Capítulo XXI

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Comenzaba el otoño; tornaban a sus hogares los expedicionarios veraniegos de Madrid, que entonces no eran tantos ni tan varios como ahora; inauguraban sus campañas, de invierno los teatros; despolvoreábanse los aristocráticos salones; comenzaba, en fin, a palpitar la vida de invierno en el corazón del adormilado Madrid del estío, y El Clarín de la Patria aún tenía echada la llave a la sección de revistas semanales, crónica razonada del movimiento literario de España, con entretenidas excursiones, a veces, hasta por la elegante indumentaria de salón. ¿Y cómo abrirse aquellas puertas si el que vivía dentro se había mudado de casa? Es de saberse que Segismundo había cambiado su pluma de revistero por la de oficinista en el ministerio de la Gobernación, adonde le había llevado el conde de San Luis, gran protector de literatos, si es que puede llamarse protegerlos el colocarlos de modo que o tengan que dejar de escribir, o que descuidar los asuntos de su cargo. Y que no amengüe en nada la franca exposición de este mi leal parecer la buena memoria de aquel rumboso prócer, en lo que atañe a su incansable deseo de amparar a los hombres de talento; pues bien sabe Dios que si desapruebo el modo, estoy muy lejos de no aplaudir la intención.

El caso es que como no era decente que Segismundo cobrara con una mano la respetable nómina de su destino, y con otra escribiera en el periódico de más rabiosa oposición de cuantos se publicaban en España, se despidió muy cortésmente de Redondo, con expresiones para todos los demás de la casa; y habiendo acontecido esto, un día me llamó el director a su gabinete, donde estaba con los demás redactores, y después de poner a Segismundo de pancista, de liberal de pega y de otros tales primores, que no había por dónde cogerle, me dijo:

-Hemos acordado ahora mismo que se encargue usted de hacer las revistas literarias.

Necesité que me repitieran a coro todos los presentes estas palabras, para convencerme de que estaba despierto y de que no se burlaban de mí aquellos señores, cada uno de los cuales podía desempeñar el cargo muy gallardamente, al paso que yo...

-No hay excusa que valga -me decían, atajando uno a uno mis reparos-. Es cosa resuelta. Ninguno de nosotros puede dedicarse a eso por falta de tiempo, y aun de dotes que abundan en usted.

Me asustó el piropo, y quise sacudirme de él. Me lo volvieron a echar encima. Expuse mi ignorancia, mi inexperiencia...

-Le hemos oído a usted muchas veces -dijo el gacetillero- atinadísimas observaciones sobre las obras dramática s que conoce, y en lo que lleva publicado en El Clarín hay muestras de todo lo que se necesita para ser un revistero en regla...

-No es lo mismo -repliqué- emitir una opinión hablando familiarmente que escribir un juicio razonado, que ha de leerse y criticarse...

