Pedagogía social/Introducción

INTRODUCCIÓN

Si hijas de Sarmiento pueden ser llamadas aquellas hermanas de caridad laica que él trajo de Norte América para enseñar en el departamento básico de las escuelas normales por él fundadas, nietas directas suyas son las que ungieron aquéllas y, en especial, las que se iniciaron bajo la dirección enérgica y amplia de Mary O'Graham, a quien conocí casi víctima de la insidia política en San Juan, a quien aprecié mejor en La Plata y a quien admiro después de muerta, pues dejó un reguero varonil y afectivo en alumnas que se han agrupado bajo la enseña de su nombre y realizan, a la sombra de él, obra altruista y de compañerismo.

Culminaba entre éstas Raquel Camaña, que tenía la entereza y el fervor de Sarmiento en defensa del ideal educacional y científico; que tenía la varonil pujanza de su gran maestra Miss Graham, en su línea recta de conducta, en su desprecio de las convenciones sociales, y que en defensa de un feminismo sano, que no excluye el sondaje del organismo íntimo en que se incuba el ser, ha ido hasta donde sólo el carácter puede llegar.

No hablaré de su inteligencia – porque ésta es don de la naturaleza que pule, adiestra y adapta la educación directa del hogar y de la escuela, y la refleja de la sociedad; – ni de la preparación que de ella surgía y facilitaron maestros de verdad y propias disposiciones.

Hablaré de su fervor y de su carácter, porque en ella fueron verdaderamente ejemplares y dignos de señalarse a la meditación de los educadores. No es constante, por desgracia, el carácter en un gremio expuesto a deprimirse y caer en la obediencia pasiva, olvidando que su misión es romper con la herencia que inmobiliza y con el ambiente que perpetúa el mandarinismo, para servir los ideales de la educación; y el fervor, indispensable al apostolado del magisterio, suele esfumarse ante convencionalismos ridículos o ante beneficios que se resuelven en satisfacciones materiales o de vanidad.

El alma máter de la acción del maestro, el fervor, era un imperativo categórico en la cerebración de Raquel Camaña. Sólo él explica porqué abandonando comodidades y regalonerías, deja patria y hogar, para buscar, ¡como Sarmiento, pues! luces y enseñanzas en las viejas y modeladoras sociedades europeas, y volver más fortalecida en el ideal encarnado en la patria naciente, amplia y generosa desde la hora de Mayo hasta la cimentación constitucional. Encendida de ese fervor inquieto la vemos convertirse en su vocero autorizado y simpático en congresos, asociaciones, revistas, diarios y conferencias, irradiando su alma, pero empobreciendo su delicado organismo, en ese noble afán de saturar a su pueblo de la verdad que bullía en su mente, movía su corazón y llenaba sus grandes, dulces ojos verdiazules de una llamarada de luz: semejante a aquella que la leyenda pone en las sienes del elegido por la ansiedad humana para convertirlo en símbolo de un anhelo de dicha y de paz.

Sus compañeras de estudio, sus colegas, sus alumnas sobre todo, habrán sentido, a menudo, el influjo de esa electrización que explica el avance y desarrollo de todas las propagandas que responden, en la debida oportunidad, a la satisfacción de realidades o preparan el terreno para llenar aspiraciones; ese apasionado celo puesto en servir los propios ideales, explica porqué ciertos maestros, sin mayor competencia técnica, consiguen resultados asombrosos en su enseñanza. Es que el fervor es sugestivo y contagioso; y Raquel Camaña era un reóforo transmisor de ciencia y de bondad cuando su verbo y su gesto eran conjunción de su potente cerebro – inteligencia y voluntad – y de su corazón, todo dulzura.

Eso bastaba para hacer de ella la maestra ideal.

Era, además, la mujer fuerte que rompiendo vallas de rutina y de convencionalismos, buscaba en la ciencia y en la conciencia sus inspiraciones. Aquélla le hizo decir, en forma que debió molestar beatíficas susceptibilidades, cual debía ser el rol de la mujer, – soltera, esposa o madre, – en su convivencia con el hombre: no su pupila como lo quiso la antigüedad tributaria de la fuerza y lo quiere la época moderna, amamantada en aquélla, sino su igual por la mente y por el corazón, sin desmedro del rol diverso que la naturaleza ha asignado a los sexos en las más nobles funciones de la progenitura y de la educación. Y lo que dijo al respecto, con la varonil pureza de una Diana, acentuó en ella aquellas condiciones de integérrima virtud, sin las cuales sería lujo estéril o peligroso la inteligencia y puente de perdición la sensibilidad.

Su razón, fortificada por el estudio, y la comparación de la sociabilidad embrionaria a que pertenecía con las antiguas sociabilidades europeas y asiáticas que visitó, la llevaron a despreciar el engaño de religiones que no resuelven misterios, ni acarrean consuelos, ni proporcionan felicidad, ni garantizan la paz, y que ahora mismo, a la sombra de cruces y de medias lunas, ahogan en mares de sangre la civilización que creían basamentar.

Inclinémonos ante la maestra fervorosa, ante la mujer fuerte; imitémosla; y para que su vida y su enseñanza se perpetúen entre las presentes y futuras generaciones, no olvidemos que se le debe el libro que recoja todo lo que ella dijo, que es casi todo lo quc ella hizo, porque en su inteligencia se unían independencia y labor, fervor y carácter.



Un año ha pasado desde que pronuncié esas palabras sobre la tumba prematuramente abierta, y he aquí ya el libro, que contiene lo más significativo de su producción pedagógica, impresa e inédita.

Sus páginas merecen ser leídas y meditadas. Ellas reflejan un temperamento y un ingenio excepcionales; por el calor de su inspiración y por la intensidad de su pensamiento, constituyen una de las más bellas floraciones originales del nuevo espíritu argentino.