Pasarse de listo: 20
Capítulo XX
Conforme iba Paco Ramírez hacia dicha vivienda, aunque muy apresuradamente, se ofrecían a su imaginación con mayor viveza todas las dificultades de la entrevista que debía tener.
En la carta de D. Braulio recordaba los párrafos más siniestros y ominosos, y preveía alguna desgracia. Hasta una contradicción que había notado en la carta le daba entonces mucho que sospechar. D. Braulio confesaba al principio, como era cierto, que jamás usaba ni llevaba armas, y hacia el fin de la carta hablaba de un revólver que tenía en el bolsillo. Paco Ramírez veía claro que D. Braulio le había comprado o le había adquirido en aquellos días, después de la noche que estuvo de oculto en su casa. ¿Para qué esta adquisición? ¿Qué pensaba hacer su desventurado amigo?
Paco estaba cierto de que D. Braulio no mataría ni a su mujer ni a su rival, pero tenía miedo de que atentase a su propia vida, y ya pensaba en vengarle matando al Condesito.
Era Paco tan fuerte, tan sereno, y estaba tan seguro de sí, que nada le parecía más fácil.
En cuanto a doña Beatriz, Paco la amaba como a una hermana y la respetaba como a un ser superior, por donde, aunque le afligiese mucho el creerla culpada, como ya la creía, estaba dispuesto a perdonarle la culpa. En este punto comprendía y aplaudía y hasta bendecía la debilidad o la ternura de D. Braulio. Lo que no se explicaba es que D. Braulio no tratase de vengarse del Condesito de cualquier modo que fuese.
Entre tanto, ¿qué iba él a hacer, qué iba a decir en casa de doña Beatriz? Después de reflexionarlo, formar varios planes y componer mentalmente varios discursos, determinó dejarse guiar de la inspiración del momento e improvisarlo todo.
Así llegó a casa de D. Braulio. Subió los escalones de dos en dos y tiró del cordón de la campanilla. Eran las nueve de la mañana.
En seguida le abrieron, con aquella franqueza y prontitud con que suelen abrir los pobres.
Apenas tuvo tiempo de ver quién le abría. Se encontró ceñido por unos brazos que le estrechaban, y abrumado por una boca que cubría sus mejillas de un diluvio de sonoros besos.
-¡Válgame Dios, hombre!, dijo al cabo el ama Teresa, que era quien le besaba. ¡Cómo has embarnecido en estos tres años! Da gloria verte: estás hecho un real mozo. Pero dime, ¿y D. Braulio? ¿Viene contigo? ¿Qué ha hecho en el lugar? ¿Por qué no escribe? Beatriz está con el alma en un hilo.
-Quiero verla. ¿Puedo verla?, dijo Paco.
-Ahora mismo. Entra. ¿Traes noticias de D. Braulio?
-Sí.
-Pues entra.
-¿Está Inés con su hermana?
-Inés no se ha levantado aún.
-Mejor, dijo Paco. Necesito ver a Beatriz a solas, añadió entre dientes.
Antes de que acabara de murmurar esta frase, antes de que entrara en el saloncito de doña Beatriz, apareció esta en la antesala, y asiendo cordial y apretadamente las manos de Paco entre las suyas, exclamó:
-¿Qué es esto? ¿Y Braulio? ¿Dónde está? ¿Cómo no viene contigo? Estoy llena de zozobra. ¿Qué sucede, Dios mío? ¿Qué sucede?
Hablando así, entraron ambos en el salón. El ama Teresa fue tras ellos.
-Déjanos, Teresa. Luego vendrás. Tengo que hablar con Beatriz: dijo Paco.
Este misterio pareció aumentar el sobresalto de la linda muchacha.
El ama Teresa salió de la sala regañando.
Ya solos Paco y Beatriz, dijo ésta:
-¿Qué misterios son los tuyos? ¿Qué me vas a decir? Habla: Todo es mejor que la ansiedad, que la duda en que me tienes. Mi mal no será más horrible, mi desventura no será más honda en realidad que lo que me finge ya la fantasía. Habla. ¿Dónde está mi marido? ¿Qué hiciste de él? ¿Por qué no viene en tu compañía?