-¡Qué juicio ni qué calabaza, hombre! -replicó el redactor madrileño, que escribía hasta de teología sin haberla saludado-. ¡Medrados estábamos si tuviéramos que conocer a fondo todos los asuntos que ventilamos en la prensa! ¿Para qué es el ingenio, para qué las callejuelas y puertas falsas del arte, de la lengua y del estilo, sino para entrar donde se nos antoje y salir cuando nos acomode, sin temor de que nadie nos cierre el paso ni nos sorprenda ni nos corte la retirada? Es natural -continuó-, por lo mismo que es usted modesto, que le asuste un poco la idea de lanzarse de golpe y porrazo a fallar en última instancia pleitos de tan especial naturaleza; pero si usted reflexiona que, por de pronto, no es de necesidad absoluta que esos fallos sean tan claros que todo el mundo los entienda, ni siquiera que sean fallos, la cuestión cambia de aspecto. Vea usted un plan. Mientras examina usted el terreno y toma posiciones y se acostumbra a mirar cara a cara al enemigo, y al olor de la pólvora y al estruendo de las primeras embestidas; en una palabra, mientras no sea dueño absoluto del campo (que no tardará en serlo) no suelte usted prenda alguna allí donde vacile siquiera, despáchese con un poco de pirotecnia que deslumbre y haga ruido; donde se considere algo más firme y mejor pertrechado hunda el arma hasta la empuñadura, o sacuda el incensario hasta que se acabe el humo. Para hacer esto con valentía y desparpajo, y sobre todo con acierto, comience usted por dividir las obras que examine en dos grandes grupos: las de nuestros amigos y las de los otros. Entiendo por obras de nuestros amigos las comedias, las novelas, los folletos, cuanto publiquen los hombres de nuestras ideas o de nuestra amistad íntima, o aquellos a quienes siquiera hablemos u oigamos hablar en el café, o nos merezcan alguna estimación en cualquier concepto simpático; y entiendo por obras de los otros las que publiquen los enemigos de la libertad y no nos saluden en la calle. Pues bien: supongamos que en una obra de nuestros amigos anda muy descuidada la forma; que es una comedia con cual se duermen los espectadores, o silban y patean; o un libro que se cae de las manos y afrenta a la lengua castellana. «Cierto -diremos- que hay algunos desaliños de lenguaje, y algunas contradicciones de carácter, y si se quiere, también algunos descuidos de monta en la trabazón de la fábula; descuidos, contradicciones y desaliños que no significan nada, absolutamente nada, en las obras de arte, por lo mismo que son de fácil y mecánico remedio, siempre que el autor se digne descender de las altas esferas de su inspiración desbordada para ocuparse en prosaicas maniobras de taracea. Pero el fin objetivo, pero la idea, pero los cauces que allí se abren a las corrientes de la nueva civilización; pero el altísimo criterio con que se expone y se desenvuelve esto y lo otro y lo de más allá...» Y aquí derrama usted el talego de todas las ponderaciones hasta sacar en consecuencia que en la tal obra lo bueno es de lo mejor, y lo malo no pasa de ligeros lunares. No hay para qué decir que cuando las obras de nuestros amigos son siquiera medianas en la forma y en el fondo, se voltean todas las campanas de la crítica. Pues supongamos las mejores condiciones de bondad en las obras de los otros. «No puede negarse -diremos- que está bastante bien escrita, que tiene cierta gracia, y que interesa hasta cierto punto; pero ¿cómo ha de ser bello lo que está concebido en la obscuridad y el frío de los sepulcros, y en la lobreguez de las ruinas? ¿A qué fin artístico responde el propósito fundamental de este libro o de esta comedia o de este drama? ¿Quién le ha dicho al autor que el arte, que es la belleza, puede hermanarse nunca con horribles ideas que pugnan con las corrientes de las modernas sociedades: el frío mortal del invierno con el calor vivificante del estío; la luz con las tinieblas?» Y así le va usted abrumando poco a poco, hasta que le mata, demostrando que la obra que analiza es una verdadera abominación. Si además de lo malo del fondo, por no ser de nuestras ideas, tiene flojilla la forma, cuatro despreciativos garrotazos, y a otro asunto... Desengáñese usted, no hay oficio más cómodo.

¡Ay Matica de mi alma! ¿Por qué retrasaste tu vuelta a Madrid? ¿Por qué no sanaste primero del prosaico romadizo que fue la causa de ello? ¿Por qué no estuviste a mi lado en aquellos infaustos días en que la serpiente me tentó con fruta tan de mi gusto? ¡Tú, con tu buen seso y parecer tan distinto del de aquellas empecatadas gentes, no me hubieras dejado caer en la tentación!... Porque caí, sí, caí sin que me valieran razones ni alegatos que se desvanecían en el humo del incienso con que me trastornaban el juicio mis interlocutores. Llegué a creerlos y a creerme a mí, por ende, capaz de las más altas empresas crítico-literarias; y cuando volvió Matica, muy cerca de fin de octubre, ya era tarde para retroceder. Ya había probado dos veces los deleites de aquel apetitoso magisterio, que a tantos mortales, tan firmes de mollera como yo, ha hechos unos pobres mentecatos antes y después acá. ¡Buenas cosas me dijo! ¡Grandes verdades me cantó palmoteando sobre los mismos testimonios de mi delincuencia!; pero ni Matica ni el Preste Juan eran capaces de convencerme de que no debía continuar la empresa que traía entre manos, desde que yo había leído en todos los periódicos liberales de Madrid estas palabras, remitidas, como supe andando los meses, por el gacetillero de El Clarín: «Están llamando la atención de todos los literatos las revistas críticas que publica en El Clarín de la Patria el distinguido escritor que oculta su verdadero nombre tras el modesto seudónimo de Pedro Sánchez. No tiene nuestro colega por qué sentir la deserción del famoso Segismundo al campo enemigo.»

