Pedagogía social/El examen oral

EL EXAMEN ORAL
(Del "diario" de una normalista)


“Tenemos quince días para preparar los exámenes orales de fin de año y son diecinueve materias. ¡Ni a un día por materia! ¡Y casi todos los programas por completar! Los mejores encierran el presente griego de dos o tres bolillas que jamás fueron vistas en clase pero que, con un poco de buena voluntad, bien podemos estudiar en estos quince días. Para Botánica, tenemos el encargo —"como distracción en los ratos de ocio"— serán muchos: ¡tienen quince días!" —de preparar un cuadro sinóptico "ejemplificado". Podemos, eso sí, elegir el tema: no se nos exige sino que sea exacto y completo, sobre todo completo... Pero nadie iguala en falta de equidad y de dotes pedagógicas a nuestra profesora de Historia. El último mes lo empleó en dictar, a la carrera, sin la menor explicación, apuntes tomados en la Facultad de Filosofía y Letras —de la que es alumna— y que constituyen allí todo un programa universitario. Para nosotros —admirable lógica— formará uno de los programas de Historia— este año tenemos dos, uno de Historia Americana y otro de Historia Argentina. En su última clase, la "maestra" —¡cuánto denigra este título a quien no lo merece!— nos advirtió que examinaría de acuerdo con los apuntes dictados "en clase". —Las protestas— diré "mis protestas" pues el resto de la clase no tiene conciencia de sus deberes, ¡cómo tenerla de sus derechos!— fueron tergiversadas. —¡Desdeñar los apuntes porque se apartaban del eterno texto escolar! ¡No comprender cuánta caridad encierra el hecho de ofrecernos esas primicias! Siempre seríamos rutinarias e indignas de lo que en beneficio nuestro se intentara.”

“Egresada de un medio educacional único, de la Escuela Normal que Miss Mary O. Graham fundó en La Plata, me rebelé abiertamente contra tales injusticias y me negué a dar examen. Que dividieran por dos las clasificaciones anuales: me conformaba con un modesto término medio. ¡Para lo que vale un "sobresaliente" a base de memoria recalentada a última hora! Así no se enseña, así no se aprende.”

“Pero se me hizo saber que el reglamento —verdadera ley, inquebrantable para los que la soportan, dúctil y maleable para los que la aplican— prohíbe emplear tan sencilla solución: Tengo que presentarme a examen oral o pierdo el resultado de cuatro años de trabajo: Trátase del último año de la carrera de maestra, el primero que sigo aquí, en la capital—los otros los he cursado en mi nido intelectual de La Plata.—Si no doy examen, no podré inscribirme en el profesorado: Y ese escalón me es necesario para seguir estudios superiores. Si lo doy, no sostengo con el ejemplo lo que creo justo.”

“Ea: París bien vale una misa. Aboquémonos a esta malhadada tortura que aquí dan en llamar examen oral... Pero el día que pueda ¡con qué gusto lo suprimiré, cómo votaré en contra!”

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Han pasado años. El Consejo Nacional de Educación convoca al profesorado para preguntarle: ¿Debe subsistir el examen oral?

Ante todo: No se trata de aquel tirano, único juez que excluía o aprobaba por sí y ante sí. Ya no es el solo elemento de apreciación. El alumno llegará ante él con dos clasificaciones previas. Producto, la primera, del término medio de las lecciones orales de todos los meses, ratificada por la opinión de las asambleas bimensuales de profesores; la segunda, el examen escrito de mitad de año.

Luego, el esfuerzo sintetizador a que va a obligar el último examen—escrito u oral—ésto es lo que se discute—se concertará sobre la segunda mitad de cada programa. Si lo enseñado fué asimilado, no cabe el "surmenage"; además, la sobreexcitación de la espera queda excluída pues los quince días preparatorios no tienen aquí razón de ser, ni jamás la tuvieron si no se hubiera considerado siempre al examen con un criterio erróneo.

Al indagar si conviene la forma oral o la escrita, detengámonos ante el examen en general.