-Tu marido no ha ido al lugar. Mal puede venir conmigo. Tu marido no ha salido de Madrid. Aquí está. Aquí vengo a buscarle.
-Es imposible. Braulio no miente nunca. Braulio me dijo que iba a verte. Le habrá ocurrido alguna desgracia en el camino. Estará enfermo, muerto quizá en algún pueblo del trayecto. Braulio fue a verte. Braulio no me ha engañado.
Paco Ramírez, que no era hombre muy dado a perífrasis y rodeos, y que además creía que era urgente e indispensable una pronta explicación, dijo entonces:
-Braulio te ha engañado porque creía que tú le engañabas.
-No puede ser, respondió Beatriz, subiendo la roja sangre a sus mejillas. ¿Quién ha inventado esa infamia? ¿Quién ha dicho esa locura?
-El mismo Braulio.
-¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde le has visto?
-No le he visto. He recibido carta suya.
-Dámela. Quiero leerla.
-¿Tendrás valor para leerla?
-Dios me dará valor para todo. Dame tú la carta.
Paco vacilaba aún.
-Dame la carta, volvió a decir doña Beatriz.
-Te la daré, contestó Paco; pero antes exijo de ti una cosa.
-Di; pide pronto.
-Vas a responder con sinceridad a lo que te pregunte; vas a declararme la verdad desnuda: no como si respondieses a tu hermano, sino como si respondieses a tu propia conciencia; como si estuvieses ante el tribunal del Eterno y fuese Él quien te interrogase.
-Pregunta. No receles. No manchará mis labios la mentira.
-¿Amas a Braulio?
-Con todo mi corazón.
-Braulio es feo y tú hermosa. Braulio es viejo... ¿Le amas de amor?
-El alma de Braulio es hermosa; el alma de Braulio es inmortalmente joven. Sí; le amo de amor.
-¿No has amado nunca a otro hombre?
-Nunca.
-Mira bien en el fondo de tu alma. Beatriz, ¿no has amado nunca a otro hombre?
-Apenas comprendo lo que me quieres decir; pero no ha de quedarme el menor escrúpulo. Voy a escudriñar en el abismo más hondo de mi mente; voy a buscar allí y a hacerte patentes mis más ocultos pensamientos; las ideas vagas y confusas de que yo misma no me he dado cuenta hasta ahora.
-Di, Beatriz.
-Digo que nunca amé de amor sino a mi marido; que no creo haberle faltado una sola vez, ni con el más fugaz pensamiento, ni con el más efímero deseo mal nacido.
-¿Es cierto lo que dices? ¿No te acusa la conciencia de la menor falta?
-¿Cómo he de declararme impecable? Paco, sí; la conciencia me acusa, pero no me atormenta; dame la carta; acabemos. ¡Qué interrogatorio! ¡Qué dilaciones crueles! ¿Has venido a matarme?
-No, Beatriz. Dime, sin embargo, de qué te acusa la conciencia.