He de decir cuatro palabras acerca del estado en que se hallaban mis dominios al empuñar yo el cetro de la crítica. En la novela imperaban las traducciones del francés, y eran los autores preferidos V. Hugo, Dumas, J. Sand, Sué, Paul de Kock y Soulié. La española tenía pocos cultivadores, y no abundaban los lectores que preguntaran por ella. Sabíase, creo que de oídas, que Villoslada había escrito Doña Blanca de Navarra, y que era ésta una novela excelentísima al modo de las de Walter Scott; alguna de Fernández y González era bastante más leída y celebrada. Fernán Caballero acababa de publicar Clemencia, después de haber adquirido fama con La gaviota, en 1849; pero es de advertir que, por resabios románticos que quedaban aún en el gusto del público, éste prefería el amor empalagoso e inverosímil de aquella sensible y lacrimosa heroína, al ridículo y extravagante inglés, y las inaguantables escenas a que este punto da lugar, a los sabrosos pasajes y cuadros llenos de color y de verdad, en los cuales entran, como figuras de primer término, don Martín, don Galo Pando, la Marquesa, la Coronela y la tía Latrana. Esto se desechaba por vulgar y poco elegante; y, sin embargo, era la miga del ingenio de Fernán; lo que ha hecho que viva y no muera jamás esa novela, como no morirán La gaviota ni otras muchas de la misma ilustre autora, precisamente por estar llenas de «vulgaridades» por el estilo. Como efecto de aquella misma causa, gozaban de cuanta boga podían gozar entonces libros en España, Jarilla y La Sigea, dos novelas románticas de Carolina Coronado, y El... (no recuerdo qué) de Monjaucon, otra que tal de la Avellaneda; en la cual novela andaba la heroína con la cabeza de su amante colgada del pescuezo, por medio de una cadena de plata, suplicio a que le había condenado el bárbaro castellano su marido. Antonio Flores había dado a luz otra de costumbres contemporáneas, con el título de Fe, Esperanza y Caridad abundante en cuadros curiosos y no mal pintados: pero atestado de lugares comunes de novelón por entregas. Vale mucho más que esto su galería de cuadros, Ayer, Hoy y Mañana, comenzada a exhibir en 1854, y terminada por completo años después. Reciente estaba también la publicación de El libro de los Cantares, de Antonio de Trueba, el mejor y más fecundo cuentista de cuantos se pasean en España, y el autor español más traducido a extrañas lenguas. Ayguals de Izco se había propuesto ser el Eugenio Sué de acá, y no quiero decir cómo lo lograba. De Antonio Hurtado se conocía una novela, Cosas del mundo, premiada recientemente por la Academia de la Lengua. Otra circulaba bastante, de Patricio Escosura, El Patriarca del Valle, y se elogiaban una de Juan de Ariza, Un viaje al infierno, sátira del Madrid de entonces, en que había muchos anagramas demasiado trasparentes, y otra, La dama del Conde Duque, bien pergeñada y con mucho sabor de época, de Diego Luque, a la sazón casi un muchacho.

El Curioso parlante había cerrado su cartera de apuntes literarios, y se entretenía en escribir de vez en cuando sobre Mejoras de Madrid, mientras saboreaba la gloria del renombre que le habían dado sus Escenas matritenses.