¿Qué objeto tiene? ¿Es pura y exclusivamente inquisitivo? ¿Favorece el desarrollo mental del estudiante? ¿Conviene al profesor como elemento de juicio? Si inquiere, ¿debe investigar especialmente las aptitudes muemotécnicas o las aptitudes humanas en general? ¿Se examinará lo que recuerde el alumno sobre tal o cual materia, o la asimilación y aplicación del conocimiento será el índice de la cultura integral? ¿La materia examinada es un fin o es el medio de llegar a un fin? ¿Puede y debe ser práctica la forma de todo examen? Es el examen tan sólo un comprobante del nivel intelectual alcanzado o es, además, un medio eficacísimo de educar y de educar para la vida?

La página transcripta del "Diario de una normalista" resuelve muchas dudas. Reflejo fiel de lo que es el examen en general, lo condena sin apelación: Esa aparatosa tortura, esa máquina inquisitorial no es examen ni es nada. Resabio de anticuados prejuicios, sostiene como criticaría Montaigne, que amueblar el espíritu es educarlo; que aprender de memoria es saber; que ingerir sin asimilar es alimentar; que reflejarse es poseer.

El precio de la memoria depende del valor de lo conservado por ella. Si le damos a guardar palabras y más palabras, ¿de qué sirve que sea tenaz al retener, rápida y fiel al evocar? Parece cosa de nada, pero, ¡cuánta importancia tienen en la vida los hábitos adquiridos en el estudio!

Es tan artificioso cualquier sistema de enseñanza, fuera del maternal, que el primer cuidado del maestro consiste en hacer buscar y descubrir lo que hay detrás, dentro y alrededor de las palabras que emplea el educando. El lenguaje es el producto psíquico más evolucionado. La vida interior de sinnúmero de generaciones se ha concretado en él, pues cada uno de sus términos y de sus relaciones es síntesis de todo el proceso mental humano. La cautidad de palabras que suministra diariamente la escuela al niño es superior a lo que éste puede asimilar e inferior a lo que la plástica memoria infantil puede retener. Aquí está el peligro. Si no se obliga al educando a emplear siempre términos que no sean los del texto, palabras y formas halladas por él, explicadas y aplicadas por él; si no se le pide cuenta de cada expresión difícil; si no se le exige que no cite a quien no conozca, si no se le estimula a que haga suyo lo que otros conquistaron, si no se hace de cada alumno un crítico de sí mismo, de los condiscípulos, de los textos que maneja, de sus profesores; si no se logra despertar en él el espíritu práctico que aplica lo que sabe a mejorar la vida y la vida a aumentar el saber, no se educa. Se favorece el psitacismo, la logorrea.

Adquirido el hábito de ver en las palabras cosas, hechos, relaciones y no simples sonidos, la lectura de la página más sencilla es fuente de conocimientos imborrables. Rehaciendo, al interpretar la labor del creador, cada alumno se convierte en un autodidacta.

Paralelamente a la comprensión de lo estudiado debe marchar la evocación. El maestro tiene un medio por excelencia: la lectura. Habituará gradualmente al niño a que imagine las escenas, se represente las descripciones; a que intente dar forma, color, vida a todo lo que aprende; a que describa lo que más le agrada, a que invente luego con entera libertad. La geografía, la historia, aprovecharán de esta imaginación reproductora así fortalecida; el dibujo libre, la composición, oral y escrita, educarán la imaginación creadora.

Pero lo que lo superará todo será la adquisición inteligente del idioma. Enseñado como un organismo viviente; estudiado en él mismo, en sus mejores productos, despertará amor y respeto. La palabra, don divino, bajará al niño levantándolo hasta ella. Y se reproducirá así, paso a paso, el eterno espectáculo de la evolución. El esfuerzo bien orientado de la mente infantil para asimilar cada nuevo término, le hará experimentar la agradable sensación del triunfo, de la dificultad vencida, de las aptitudes desarrolladas. Cada adquisición renovará y aumentará el goce, la voluntad de poder, la confianza en sí mismo, fuente de la individualidad.

El lenguaje es para la psiques el alimento por excelencia, pero es un alimento concentrado y de difícil, cuando no peligrosa, asimilación, pues si son muchas las relaciones que el vocablo más sencillo encierra, innúmeras son las que sugiere e irdinitas las que origina.