-Soy vanidosa, lo confieso. Ahora que presiento una desventura, veo que es pecado lo que yo no creía que lo fuese. Yo misma me examino, me juzgo y me condeno. Mira, Paco; yo he creído que un hombre me amaba, y, aunque no pagaba su amor, me complacía y me enorgullecía de que me amase. Su amor estaba de tal suerte refrenado por el respeto, que jamás se mostró en palabras. Yo le adivinaba; no le veía. Y yo le adivinaba, no como pasión, que tuviese en sí la menor impureza, sino como sentimiento etéreo, inmaculado, que no es amor, ni es amistad; que no ha de tener nombre; que es inefable en todo lenguaje de la tierra; que si tiene nombre ha de ser en el cielo. ¿Qué quieres? Vanidad de mujer. Novelas ridículas que nosotras nos forjamos en la imaginación, y que, sin duda, no tienen realidad alguna. El hombre que así me acata, el hombre que así me considera y admira, es el más discreto, el más elegante de la aristocracia de Madrid; es celebrado por su gentil presencia, por su gracia, por su valentía, y hasta por sus conquistas amorosas. Al verle tan rendido conmigo, al notar lo que se deleitaba en oírme hablar, lo que celebraba mi talento, lo que se afanaba por agradarme y porque yo tuviese de él el mejor concepto, no lo niego, mi orgullo de mujer estaba muy lisonjeado. Juzgaba yo valer más, cuando había inspirado tan noble afecto a aquel hombre. Mi propia vanidad me movía a formar a mi vez un concepto, quizá exagerado, de todas sus prendas personales. Aquel hombre, que tan bien, en mi sentir, me comprendía, valía mucho más a mis ojos. La gratitud hacia aquel hombre en mis momentos de modestia, cuando yo creía que yo no se lo debía todo a mi propio mérito, llenaba mi corazón. Jamás, sin embargo, le he amado. Todas las noches, desde hace meses, hablo con él más de una hora en voz baja. Me elogia, me dice mil corteses rendimientos; pero de amor no me habla. Entre él y yo existen tácitamente estas extraordinarias relaciones. ¿Es esto pecado? ¡Ah! Yo creo que sí. Ahora creo que sí. Me lo dice el corazón. Braulio está celoso. Pero, Dios mío, ¿por qué no me lo ha dicho? ¿Por qué no se ha quejado? Yo le hubiera pedido perdón. Yo le hubiera repetido mil veces que le amaba. Yo le hubiera renovado mis juramentos. Yo hubiera puesto término a la insana poesía, a la soñada historia que sólo a mi vanidad satisfacía. Pero no; Braulio tiene razón. Braulio es delicado. Un marido no debe dar celos. No debe decir a su mujer que sospecha de ella. Sería una indignidad, una vergüenza, de que él no es capaz. Y yo, necia, ciega, que no he comprendido hasta hoy lo peligroso y absurdo de mi conducta. ¿Quién sabe? Tal vez los maldicientes lo han entendido todo de la peor manera. Tal vez han mancillado mi honra y la de mi marido. Tal vez han tenido al cabo la crueldad de acusarme. Vamos, Paco; ya lo sabes todo. No me mates. Dame la carta. ¡Pronto! Dame la carta.
Paco, sin responder palabra, sin saber qué pensar de todo aquello, no atreviéndose a creer que Beatriz mentía, no atinando a explicarse cómo se mintiese tan bien, y recordando, no obstante, que en la carta de Braulio había pruebas casi evidentes de que Beatriz era culpada, le entregó por último la carta.
Beatriz la desdobló con ansia, y no la leyó, la devoró.
No interrumpió la lectura, ni con un suspiro, ni con una exclamación, ni con una queja. Se puso alternativamente colorada y pálida. Mortal palidez prevaleció al cabo. Gruesas lágrimas brotaron de los hermosos y negros ojos de Beatriz y se deslizaron por sus mejillas.
El silencio era completo. Se podían contar los latidos violentos del corazón de Beatriz y del corazón de Paco.
Otra mujer, culpada o no culpada, hubiera fingido un desmayo, se hubiera desmayado de veras, o hubiera hecho extremos con sollozos, con gemidos y aun con gritos tal vez.
Beatriz, leída la carta, conocido ya todo el infortunio de su marido y el suyo, si es que a su marido estimaba, contuvo toda explosión vehemente de dolor, y dijo a Paco de esta manera:
-Reconozco mi delito. Reniego de mi estúpido engreimiento, de mi afán de lucir, de mi deseo liviano de ser admirada; pero no basta todo ello para explicar esta desventura. Soy víctima de una trama infernal; de una serie de coincidencias fatales. ¿Quién sabe, Dios mío? ¿Quién sabe? Pero es muy duro, es tremendo, es cruel el castigo que cae sobre mi cabeza. ¿Por qué no me mató? ¿Por qué tuvo compasión de mí? Yo hubiera despertado al sentirme herida. Yo le hubiera perdonado. ¿Qué digo... le hubiera perdonado? Yo le hubiera pedido perdón y hubiera sido dichosa muriendo en sus brazos. ¡Cuánto me ama! Este amor sí que vale. En este amor sí que debiera yo haber cifrado siempre mi orgullo. ¿Por qué le he descuidado, hasta perderle tal vez, desvanecida yo, loca, atolondrada por una vanidad mezquina? Y él me besó, mientras yo dormía, en vez de matarme, como yo merecía de veras. Vino a darme de puñaladas y me dio besos de amor, y lloró de ternura, y me halló hermosa y me contempló extasiado. Paco, hermano mío; corre, ve al Ministerio, ve a todas partes, búscale; dile que le amo; tráele vivo a mis brazos; devuélvemele para que me perdone. ¿Qué haré, Jesús mío? ¿Qué haré? Estoy por salir a buscarle yo misma, como loca. Sólo me detiene el temor de que sean mayores el escándalo y la vergüenza. Hermano mío, por piedad, corre; busca a Braulio. Temo, tiemblo por su vida. ¡Qué horror! Él no me ha dado muerte: él me ha besado, creyéndose mortalmente ofendido. Y, en pago de tanto amor, yo le mato.