En el Museo de las familias, de Mellado; la mísera y casi andrajosa Ilustración, de Fernández de los Ríos, y El Semanario Pintoresco, no recuerdo de quién, pero sí que andaba en sus postrimerías, dábanse a luz, entre muchas traducciones, algunos trabajillos sueltos con las firmas precedentes que no han de inmortalizarse allí, y otras tantas que se han olvidado ya, o que, de seguro, estarán en Los españoles pintados por sí mismos, mamotreto célebre en que se declara todo menos lo que el editor se propuso; porque entiendo que en España hay algo más, como color nacional y distintivo, que zapateros de portal, beatas, canónigos, toreros, mozos de cordel y cuanto se inventaría en aquel catálogo de excepciones singularísimas; lo cual no quiere decir que cada figura de por sí no sea digna obra del pincel que la trazó; pero sí que el rótulo del álbum fue mal aplicado, o no se ajustaron a su sentido los pintores que iban llenando las hojas.

Y esto, salvo alguna insignificante omisión en que pueda haber incurrido mi memoria, es cuanto daba de sí el género, aunque parezca mentira.

El duque de Rivas, Zorrilla, Villergas y otros poetas de nota, andaban fuera de la patria, o calladitos en su pueblo o a la sombra de un destino. La Avellaneda, la Coronado y García de Quevedo, publicaban tal cual lucubración romántica, de tarde en tarde. El surtido de poesías de los pocos y malos periódicos literarios que existían, corría de cuenta de los Larrañaga, Vila y Goyri, Ribot y otros de quienes ya no me acuerdo o no quiero acordarme.

El teatro, ya que no por la cantidad por la calidad de los poetas, tenía más lozana vida que la novela. Bretón de los Herreros, aunque en el crepúsculo de la tarde, iluminaba todavía la escena en que tantos lauros había ganado, con frescas y agradables luces de su inagotable ingenio. Hartzenbusch escribía comedias tan delicadas como Un sí y un no; García Gutiérrez, aunque muy tentado demonio de la zarzuela, no olvidaba del todo a la musa que le inspiró El Trovador y tantas obras coronadas por el aplauso y la admiración del público de su tiempo; Tamayo trepaba a la más alta jerarquía del ingenio dramático con su tragedia Virginia; Ventura de la Vega, trabajando también a destajo para la zarzuela, saboreaba los aplausos que le valía El hombre de mundo, que aún no había perdido la novedad en los carteles, igual que acontecía con Don Francisco de Quevedo, lo único bueno que supo hacer para el teatro el ingenioso bohemio, haragán impenitente, Florentino Sanz; de Ayala se estrenaba Rioja con mediano éxito, y de Rubí De potencia a potencia y algo más que no recuerdo; Eguilaz había aparecido el invierno anterior con Verdades amargas, comedia ruidosamente aplaudida, y que no por estar plagada de incorrecciones de lengua, y hasta de arte, dejaba de anunciar un poeta dramático de buena cepa; inmediatamente después obtuvo otro gran éxito su drama Alarcón; y en la temporada de mi advenimiento a la crítica, su obra El caballero del milagro no fue menos afortunada que las anteriores; Serra emulaba los donaires de Bretón en humoradas tan lindas como La boda de Quevedo; Juan de Ariza escribía comedias muy agradables; y, en fin, y sin contar otras producciones más efímeras ni mencionar otros poetas de menor cuantía, se representaban traducciones tan importantes como Adriana y Sullivan, drama este último que valió a Julián Romea los mayores triunfos de su ya entonces larga y gloriosa carrera de actor.

Este hombre insigne, con la Palma y el viejo Guzmán, representaban aquel invierno en el teatro de los Basilios; en el del Príncipe, Arjona con Teodora, Lamadrid, Calvo y los Osorios; en la Cruz, Variedades o Instituto, compañías de poco más o menos entreteniendo con melodramas, magia y hasta cuadros disolventes, el escaso público de que podían disponer.

Aún se representaba de vez en cuando algo del género andaluz, puesto de moda años antes por el actor Dardalla y sus imitadores. Yo alcancé a ver todavía El corazón de un bandido en el teatro del Instituto, y el Tío Caniyitas en el del Circo, drama romántico muy afamado la primera de estas obras, y popularísima zarzuela la segunda, de Franquelo y Sanz Pérez, respectivamente, como casi todo lo que se representaba y se había representado del mismo abominable género.