Podemos comparar el proceso ideativo a una espiral cónica cuyo círculo máximo estuviera en contacto directo con la naturaleza por medio de las sensaciones-percepciones; cuyo segundo círculo se alejara algo de la realidad al distinguir las cosas de sus cualidades; cuyo tercer círculo aafirmara — por medio del verbo — la existencia de esas cualidades — adjetivos — en las cosas, sustantivos; cuyo cuarto círculo, cada vez de diámetro más pequeño y más alejado de lo real, objetivo, comparara, agrupando por semejanzas, separando por diferencias; cuyo quinto círculo contuviera la afirmación de relaciones directamente percibidas; el sexto, las relaciones de relaciones que a su vez originarían una nueva categoría que, al combinarse con las anteriores, produciría una nueva especie de relación, engendradora de otra y de otras, y así, discriminando, asociando y separando; descomponiendo por el análisis, recomponiendo por la síntesis; evocando asociaciones, llegamos a la construcción mental, a la abstracción, a la palabra.

El punto de partida es la realidad; el de llegada, un todo mental cuya única realidad objetiva es el sonido o la escritura. Pero este punto de arribo está tan alejado de las sensaciones-percepciones originarias, es tan largo el camino recorrido por la humanidad hasta llegar a él, que la palabra no evoca naturalmente el mundo objetivo que pretende reflejar y, en las lenguas muy evolucionadas, sobre todo, el valor mental y, lo que es peor, por constituir un serio peligro, el valor fonativo del lenguaje supera en mucho al valor real.

Ahora bien, si suministramos a la inteligencia infantil palabras antes de prepararlo, por el esfuerzo propio, a recorrer, de la sensación-percepción a la abstracción, un camino semejante al que recorrió la humanidad, ¿cómo extrañar que el niño no com-. prenda lo que estudia, no ame la lectura o que se desarrolle en él ese hábito nefando de aprender de memoria o esa afición desordenada a almacenar palabras y palabras sin preocuparse de lo que encierran, enorgulleciéndose sólo por el número y el buen sonido?

No siendo aún capaz de abstraer por sí mismos y viéndose premiados a retener abstracciones, el niño hace un llamado a su plástica memoria y almacena series de sonidos o de formas. Como esa inteligencia no ha recorrido las etapas que llevan de la sensación a la abstracción, pasando por el juicio y por el raciocinio, las palabras, así ingeridas y fijadas, se mantienen asociadas entre ellas, pero aisladas de la realidad objetiva y de la realidad mental. Pero como, al mismo tiempo, la palabra es el alimento sintético necesario a la evolución de la mente humana, el niño la recibe y conserva con placer y, a pesar de todo, con algún provecho. Siéntese seducido por las relaciones que despierta, por la belleza intrínseca de esa conquista humana, por el saludable esfuerzo al retener, por el sentimiento de potencia al evocar.

Un peligro merece ser indicado: Como a todo peligro, origínalo una belleza: es la eufonía. ¿Quién no ha experimentado "la embriaguez de la palabra"? Cautivándonos con su armonía, es inmenso el poder evocador del idioma. Desde niños sucumbimos a él cuando, forzados por la rima y el metro, componemos esas estrorfas pueriles que no encierran más que sonidos rítmicamente semejantes, a cuyo compás se juega mejor. El recitarlas, canturrearlas o inventarlas constituye una de las formas típicas de la actividad infantil. No se trata de exteriorizar un estado emotivo como pretende Senet[1], sino de gozar con la rima que acompasa a intensificar el juego. La adquisición prematura de la palabra, aún no comprendida como abstracción, embriaga al niño por medio de la belleza fonética. Exteríorizando esa embriaguez, al perseguir una sensación auditiva agradable, se aumenta el placer de jugar: la sensación fonética originaria acaba por provocar y acentuar un estado emotivo.

Idéntica "embriaguez de la palabra" embarga, a veces, al que trata de dar forma sensible al pensar y sobre todo al sentir[2]. El medio de expresión domina de pronto y se convierte en fin. Ya no es el concepto, sino la belleza formal lo que incita a producir. Los grandes líricos han dejado páginas be- llísimas en las que la eufonía es la sola instigadora.

