pólvora y a motín. En esto apareció El Murciélago, hoja clandestina que, bajo sobre enlutado, se colaba en todos los bolsillos, y hasta en los regios aposentos de Palacio; en la cual hoja se estampaban en letras de molde cuantas desvergüenzas se murmuraban al oído en las conversaciones reservadas. Y aquello fue un volcán, uno de cuyos cráteres más activos era la redacción de El Clarín de la Patria, como órgano de la fracción más inquieta y avanzada del progresismo de entonces.

¡Válgame Dios, qué hervidero aquél! El bueno de Redondo daba compasión, con los ojos hundidos, los bigotes erizados, los dedos sucios de tinta; sin comer, sin dormir, sin afeitarse; tan pronto perorando en la mesa de la redacción, como cuchicheando en el gabinete a puertas cerradas, con emisarios y cómplices; a veces escondido, a veces escondiéndose, sobresaltado, nervioso, inapetente... Bujes no cesaba de ir y venir. ¡Y qué gentes solían acompañarle! ¡Y qué cosas referían, y a qué cosas se brindaban! Los redactores, mis subalternos de la administración, los repartidores, todo el mundo hacía algo, servía para algo allí; todo el mundo menos yo, que, en aquellas horas de vértigo, atolondrado y absorto, hasta me olvidaba de que había en el periódico una sección que estaba a mi exclusivo cargo. Pero, en cambio, tenía, como nadie, el don desdichado de apropiarme los gustos, las impresiones y hasta las majaderías de los demás; una propensión funesta a contagiarme de las pasiones que flotaran en el ambiente que yo respirase; y, al cabo, me contagie de aquella fiebre revolucionaria que consumía a mis compañeros.

Síntomas de ella fue la admiración que comencé a sentir por los hombres que de tal modo se sacrificaban por la libertad de su patria; y Brutos, Catones y Gracos me parecían hasta Bujes y el portero de la redacción. El éxito ruidoso de los manifiestos y periódicos secuestrados por la autoridad, me llenaban de noble envidia; y comparándome yo con los hombres que tales riesgos afrontaban, dábame vergüenza del chisporroteo de mis batallas a alfilerazos con poetas y comediantes, y de los afeminados perfiles que mi pluma consagraba a los fútiles pasatiempos del mundo elegante.

Comencé a discurrir que, no obstante la importancia que mi altísimo ministerio (así llamaba yo al oficio) me prestaba entre editores, autores, empresarios, damas encopetadas y galanes a la moda; a pesar del pisto que yo me daba recibiendo, «en testimonio de consideración» y de otros sentimientos, ejemplares de cada libro, de cada comedia, de cada folleto, de cada copla que vomitaban las prensas de imprimir, la plaza de revistero prometía muy poco para en adelante; y el día en que la abandonara, nada me quedaría que la recordase sino la enemistad de los flagelados, el agradecimiento insulso y platónico de los pocos amigos a quienes había colmado de elogios, y el de las mujeres feas y de los hombres fatuos adulados por las lisonjas de mi pluma. Necesitaba yo, indudablemente, sin renunciar por entero a estos triunfos pacíficos, otros más resonantes y viriles; algo en que ejercitar las fuerzas que me prestaba la atmósfera que me envolvía, y más compatible con las aspiraciones de que me vi henchido de repente. Al logro de estas aspiraciones se caminaba por la sección de política palpitante de El Clarín. En busca de este camino enderecé resueltamente mis pasos.

Continuaba la prensa periódica más vigilada y opresa cada día; y, por lo mismo, más empeñados los periodistas en hablar de cuanto les estaba prohibido, que era mucho. De aquí el estudio y los esfuerzos de ingenio que se hacían para decirlo todo sin decir nada, y el hábito de afrontar riesgos muy graves a trueque de satisfacer las propias comezones y la curiosidad del público, ávido de escándalos con que entretener el desasosiego en que vivía.

Sin dar cuenta a nadie de mis proyectos; bien pertrechado de hojas sueltas y de algunos números de El Murciélago; tomando de las unas y de los otros hechos y nombres que yo desconocía, y procacidades y desvergüenzas calumniosas, cuya sola lectura me asustaba, convertílo todo en substancia y compuse con ello, en el silencio Y la soledad de algunas noches, un Cuento oriental que concluía empalando el pueblo al Visir, hombre infame y tirano que tenía secuestrado al Califa, a quien hacía, con viles amaños, encubridor de sus torpes y descomedidas ambiciones. Morían también los eunucos del serrallo y no sé cuántos servidores del alcázar, por desleales a su señor y cómplices del gran Visir en todos sus crímenes abominables. Estaban los lances del cuento rigurosamente ajustados a los sucesos políticos evidentes y a los rumores calumniosos del día, y abundaban las reflexiones satíricas y maleantes y los comentarios insidiosos, para que se fuera leyendo entre renglones lo que no alcanzaran a explicar los hechos descarnados del asunto. Dicho sea sin vanidad, el cuento resultaba no mal pergeñado, bastante entretenido y, a pesar de su tremebundo desenlace, muy risueño. Se lo leí a Matica antes que a nadie, y lo ponderó muchísimo.