El teatro de moda era el Circo de la Plaza del Rey, donde Salas y Caltañazor habían encontrado una mina de oro con la zarzuela, que comenzaba a volar muy alto, y se estrenaron, entre otras que no recuerdo, en aquella sola temporada, obras tan importantes como El Marqués de Caravaca, de Ventura de la Vega y Barbieri; El Grumete, de García Gutiérrez y Arrieta: El Valle de Andorra, de Olona y Gaztambide, y El dominó azul, de Camprodón y Arrieta.

Para juzgar de todas estas y aquellas cosas y de cuanto con ellas se relacionara, según los fueros de su bien ganada autoridad, estaban el ya entonces sabio y respetado Fernández Guerra (don Aurelio), que se firmaba Pipí, y Ochoa (don Eugenio), en La España: y en El Heraldo, Cañete.

Hecho este ligero croquis del campo de mis hazañas, declaro que, para mantener mi absoluto dominio dentro de él, no contaba yo con otras fuerzas ni más caudal de saber que el fárrago de novelas y de toda clase de libracos que había engullido, y de cuya mala digestión conservaba en la memoria, juntamente con lo atrapado en periódicos, corrillos y cafés, montones de parrafadas retumbantes, tumultos de hueca palabrería, apotegmas lamentables que yo sabía zurcir en el aire tomando del almacén tres de aquí y una de allá, y algunos latinajos de calamo currente, muy usados en la prensa política, como ¿risum teneatis?; ¿quare causa?; donec eri felix...; amicus Plato, sed magis amica veritas; fiat justitia et ruat coelum; timeo Danaos et dona ferentes... y otros tales. Sabía también, por habérselo oído a Matica, y por haberlo leído, que hubo un Boileau que escribió un Arte poética, reflejo de otra de Horacio, conocida con el nombre de Epístola a los Pisones; la cual Epístola, a su vez, estaba inspirada en la Poética de Aristóteles; sabía llamar preceptiva a cada uno de estos cuerpos de doctrina: preceptiva de Aristóteles... preceptiva de Horacio... ¡Sonaba muy bien! Después mucho de delinear caracteres, fluidez de lenguaje, estilo ameno, catástrofe, dualismo, unidades, razones estéticas, y sobre todo, el conflicto, el problema, los ideales. Estas palabrejas no las soltaba yo de la pluma en cuanto me caía una novela por la banda. «¿Cuál es el problema...?» «¿Dónde está aquí el conflicto...?» «¿Qué ideales se persiguen...?» Sabía algo sobre Moliére: que algunas de sus mejores obras eran arreglos de otras de Plauto, y llamaba tartuffe a todo gazmoño, y no ignoraba que Moratín había imitado y hasta traducido a aquel insigne francés. También habían llegado a mis oídos, como modelos de arranque sublimemente enérgico, los famosos Quos ego, de Virgilio en boca de Neptuno, para apaciguar una tempestad, y ¡Qui'l morût! del viejo Horacio en la tragedia de Corneille. ¡Mucho juego me dieron estas palabrotas!

Pues bien: con todo esto y con los nombres de los poetas y muchas comedias de nuestro teatro antiguo, y un poco más a su semejanza, y un compendio de Retórica y Poética, de Araujo, en preguntas y respuestas, que compré, para estar al tanto del tecnicismo del arte, y saber lo que es peripecia, anagnórisis, hipálaje, metonimia, hipotiposis y similicadencia, y la escasa luz que podía darme aquel mi buen sentido educado en los teatros por Matica, pero trastornado por el vértigo de la altura en que me había puesto a predicar sobre lo que apenas sabía discernir, me lancé a la brecha.

Recuerdo que me costó un poquillo tomar la embocadura a la tarea, pero con unos preludios de falsa modestia, un sahumerio discreto al talento de mi predecesor, y unas excursiones, eruditas a mi modo, por los cerros del arte, fuese templando el horno. Comencé entonces a barajar nombres y metafísicas y latinajos, y la política, imperante y la moral de los estoicos y los fríos de la estación, con el carácter distintivo de la dramática moderna y cuanto se me iba ocurriendo de sopetón, y aquello era volar, porque el meollo me ardía. me devoraba la fiebre estética, que dijo un doctor de fama, y de mi pluma caían, entre mares de tinta, borbotones de frases caldeadas. Nada tenía que ver todo ello con el asunto de que se trataba; pero la verdad es que abultaba mucho y que sonaba mucho más. Parecía una función de fuegos artificiales terminada con la explosión de una caja de cohetes.