No hay que confundir "la embriaguez de la palabra", puramente evocadora, con la inspiración que crea términos y giros. Esta surge de lo profundo del sentimiento de la idea, de la belleza intrínseca; la otra de la superficie, de la belleza formal.

Seducido por la música del vocablo, sobre todo de la palabra abstracción pura, el niño siente, avivado e imperioso, el deseo de acumular más y más palabras sonidos. Así la región de la abstracción artificial ensancha sus dominios en la psiquis infantil incapacitando cada vez más la inteligencia en sus normales relaciones con la realidad. Poco a poco se ciegan los canales asociativos que van del recepto al concepto. Y el niño es incapaz de observar, de retener lo que ve, de prestar atención al mundo en que actúa. Todos los conocimientos llegan a él por la vía artificial del concepto abstracto y no tienen otro valor que el de relaciones entre sonidos, y Ia memoria verbal, tanto más poderosa cuanto que se nutre con la savia de las otras facultades inertes, lo invade todo.

Este resultado de un mal método de enseñanza hasta ahora en vigor es puesto en evidencia por el sistema de exámenes, sobre todo por el examen oral Como la escuela cultiva la memoria verbal, el examen investiga el poder muemónico. Cuanto se retiene de tal asignatura era y sigue siendo la preocupación escolar; en vez de qué se retiene, cómo se recuerda y para qué sirve.

Ligar la educación a la vida haciéndola surgir de ella y aplicándola luego a aumentar la suma de dicha humana. Tal es el ideal. Uno de los medios de alcanzarlo, el más eficaz, es el de hacer prácticamente de la adquisición del conocimiento un medio de cultura intelectual aplicado a la realidad; que el niño recorra al adquirir el camino seguido por el hombre al conquistar y el perfeccionamiento psíquico terminará con la vida.

La ensenañza del idioma materno es el instrumento que desarrolla y aguza la mente, ensanchando y profundizando el conocimiento; es el nivel que permite colocar el mundo interno y el externo en un mismo plano de inclinación para que la corriente de la vida ascienda de la realidad objetiva a la subjetiva o descienda del dominio del espíritu al de las cosas; es el transmutador de la energía individual en energía cósmica; es el condensador de lo universal en lo particular.

Comprendida la importancia de la adquisición normal del lenguaje es innecesario demostrar que, en todo momento, sea cual fuere el ramo de enseñanza, debe ser el idioma la preparación constante del profesor.

Sobre esta firme base se elevará la inteligencia a vislumbrar las más audaces teorías, a aplicar generalizando.

Habituada a descubrir la realidad tras el término abstracto no admitirá ciencia teórica, ni hipótesis falaces. Se preguntará siempre, dónde están los hechos, dónde los resultados prácticos. No soportará férula, ni regla; la repugnarán prematuras abstracciones; opondrá el libre examen al magister dixit.

Tal inteligencia se rebelará contra la memoria verbal que nada prueba y no rehuirá el examen racional que le permite apercibirse para la lucha, medir las fuerzas, conocer los propios defectos para remediarlos, apreciar las calidades para fortalecerlas.

¿Qué forma debe darse al examea para que responda ampliamente a estos propósitos?

Todo examen debe ser práctico, entendiéndose por ello que debe permitir la aplicación de la inteligencia integral a determinado tema. No hay materia que no se preste a ser examinada inteligentemente. Si en historia, por ejemplo, en vez de exigir el relato de las guerras napoleónicas, se presentara este problema: ¿Cuáles hubieran sido las consecuencias del triunfo de Napoleón en Waterloo y de la subsiguiente reorganización del imperio francés?—y se deja al alumno el tiempo necesario para reflexionar, la respuesta encerraría datos suficientes para juzgar sobre el dominio del tema y el grado de desarrollo mental, además de la característica intelectual y moral del examinado.

Ninguna facultad quedará así ociosa: memoria, imaginación reproductora y creadora, juicio, raciocinio, las formas todas de la asociación de ideas entrarán en juego bajo el acicate de la emoción y del deseo de solucioner sl problema. El lenguaje peculiar del alumno será juzgado también. Imposible servirse de frases hechas; inútil pedir socorro a la memoria verbal.