Paco estaba mudo, extático, lleno de asombro, con la boca abierta, y sin saber qué pensar ni qué decir.
Beatriz, con más agitación, contrariada, impaciente por la inmovilidad de Paco, prosiguió de esta suerte:
-No te detengas: vuela, busca a Braulio. Se va a matar si te tardas. Dile pronto que le amo, que le idolatro; que su beso vale más que todas las satisfacciones y vanaglorias; que su amor me enamora; que la belleza divina de su alma excede para mí a toda la belleza de las demás criaturas de Dios. ¡Que yo le vuelva a ver, cielos santos! ¡Que yo me arroje a sus plantas y le pida mil veces perdón! ¡Que yo le pague el beso que me dio dormida, exhalando mi alma, infundiéndola en la suya con un beso eterno... infinito!
Mientras Beatriz hablaba, iba empujando a Paco fuera del saloncito; le iba echando a empellones de la casa.
Ya en la antesala, Beatriz añadió:
-Ve al Ministerio; acude a la policía; busca a Braulio por todos los medios: no te detengas.
Paco salió al fin de su mutismo y contestó:
-Sosiégate, Beatriz, yo le encontraré. Pronto estaré aquí de vuelta. No lo dudes: le traeré conmigo. Ten confianza en la bondad de Dios.
Dicho esto, abrió la puerta, salió de la habitación y bajó precipitadamente la escalera.
Doña Beatriz volvió vacilando y tropezando hasta la sala. No podía ya sostenerse. Cayó desplomada en el sofá.
Después de un instante de calma y de silencio, rompió en gemidos y sollozos y vertió un mar de lágrimas.
Acudió entonces el ama Teresa.
-¿Qué te pasa, hija? ¿Por qué lloras?
-Déjame, ama, déjame, contestó doña Beatriz. Soy la más desventurada de las mujeres.
El ama Teresa insistió en vano en idénticas o semejantes preguntas.
Beatriz no le contestaba sino rogándole que la dejase.
Cansada, pues, y hasta algo picada de aquel sigilo con que de ella se recataba Beatriz, el ama Teresa se salió de la sala y se fue al cuarto de Inesita.
-Niña, dijo, ¿no te levantas hoy?
Inesita, medio dormida aún, si bien tenía abiertas ya las maderas de la ventana, y el sol inundaba su cuarto, se incorporó un poco y contestó:
-Pues ¿qué hora es?
-Las nueve y media; cerca de las diez. De sobra es hora de que te levantes. Además es menester que te levantes. Hay grandes novedades. Paco Ramírez ha venido.
-¿Con mi cuñado?, preguntó Inés.
-Sin tu cuñado, dijo el ama.
-¿Y dónde está? ¿Se quedó en el lugar? ¿Por qué no viene?
-Lo ignoro. Sólo sé que tu hermana está llorando como jamás la he visto llorar. Sin duda ha ocurrido alguna gran desgracia. Beatriz nada ha querido decirme; pero algo ocurre de muy grave y lastimoso. Levántate, hija. Ve a consolar a tu hermana y a saber la causa de su dolor.
Inesita saltó de la cama llena de sobresalto. Se puso una bata, sin atender a más cuidado por la precipitación, y corrió al saloncito, donde Beatriz se hallaba.