-Parece mentira -me dijo- que esto lo haya escrito la misma pluma que tanto ha barbarizado haciendo revistas literarias. Hay que publicarlo, suceda lo que suceda.

Después se leyó a claustro pleno en el gabinete de la redacción.

-Aunque me cueste un viaje a Filipinas -exclamó Redondo entusiasmado-, esto se publicará, y en la sección de fondo: mañana mismo. La hoguera necesita más leña, y este solo tizón es un incendio. ¡A las cajas!

¡Cosa rara! El Argos de la censura previa, que no daba paz a sus cien ojos rebuscando en los impresos delitos que perseguir, fue ciego aquel día con El Clarín de la Patria; y sólo cayó en la malicia del cuento después que los repartidores se habían echado a la calle. Entonces comenzó el ojeo de la policía; y con los estruendosos alardes de costumbre, se secuestraron simultáneamente los ejemplares que quedaban en la redacción y los que se arrebataron de las manos de los repartidores. ¡A buen tiempo! Una gran parte de la tirada se había distribuido ya en Madrid. y con el pretexto de que los suscriptores que no habían recibido el número supieran la causa, El Clarín tuvo buen cuidado de referir en un suplemento el suceso, con el mayor número posible de pelos y señales.

Sucedió lo de siempre: el secuestro, y secuestro tan extemporáneo, avivó la curiosidad; buscáronse con avidez los ejemplares repartidos; leyóse el cuento pecaminoso; parecieron sus malicias de doble relieve del que les correspondía; cundió la fama de ellas; creció la curiosidad; y no bastando los ejemplares que existían en el dominio público, hízose copiosa edición clandestina del cuento; y de este modo no quedó casa ni café ni taberna ni bolsillo donde no anduviera mi obra, ni boca que no pronunciara el nombre del autor. Porque yo mismo lo declaré, «en confianza», al primero que me preguntó por él, tan pronto como caí en la cuenta de que tanto ruido y matraqueo era un toque a gloria para mí, y lo confirmaron en todas partes, sabiendo que en ello me complacían, Matica y mis compañeros de redacción. Para que nada faltase a mi popularidad, Bujes entusiasmado, y después de abrazarme conmovido, diomela en los barrios bajos repartiendo las hojas a docenas, descifrando los enigmas de la historia y ensalzando el talento y las cívicas virtudes del autor. Excitaba en la calle la curiosidad de los transeúntes, y me estrechaban la mano gentes que me eran desconocidas.

Yo estaba borracho de felicidad. Sin embargo, no dejaba de conocer que en circunstancias normales no hubiera producido el cuento tan extraordinario aplauso; que éste era obra de la persecución del Gobierno y del estado de los ánimos. En el embrollado mar de la política no tienen otros méritos tantos y tantos escritos que después del mío se han hecho muy famosos.

Hasta tal extremo lo fue éste, que llegué a abrigar muy serios temores de que el Gobierno me disipara la embriaguez del triunfo con algún disgusto serio. Lo mismo opinaban mis compañeros y amigos.

En esto recibí una carta de Valenzuela, el cual me llamaba a su despacho para tratar de un asunto que me interesaba. La primera impresión que sentí fue de espanto. Después me tranquilicé considerando que para apoderarse el Gobierno de mí, no necesitaba tenderme un lazo, ni mucho menos valerse para ello de la mano de Valenzuela, en quien no podía concebirse tan ocioso alarde de maldad, por malo y pícaro que fuese.

Consulté el caso, y hubo tres pareceres: que acudiera a la cita; que no acudiera; que me ocultara. Opté resueltamente por lo primero.

¡Qué fino, qué cariñoso... y qué desmejorado hallé al rumboso manchego! Me tendió la mano y hasta me preguntó por mi padre.

-Quiero demostrarle a usted -me dijo- que soy hombre de palabra, cumpliendo la que le empeñé aquí mismo, de avisarle tan pronto como pudiera ofrecerle algo que le conviniera.

-Siento muchísimo -respondí humildemente que ese testimonio de estimación con que Vuecencia me honra llegue un poco tarde.

-¡Tarde! -exclamó Valenzuela-: ¿por qué? -Porque temiendo morirme de hambre -repuse sin altanería-,en espera de cosa mejor, acepté, apenas cesó Vuecencia en el alto cargo que hoy ejerce de nuevo, el empleo que un amigo me proporcionó en la administración de un periódico.

-Algo más que administrarle bien ha sabido el afamado revistero Pedro Sánchez -añadió Valenzuela en tono lisonjero, y, a mi parecer, acordándose más del Cuento que de las revistas-; y precisamente porque conozco esas muestras de su buen ingenio y de su gallarda pluma, quiero emplearle a usted de modo que dentro de sus aficiones trabaje menos y le luzca más. ¿Entiende usted?