Así la materia, objeto de examen, es un instrumento, es un medio para llegar al fin propuesto. Comprobar el nivel intelectual alcanzado, medir fuerzas, encauzar aptitudes.

Además, tal examen es medio eficacísimo de educar para la vida sirviéndose de ella misma. ¿No se nos presentará a cada paso problemas que solucionar, dificultades que vencer? ¿No depende muchas veces de un rápido y seguro golpe de vista al darnos cuenta de los peligros de una situación, al percibir las líneas generales que permiten orientarse, el concentrar hábilmente todas lss energías, el intuir así una solución satisfactorias? ¿Y no se duplican las fuerzas ante la dificultad superada? Al vencido en repetidas pruebas, restan los dos caminos: Apercibirse mejor para la lucha o renunciar a ella en ese terreno y dedicar las actividades a algo más de acuerdo con las aptitudes.

Pero queda un interrogante en pie: ¿El examen debe ser escrito u oral?

Adoptada la forma práctica del examen-problema, desaparecen todos los inconvenientes que hacían del examen escrito un fraude. No más memoria mecánica, no más apuntes copiados, no más tema dictado por el compañero.

Dando el tiempo razonablemente necesario, puede dejarse la clase sin vigilancia y entregar a cada alumno cuánto texto o libro de consulta reclame. Nada ni nadie, salvo ellos mismos, puede ayudarlos.

El examen escrito, en estas condiciones, llena cumplidamente su prolpósito. Conviene como medio inquisitivo, conviene como medio educativo.

Esto, en cuanto al alumno se refiere. En lo que atañe al profesor, cambia el asunto de aspecto. Pero dejaremos de lado, por ser innecesario comprobarlo, como se agota la atención y, por consiguiente, el interés, al llegar a la lectura del nonagésimo o centésimo examen escrito, pues debe tenerse en cuenta que cada examen ha de ser visado por tres profesores—y nos preguntaremos: ¿Ofrece idénticas ventajas el examen oral? Si difiere, ¿es inferior o supera al escrito y en qué?

Todo profesor habrá observado que la facilidad o dificultad de expresión oral o por escrito difiere de alumno a alumno. Sometiéndolos a una composición oral y luego a una escrita podían formarse dos bandos de acuerdo con esa característica. Si esta diferencia es tan general, nada más equitativo que el empleo de ambas formas de examen para toda la clase.

Los dos exámenes se complementan, pues demuestran y desarrollan diferentes aptitudes y no exigen igual suma de esfuerzos. El examen escrito liberta el espíritu de la presencia inmediata del juez que pesa y critica cada paso dado hacia la solución del problema. De ahí la tranquilidad, la calma, el dominio fácil del tema.

El examen oral es más semejante a la realidad. En él la lucha es abierta, el adversario está enfrente, atacando, obligando a parar golpes, a defenderse, a echar mano de todos los recursos, imponiendo especialmente el absoluto dominio de sí mismo como probabilidad de éxito, aprendizaje fructuoso, pues facilita la adquisición de cualidad tan preciosa en cualquier situación.

Además nos ofrece la oportunidad de oirnos a nosotros mismos —y en un momento difícil— lo que nos objetiva, en cierto modo, permitiéndonos aquilatar las propias fuerzas y compararlas con las de los compañeros en igualdad de circunstancias; hecho que aguza el juicio, forma el criterio, templa el carácter y despierta el sentido íntimo de justicia.

Fuera de que el lenguaje gana en precisión, en energía, en facilidad de expresión cada vez que el entendimiento pasa, por uno de esos exámenes orales inteligentemente llevados a cabo.

La emoción peculiar favorece en vez de ser una traba por tratarse, no de un esfuerzo retrospectivo y estéril, sino de aplicar, consciente, deliberada y voluntariamente, la inteligencia entera a un problema actual.

1903.



  1. R. Senet: "Las Estoglosias".
  2. "A lo mejor del pensar—Falta la idea en mal hora—Y una palabra sonora—Llena muy bien su lugar". Goetbe: "Fausto".