Leíselo a mis compañeros, y lo aplaudieron; se publicó después, y gustó a los lectores. Esto acabó de cegarme; y desde aquel día, proclamándome señor y dueño del campo, comencé, con inaudita desvergüenza, a tratar al arte de tú y a mirar por encima del hombro a poetas, novelistas y comediantes. Declaréme, por supuesto, sprit fort, para estar en consonancia con el periódico en que escribía; y vi que era de necesidad aplicar a los escritores la ley de razas, tal como me la había explicado el madrileño. Recuerdo que la primera justicia que hizo fue en Fernán Caballero, con motivo de su flamante novela Clemencia. Yo no podía hablar bien de este autor (cuyo sexo verdadero me era aún desconocido), por ser un pertinaz propagandista de ideas reaccionarias (lo cual iba con El Clarín más que conmigo), y no saber dar interés laberíntico, ni unidad ni fondo a sus libros, repletos de charranadas andaluzas (y esto era de mi particular iniciativa y de mi especial incumbencia). Además, era de los de afuera, otra casta de escritores que había descubierto yo; porque es de saberse que casi iba persuadiéndome de que no se podía tener talento en España más que en Madrid. Para estas pobres gentes usaba yo un procedimiento particularísimo, de mi exclusiva propiedad: una ironía zumbona, sobre la cual retozaba una sonrisa de protectora compasión; tal, que no parecía sino que la mención aquélla era un mendrugo arrojado de caridad al hambriento de mis elogios. Pues con esta sorna cargante me fui sobre el libro; y, por si era poco y no me entendía el autor, convencido de que con ello le mataba para las letras, adelantándome treinta años a los pedantes de ahora, le asesté estas puñaladas, que, en mi opinión, no tenían cura: «¿Dónde está el argumento? ¿Qué problema se plantea en él? ¿Qué conflicto se resuelve? ¿Qué ideales se persiguen...? ¿No hay ideales? ¿No hay conflicto? ¿No hay problema? ¿El argumento es pobre? Luego no hay novela.» Y ya, puesto a matar, lancéme sobre Ochoa y Eguilaz, que acababan de publicar sendos artículos poniendo a Clemencia en los cuernos de la luna, cosa que yo no podía consentir. Por fortuna nadie me hizo caso; pero muchos jóvenes sabios, que no conocían ni de oídas a Fernán y se tuteaban con Cúchares y el Regatero, me colmaron de elogios.

Así crecía mi fama, y se acreditaba mi autoridad, y me temían ciertos cómicos, y me saludaban desde lejos determinados autores, y me tuteaban muchos periodistas; y tanto llegué a inflarme, que esquivaba la compañía de Matica, cuyas sinceridades eran mi castigo, y abandoné la tertulia del modesto café de La Esmeralda y la sociedad de mis paisanos, y me hice concurrente al Suizo entre la bohemia de la gacetilla y de la dramática al menudeo; y allí cobré afición a la disputa, y llegué a distinguirme por una facilidad de palabra verdaderamente espantosa.

A todo esto, mi padre estaba aturdido. «Hombre -me escribía una vez-: no entiendo bien esas cosas que plumeas; pero no quiero ocultarte que revelan mucho saber; y me asombra lo pronto que lo has adquirido y lo gallardamente que lo derramas. Estos Garcías, a quienes he hecho que lean algo de ello por medio del señor cura, están que trinan, y sostienen que el que lo firma es otro Sánchez, que nada tiene que ver con los Sánchez de mi casa. ¡Qué burros!»

En idéntico sentido me hablaba el cura, y de paso me enmendaba la ortografía de algunos latines usados por mí malamente. De mis cuñados, a quienes enviaba gratis el periódico, solamente el procurador se dio por entendido, y aun por entusiasmado. Me lo demostró en una décima, en estilo curial, que tenía que ver.

En fin, que adonde quiera que miraba y por donde quiera que iba, hallaba el camino sembrado de flores.