-Si Vuecencia se sirviera explicarse...

-Ante todo, déjese usted de tratamientos ceremoniosos, amigo Sánchez...

-Como usted guste -dije siguiéndole el humor.

-Pues quiero -continuó Valenzuela, encareciendo mucho sus palabras con el tono y los ademanes- darle a usted algo que no sólo valga la pena desde luego, sino que le sirva como de ingreso a más lucida y provechosa carrera. En este concepto, tiene usted a su disposición una plaza de redactor de un periódico que merece todas las simpatías del Gobierno, por estar identificado con su política salvadora. Ya sabe usted lo que esto significa, dicho en este sitio por un hombre como yo.

-No lo ignoro -respondí algo turulato, así por la índole como por lo inesperado de la oferta-; pero le ruego a usted que considere cuáles son las ideas de El Clarín de la Patria, y los compromisos de gratitud que tengo con él.

-Esas delicadezas le honran a usted mucho, señor Sánchez; pero han de servirle de muy poco. Los hombres consecuentes y los escritores concienzudos son los primeros que se mueren de hambre en los tiempos que se usan. Pero, en fin, allá usted. Por lo que a mí hace, atento solamente a lo que puede convenirle, le reitero la oferta. Dígame con entera confianza si la acepta o no.

Me faltó valor para responder categóricamente lo que sentía, dando por cierto que los ofrecimientos de Valenzuela descendían por línea directa del éxito ruidoso de mi Cuento oriental, y le pedí el plazo de algunas horas para estudiar el asunto con la debida serenidad.

-Tómese usted cuantas necesite -me respondió secamente, penetrado, sin duda, de mis verdaderas intenciones.

Despedíme con poco más que una fría reverencia, y volé a dar cuenta del suceso a mis amigos, que me aguardaban anhelosos en la redacción.

-No alcanzo -dije, después de referir punto por punto la entrevista- qué interés puede tener el Gobierno en que yo escriba en su periódico de cámara, cuando cuenta con plumas bastante más diestras en esas lides que la mía.

-Lo que menos le importa al Gobierno -replicó Matica, que se hallaba presente- es lo que usted pueda escribir en favor suyo: demasiado sabe él que la enfermedad que lo está matando no se cura con sahumerios ni con panegíricos, aunque se los haga el mismísimo San Pablo; pero sabe también que el nombre de Pedro Sánchez, desde la publicación del Cuento oriental, que es obra suya, anda en todas las bocas que se complacen en decir algo malo de la situación; y que seria de gran efecto, por lo que desencantaría a las oposiciones, la aparición en todos los periódicos ministeriales de un sueltecito que dijera, sobre poco más o menos: «Desde hoy figura entre los redactores de El Mensajero el joven y afamado escritor don Pedro Sánchez.» Esto, en las actuales circunstancias, equivaldría al paso de un regimiento al enemigo en el momento de comenzarse la batalla. ¿Se entera usted? Pues para eso, para que deserte, le ha llamado a usted el rumboso Valenzuela. Conque ¿qué piensa usted contestarle?

-¡Que no! -respondí, muy ofendido de semejante pregunta.

-Pues dígalo usted por escrito -me aconsejó el madrileño con la conformidad de todos los demás-, y no envíe la carta hasta después de hallarse escondido en lugar seguro; porque para usted no hay escape: o se sacrifica a los dioses del poder, o te envían a las fieras del circo.

La disyuntiva me espantaba; pero era la pura verdad. ¡Esconderme, renunciar a la luz y al aire de la libertad!... ¿Y en dónde?, ¿hasta cuándo?

Don Serafín Balduque, que venía preguntando por mí, me halló en estas mentales lamentaciones. Confiéle en secreto la causa de ellas; y llevándome al rincón más apartado me dijo al oído.

-Arregle usted sus cosas aquí y en la posada, y deje lo demás de mi cuenta, que yo le prometo encerrarle donde no le huelan los mejores sabuesos de la policía. Después de encerrado, me encargaré también de descubrir el encierro a las personas que usted designe... Pero que sean pocas, porque secretos de muchos...

Convine en ello de muy buena gana; y quedando con don Serafín en que volviera a buscarme después de anochecido, le pregunté:

-Y usted ¿para qué me buscaba?

-A la noche se lo contaré a usted más despacio -díjome, y salió de la redacción como un cohete.

Pasé el resto del día ocupado en los preparativos de mi viaje: escribí una carta muy fina a Valenzuela, y se la di a mis compañeros con encargo de que no la enviaran a su destino hasta el día siguiente. Después de anochecido volvió don Serafín; despedíme de todos, y salí con él.

-¿Adónde me lleva usted? -le dije en la calle.

-A mi casa -me respondió muy ufano-. ¿Dónde más seguro ni mejor cuidado había de hallarse usted, calabaza?